CAPITULO XI

 

Un espectáculo verdaderamente sobrecogedor.

Difícil de admitir como real.

Pero lo era, de eso no cabía la menor duda.

Por el momento, la presencia de Alain Brimont no fue advertida por nadie.

Los siete hombres y las doce mujeres que, completamente desnudos, se amontonaban en torno y sobre la baja mesa alargada, donde permanecía otra mujer, igualmente desnuda y sujeta de pies y manos por anchas correas de cuero, estaban demasiado absortos en la tarea que les tenía ocupados.

Muy cerca de ellos, como para no perderse detalle de lo que ocurría, se hallaba Albert Vogel.

El cerdo de Albert Vogel.

El canalla de Albert Vogel.

El reptil de Albert Vogel.

Era el único que estaba vestido.

Afortunadamente, se hallaba de espaldas a la escalera de piedra, y tampoco él descubrió a Alain Brimont.

Este no tardó en reaccionar.

Aunque no podía ver la cara de la mujer que estaba siendo víctima de los más sucios y repugnantes abusos, sabía que se trataba de Jacqueline Legrand.

Sin perder un segundo más, acabó de descender los peldaños que faltaban, de un sallo, corrió hacia el grupo de hombres y mujeres desnudos, rugiendo:

—¡Apartaos, malditos! ¡Dejad a la chica!

Albert Vogel dio un fuerte respingo.

—¡Brimont! —exclamó, reconociendo la voz del médico.

Se volvió como picado por una serpiente.

Vio a Alain Brimont correr hacia él.

Los ojos llameantes.

El rostro encendido.

Las mandíbulas fuertemente apretadas.

Alain Brimont era una furia desatada.

Sería muy difícil frenarle.

Albert Vogel, pese a ser un hombre fuerte y corpulento, no se atrevió a intentarlo.

Dio un gran salto hacia su izquierda, evitando así el ser arrollado por Brimont.

Este cayó como un ciclón sobre el grupo de muertos vivientes, los cuales, aunque habían oído gritar al médico, y habían vuelto sus miradas hacia él, no se apartaron de Jacqueline Legrand.

Alain Brimont se encargó de apartarlos.

Sin ningún miramiento.

Lo mismo le daba que fueran hombres que mujeres.

Lo utilizaba todo.

Puños.

Hombros.

Rodillas.

Pies...

Albert Vogel, desde el suelo, presenciaba cómo Alain Brimont derribaba a los muertos vivientes, sin que ninguno de ellos le hiciera frente.

Y así seguirían las cosas si él no les daba las órdenes precisas.

Se apresuró a dárselas:

—¡Golpead a ese hombre! ¡Lanzaos lodos sobre él! ¡Quiere rescatar a la muchacha rubia! ¡No lo permitáis...!

Las cosas, lamentablemente para Alain Brimont, cambiaron.

Los hombres y las mujeres que aún no había conseguido apartar de la inmovilizada Jacqueline, cuyo rostro, pálido y desencajado, va podía ver, se lanzaron sobre él como fieras salvajes.

Los que había derribado al suelo a golpes y empellones, se levantaron rápidamente y se arrojaron también sobre él.

Alain Brimont se defendió bravamente, pero no pudo hacer demasiado frente a aquella especie de jauría de lobos hambrientos que cayó sobre él.

Lo derribaron.

Empezaron a golpearle en el suelo.

Brimont, materialmente sepultado bajo un montón de cuerpos desnudos, recibió un fuerte golpe en la sien, y perdió el sentido.

 

* * *

 

Cuando Alain Brimont recobró el sentido, se encontró fuertemente atado a uno de los postes de madera que apuntalaban el techo, sin más ropa encima que el breve «slip».

Frente a él, se hallaba Albert Vogel, con una sonrisa triunfal en los labios.

Tras el curandero, agrupados, se encontraban los siete hombres y las doce mujeres que consiguieron reducirle.

Ya no iban desnudos.

Ahora cubrían sus cuerpos con unas largas túnicas blancas.

La que sí seguía desnuda, y sujeta a la alargada mesa, era Jacqueline Legrand.

Brimont la observó.

Sintió mucha pena.

Su joven y hermoso cuerpo estaba sucio, baboso, sangrante...

Debía haber sufrido horriblemente.

Ella le miraba a su vez, con los ojos enrojecidos, pero secos de lágrimas.

Ya no le quedaban.

Las había derramado todas...

—Jacqueline... —musitó Brimont, apagadamente.

La joven no respondió.

No tenía fuerzas para hablar.

Ni deseos.

Sólo deseaba una cosa: morirse.

Y cuanto antes.

No quería vivir, después de lo que los muertos vivientes habían hecho con ella, siguiendo las instrucciones de aquel demonio de hombre que era Albert Vogel.

De pronto, el rostro de Jacqueline Legrand se contrajo.

No pudo contener un gemido de dolor.

Cerró los ojos y permaneció así, sufriendo en silencio.

Alain Brimont atirantó el rostro y miró a Albert Vogel.

—Esto lo pagará con la vida. Vogel.

El curandero lanzó una carcajada burlona.

—No me haga reír, Brimont.

—Yo mismo le mataré, se lo juro.

—Usted no puede matar ni una mosca. Esta indefenso, Brimont. ¿Todavía no se ha dado cuenta?

—Estoy vivo, Vogel.

—No será por mucho tiempo.

—¿Piensa matarme?

—Sí. Usted y Jacqueline Legrand van a morir, doctor Brimont. Y no tendrán una muerte rápida y dulce se lo aseguro.

—No puede matamos, Vogel.

—¿Quién ha dicho que no?

—Mi enfermera sabe que estoy en Verraud, y también sabe por qué. Le dije que si antes de las cinco no estoy de vuelta en mi consultorio, llame a la policía.

Albert Vogel entornó sus peligrosos ojos.

—Está usted mintiendo, doctor Brimont.

—Le aseguro que no. Jacqueline y yo nos dimos cuenta inmediatamente de que Anne-Marie no se comportaba con normalidad, que la tenía usted como magnetizada.

Esa fue la razón de que Jacqueline se quedara en Verraud. Quería descubrir la verdad.

—Y la descubrió. No por sí misma desde luego. Yo se lo conté todo por mi propia voluntad. Le dije que Anne-Marie sólo está aparentemente curada. Como el resto de las personas que están conmigo en Verraud.

—Ya sé que Anne-Marie no está curada. La ausculté antes de descubrir este sótano. Sigue padeciendo la grave dolencia cardíaca.

—Así es.

—¿Cómo la mantiene viva?

—Hipnosis. Me apoderé de su mente anoche. Eso la mantendrá viva mientras yo no la devuelva a la realidad. Como a los demás.

Alain Brimont observó a los siete hombres y a las doce mujeres.

—Los mantiene a todos permanentemente en estado hipnótico...?

—Sí. No tengo más remedio. Si los saco de él, morirán instantáneamente. Ya le expliqué a Jacqueline que, en realidad, todos ellos están muertos. De ahí que yo los llame muertos vivientes.

—¿Pero qué clase de monstruo es usted? —exclamó Brimont, horrorizado.

—¿De veras le parezco un monstruo...? —sonrió Vogel.

—¡El más ruin de todos!

—Y eso que todavía no ha visto lo mejor

Alain Brimont no pudo evitar un estremecimiento.

—¿Qué me falta por ver?

—espéreme aquí, ¿eh? Vuelvo en seguida.

Albert Vogel abandonó el sótano.

Alain Brimont aprovechó la ocasión para tratar de aflojar las ligaduras que le mantenían sujeto al poste.

Sus fuertes músculos trabajaron al máximo, ante la pasividad de los muertos vivientes, pero las ligaduras eran tremendamente resistentes, y no cedieron.

Brimont, sudoroso, dolorido, y jadeante, se lomó un respiro.

Cuando se disponía a intentarlo de nuevo, apareció Albert Vogel.

El curandero traía consigo a Anne-Marie.

La muchacha, que se cubría con una de aquellas largas túnicas blancas, portaba un destellante cuchillo de cocina en la diestra.

—¡Anne-Marie! —gritó Jacqueline, al ver a su hermana.

Anne-Marie continuó impasible.

Sin impresionarse lo más mínimo por ver a su hermana sujeta a una baja y larga mesa, desnuda, sucia, ensangrentada...

Tampoco le importó al ver al doctor Brimont atado a uno de los postes del sótano, cubierto tan sólo con un slip.

Albert Vogel indicó:

—Adelante, Anne-Marie. Haz lo que te he dicho.

Anne-Marie Legrand levantó el terrorífico cuchillo y caminó hacia su hermana.