CAPITULO VII
Apenas entrar en la misma casa de antes. Jacqueline Legrand descubrió a Albert Vogel.
Permanecía inmóvil, al pie de la escalera.
—¿Ya se ha marchado el doctor Brimont?
—Si —respondió la joven, procurando rehuir la siniestra mirada del curandero.
—¿Volverá?
Jacqueline pensó que le convenía responder afirmativamente, y así lo hizo.
—Sí, volverá esta noche. Le rogué que me trajese algo de ropa. La voy a necesitar.
—Claro.
—¿Cómo sigue Anne-Marie?
—Bien.
—Iré con ella.
—No, no suba ahora.
—¿Por qué?
—Se ha dormido.
—No importa, velaré su sueño.
—Dormirá mejor si la dejamos sola.
—No haré ningún ruido, se lo prometo.
—Olvídese de su hermana ahora, Jacqueline, tenemos que hablar.
—¿Hablar?
—Sí.
—¿De qué?
—De usted.
—¿Qué quiere saber?
—¿Por qué se ha quedado?
—Quiero asegurarme de que Anne-Marie es feliz en Verraud, ya se lo dije.
—Miente ahora como mintió entonces.
Jacqueline Legrand empezó a ponerse nerviosa.
—¿Qué le hace pensar que miento?
—Usted desconfía de mí.
—Tengo motivos, ¿no? Apenas llegar a Verraud, oigo gritar a mi hermana, a la cual encuentro encerrada en una habitación con usted, acostada en la cama, tan desnuda como cuando vino al mundo.. ¿No hubiera desconfiado usted, en mi lugar?
—No, porque el hombre con quien se hallaba su hermana, era el mismo que la noche anterior la había salvado de la muerte —recordó el curandero.
—Eso no le da derecho a...
—¿A qué?
Jacqueline no se atrevió a acabar la frase.
—Vamos, dígalo —invitó Vogel—. Usted piensa lo mismo que el doctor Brimont, que yo hice venir aquí a Anne-Marie, con el único propósito de divertirme con ella.
—¿Y no es así?
—Sí.
Jacqueline dilató los ojos.
—¿Lo confiesa...?
Albert Vogel sonrió.
—Si le hubiera respondido que no, no me hubiese creído...
—Dígame la verdad, por favor —suplicó la muchacha.
—Míreme usted bien, Jacqueline.
—Ya lo estoy haciendo.
—No, rehúye mi mirada.
—No es por gusto.
—¿Qué quiere decir?
—Que no puedo resistirla.
—Tonterías.
—De veras que no.
—Inténtelo y verá cómo lo consigue.
Jacqueline miró a los ojos al curandero.
Fijamente.
Fue un error.
—Sí, porque cuando, incapaz de resistir su aguda y penetrante mirada por más tiempo, quiso desviar la suya, no pudo.
Las pupilas de Albert Vogel brillaban cada vez con más fuerza.
Al propio tiempo, parecían empequeñecerse y agrandarse.
Un ramalazo de frío estremeció el cuerpo de Jacqueline Legrand.
¡Aquélla no era la mirada de un ser normal!
¡Era la mirada de un brujo!
¡De un demonio!
¡De una bestia salvaje con apariencia humana! Jacqueline Legrand, presa de un pánico jamás experimentado, intentó retroceder.
No pudo.
Sus pies estaban como pegados al suelo.
Los músculos de las piernas no le obedecían.
Toda ella estaba como paralizada.
Cada vez más aterrorizada, intentó gritar.
Con todas sus fuerzas.
Pero las cuerdas vocales no le respondieron.
Ni siquiera pudo abrir la boca.
Sus mandíbulas se negaban a separarse.
Dentro de su horror, fue capaz de comprender que todo lo que le estaba sucediendo procedía de la magnética mirada de Albert Vogel.
Si consiguiera esquivarla...
Lo intentó nuevamente.
Con desesperación.
Fue inútil.
El curandero la había paralizado por completo con sus demoníacos ojos.
No la dejaba ni pestañear.
Albert Vogel fue acercándose a ella.
Muy despacio.
Jacqueline Legrand, horrorizada, intentó desclavar sus pies del suelo.
No lo consiguió.
Albert Vogel se detuvo muy cerca de ella, elevó las manos lentamente, y se las puso en las sienes.
Comenzó a mover los dedos, suavemente.
Era una especie de masaje.
Muy agradable.
—Cierra los ojos, Jacqueline —ordenó el curandero. La joven obedeció.
—Relaja tu cuerpo.
El cuerpo de Jacqueline, tenso y rígido hasta entonces, se relajó totalmente.
—¿Te sientes mejor, Jacqueline?
—Sí. —musitó la joven.
—Puedes abrir los ojos.
La muchacha los abrió.
En sus oíos ya no había el menor sintonía de terror. Su mirada, ahora, era fría e inexpresiva.
Idéntica a la de Anne-Marie.
Idéntica a la de Francine Golay...
—¿Ya no me tienes miedo, Jacqueline?
—No.
—¿Harás todo lo que yo te diga?
—Sí.
—Sonríe.
Jacqueline sonrió.
—Dame un beso.
Ella se lo dio.
—Perfecto. Sígueme, Jacqueline.
Albert Vogel echó a andar hacia la escalera. Jacqueline Legrand le siguió como una autómata. Subieron al piso alto.
El curandero entró en la habitación contigua a la que ocupaba Anne-Marie.
Jacqueline hizo lo propio.
Vogel cerró la puerta.
Después de darle la vuelta a la llave, ordenó:
—Quítate el vestido, Jacqueline.
La joven se lo quitó, quedando en combinación.
Una combinación rosa, muy corta, bajo la cual se transparentaban el reducido sujetador, el sugestivo miniportaligas, y el sucinto pantaloncito.
Los ojos de Albert Vogel brillaron ahora de un modo distinto.
Había deseo en su mirada.
Un deseo sucio.
Repugnante.
—Deja el vestido sobre la silla —indicó el curandero.
Jacqueline obedeció.
—Ahora quilate la combinación.
Jacqueline se despojó de ella y la dejó también sobre la silla.
La mirada de Albert Vogel se tornó aún más lujuriosa al contemplar ^el maravilloso cuerpo de Jacqueline Legrand.
Ella se dejó contemplar, impávida.
Como si no se diera cuenta de nada.
Y, en realidad, así era.
El canalla de Albert Vogel la había hipnotizado.
Ahora era dueño y señor de la hermosa muchacha.
Como su deseo era cada vez más incontenible, le ordenó que se desnudara por completo.
Jacqueline lo hizo.
Sin ningún rubor.
Al verla completamente desnuda. Albert Vogel fue hacia ella y la abrazó, loco de deseo.
Jacqueline se dejó besar, manosear, pellizcar, mordisquear...
No tenía voluntad.
Estaba totalmente a merced del cerdo de Albert Vogel.
Este la llevó hacia la cama y la tendió en ella.
Allí siguió aprovechándose del estado hipnótico de la muchacha.
Hasta que ya no pudo más.
Fue entonces cuando Jacqueline Legrand gritó.
Y por el mismo motivo que gritara Anne-Marie.