CAPITULO VI

 

—¡El grito vino de arriba! —exclamó Alain Brimont apuntando hacia la escalera.

—¡Era Anne-Marie, doctor! — gritó Jacqueline Legrand, angustiada.

—¡Corramos! —indicó Brimont, tirando del brazo de la muchacha.

Alcanzaron la escalera y subieron por ella precipitadamente.

Descubrieron dos puertas.

Brimont llevó a Jacqueline hacia una de ellas.

La abrió con brusquedad.

Era un dormitorio, pero allí no había nadie.

Corrieron hacia la otra puerta.

Brimont no pudo abrirla, pues estaba cerrada con llave.

Golpeó la madera con el puño.

—¡Abra. Vogel! ¡Soy Alain Brimont, el médico que atendía a Anne-Marie Legrand!

Silencio absoluto.

Brimont golpeó nuevamente la puerta, con furia.

— ¡Abra. Vogel! ¡Abra inmediatamente o echo la puerta abajo! —amenazó.

De nuevo silencio.

Alain Brimont dejó su maletín en el suelo, junto a la pared, y se retiró unos pasos de la puerta.

—Apártese, Jacqueline —rogó—. Voy a cargar contra la puerta.

La joven obedeció.

En el preciso instante en que Alain Brimont tomaba carrera, la puerta se abrió bruscamente y Albert Vogel se dejó ver.

Brimont no tuvo más remedio que frenar su impulso, para no arrollar al curandero.

Albert Vogel era tal y como lo había descrito Jacqueline Legrand.

Moreno.

Alto.

Muy fuerte.

Bien parecido.

Y sus ojos...

Jacqueline no había exagerado al decir que miraban de un modo casi siniestro.

En aquel momento, incluso sobraba el «casi».

Su mirada era siniestra de verdad.

Quizá se debía a que el curandero se hallaba furioso por la inesperada presencia en Verraud de Alain Brimont y Jacqueline Legrand.

—¿Qué diablos significa esto? ¿A qué viene eso de querer echar la puerta abajo? —inquirió Albert Vogel, enfadado.

—Soy Alain Brimont, el médico que...

—Ya lo sé —le interrumpió el curandero—. Oí claramente sus voces. ¿Siempre entra usted así en las casas, doctor Brimont, amenazando con derribar las puertas? —espetó.

Alain Brimont apretó los maxilares.

—No, no acostumbro a hacerlo. Pero nadie respondió cuando llamamos, por dos veces, abajo. Y lo mismo sucedió cuando llamamos a esta puerta.

—No les oí llamar abajo.

—¿Tampoco aquí? —inquirió Brimont, irónico.

—Sí, aquí sí —gruñó Vogel.

—¿Y por qué tardó tanto en abrir?

—Estaba atendiendo a Anne-Marie, y...

—Desde abajo la oímos gritar.

—Sí, es cierto, dio un grito.

—¿Por qué gritó?

—Lo siento, pero no puedo decírselo.

—Ella nos lo dirá —repuso Brimont, e hizo ademan de entrar en la habitación.

No pudo, porque Albert Vogel no se apartó del hueco de la puerta.

Alain Brimont lo miró duramente.

—Apártese. Vogel.

—¿Qué pretende usted, doctor Brimont?

—Hablar con Anne-Marie.

—No tiene ningún derecho.

—Es mi paciente.

—Lo era. Ahora soy yo quien cuida de ella.

—Yo no me opongo a que cuide de Anne-Marie, sólo quiero cerciorarme de que está bien.

—Anne-Marie se encuentra perfectamente. ¿No se lo dijo Jacqueline? —Vogel miró a la joven.

Esta intentó resistir su brillante mirada, pero no pudo.

Era demasiado aguda.

Demasiado penetrante.

Demasiado tenebrosa. .

—Jacqueline desea hablar con su hermana —dijo Brimont— ¿También a ella va a prohibírselo?

Albert Vogel, tras unos segundos de silencio, preguntó:

—¿Es cierto que desea hablar usted con Anne-Marie, Jacqueline?

—Sí... —asintió la muchacha, quedamente.

—¿Y quiere que el doctor Brimont esté presente?

—Sí...

—Muy bien, pasen ustedes —accedió el curandero, apartándose de la puerta.

Alain Brimont y Jacqueline Legrand entraron en la habitación.

Era una pieza bastante amplia.

Acostada en la cama, con la sabana subida hasta el cuello, se hallaba Anne-Marie.

Su maleta estaba sobre una silla, todavía sin abrir.

Sobre la maleta, estaba la ropa que se había puesto Anne-Marie aquella mañana.

Tocia su ropa, incluso la más intima.

Estaba claro, pues, que Anne-Marie se hallaba totalmente desnuda bajo la sábana.

La expresión de sus ojos, fría y apagada, no se alteró lo más mínimo al ver entrar al doctor Brimont y a Jacqueline.

—Anne-Marie... —musitó Jacqueline, desconcertada.

Su hermana no respondió.

Siguió mirándolos a los dos de aquel modo tan extraño.

Sin la menor emoción.

Alain Brimont, no menos desconcertado que Jacqueline Legrand, se acercó a la cama.

—¿Te encuentras bien, Anne-Marie?

—Si —contestó la joven.

—¿Ya no te duele el pecho?

—No.

—¿Por qué gritaste, entonces?

—¿Qué?

—Diste un grito. Anne-Marie. Jacqueline y yo lo oímos...

—Sí.

—¿Por qué gritaste?

—No lo recuerdo.

—¿Te hizo daño el señor Vogel?

—No. El señor Vogel es bueno —Anne-Marie miraba ahora al curandero—. El me ha salvado de la muerte. Y ha hecho desaparecer mi dolencia cardíaca. Nunca podre agradecerle lo que hizo por mí.

Jacqueline Legrand intervino:

—¿Por qué estás desnuda. Anne-Marie?

—Voy a dormir unas horas. El señor Vogel dice que me conviene.

—En casa dormías en camisón...

Anne-Marie no dijo nada.

Jacqueline miró a Albert Vogel.

—¿Le pidió usted que se acostara completamente des nuda, señor Vogel?

—No —respondió el curandero.

—¿Seguro?

—Será mejor que hable claro, Jacqueline.

—Yo lo haré por ella —terció Alain Brimont, serio. Albert Vogel sonrió socarronamente.

—Soy todo oídos, doctor Brimont.

—Anne-Marie es una menor, ¿lo sabía usted?

—Por supuesto.

—¿Sabia, también, que no ha mantenido relaciones sexuales con ningún hombre?

—¿De veras...? — pareció sorprenderse el curandero. Brimont le apuntó con el dedo.

—Si la toca usted, irá a la cárcel.

—Tranquilícese, no pienso tocarla —aseguró Vogel. —Si no lo pensara, no hubiera permitido que se desnudara por completo.

—Yo no estaba presente, cuando lo hizo.

—¿Seguro que no?

—Pregúnteselo a ella, si duda de mi palabra.

Fue Jacqueline quien se lo preguntó:

—¿Lo estaba, Anne-Marie?

—¿Qué?

—El señor Vogel. ¿Estaba presente cuando tú te quitaste la ropa?

—No.

Albert Vogel sonrió.

—¿Satisfecho, doctor Brimont?

—Sólo a medias —gruñó Alain Brimont.

—¿Le preocupa algo más?

—¿Por qué estaba cerrada la puerta con llave?

—Eso —dijo Jacqueline.

—No me gusta que nadie me interrumpa, cuando estoy atendiendo a uno de mis pacientes —respondió Vogel.

—¿Qué le estaba haciendo a Anne-Marie? —interrogó Brimont.

—Eso es un secreto, doctor Brimont.

—No sería nada bueno, cuando ella gritó.

—Se equivoca.

Jacqueline Legrand intervino de nuevo:

—¿Cuánto tiempo piensa tenerla aquí, señor Vogel?

—Yo no le pedí a su hermana que viniera, Jacqueline. Ella vino por su propia voluntad. Todas las personas que encontrarán ustedes en Verraud, están aquí por su propio deseo. Eran enfermos graves, desahuciados por los médicos, cuya muerte era sólo cuestión de horas o de días... Yo, con este extraordinario poder de curación que el cielo me ha dado, logre sanarlos. Algunos de ellos, agradecidos, decidieron venir a vivir a Verraud, estar cerca del hombre que les había salvado la vida... Yo no me opuse en ninguno de los casos. Verraud, cuando yo me instalé aquí, era un pueblo abandonado. Hay sitio para todos. Y a mí no me molesta su compañía. Vivimos como una familia, lo compartimos todo.

—¿Todo...? —repitió Alain Brimont, en tono sarcástico.

Albert Vogel chasqueó la lengua.

—Ya está usted de nuevo pensando mal, doctor Brimont.

—Es que todo esto me parece muy raro.

—¿Qué es lo que le parece raro, doctor?

—En primer lugar, que sea usted capaz de curar enfermedades como la leucemia, por ejemplo. Es el caso de Francine Golay...

Vogel sonrió sin ninguna presunción.

—Yo, mientras Dios siga depositando su confianza en mí, puedo curar cualquier enfermedad, doctor Brimont. El día que El me retire el maravilloso poder que me concedió, no podré curar ni un vulgar catarro.

Brimont volvió los ojos hacia Anne-Marie Legrand.

—¿Es cierto que la grave dolencia cardíaca que padecía Anne-Marie, ha desaparecido por completo? —interrogó.

—Sí, lo es —asintió Vogel.

—¿Me deja que lo compruebe?

—Es Anne-Marie quien tiene que dejarle, no yo. Si ella está de acuerdo en que usted la examine, yo no me opondré. ¿Qué respondes, Anne-Marie?

Anne-Marie Legrand clavó sus fríos ojos en Alain Brimont.

—No quiero que usted me examine, doctor Brimont.

—¡Anne-Marie! —exclamó Jacqueline.

—Nadie volverá a examinarme. Sólo el señor Vogel pondrá sus manos sobre mí.

—Pero...

—Márchate, Jacqueline. Y ¡lévate al doctor Brimont.

Jacqueline Legrand miró a Alain Brimont, como preguntándole:

«¿Qué podemos hacer, doctor...?»

Brimont no dijo nada.

Albert Vogel hizo un gesto significativo con las manos.

—Lo siento, doctor Brimont. Si Anne-Marie no desea que usted la examine, yo no puedo obligarla a ello.

—Pero se alegra de que no lo desee, ¿verdad? —masculló el médico.

—Si he de ser sincero, sí —confesó el curandero.

—Ya lo sabía.

—Será mejor que se marchen, doctor Brimont.

Alain Brimont se volvió hacia Jacqueline Legrand.

—Vamos, Jacqueline.

—Yo me quedo, doctor Brimont —dijo la joven.

—¿Que se queda...?

—Si el señor Vogel no se opone, naturalmente.

Los extraños ojos de Albert Vogel tuvieron un destello.

—¿Por qué quiere quedarse, Jacqueline? —preguntó el curandero.

—Deseo permanecer junto a mi hermana, asegurarme de que ella se siente a gusto en Verraud, que es feliz. ¿Tiene usted algún inconveniente, señor Vogel?

—Ninguno. Pero no sé si Anne-Marie...

—No me importa lo que piense Anne-Marie. Si a usted no le molesta que me quede en Verraud unos días, me quedaré, diga ella lo que diga.

Albert Vogel sonrió.

—No me molesta en absoluto. Jacqueline.

—Entonces, me quedo.

—Perfecto.

—Vamos, doctor Brimont. Le acompañaré hasta el coche.

Alain Brimont y Jacqueline Legrand salieron de la habitación.

La joven cerró la puerta.

—¿Qué es lo que pretende, Jacqueline? —interrogó el médico.

—Se lo explicaré por el camino. Vamos.

Brimont cogió su maletín, que seguía en el corredor, y él y Jacqueline descendieron por la escalera.

Salieron de la casa.

Francine Golay, la bella morenita que les informara de dónde se hallaban Anne-Marie y Albert Vogel, había desaparecido.

Todo seguía silencioso y solitario.

—Explíqueme su plan, Jacqueline, que me tiene sobre ascuas —rogó Brimont.

—¿Se ha fijado usted en la expresión de los ojos de Anne-Marie, doctor? —preguntó ella.

—Sí;

—Miran de un modo frío y apagado, como los de Francine Golay.

—Sí, exactamente igual.

—A eso me refería cuando le dije que Albert Vogel tenía como magnetizada a Anne-Marie. Mi hermana no actúa con normalidad, doctor. Cuando usted y yo entramos en la habitación, nos miró como a dos extraños, sin ninguna emoción. Y todo el rato nos estuvo mirando así.

—Sí, yo también me di cuenta.

—Luego, eso de meterse completamente desnuda en la cama...

—Muy extraño también.

—También lo fue que se negara rotundamente a ser examinada por usted.

—Sí.

—Estoy segura de que todo es obra de Albert Vogel, doctor Brimont. Anne-Marie actúa así por su culpa. No sé lo que le ha hecho ese curandero, ni lo que pretende, pero voy a tratar de averiguarlo.

—¿No será peligroso, Jacqueline?

—¿Peligroso?

—No me gusta nada ese Vogel.

—Tampoco a mí, ya se lo dije en su consultorio.

—Yo me refería a que...

—Sé a qué se refería, doctor Brimont —le interrumpió la muchacha—. Pero no debe preocuparse por mí. No puede sucederme nada. Usted sabe que voy a quedarme en Verraud, y Albert Vogel sabe que usted lo sabe. ¡Hay!, perdón por el juego de palabras —rió—. Lo que quiero decir es que Albert Vogel no puede intentar nada contra mí, porque si me ocurriera algo, usted «dalia cuenta a la policía y él acabaría en la cárcel.

—Aun así, sigo pensando que...

—Tengo que quedarme, doctor Brimont. Anne-Marie me necesita, lo sé.

—Está bien, no puedo impedírselo —suspiro Alain Brimont—. Pero como no voy a sentirme tranquilo el resto del día, volveré esta noche, para asegurarme de que tanto usted como Anne-Marie, están perfectamente.

Jacqueline Legrand le sonrió afectuosamente.

—Se lo agradezco mucho, doctor.

Como ya estaban junto al peligroso puentecillo, Alain Brimont se despidió.

—Hasta la noche, Jacqueline. Y tenga mucho cuidado, por favor.

—Lo tendré, no se preocupe.

Brimont hizo ademán de entrar en el puente, pero Jacqueline le retuvo, cogiéndolo del brazo.

—Doctor...

—¿Si, Jacqueline?

—¿Me consideraría usted una chica atrevida, si le diera un beso?

Brimont sonrió.

—En absoluto.

Jacqueline Legrand se empinó graciosamente sobre las puntas de sus pies, y le besó suavemente en los labios.

—Gracias, doctor.

—Gracias a usted, Jacqueline. No lodos los hombres tienen la suerte de ser besados por una chica tan bonita como usted.

—No se lo diga a su enfermera, ¿eh?

—¡No!

Rieron los dos alegremente.

—Tengo que marcharme, Jacqueline.

—Adiós, doctor. Y no se olvide de venir esta noche.

—No lo olvidaré, descuide.

—Oh, un momento, doctor Brimont. Estoy pensando que es mejor que tenga una excusa para volver esta noche a Verraud. De ese modo, Albert Vogel no se molestará.

—¿Qué clase de excusa. Jacqueline?

—traerme algo de ropa, por ejemplo. Si voy a quedarme unos días aquí, la necesitaré. Vaya a mi casa y pídasela a mi madre.

—De acuerdo, lo haré.

—Pero no le diga nada de lo que pasa a mi madre, ¿eh? Dígale, simplemente, que deseo pasar unos días en Verraud, con Anne-Marie. A ella le parecerá bien.

—Seguro.

Alain Brimont se despidió nuevamente de la joven y cruzó el puentecillo, cuyos maderos empezaron a quejarse.

Jacqueline Legrand esperó a que el médico alcanzara su coche, lo pusiera en marcha, y se alejara con él.

Después, regresó a Verraud.

Lentamente.

Mirando nerviosamente hacia lodos lados.

Tenía miedo.

No había querido decírselo al doctor Brimont, para no preocuparle más, pero lo tenía.

Aquella extraña humedad

Aquel silencio de tumba...

Aquella quietud...

Verraud era un pueblo vivo, pero parecía un pueblo muerto.

Y, en cierto modo, lo era.

Aunque Jacqueline Legrand no lo sabía, claro.

De haber siquiera sospechado lo que era realmente Verraud, ni por todo e\ oro del mundo se hubiese quedado en él.

Fatalmente para ella, iba a saberlo muy pronto.

Pero entonces ya sería tarde.

El doctor Brimont se había marchado.

Nadie podría prestarle ayuda.

Y la iba a necesitar.

Desesperadamente.