CAPITULO IV
—¿Ir con usted a Verraud...? —repitió Alain Brimont, sorprendido.
—Sí.
—¿Para qué?
—En primer lugar, para que reconozca a Anne-Marie y compruebe si es cierto o no que su grave dolencia cardíaca ha desaparecido —respondió Jacqueline Legrand.
—Yo apostaría mi mano derecha a que no.
—Entonces, ¿cómo se explica usted qué...?
—Por el momento, no tengo explicación posible. Científicamente, su hermana debería llevar varias horas muerta.
—Sin embargo, no sólo no está muerta, sino que respira con normalidad y anda por ahí, tan fresca.
—Sí.
—Tiene usted que ayudarme a aclarar este misterio, doctor Brimont —suplicó Jacqueline Legrand—. Es la única persona que puede hacerlo.
Alain Brimont sonrió suavemente.
—Le ayudaré, Jacqueline. Yo también estoy interesado en descubrir la verdad.
—Gracias, doctor Brimont.
—Voy por mi chaqueta y mi maletín.
Alain Brimont fue hacia su despacho y penetró en él.
Encontró a Nadine Pisot tendida en la mesa de exploraciones, tal y como él le había ordenado, sólo que con la blusa cerrada.
Ella le sonrió.
—He sido obediente, doctor. Esta vez no he abandonado la mesa.
Brimont la miró con severidad.
—No sea embustera, Nadine.
—¿Por qué me llama embustera? —parpadeó la enfermera.
—Ha estado usted escuchando detrás de la puerta.
Nadine Pisot abrió mucho los ojos.
—¿Que yo...?
—Sí, no ponga esa cara de chica inocente. Su corazón late con fuerza, a consecuencia de la carrerita que se ha pegado desde la puerta hasta la mesa.
Nadine se miró el busto.
Era cierto.
Se advertían claramente los violentos latidos de su músculo cardíaco, aun con la blusa cerrada.
La enfermera dio un suspiro.
—Está bien, confieso que estaba detrás de la puerta. Pero como si no hubiera estado, porque no puede oír nada. ¿Hablaban ustedes muy bajo, o es que se estuvieron dando el pico todo el rato?
—Basta ya, Nadine, por favor.
—No vaya a pensar que estoy celosa, ¿eh? Al contrario, me alegra que por fin se haya decidido usted a echar una cana al aire. Lo único que le reprocho es que lo hiciera aquí, en su propio consultorio. Debió escoger un lugar más apropiado.
Alain Brimont apretó las mandíbulas.
Señalando a su enfermera con el dedo, masculló:
—Nadine, si no se calla usted, le juro que...
Ella le interrumpió con su risa.
—Tranquilo, doctor Brimont. No volveré a abrir la boca, se lo prometo. Y hablando de abrir... ¿Me abro de nuevo la blusa? —preguntó, entreabriéndola ya.
—No, puede abotonársela ya. Y levantarse de la mesa —indicó Brimont.
La enfermera puso una cara muy rara.
—¿Qué pasa, ya no quiere explorarme el pecho izquierdo?
—Claro que quiero. Pero ahora no tengo tiempo. Debo ir a Verraud urgentemente —explicó Brimont.
—¿Verraud?... ¿Qué es eso?
—Un pequeño pueblo.
—¿Se ha puesto enfermo alguien allí?
—Al contrario, es un enfermo quien parece que se ha puesto sano.
Nadine Pisot soltó varios pestañeos seguidos.
—¿Cómo dice...?
—No puedo explicárselo ahora, Nadine —rezongó Brimont, poniéndose la chaqueta.
La enfermera saltó de la mesa,
—¿Se ha olvidado usted del pequeño Louis Danjou, doctor Brimont? —Exclamó, mientras procedía a abotonarle la blusa—. Le dije a la señora Danjou que de diez a diez y media Estaría usted en su casa, ¿recuerda?
—Vuelva a llamarla y dígale que debo atender un caso urgente, y que no podré estar en su casa antes de las doce. Pero que no se preocupe, que pasaré esta mañana —prometió Brimont.
—Muy bien, doctor.
—Hasta luego, Nadine.
—¿Se va con, ella?
—¿Qué?
—Que si se va a Verraud con la rubia descarada.
Alain Brimont apretó los dientes.
—Jacqueline Legrand no tiene nada de descarada.
—Se va con ella, ¿verdad?
—Sí —gruñó Brimont.
—Que le aproveche.
—No hable como si nos fuéramos a almorzar al campo, ¿quiere?
—En el campo se pueden hacer otras cosas, además de almorzar.
—Sembrar patatas, por ejemplo.
—Sí, pero seguro que ustedes no van a eso.
Alain Brimont sonrió.
—Me parece que mintió usted, Nadine.
—¿Que mentí?... ¿Cuándo?
—Cuando dijo que no estaba celosa.
La enfermera enrojeció violentamente.
—Está equivocado, doctor Brimont.
—¿Seguro?
—Ande, lárguese ya. Tengo cosas que hacer —gruñó la joven.
—Volveré lo antes posible, Nadine.
—Por mí puede pasarse el día entero con esa Jacqueline. Y la noche también, si le apetece. Le aseguro que no me importará.
Alain Brimont dejo escapar una risita socarrona y salió de su despacho médico, con el maletín en la zurda.
Caminó hacia Jacqueline Legrand.
—Podemos irnos, Jacqueline —dijo, tomándola del brazo.
—Ha tardado mucho, ¿no? —observó ella, dejándose llevar.
Brimont carraspeó.
—Le estaba dando instrucciones a mi enfermera.
—Ya.
Salieron del consultorio y descendieron por la escalera.
Instantes después, Alain Brimont ponía en marcha su «Simca-1200».
Circularon algunos minutos en silencio.
De pronto, Jacqueline Legrand dijo:
—¿Puedo hacerle una pregunta personal, doctor Brimont?
—¿Muy personal? —sonrió el médico.
—Bastante.
—De acuerdo, hágala.
—¿Significa algo esa Nadine para usted, o es sólo un pasatiempo, una diversión?
—Es mi enfermera, sólo eso.
—Oh, vamos, doctor —rió Jacqueline—. ¿Pretende usted hacerme creer que no existe nada entre ustedes?
—Nada, puede creerme.
—No, no puedo.
—Nadine es una buena chica, Jacqueline. Jamás se me insinuó. Ni yo a ella.
—Esa blusa desabotonada...
—Sé que usted no me creyó, pero no le mentí cuando le dije que me disponía a explorarle el pecho cuando usted llamó. Nadine sufrió un violentísimo encontronazo con un tipo, hace un par de noches. Parece ser que el tipo le dio con el codo en el seno izquierdo, y le duele. Hila está muy preocupada. Y con razón. Un golpe en un pecho...
Jacqueline Legrand se mordió el labio inferior.
—Discúlpeme usted, doctor Legrand.
—¿Por qué?
—Por haber pensado que usted y su enfermera... Me siento avergonzada. ,
Brimont sonrió.
—Voy a darle una sorpresa, Jacqueline. También Nadine pensó que usted y yo...
—¡Oh, no! —exclamó la joven, enrojeciendo.
—Sí —rió Brimont.
—¿Qué le hizo suponer que...?
—La vio a usted en mis brazos, y pensó lo que no era.
Jacqueline Legrand bajó la cabeza.
—Fue algo instintivo, doctor Brimont. Me hallaba, y me hallo, muy preocupada por la decisión de Anne-Marie de irse a Verraud con Albert Vogel, y al verle a usted... Le ruego que me disculpe, por haberme echado en sus brazos.
—No tiene que disculparse por nada, Jacqueline.
La joven le miró y le sonrió.
—Es usted muy comprensivo, doctor Brimont.
—Y usted muy bonita.
—Gracias. También Nadine lo es.
—Sí, también —asintió Brimont.
Jacqueline Legrand se sintió un poco defraudada.
Esperaba que Alain Brimont hubiera añadido: «Pero usted lo es más».
Pero el apuesto doctor no añadió nada.
* * *
Casi una hora después de haber abandonado el consultorio, divisaban Verraud.
A primera vista, el pequeño pueblo parecía desierto.
Abandonado.
Y no recientemente, sino muchos años atrás, a juzgar por el lamentable aspecto que presentaban sus casas.
Había que cruzar un puentecillo para llegar hasta él.
El puentecillo, de madera, estaba tan viejo y tan deteriorado, que Alain Brimont no se atrevió a pasar por él con el coche, pues daba la impresión de que se hundiría e irían a parar al barranco, poco profundo, que cruzaba por debajo.
El médico detuvo su «Simca» a la entrada del mismo, paró el motor, y dijo:
—Dejaremos el coche aquí, Jacqueline. Ese puente se halla en muy mal estado, y no me fío.
—Sí, es mejor cruzarlo a pie.
Brimont cogió su maletín.
Descendieron del auto.
El médico tomó del brazo a la muchacha.
—Vamos, Jacqueline.
Entraron los dos en el peligroso puentecillo.
Los maderos crujieron lastimosamente.
Brimont notó que la joven se estremecía.
Le oprimió el brazo y dijo:
—Tranquila, Jacqueline.
—Esto es peor que pasar el alambre —murmuró ella, visiblemente asustada.
—No tema, no se hundirá —sonrió Brimont.
—Dios le oiga.
Alain Brimont acertó.
Los maderos se quejaron mucho, pero resistieron perfectamente su peso y el de Jacqueline Legrand.
Apenas cruzar el puentecillo, percibieron la humedad que flotaba en el ambiente.
Una humedad extraña, que atravesaba la ropa y la carne y llegaba hasta los huesos.
Entre ello, y que el silencio era absoluto, sepulcral, Alain Brimont y Jacqueline Legrand tuvieron la desagradable sensación de que no caminaban hacia un pequeño pueblo aparentemente abandonado, sino hacia un frío y húmedo cementerio.