CAPITULO PRIMERO

 

La respiración de Anne-Marie Legrand, una bonita muchacha, de sólo diecinueve años de edad, era fuerte, rápida, fatigosa.

Encontraba serias dificultades para llevar aire a sus pulmones.

Se ahogaba...

—¡Haga algo, doctor Brimont, por Dios! —suplicó Isabelle Legrand, la madre de Anne-Marie.

Alain Brimont, de treinta y un años de edad, elevada estatura y atlética complexión, pelo oscuro y rostro agradable, retiró el fonendoscopio del pecho desnudo de la enferma, cuyo camisón cerró, ocultando sus tersos y juveniles senos.

Sentado todavía en el borde de la cama, miró gravemente a la madre de Anne-Marie.

—No puedo hacer nada, señora Legrand, y usted lo sabe. Nadie puede hacer nada. La dolencia cardíaca que padece Anne-Marie, no admite tratamiento alguno. Tampoco intervención quirúrgica.

—¡Pero no puede usted quedarse cruzado de brazos, mientras mi pobre hija se muere! —gritó, desesperado. Jean-Pierre Legrand, padre de Anne-Marie.

—Tal vez no me crea, señor Legrand, pero yo sufro tanto como ustedes. Si hubiera algún medio de aliviar el padecimiento de su hija, no dude que lo emplearía.

—¡Tiene que haberlo, maldita sea! —rugió Jean-Pierre, golpeando ruidosamente la pared de la habitación con sus puños.

—¡Llamaremos a otro médico! dijo Isabelle.

—Mamá, por favor... — intervino Jacqueline, la otra hija del matrimonio Legrand.

Tenía veintidós años, el cabello largo y rubio, los ojos muy azules.

Era más bonita aún que Anne-Marie, y estaba espléndidamente formada.

Su padre se volvió bruscamente hacia ella.

—¡Tu madre tiene razón, Jacqueline! ¡Debemos llamar a otro médico!

—El doctor Brimont es un buen médico, tan competente como el mejor —observó la joven, mirando a Alain Brimont.

Este agradeció sus palabras con una leve sonrisa.

—¡Será todo lo bueno que quieras, pero Anne-Marie se muere! —replicó Isabelle Legrand—, ¡Tu hermana se muere, Jacqueline! ¡Y él dice que no puede hacer nada!

Los preciosos ojos de Jacqueline Legrand se empañaron de lágrimas.

—El doctor Brimont no es Dios, mamá. Y sólo Él puede salvarla, todos lo sabemos.

—¡Pues que la salve! ¡Sálvala, Señor! ¡No permitas que Anne-Marie muera! ¡Sólo tiene diecinueve años...! —pidió desesperadamente Isabelle, los ojos fijos en el crucifijo que colgaba en la pared, sobre la cabecera de la cama de la enferma.

Súbitamente se dejó caer al suelo, de rodillas, y rompió a llorar amargamente.

Jean-Pierre Legrand se derrumbó materialmente sobre una silla y se cubrió la cara con las manos, tratando inútilmente de ahogar sus sollozos.

Tampoco Jacqueline pudo contener por más tiempo su llanto.

Alain Brimont, con el corazón encogido, se puso en pie y guardó lentamente el fonendoscopio en su maletín.

Dirigió una última mirada a la enferma.

Anne-Marie seguía respirando agitadamente, los ojos cerrados, la boca entreabierta.

Sólo le quedaban unas horas de vida.

Alain Brimont estaba seguro de ello.

Anne-Marie Legrand no vería la luz del nuevo día.

Pobre muchacha...

Alain Brimont tomó su maletín.

—¿Se marcha usted, doctor Brimont? —preguntó Jacqueline, interrumpiendo sus sollozos.

—Sí —asintió el médico—. Mi presencia en esta casa, no sirve de nada. Como usted dijo antes, Anne-Marie está en manos del Todopoderoso.

—Aun así, preferiría que se quedara usted, doctor Brimont...

—Tengo que atender a otros pacientes, Jacqueline. Si pudiera hacer algo por su hermana, me quedaría todo el tiempo que fuera necesario. Pero, desgraciadamente...

—Le acompañare hasta la puerta, doctor Brimont.

—Gracias.

Jacqueline Legrand salió de la habitación, seguida de Alain Brimont.

Caminaron los dos en silencio hacia la puerta.

Jacqueline abrió.

—Buenas noches, doctor. Y gracias por todo.

—Por nada, desgraciadamente —corrigió Brimont, apenado.

—Usted no tiene la culpa de que la dolencia de Anne-Marie sea incurable, doctor Brimont.

—No, claro que no.

—Le telefonearé cuando Anne-Marie...

—Sí, avíseme. Vendré en seguida.

—Adiós, doctor.

Alain Brimont salió del piso y caminó hacia la escalera.

Jacqueline Legrand esperó a que el médico desapareciera por el hueco de la misma. Entonces cerró la puerta.

Permaneció unos segundos con la espalda pegada contra la hoja de madera, sintiendo cómo las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

De pronto, el timbre sonó.

Jacqueline, dado su estado emocional, se sobresaltó mucho.

Inspiró profundamente, para tratar de normalizar su ritmo cardiaco, y luego abrió.

Pensaba que sería el doctor Brimont, que habla olvidado algo.

Se equivocó.

Era Claire Arnoul, la vecina del piso de al lado, una mujer delgada y menuda, que frisaba en los cincuenta y cinco años de edad.

Tenía cara de cotorra.

Y lo era.

—Hola, Jacqueline.

—Hola, señora Arnoul.

—He visto salir al doctor Brimont...

—Sí, acaba de irse.

—¿Qué ha dicho? ¿Hay alguna esperanza?

Jacqueline Legrand se mordió los labios.

—Ninguna, señora Arnoul.

—Dios mío...

—Sólo Él puede salvarla.

Los ojillos de Claire Arnoul brillaron extrañamente.

—Tal vez haya alguien más, Jacqueline —murmuró.

—Si se refiere a otro médico...

—No, no me refiero a otro médico, sino a un curandero.

—¿Un curandero...? —repitió Jacqueline.

—Sí.

—¿Y cree usted que él...? —preguntó la joven, con una chispa de esperanza en los ojos.

—Nada se pierde con intentarlo, ¿no?

—Nada, desde luego. ¿Cómo se llama ese curandero?

—Vogel. Albert Vogel.

—¿Y dónde vive?

—En Verraud.

—¿Verraud. .?

—Es un pequeño pueblo que hay a unos cincuenta kilómetros de París.

—¡Cincuenta kilómetros! —respingó Jacqueline.

La señora Arnoul sonrió.

—No te alarmes, Jacqueline. Precisamente esta noche el señor Vogel está en París.

—¿De veras...?

—Yo lo hice venir.

—¿Usted...? —pestañeó Jacqueline.

Claire Arnoul explicó:

—Sabía que Anne-Marie estaba muy grave, que el doctor Brimont no podría hacer nada por ella. Por eso llamé al señor Vogel. El tiene un extraño poder, Jacqueline. Ha curado a muchas personas que estaban totalmente desahuciadas por los mejores médicos de París. Yo conozco a una de ellas. Se llama Francine Golay. Es una preciosa muchacha de veinte años. Tenía leucemia. Sus padres va estaban poco menos que preparando su funeral. Pero alguien les habló de Albert Vogel, y de su extraordinario poder curativo. Le llamaron, aunque con escasas esperanzas de que pudiera salvar a Francine. Nadie sabe lo que le hizo, porque se quedó solo con ella, en su habitación; pero la curó.

—¿Totalmente...? —inquirió Jacqueline, sin poderlo creer.

Claire Arnoul asintió con la cabeza.

—No puede quedar ninguna duda al respecto. Hace ya casi un año que el señor Vogel atendió a Francine Golay, y ella sigue con vida.

—¡Oh, Dios mío! ¡Entonces es posible que ese hombre cure a Anne-Marie! —exclamó Jacqueline, mucho más esperanzada que antes.

La señora Arnoul volvió a sonreír.

—Como ya te he dicho antes, nada se pierde con intentarlo.

Jacqueline la cogió nerviosamente por los hombros.

—¡Llámelo, señora Arnoul! ¡Que venga inmediatamente! ¡Si salva a Anne-Marie, le daremos lo que nos pida!

—El señor Vogel nunca pide nada, Jacqueline. No sana a los enfermos por dinero, sino por amor hacia ellos —explicó Claire Arnoul.

—¡Oh! ¡Ese hombre es un santo!

—Tú lo has dicho, Jacqueline.

—¡Corra a llamarlo, señora Arnoul! —apremió la joven.

—Sí, no hay tiempo que perder.

Claire Arnoul trotó cómicamente hacia su piso, para telefonear a Albert Vogel.

Al santo de Albert Vogel.

Muy lejos estaba Jacqueline Legrand de sospechar que Albert Vogel, de santo, no tenía nada.

Era más bien un demonio.

Y no un demonio cualquiera.

Su maldad sólo podía ser superada por el propio Satanás.

Y, probablemente, ni siquiera por él...