INTERROGATORIO
Las puertas de la Unidad de Interrogatorios de la comisaría de Cauchy Street estaban cerradas. Para hacer lo que hacen en la novena planta precisan un aislamiento total del resto de la vida y de la muerte; necesitan creer que no hubo historias antes de ellos y que no las habrá después. En su soledad, Dios creó el mundo. Allá arriba, en la novena planta, intentan destruirlo, miembro a miembro. Por eso todas las puertas estaban cerradas.
Oí quejidos, pasos y una voz. La voz pertenecía al sargento Pasqua, aunque era un poco más aguda que la suya habitual. Los quejidos provenían de Sugus. El desconsuelo que Sugus sentía en su corazón lo hacía prácticamente inmune al dolor que el sargento le estaba infligiendo. Se retorcía cada vez que una nueva descarga le aplastaba despiadadamente el interior del cráneo. Pero entre una descarga y la siguiente, el otro dolor era aún peor.
¿Quién estaba contigo? El sargento había gritado tantas veces esa pregunta que las tres palabras habían perdido su significado. Para empezar, se habían referido a un tiroteo que había tenido lugar la noche anterior en el Cerro de las Ratas, durante el cual habían resultado muertos Naisi y un policía. ¿Quiénestabacontigo? ¿Quiénestabacontigo? Al repetirlas y repetirlas, las palabras se habían convertido en algo similar al grito de un buitre volando en círculos sobre su presa. Y desde muy abajo, apenas audible, llegaba un chirrido como el emitido por un topo o un ratoncillo de campo. Era imposible saber si su origen estaba en el aparato fonador del prisionero o en cualquier otro órgano de su cuerpo maltrecho. Luego se hizo el silencio. Ni gritos, ni chirridos, ni pasos, ni murmullos. Se abrió una puerta, y una segunda voz rompió el silencio. Héctor dijo: Quiero ver al prisionero a solas; puede retirarse, sargento.
El sargento salió. En el sonido de sus botas, en el ritmo de sus pasos, había un orgullo férreo. Luego se oyó una respiración pesada y el jadeo que acompaña a un gran esfuerzo, como si dos hombres estuvieran escalando una escarpada cumbre.
Hace mucho tiempo, durante uno de los largos veranos que pasé en el alpage con las cabras y las dos vacas, Desirée y Rouquine, apareció un perro. Era un perro negro de tamaño medio. Nadie lo había visto antes. Estaba tendido en la hierba cerca del chalet, al lado de una floración de roca donde a veces me sentaba a contemplar el valle y las nubes mil metros más abajo. Era un día caluroso, los grillos cantaban, y los tordos se habían posado en las gencianas amarillas, que se balanceaban cada vez que venía uno nuevo u otro alzaba el vuelo. El perro era claramente muy viejo. Tenía las patas traseras tan anquilosadas que cuando andaba parecía que fuera a cagar. Había algo cómico en su torpeza. Y, sin embargo, tras verlo dar unos pasos, sentías compasión.
Al atardecer volví a verlo. Y estaba irreconocible. Al principio pensé que era otro perro. El rabo, antes caído entre las patas, estaba levantado y giraba en círculos frenéticos, y su andar era ligero y decidido. Le acompañaba la perra marrón del chalet de La Fine. La perra debía de estar en celo, pues se olían y se lamían uno a otro bajo sus respectivos rabos. Allí los dejé.
Cuando cayó la noche, y las estrellas brillaban de tal forma sobre los pastos que parecía que podías caminar hasta ellas, volvió a aparecer. Lo encontré temblando en la hierba cuando salí a coger leña para la estufa. Estaba echado en una extraña postura: de costado y con la cabeza hincada en el cuerpo, como si estuviera comprobando por qué éste no quería moverse. Con bastante dificultad lo llevé adentro. Se estiró al lado de la estufa, en cuyo interior crepitaban los leños de pino, y cerró los ojos. Dormir no podía, pues cada pocos minutos las convulsiones del pecho sacudían todo su cuerpo.
La estufa se fue aquietando, y salió la luna. A través de la ventana la veíamos. Como pudo, el perro se levantó y se acercó a la puerta. Yo la abrí, y él se dirigió a las rocas donde lo había encontrado.
Y allí aulló. Una sola vez. Diez minutos después había desaparecido. Se había ido al bosque a morir.
Los hombres y las mujeres no son como este perro porque tienen palabras. Con sus palabras lo cambian todo y no cambian nada. Sean cuales sean las circunstancias, las palabras ponen y quitan. Ya sean las palabras habladas o las pensadas. Siempre son incongruentes, porque nunca encajan exactamente en su sitio. Por eso causan dolor las palabras y por eso también ofrecen la salvación.
Empecemos con tu nombre. Dime tu nombre completo.
Lo tiene ahí escrito.
¿Cómo te llaman tus amigos?
No lo sé.
Sugus, ¿te dice algo este nombre?
Nada.
¿Dónde estabas ayer a eso de las seis de la
tarde?
A través de la puerta cerrada oía las palabras de Sugus y el inspector.
¿Quieres que te lo recuerde?
Me da igual.
Estabas en el Cerro de las Ratas con un camello llamado Naisi y tenías una pistola en la mano.
El sargento me ha dicho que Naisi ha muerto. Mis hombres dispararon en defensa propia. Así que es verdad.
Naisi se resistió y no estaba solo; había otras dos personas armadas con él. Estabais tres. Los tres disparabais. Naisi, su hermana y tú.
Yo no estaba allí.
Uno de mis oficiales resultó muerto en el tiroteo.
Muerto.
Si no estabas allí, ¿dónde estabas?
Las palabras habían empezado a sacar a Sugus y al inspector fuera de la estancia cerrada.
Parece que fue hace mucho tiempo. ¿Cuántos años tienes?
Mírelo en la ficha.
Yo tengo sesenta y cinco. ¿Viven tus padres? Mi padre ha muerto.
¿Era de Troy?
No, era de las montañas.
Como yo.
¡Salvo que él no era poli!
¿A qué se dedicaba?
Estaba en el comercio.
Mi padre era tratante de ganado, dijo el inspector. ¿En qué ramo trabajaba tu padre?
Abría ostras.
¿Nada más?
Abrió ostras durante toda su vida.
¿Trabajas en algún sitio?
¿Usted qué cree?
O sea, que estás en paro.
Trabajé en la construcción.
¿Aquí en la ciudad?
Justo enfrente de aquí.
¿Donde están las grúas?
¡Donde estaban, querrá decir!
Todavía siguen ahí.
¿Ah, sí?
Acércate a la ventana y las verás.
Se hizo un silencio. Los dos hombres debían de estar mirando por la ventana que daba sobre el edificio del Mond Bank.
¡Mira!, dijo el inspector, hay algo volando en lo alto de la grúa grande. Es una bandera.
Al oír esta palabra1 Sugus sintió que el corazón le iba a reventar.
No la distingo bien, dijo el inspector, me falla la vista.
Estamos en el noveno piso, ¿no?
¿La distingues tú?
Rayas blancas y una cruz blanca sobre un azul cielo. La mayoría de las banderas no cambian.
Entonces es griega, la enseña nacional griega.
El operador era griego.
¿Lo conocías?
Hace un montón de tiempo. Se llamaba Yannis. Era de la isla de Samos. Era capaz de descorchar una botella con la grúa.
Ayer no estaba la bandera, dijo Héctor.
Yannis ponía una bandera en la grúa cada vez que su mujer daba a luz, explicó Sugus. Tenía dos hijas; una se llamaba Chrysanthe. Esperaba tener un niño al que llamaría Alejandro. ¿Qué más quiere saber?
Quiero saber dónde estabas ayer por la noche. Quiero saber de dónde sacasteis las armas. Quiero saber para quién trabajaba Naisi. Si me lo dices, haré todo lo que pueda para ayudarte. En caso contrario, te prevengo ahora, las cosas se te van a poner muy feas. Matar a un policía no es algo que permitamos a nadie hacer dos veces.
Al llegar a este punto, Héctor probablemente hizo algún gesto con la mano. Tal vez se la llevó al cuello indicando la acción de cortárselo a alguien.
No me importa.
¿Cuánto tiempo trabajaste ahí enfrente?
Todo el que pude.
¿Te despidieron?
Pegué al encargado.
¡No deberías haberlo hecho!
Eso mismo dijo Naisi.
Al parecer, lo admirabas mucho.
¿Admirarlo? Naisi se defendía como podía y ayudaba a otros a hacerlo. Ahora está muerto.
Hay muy pocas personas a las que haya admirado en mi vida, dijo el inspector.
Ustedes dispararon a Naisi.
Ya te he dicho que mis hombres dispararon en defensa propia.
Lo mismo da.
Te voy a contar algo, joven. Cuando era todavía un niño —debía de tener unos doce años, aún no me había ido del pueblo— ya me había figurado todo lo hay que saber de la vida. ¡Todo! Pero no era consciente de ello. Creía que había mucho más. Claro que había cosas que no había hecho, cosas que no había visto, pero eso no eran más que detalles. Sabía lo esencial sin darme cuenta de que lo sabía. Creía que los adultos, particularmente ias mujeres, tenían secretos que yo todavía no conocía. Estos secretos les daban un poder especial, un poder que podían usar cuando tenían problemas o cuando buscaban la felicidad. Esos secretos me obsesionaban. Quería descubrirlos. Entonces me vine a Troy. Y después de muchos años —pues al principio no lo admitía—, después de muchos años tuve que enfrentarme al hecho de que no hay secretos. La vida no es más que lo que sabes de ella cuando eres un chaval. No sé más que tú, pero puedo ayudarte; y tú puedes ayudarme a mí.
Aquí siguió otro silencio. Puede que los dos hombres estuvieran observando las grúas, al otro lado de la ventana. Puede que estuvieran mirando a su alrededor, estudiando aquella habitación casi vacía y alicatada con azulejos blancos, que podría confundirse con una lechería, salvo que no había leche y en una de las paredes, al lado de un anaquel para colocar las armas, colgaban varios pares de esposas. Podrían estarse mirando uno a otro: Héctor, vestido de uniforme —pantalones azul marino y guerrera con estrellas de latón en las charreteras—, sus manos hinchadas; Sugus, con la mirada extraviada por la pérdida, los vaqueros rotos, la camisa sucia. Miraran lo que miraran, ello nada tenía que ver con sus palabras. Sus palabras ya estaban muy lejos, discutiendo entre ellas sobre qué dirección tomar, insistiendo cada una sobre su propio destino. Ambos hombres esperaban, pero ninguno de los dos sabía a qué.
Volvamos a la noche del doce de octubre pasado; estabas en la estación de Budapest.
No hay ninguna posibilidad de volver atrás, poli, ni la más remota. El secreto que no sabía usted a las doce es que las cosas se pueden destruir, pero no se pueden reparar. Nunca.
Estabas en el andén 17 de la estación de Budapest.
Ni siquiera Dios puede cambiar el pasado.
Y no estabas solo; te acompañaba una joven. ¿Quieres que te diga quién era?
Sí, diga su nombre.
Se la conoce como Zsuzsa.
¡Zsuzsa!
En la noche del doce de octubre, en compañía de esta mujer conocida como Zsuzsa robaste cierto número de pasaportes del vagón de coche-cama del Transeuropeo Nocturno,
Estaba yo solo; no había nadie conmigo.
¿Cómo lograste entrar en la cabina del mozo?
La puerta estaba abierta.
¿Dónde estaba él?
Hablaba con una viajera.
¿Una pasajera conocida como Zsuzsa?
No sé los nombres de los pasajeros, salvo los de aquellos que estaban en los pasaportes que me llevé.
¿De qué montañas procedía tu padre?
Las Aravis.
¿Cuántos pasaportes te llevaste del Transeuropeo?
Catorce.
¿Se los diste a Naisi?
¡No se lo puede preguntar!
¿Y el nombre del pueblo de tu padre?
¿Sabía que el Transeuropeo pasa por las Aravis, poli?
¿Quería volver? ¿Quería volver tu padre?
Sí.
Dime el nombre del pueblo.
Su nombre significa caballo-afortunado-con-una-pata-rota.
¡Estás mintiendo!
El está muerto. Muerto, del latín mortuus, mortuus. ¡Mortuus!
No hubo respuesta. Y parecía que ninguno de los dos hombres hacía ningún esfuerzo por romper el silencio. Por un momento me pregunté si se habrían ido, si habrían tomado el ascensor interior, como había hecho el sargento Pasqua. Entonces oí susurrar al inspector: ¿Me puedes ayudar? Se oyó correr una silla y luego unos pies que se arrastraban.
Abre la ventana.
No se abre.
Está cerrada con llave. La llave debe de estar colgada ahí junto al anaquel. ¿La encuentras?... Así está mejor... sienta bien respirar un poco de aire fresco. Tu padre y yo, Sugus, éramos del mismo pueblo.
Nunca había visto ventanas que se cerraran con llave.
Los prisioneros intentan tirarse.
¿Tirarse o suicidarse, poli?
¿Como se llamaba tu padre?
Clement.
¿Clement qué?
Clement Gex.
¡Gex!
Ahora ya da igual.
Tu padre y yo fuimos juntos a la escuela. Nos montábamos en el mismo trineo. ¡Dios mío! ¡Muerto! ¿De qué murió?
El televisor...
Me parece que no te entiendo...
Decía que me alegro de que esté muerto.
No siempre es fácil la relación entre padres e hijos.
Yo lo quería. Del latín quaerere, pedir, necesitar.
Conocí a su madre, tu abuela. Angeline tenía el único melocotonero del pueblo, y estaba muy orgullosa de él. El árbol crecía pegado al muro sur de la casa donde tu padre vivió de niño, entre la ventana de la cocina y la pele. Lo había plantado ella misma cuando todavía era una joven, pese a la oposición de tu abuelo, quien no quería saber nada de
melocotoneros. Decía que era una locura plantar melocotones allí. Nadie del pueblo los tenía; humedecería el muro y en verano atraería las avispas. Pero tu abuela no cejó, y después de unos años, el árbol dio unos melocotones blancos, pequeños —como una bola de billar más o menos— y muy jugosos. Jugosos, dulces y ásperos. Todavía puedo paladearlos. Cuando había demasiadas avispas, Angeline mantenía las ventanas cerradas. ¿Eres el único hijo de Clement?
Era.
Todos queremos volver... sólo un momento a echar un vistazo. No, en busca de algo, realmente. Algo perdido. Creemos que si lo encontramos, moriremos felices. Mi experiencia es que nadie muere feliz. Tal vez alguien que tenga una muerte instantánea, como Gilbert d’Ormesson en el andén del metro. Tal vez d’Ormesson era feliz cuando murió.
No tiene buen aspecto, poli.
Creo que necesito echarme.
Seguidamente oí un ruido que me sorpren-' dió y me desconcertó durante un momento. Era un sonido repetido, como el canto del cuco en primavera, pero la nota era menos líquida. Un chirrido seco. De repente se me ocurrió que sonaba igual que una rueda girando, y entonces lo adiviné. Alguien estaba empujando un carrito con ruedas de caucho.
¿Me puedes levantar las piernas?
Los dos resoplaban, pero por diferentes razones: Sugus, con el esfuerzo, y Héctor, aliviado. Luego hubo un silencio, un largo silencio del que
emergió el sonido de unos pasos yendo y viniendo. Siete pasos, vuelta, otros siete pasos... El recorrido se repitió muchas veces, y las pisadas rozaban suavemente el suelo, como si fueran dadas por una persona en calcetines o por un oso enjaulado.
No voy a conseguir volver, afirmó el inspector.
Las pisadas se acallaron.
He cometido un asesinato.
¿Qué?
Ayer por la noche.
¿Dónde estabas?
No en el Cerro de las Ratas.
¿A quién asesinaste?
A Zsuzsa.
¡Mataste a la hermana de Naisi!
Era mi mujer.
¿Tu mujer?
La hermana de Naisi era mi mujer.
Así que estabas casado; el hijo de Clement estaba casado.
¿Quiere saber cómo la maté?
Sin palabras no puede haber arrepentimiento. Las palabras hacen posible que todo vuelva a suceder —como la historia que estoy relatando— pero no pueden cambiar lo que ha sucedido.
Yo también estoy casado; mi mujer se llama Susanna.
Pero usted no la ha matado. Estará esperándolo cuando vuelva a casa esta noche.
Sí, estará esperándome.
La quería.
Pero dices que la has matado.
Usted sabe que la he matado.
No sé nada... Mejor si me quito las gafas, dijo Héctor.
La maté anoche.
Así veo un poco mejor. No quiero que me lleven a casa.
Le digo que la maté ayer por la noche.
Sólo quiero quedarme aquí tumbado.
¿Qué le habrán puesto encima?
Quítame la pistolera, ¿quieres? Me aprieta.
¿Qué ropa les ponen en la morgue?
Sácame la guerrera y te será más fácil. Desabrocha la hebilla.
¿Qué les ponen?
Túnicas.
Era tan guapa.
Hay una botella en el lavabo. Sírveme un trago.
Sugus se acercó al lavabo, lentamente, apenas rozando el suelo.
Tiene que haber un vaso por algún lado. Sírvete tú también, dijo el inspector.
Oí el tintineo de una botella, el gorgoteo del líquido en los vasos y luego las pisadas de Sugus haciendo el recorrido inverso de la jaula.
Los muertos no dejan de estar guapos, dijo el inspector después de dar un sorbo, los muertos no se manchan. Permanecen siempre hermosos... como mis mariposas.
En inglés, «bandera» es flag. (N. delaT.)
La sorpresa que siempre esperó cuando era un niño, dijo Sugus, esa sorpresa podría venir después de la muerte.
¿Por qué os peleasteis?
No nos peleamos.
¿Estabais casados y no discutisteis?
La maté sin decir una palabra.
Abre un poco más la ventana. El hijo de Clement tiene razón, la sorpresa podría venir ahora.
Todas las mañanas cuando hay nieve, el petirrojo viene a mi ventana, y yo la abro. Machaco el pan duro para darle las migas. El salta dentro y se pasea todo ufano entre mis pies: el cuerpecito ahuecado, redondo como una mandarina, y las patas finas como cerillas. Mon gamin, le digo, tu es le plus fidele de tous.
Al otro lado de la puerta había un silencio de muerte. Entonces uno de ellos dijo:
¿Crees en el perdón?
Era imposible estar segura de cuál de los dos había hecho la pregunta. Pero fue el inspector quien habló a continuación.
Recuerdo un cura que hubo en el pueblo, dijo el inspector, se llamaba Hippolyte Castor. Tu padre tiene que haberte hablado de él. Era pariente suyo. El marido de una hermana del cura tenía una hermana que estaba casada con un tío de Clement Gex. Todas las mañanas, don Hippolyte hacía el recorrido desde la rectoral a la tienda para recoger su periódico. Lo estoy viendo. Le daba los buenos días a todo el que se cruzaba en el camino. Don Hippolyte era muy respetado, y si de vez en cuando se le criticaba por beber un poco más de la cuenta, siempre había alguien que salía en su defensa diciendo: ¡Imagínate su vida! ¡Su soledad! ¿No beberías tú también de vez en cuando? ¿No es ésa una razón más que suficiente?
Héctor hizo una pausa, como si hubiera otras razones para beber que quisiera reconocer pero no nombrar.
En cuanto salía de la tienda, el cura empezaba a leer el periódico. Sus pies conocían el camino colina arriba como si fueran los de un ciego. No levantaba la vista en ningún momento. A veces, fascinado por alguna noticia, daba medio paso y se paraba, quedándose con una pierna suspendida sobre el suelo, como un perro de caza. Por delicadeza, los que se cruzaban con él se abstenían de hablarle. No veía nada. Caminaba muy despacio y para cuando estaba de vuelta en la rectoral, ya sabía lo que había sucedido en el mundo durante las últimas veinticuatro horas. Este hombre, don Hippolyte Castor, el cura párroco del pueblo, decía que Dios perdonaba. Decía que el perdón era un atributo divino. Y es más, decía que si no existiera el perdón, tampoco existiría Dios. Decía que Dios era la misericordia infinita.
O sea, que estamos solos y sin haber sido perdonados, susurró Sugus.
Yo soy policía, te estoy contando lo que decía un cura.
¿Cómo puede existir el perdón?
Tengo frío. Alcánzame la manta.
¿Y si yo tomara el barco blanco? Fue la primera promesa que nos hicimos.
Deja la ventana como está. ¿La primera promesa?
Zsuzsa y yo. Tomar un barco.
Ya veo que te ha fascinado. Es una Beretta 921. Puedes sacarla, si quieres.
No.
Es la mejor pistola ligera del mundo. No es la reglamentaria; ésta es mía. Semiautomática. Ocho cartuchos... El dolor es terrible ahora, hijo.
¿Dónde?
Por todas partes. Pásamela un momento. Aquí está lo que llamamos el fiador. La primera vez que aprietas el gatillo funciona como un seguro. No dispara. Lo aprietas una segunda vez, y entonces sí. Si quieres coger el barco blanco, quédate con ella.
Uno de los hombres al otro lado de la puerta se quejó.
Hay cantidad de polis en este sitio. Puedo ir a pedir ayuda.
¡Por lo que más quieras! ¡Ni se te ocurra! Quédate conmigo. ¿Era Zsuzsa su verdadero nombre?
Su nombre real era Lila.
¿Trabaja en algo?
Esta muerta. Trabajaba en un peep-show.
Ya te lo he dicho. Los muertos conservan su belleza.
Se oyó un golpe sordo seguido de un jadeo, y me pregunté si Sugus habría pegado al inspector. Luego oí un sollozo. Me dio la impresión de que los dos hombres estaban llorando.
Volveremos juntos, encontraremos el pueblo, subiremos las escaleras del Lira Republicana: pediremos champán y nos sentaremos en la terraza. Ya soy demasiado viejo. Héctor está muy viejo; pero tú no, tú eres el hijo de Clement Gex. Grita por los dos. ¡Hemos vuelto! ¡Héctor Juradoz y el hijo de Clement Gex han vuelto... han vuelto para quedarse, han vuelto para siempre! ¡Ayudadnos! ¡Ayudadnos!
Y Lila —¿me oye, poli?, estoy gritando para que me oiga—, Lila me llamaba Flag.
Cuando sonó el disparo, empujé la puerta. Cedió con la inocencia de una puerta entreabierta. El silencio y la quietud de la habitación eran igualmente inocentes. Por la ventana abierta llegaba el murmullo del tráfico de última hora de la tarde. Las dos grúas estaban paradas. Una banderita ondeaba en lo alto de la de Yannis. Héctor yacía en una camilla quirúrgica —que sin duda tenían en la unidad a fin de reavivar a los detenidos interrogados— tapado con una manta. La cabeza caída hacia atrás, los ojos y la boca abiertos de par en par: estaba muerto. Tenía los labios del color de las alas delanteras de la Libythea geoffroji, que es la más hermosa y la más rara de todas las mariposas de esta familia. Ese mismo malva pálido azulado es también el color típico de los labios después de un infarto. Una pistolera de las que se llevan bajo el brazo colgaba vacía del picaporte de un armario abierto al lado del lavabo. Dentro del armario había un montón de toallas de papel. Sugus estaba desparramado boca abajo sobre las baldosas blancas del suelo; de la herida en el corazón aún manaba sangre. La Beretta 921, que faltaba de la pistolera, estaba oculta bajo su cuerpo. Tenía un dedo todavía en el gatillo.