FUEGO

En el mismo momento en que Naisi, el hermano de Zsuzsa, decía hoy no pasa nada, ni una cochina cosa, en su pisito de dos habitaciones en la planta catorce de uno de los bloques de viviendas de Cachan, Clement, el padre de Sugus, sentado en la cama del dormitorio, apretaba el interruptor del televisor, y éste explotaba en llamaradas azules. La colcha de satén empezó a arder. Clement se abalanzó a la cocina en busca de agua sin darse cuenta de que tenía la cara y las manos quemadas. Sólo al ir a coger del fregadero una palangana esmaltada y soltarla como si estuviera al rojo vivo, supo que estaba herido. Le ardían las manos. Oyó gritar a Wislawa, su mujer: Jesús!, Rama, ¿qué te ha pasado?, ¿qué has hecho, Rama?

De la ventana de la habitación salía humo blanco. Abajo en la calle nadie notó nada hasta que no apareció, ululando como un pájaro acuático aterrado y precipitándose entre el tráfico, el primer coche de bomberos. Para cuando éstos hubieron terminado de desenrollar sus mangueras y extendido la escalera, Clement y Wislawa habían apagado el fuego con un cubo y un barreño de zinc. Pero se tuvieron que llevar a Clement al hospital en una ambulancia. Los bomberos temían por sus ojos.

De niño cantaba en el coro del pueblo. Me gustaba la voz de Clement. Cuando cantaba en público cerraba los ojos porque le intimidaba que lo miraran. Solía cantar de pie, con los brazos pegados al cuerpo, muy tieso, pero expresivo. Como una figura tallada en madera. La misma fuerza, la misma energía y el mismo sufrimiento. Clement emigró a Troy a los diecisiete años. Lo recuerdo como si fuera ayer. Su hermano mayor, Albert, que ya estaba trabajando de portero en una sala de subastas de la ciudad, le había encontrado un empleo. Por desgracia, no le duró mucho. Un día, unos minutos antes de que diera comienzo una gran subasta, uno de los jefes descubrió a Clement dormido en una cama con dosel del siglo XVHI por la que esperaban que se pujara hasta quince millones. Como es natural, lo despidieron en ese mismo momento. Unos meses después encontró trabajo abriendo ostras, y esto es lo que hizo durante el resto de su vida. En el verano cargaba pescado en camiones y trenes refrigeradores. A veces cantaba mientras trabajaba.

La verde ladera 

mis corderos pastaban 

Tra la la, la la la, la.

Para no estar triste 

una canción cantaba 

¡Eh, oh! ¡Eh, oh! 

el eco contestaba.

Cuando se acercaba a los cuarenta —y sus padres ya habían desistido de verlo casado—, se enamoró de una oficinista del almacén de pescado. Se llamaba Wislawa. Era regordeta, de tez rosada y llevaba unas gruesas gafas, tras las que se adivinaban unos ojos amables y somnolientos. Clement bailaba muy bien. La enamoró bailando. Bailaba el vals como alguien de otro país. También cocinaba pescado para ella. Preparaba los salmonetes de una forma que sabían a langosta. Ella observaba cómo sus manos enormes y enrojecidas —siempre hinchadas y agrietadas a causa del agua salada y el hielo— preparaban el pescado sobre un lecho de verduras, y se imaginaba a una madre metiendo a un niño en la cuna, tan suaves eran sus movimientos. Por su parte, ella le cambió la vida con un libro: un diccionario que explicaba el origen de las palabras. Clement no dejó de leerlo durante los siguientes treinta años, y nunca se olvidaba de lo que aprendía. Llegó a ser una pasión. Abría las palabras como si fueran ostras para encontrar dentro de ellas el verdadero significado. A través de las palabras escuchaba el pasado y lo que él creía que era la verdad. Emigrar, del latín migrare, mudar de casa, expatriarse.

El padre de Wislawa, que era maestro de escuela, se sintió ultrajado cuando ésta le dijo con quién quería casarse. ¡Un pescadero hijo de un campesino!, gritó. ¡Hazlo, cásate con él, hazlo y arruina mi vida! ¡Y mi vida!, respondió ella muy bajito y con gran determinación; pues Wislawa, debido a su precaria salud, sabía exactamente lo que quería. Clement, grande, tranquilo, firme, sería el árbol de su vida: se posaría en él. Y se posó.

Clement y Wislawa se casaron en el pueblo. Yo estaba allí. Durante los años siguientes volvieron de vez en cuando de visita, sobre todo en julio para ayudar a los padres de Clement, Casimir y Angeline, en la siega del heno. Casimir era hermano de Marcel, el Marcel que estuvo en la cárcel por raptar a los dos inspectores de hacienda. Cada vez que llegaban, antes incluso de abrazar a su hijo, Casimir se creía en la obligación de tantear con la mano el vientre de Wislawa. Pero los años pasaban y su nuera no se quedaba embarazada.

Y entonces un mes de julio, cuando le puso la mano en el estómago y cuando ya empezaba como siempre a mostrar su descontento moviendo la cabeza de un lado al otro, ella hizo un gesto afirmativo. ¡No!, dijo incrédulo. ¡Sí!, respondió Wislawa, y se echó a reír. Voy a coger el chisme; túmbate en la mesa y cierra los ojos. Casimir volvió con una cadenita de la que colgaba un anillo de boda. Agarró el extremo de la cadena entre el índice y el pulgar de forma que el anillo quedara suspendido sobre la milagrosa barriga. Wislawa no podía parar de reír. Angeline le dio la mano para que se calmara. El anillo empezó a moverse y luego a formar círculos cada vez mayores. ¡Es un chico!, gritó Casimir, ¡un nieto!

El niño fue concebido en Pascua, dijo Wislawa; al menos según mis cuentas.

¡Quieres decir que fue aquí, en vuestra última visita!, dijo Casimir con un aire triunfal.

Eso creo.

Les prestamos nuestra cama. ¿Te acuerdas, Angeline?

Así fue.

Fue concebido en esta casa, volvió a gritar Casimir, ¡y en nuestra cama! ¡Es de aquí! Es nuestro hombre... Y abrazó a su hijo y luego a su nuera.

¡Brindemos por ÉL y por su madre! Tengo una botella en la bodega que lleva más de medio siglo reservada para esta ocasión. ¡Ay!, querido Clement, un hijo es una alegría...

El anillo acertó. Wislawa tuvo un niño. Sugus nació al enero siguiente, bajo el signo de Acuario, el Aguador.

Desde Troy, Clement y Wislawa siempre estaban prometiendo que volverían al pueblo para que Casimir y Angeline conocieran a su nieto, pero después del parto, la salud de Wislawa empeoró, y el sueldo de Clement menguaba y menguaba a medida que en Troy subían los precios hasta un cien por cien. Así que fueron retrasando la ida, y los abuelos murieron sin haber conocido a su nieto. Pasaron los años, y Clement le fue enseñando a Sugus todo lo que sabía acerca de la verdad de las palabras.

Conque has venido, hijo, dijo Clement desde la cama, en el hospital.

Sí, papá.

¿Has venido a verme por última vez, eh?

¿Por qué dices eso?

¿Sabes cuánto tiempo llevo aquí? ¡Ocho

días!

Se te ve mejor.

Me han dicho que en el ascensor no caben los ataúdes; es demasiado pequeño. Tendrán que bajarlo por las escaleras. ¿Cómo está tu madre?

Bien.

Deja de mirarme.

Te vas a poner bien, papá.

No me permiten mirarme al espejo. La mujer de aquel de allí vino a visitarlo, así que le pregunté si llevaba un espejito en el bolso. Cuando me lo dio le temblaban las manos.

A lo mejor le tiemblan siempre. Tal vez tenga alguna enfermedad que la hace temblar.

¡Shh! Te puede oír. No está sordo.

Quizás los temblores no se curan. ¿Quién

sabe?

¡Tú te lo sabes todo!, ¿no?

¿También se quemó?, preguntó Sugus.

Tiene una conmoción. Grave.

¿Se le cayó algo encima?

Todavía peor, hijo mío; fue un icono. Es ruso y cree que fue castigo de Dios. Justa retribución. Del latín retribuere, devolver, de tribuere, pagar, originariamente repartir entre las tribus. ¿Ves lo que significa? En la palabra retribución está todavía la tribu, el clan, allí de donde venimos.

¿Que había hecho?

No me lo ha dicho.

El ruso de la cama contigua abrió lo ojos. Hay un refrán ruso, dijo: Cuando talas árboles, las astillas vuelan. Volvió a cerrar los ojos y añadió: Una de ellas me dio en la cabeza.

Los tres se quedaron callados. Un poco más allá en la misma sala, un hombre llamaba a gritos a la enfermera. Tenía la voz quebrada; había perdido todo respeto hacia sí mismo.

Sugus no podía quitar los ojos de la cara de su padre. Estaba toda quemada, tan marrón como un pollo socarrado. La oscura costra había alisado las bolsas de los ojos. Y no sólo eso, le ocultaba las arrugas y desdibujaba la parte superior de la frente, donde el cabello de su padre empezaba a clarear. Todas las marcas del esfuerzo y la tensión, del dolor y las lágrimas habían desaparecido con la quemadura. El brillo azul de los ojos, que escrutaban a través de las estrechas mirillas de sus párpados caídos, y la lengua rosa eran los de un joven.

He visto el televisor quemado, dijo Sugus.

Estaba mal la instalación eléctrica.

Tuviste suerte.

La verdad es que esos aparatos..., y hoy pasa lo mismo en todas partes, vayas donde vayas todo son chapuzas. En el pueblo lo llamábamos «trabajo de mono».

Eso es lo que llevas veinte años diciéndome. Pero montar aparatos de televisión no es lo mismo que abrir ostras.

Cierra el pico. Sus inmensas manos vendadas reposaban sobre la colcha y parecían más grandes que nunca.

Mete la punta del cuchillo, ¡crac!, dijo Sugus. Corta los flecos. Dale un tajo al nervio. ¡Y ya está preparada la ostra! Una sola operación. Lo que no entiendo es por qué estalló de repente. No era nueva.

Tenía algún fallo en la instalación eléctrica.

Y eso significa trabajo de mono. Incompetencia. Falta de competencia. De competere, coincidir, convenir, en latín, compuesto de cum, con, y petere, dirigirse hacia. Ir hacia algún sitio juntos, hijo. Hay tan pocos sitios a los que ir ahora, /«competencia, no ir a ningún sitio, no estar con nadie. Hacer trabajo de mono.

Después de hablar, Clement volvió a recostar la cabeza en la almohada. Tenía dificultad para respirar.

Tu madre y yo hemos intentado hacer lo mejor para ti, dijo. Inculcarte algunos principios.

In-cul-car, dijo Sugus, del latín inculcare, apretar una cosa pisándola.

Colgado en los barrotes del cabecero de la cama había un chal estampado con gencianas azules sobre un fondo verde. Se lo había traído Wislawa el día que lo internaron en el hospital. Wislawa tenía una colección de chales. Muchos de ellos los había puesto en las paredes de la cocina para tapar las manchas de humedad. Esto le daba a la pequeña habitación del piso catorce el aspecto de uno de esos carromatos de feria donde te leen la buenaventura. Allí, en la sala del hospital, Clement frotó el dorso de una de sus manos vendadas contra las gencianas. Un momento después volvió a hablar y abrió los ojos.

Cuando has abierto millones de ostras, todas las ostras de la tierra son la misma. Empecé al lado de la Ópera, hijo mío. Trabajaba para un hombre que decía que había sido marinero. En cualquier caso, llevaba siempre una gorra de marinero. Me miró las manos y dijo: Son lo bastante grandes; podrás hacerlo.

Pero, ¿por qué estalló de repente?

Porque había llegado mi hora.

¡Boom! ¡Boom!

¡No crees en nada!

¡Te curarás!

Cuando te llega la hora, no puedes hacer nada.

¡Cómo que no puedes hacer nada! Hace un momento acusabas a las mujeres que montan los aparatos de televisión de que hacían trabajo de mono...

¿Mujeres?

Claro; el montaje lo hacen siempre mujeres.

¿Son ellas entonces las que hacen el trabajo de mono?

¿No sabías que es un trabajo de mujeres,

verdad?

Nunca lo había pensado.

Es por sus dedos.

Yo no siento mis manos. ¿Así que son mujeres las que ensamblan todas las piezas y cables?

Sí, eso es. Y un momento después te pones a hablar del jodido destino y de que ha llegado tu hora.

¿Qué es lo que les pasa a sus dedos?

Son muy ágiles. Las mujeres tienen dedos ágiles.

Siempre has sido el mismo, Sugus.

Clement logró hacer lo que quería con el chal. Con sus manos vendadas tiró de él y lo descolgó; luego se lo llevó a la mejilla.

Me quedé un año donde el marinero de la plaza de la Opera. Aprendí el oficio. Por entonces tú no estabas ni en el pensamiento. Luego empecé por mi cuenta. Ahora ya todo se acabó.

No digas eso.

Siempre he intentado ser filosófico. Philo, amor a, sophos, sabiduría. Abre el cajón. Clement le señaló la mesilla junto a la cama. Quiero que tengas mi cuchillo.

Dentro del cajón había un carné de identidad azul —del color del cielo de Troy una mañana de verano, antes de que empiece a haber tráfico—, con las esquinas dobladas, los bordes rotos y el número codificado de tres letras y ocho numerales casi borrado por el uso; también había un mechero, un llavero, un abrebotellas y un cuchillo de los que usan los pescadores con el mango de asta de reno.

Sabes cuál es, hijo, así que cógelo.

Sugus sacó el cuchillo del cajón y examinó el mango.

Sí, lo conozco, dijo obediente; y aquí está la marca que hizo el vaciador porque era un mango especial.

Ahora tienes que pagarme, porque los cuchillos sólo se venden.

¿Cuánto pides?

Diez.

Sugus se echó a reír. Ya no existen monedas de diez, papá. ¡Monedas de diez! La más pequeña es de cien.

Entonces dame cien.

Sugus rebuscó en los bolsillos de sus vaqueros. Estoy sin blanca.

Bueno, pues págame mañana, Sugus, y nunca lo uses contra un hombre a no ser que tu vida esté en peligro.

Sugus observó la espumilla que se había acumulado en las comisuras de la boca de su padre.

Te lo volveré a vender cuando estés bueno, dijo, ¡por quinientos!

Un día a ti también te llegará la hora. Coge el cuchillo.

Y todo porque a una tele le da por estallar.

Me ha llegado la hora.

Te he traído un poco de gnole.

Ponlo aquí, hijo, bajo la colcha. ¿Ya has encontrado trabajo?

No hay trabajos, dijo Sugus, salvo los que se invente uno. No hay.

Clement no podía llevarse la botella a la boca con las manos vendadas, así que Sugus se la sostuvo.

Era la primera vez que Sugus había entrado en un hospital. No había nada —carne o metal— ni en la sala, ni en los servicios, ni en los pasillos que no fuera lavado cada poco tiempo; la sala olía a jabón y a su propia impotencia contra los estragos de la edad.

Toma un trago, Sugus. Es de ciruela. Pru-num. Slivovitz. Volver al pueblo, eso es lo que me gustaría hacer.

Está a miles de kilómetros.

Ver las montañas por última vez.

¿Estás hablando en serio?

No volveré a ver el pueblo. No alcanzaré a verlo. Estoy seguro de que hay gente que lo atraviesa en coche sin darse cuenta siquiera.

Cuando estés mejor.

Escucha el nombre de nuestro pueblo. Significa caballo-afortunado-con-una-pata-rota.

Siempre me ha parecido que era una tontería.

A ti, tal vez, Sugus. Te crees que eres el único que entiende el significado de las cosas. El único en este triste y ancho mundo. Los demás somos unos estúpidos que no sabemos nada.

¡Pues dime entonces cómo puede traerte buena suerte una pata rota!

Cuando tenía quince años me encargaba de cuatrocientas ovejas.

¿Por qué te trae buena suerte una pata rota?

Si tu caballo se rompe una pata, te tienes que quedar donde estás.

¿Y entonces?

Así es como hace siglos se fundó nuestro pueblo.

¿Y qué es lo que tiene eso de bueno?

He pensado en ello. He reflexionado sobre esa cuestión. Venían del sur, del otro lado de las montañas.

¿Y por qué no del lago que hay al oeste?

Debía de ser verano, como ahora. Tuvieron dificultades para vadear el río. Querían cruzar a la orilla soleada.

Lo que llamáis el adret.

¡Así que recuerdas algunas cosas! Sí, el adret. Creo que habrían intentado cruzar por Sous-Chataigne, donde vivía el viejo Digue. Bebía cinco litros de vino al día y podía cargarse una yegua a la espalda. Pero cuando llegó a viejo, como yo ahora, no se podía levantar de la silla, pobre hombre, y cuando hablaba, la gente le decía: Ten cuidado con lo que cuentas, Digue, ¡no exageres! Habrían intentado cruzar por Sous-Chataigne; es el tramo menos profundo del río. El jefe iba delante abriendo camino, y su caballo resbaló en las rocas y se rompió una pata. Una de las patas delanteras, ¿no?

La derecha, diría yo.

Entonces el hombre dio la orden: Acamparemos aquí esta noche. Y se quedaron. Nunca levantaron el campamento. Descubrieron el valle, el verde valle de sus sueños. Les pareció bien. Construyeron casas en el adret, donde hoy está la iglesia.

Una enfermera recorría el pasillo entre las camas de enfermos y vendados; la mitad de ellos recordaban sus pueblos o a sus madres. Sugus escondió la botella. La enfermera cambió el gotero. Cuando se fue, Clement le susurró algo a Sugus.

Dame otro trago... Mi viejo amigo Dédé..., es del pueblo, y el mes pasado estuve hablando con él. Ahora está trabajando en una constructora; me dijo que quizás pueda ayudarte. Acaban de empezar una obra en Park Avenue. Necesitan hombres. Me dijo que tenías que preguntar por un tal Cato y decirle que vas de parte de Dédé. Prométeme que lo intentarás.

Ya será demasiado tarde.

¿Quién sabe? Prométemelo.

¿Y si el caballo se hubiera roto la jodida pata en cualquier otra parte?

Entonces no estaríamos aquí.

¿No crees que alguien como yo hubiera terminado saliendo de una manera u otra?

Clement cerró los ojos y buscó a tientas el chal estampado con gencianas.

Yo no estaría aquí, ni tú tampoco.

Pues aquí nos tienes en pleno mes de julio, sin trabajo en esta mierda de ciudad. Y quieres que me ponga en pie y dé las gracias porque un caballo se jodió una pata hace mil años. Porque gracias a esa pata, a esa pata rota, estamos aquí bebiendo gnole.

Eso es historia, hijo. Clement no abrió los ojos.

¿Y qué es lo que estamos viviendo ahora?, preguntó su hijo.

No me preguntes. No lo sé. No es historia. Es algo así como una espera. Apretaba el chal entre las manos vendadas.

Conozco a un hombre que trabaja en la estación de Budapest, dijo Sugus. Cuando estés mejor, tal vez pueda meterte en un mercancías. ¿Cuántos días se tarda en llegar, papá?

¡Iría contigo! Clement seguía sin abrir los ojos; se habían cerrado las mirillas. Quiero enseñarte mi pueblo, hijo. Quiero enseñarte la casa en la que nací; la iglesia en la que nos casamos tu madre y yo; la ermita en la que Jean sedujo a la Co-cadrille; los altos hornos donde funden el molibde-no, el collado de St. Pair, por donde vuelan las chovas; los arándanos, los boletos... ¿Me lo prometes, Sugus?

¿Qué quieres que te prometa?

Lo siento, pero ya tienes que irte, dijo una enfermera, la hora de visita ha terminado.

Prométeme que irás a Park Avenue, susurró su padre, y se mordió el labio inferior.

Sugus recorrió el pasillo entre las cien camas de la sala y se acercó a la puerta. Las colchas blancas eran todas idénticas, y cada una arropaba un dolor diferente. Sugus pensó que el desamparo de los hombres entre las sábanas era peor que su dolor. No quiero vivir más allá de los cuarenta, se dijo. Para entonces Sugus habrá hecho todo lo que quería hacer. Cuando llegue a los cuarenta, antes de ver así a Sugus, me preocuparé de verlo muerto. Entonces pensó en Zsuzsa, pensó en el culo de Zsuzsa y en el lugar bajo ella, tras ella, donde su mano la había sentido y donde ella no tenía fin.

Este pensamiento le hizo apresurarse. Bajó las escaleras de tres en tres y antes de darse cuenta estaba fuera del edificio. En las escaleras del hospital había varios mendigos pidiendo con el brazo extendido. Se paró delante de ellos. Que el cielo misericordioso te bendiga y te conceda todo lo que necesitas, murmuró un hombre de pelo blanco. Sugus bajó de un salto las escaleras que quedaban.

¡Cerdo hijo puta!, profirió el mendigo según se alejaba.

En la acera una mujer vendía flores, y un hombre, preizels. Las flores eran rojas como la sangre, y los pretzels olían a pollo. Sin dudar un momento saltó a la calzada y corrió entre los seis carriles de vehículos. Súbitamente, entre dos autobuses, se dio la vuelta y corrió en dirección contraria; pasó frente a los vendedores y subió las escaleras del hospital. Había una gran aglomeración delante de la puerta principal, así que se dirigió a una puerta lateral. Allí se encontró frente a frente con un león.

El león lo esperaba. Sugus se sacó la mano del bolsillo para tocarle la melena y entonces recobró la calma. El animal de tamaño natural, labrado en mármol color león, era un bajorrelieve de tan sólo unos centímetros de grosor. El arco que había detrás, la bóveda, el pasaje, las baldosas del suelo y la puerta al fondo, todo era falso; habían sido hechos para engañar y para agradar cuando el edificio era un palacio.

Temblando, se abrió camino entre el gentío que se agolpaba delante de la puerta principal y subió a toda prisa las escaleras hasta llegar a la sala donde había dejado a su padre.

La cama de Clement estaba rodeada de biombos. Nada más entrar, Sugus supo que era su cama. Había alguien detrás de los biombos. Se veían los pies. Un hombre y dos enfermeras con calcetines.

¿Qué pasa?, preguntó.

Se ha ido, dijo el ruso.

Tengo a Clement delante. Lleva un abrigo de abejas. Es tan cálido como una piel de oso e igualmente grueso. Pero como todos los enjambres, está vivo. Las abejas, a diferencia del oso, no están muertas. Son tranquilas, afables, bastante silenciosas, pero tienen vida; se mueven, vibran y se concentran sobre la reina. Es una indumentaria perfecta; tiene la forma de una cazadora de piloto: ajustada en el cuello, las mangas y la cintura, y floja en el pecho y los hombros. Negra moteada de naranja. Desde lejos parece tweed de Irlanda. Al acercarte se hace visible el aleteo de cada una de las abejas. Clement se afloja el cuello. Luego, cerrando ligeramente la mano, saca un brazo. Me adelanto para ayudarlo. Sostengo el enjambre por los hombros para que pueda sacar el otro. No hemos aplastado ni una sola abeja; ni tampoco ninguna se ha alejado volando. El abrigo también susurra. Esto es lo único que ha cambiado: el zumbido se ha hecho más intenso. Cuelgo el abrigo en una rama de ciruelo. A las abejas les encanta el olor de sus hojas. Aliso el cabello sobre las grandes orejas de Clement. Así que ya estoy aquí, dice.

Una de las enfermeras de la sala de beneficencia del hospital de los pobres salió de detrás de los biombos. Tenía el severo rostro de quien ha dedicado muchos años de su vida a la caridad, de quien ha luchado noche tras noche, sola, con indiferencia.

¿Quién eres tú?

Soy el hijo. Era mi padre.

Siento tener que decirle, joven...

Ya lo sé: ¡Se ha ido!

Tras ella, Sugus vio al celador con una bata blanca y a otra enfermera. Estaban levantando algo.

¿Te importaría acompañarme al despacho?

Echó a correr. Entre las camas, escaleras abajo, hasta que estuvo fuera del hospital. Corría más que la primera vez. No se paró a mirar a los mendigos o a la vendedora de flores. Su única idea era llegar cuanto antes a Cachan. Torció a la izquierda y tomó el Boulevard Cantor. Bajó por Kibalchich Street. Cruzó Lions. Atravesó el Hind Bridge. Bordeó Swansea y llegó a la calle Mayor de Cachan por el Réaumur Monument. Sólo cuando subía en el ascensor hasta el piso catorce encontró las palabras con las que darle la noticia a Wislawa. Las paredes del ascensor, que en algún momento habían sido azules, estaban cubiertas desde el techo hasta el suelo con dibujos, iniciales, nombres, fechas arañadas en la pintura. Estaba todavía una polla que él mismo había dibujado cuando tenía diez años. Se sacó del bolsillo el cuchillo de su padre y escribió en mayúsculas la palabra BOOM. Para terminarlo subió hasta el piso veinte y volvió a bajar al catorce.

Cuando muere alguien aquí es enterrado en el cementerio del pueblo. Con el paso del tiempo, las heladas, el sol, la lluvia borran sus nombres grabados en el mármol; finalmente terminan por ser olvidados, como siempre lo han sido los muertos desde el principio. Pero siguen siendo recordados anónimamente en el curso que sigue una carretera, en el emplazamiento de un puente sobre un río, en la forma de un muro, en los caminos que conducen a las montañas. En Troy es diferente. Allí los nombres de los muertos se olvidan antes. Los únicos que se recuerdan son los de aquellos a quienes se ha dedicado una calle. Salvo éstos, millones desaparecen sin dejar huella de su paso, sin dejar nada detrás. En la ciudad, sólo los más allegados llevan a sus muertos en la cabeza. Las únicas lápidas son las opciones privadas de cada cual. Aquí las opciones no son muchas. En Troy necesitan que les ayuden los muertos de tantas como hay.

Sugus estaba metiendo la llave en la cerradura, cuando Wislawa abrió la puerta. Tras ella estaba la cocina con las paredes cubiertas de chales.

Nos ha dejado, madre. Padre ha muerto.

Ella lo miró fijamente, y el tiempo se detuvo para ambos, parados en el umbral de la puerta. No querían que nada continuara, pues los dos sabían que el dolor sólo empezaría cuando volvieran en sí. Dejaron que el eco de las palabras se repitiera una y otra vez hasta que desapareciera en la eternidad.

Entonces Sugus cerró la puerta, y Wislawa cayó de rodillas. Sacó la mandíbula en un gesto de firmeza. Era como si la crueldad del acontecimiento se hubiera introducido en ella y asentado en su cara. Se mordió la barbilla. Todavía de rodillas, se dejó caer hacia delante y se arrastró a cuatro patas. Así avanzó hasta el dormitorio. Antes, antes del incendio, el suelo había estado enmoquetado, ahora era de cemento sin más. Rozaba el cemento, haciendo círculos, como si estuviera cogiendo flores entre la hierba.

¡Oh, Rama!, susurró, ¿cómo vamos a afrontar lo que te han hecho, amor mío? ¡Dime! ¡Dime!