VENTA

He vivido toda mi vida en el pueblo. Lo que sé de Troy procede de El Mensajero —el periódico regional—, de la televisión, de mis sueños, de mi corazón roto y de lo que cuentan antes de desaparecer para siempre aquellos que vuelven. He visto partir a un sinfín de hombres. Toman el autobús de mediodía delante del Lira Republicana, y siguen diciendo adiós con la mano desde la ventanilla trasera cuando el autobús pasa por delante de la central lechera y toma las primeras curvas colina abajo. Éste es el primer paso que dan, y el más sencillo. Una vez que han dejado el pueblo y están lejos de las aguas azules de nuestro río —hasta que se hagan ciudadanos de Troy, si es que llegan a serlo alguna vez—, no hay nada en el mundo de lo que puedan fiarse o con lo que puedan contar. Se ven obligados a convertirse en zorro o en liebre.

Sugus compró el aparato de tomar la tensión. Salía de la tienda con la caja debajo del brazo, cuando un hombre le dio un golpecito en el hombro. Lo tocó de la misma forma que si estuviera llamando a una puerta. Sugus se volvió sorprendido.

¿Necesitas a alguien que te enseñe?

Llevaba un gran sombrero de fieltro e iba bien vestido. Tenía las manos limpias. Pero su rostro se escapaba hacia un lado, como si se saliera del molde.

No, dijo Sugus, no lo necesito.

No serás capaz de operar por tu cuenta, no en este negocio al menos. El hombre señaló la caja de cartón con dos serpientes impresas en color azul  bajo las letras mano y metro. Necesitas que te enseñe alguien.

No, no lo necesito, dijo Sugus. Puedo aprender en cinco minutos.

Pero necesitas un comprador.

¿Para comprar qué?

Sangre, hijo mío, sangre. ¿No te has metido en el negocio de la sangre?

Tomo la tensión a la gente; eso es todo.

Hablas de la tensión como si pudieras agarrarla. ¡Tomo! ¡Tomo! Si quieres tomar algo, toma mi tarjeta y léela.

Le alargó la tarjeta con una seguridad total, como si no existiera otra cosa en la ciudad que aquel pequeño rectángulo de cartulina blanca.

La extraigo y la compro, afirmó.

En la tarjeta se leía: instrumental médico ZIA, seguido de una dirección en San Isidro.

Te estoy dando un buen soplo, ¡eres nuevo en esto!

Pero no soy tonto, respondió Sugus.

Me apetece un café, dijo el hombre del gran sombrero de fieltro. Te explicaré todas las triquiñuelas del negocio tomando un café.


En lugar de un defecto, la desfiguración de su cara caída, con un ojo a la virulé, le proporcionaba una especie de convicción. Todas las sutilezas de la vida habían desaparecido para él desde que le había aquejado esta enfermedad.

Due expressi!, pidió al camarero del café. ¿Un pastel de queso?

No.

No puedes comer porque no ganas lo suficiente, joven.

Como cuando tengo hambre.

Tomarle la tensión a un cliente es extremadamente fácil, explicó, con tal de no ser sordo. Pero no tienes pinta de sordo. Más bien parece que tienes ganas de escuchar. ¿Es así?

Usted es el que habla.

¿Un poco de pastel de queso?

Zia empezó a comer su pastel pinchándolo con un tenedor e hincándole voraces mordiscos.

Primero bombeas el aire y luego escuchas hasta que hay un silencio y vuelve a latir otra vez. ¿Entiendes? El corazón se calla. Mirar el punto en el que se para y empieza a latir es lo que tú llamas tomar. Hablas como si tu padre hubiera sido maestro.

Mi padre abría ostras.

Te puedes sacar unos mil quinientos con cada cliente. El precio de dos cafés en una buena cafetería, como ésta. No más de eso. Y, sin embargo, estás desechando una oportunidad de oro. No ves lo que tienes delante de las narices. ¿Pastel de queso?

Zia había terminado su trozo y estaba a punto de pedir otro. Se limpió la boca con un pañuelo de papel doblado.

¿Sabes de qué estoy hablando? Hablo de la sangre. Lo que bombean nuestros corazoncitos. Lo que hace funcionar el cerebro, lo que hace que el instrumento se levante. ¿Lo entiendes? Vendo sangre. Tú podrías ser uno de mis proveedores. Te ofrezco la oportunidad de tu vida. Pago a mis proveedores ocho mil por litro extraído.

Así que lo que me está proponiendo es comprarme la sangre, dijo Sugus sonriendo.

¿A qué te dedicabas antes?

A las flores, contestó Sugus.

¿Coronas y todo eso?

Dalias blancas.

Vale. No quieres decírmelo. En este negocio lo que tienes que hacer es aprender a no decir exactamente lo que es, ¿entiendes? Cuando tengas un cliente bien sano, le dices que tiene un poco más de lo que marca el aparato. Entonces no te queda más remedio que prevenirle o prevenirla —las mujeres son mucho más fáciles, porque están más acostumbradas a la sangre, más acostumbradas a perderla—. Hipertensión es la palabra clave. La hipertensión produce varices, ataques, trombosis, coágulos, migrañas, amnesia, ceguera. Puede desprender la retina del ojo. Los clientes se preocupan. ¿Y hay alguna medicina buena?, pregunta una señora. Tú no mientes. Tú nunca mientes. ¿Un poco de pastel de queso? Vale, no quieres comer. Yo tengo que hacerlo. Necesito azúcar en la sangre. Sí, le dices, hay medicinas, pero ¡muy caras! Hay una manera mucho más sencilla y más sana, continúas diciendo. Funciona como una válvula de seguridad. Tiene la tensión alta, le explicas, porque le sobra sangre, ¡está demasiado sana! Eso de que están demasiado sanos siempre les hace reír. Una válvula de seguridad natural, insistes... Lo único que necesitan es que les saquen un poco de sangre. Y tú puedes arreglarlo todo especialmente para el señor, o especialmente para la señora, inmediatamente, dicho y hecho.

¿Y quien se encarga de sacar la sangre?

Una de mis enfermeras. Tú traes al cliente.

¿Cuanto paga?

Ocho mil por litro, ya te lo he dicho.

No, al cliente.

Si has hecho bien tu trabajo, el cliente creerá que lo están tratando gratis. Pensará que le están dando algo por nada. Tengo tres consultas. Una en Chicago, otra al lado de Alexanderplatz y otra junto a Olympia. Están abiertas todos los días entre las dos y las diez de la noche.

¿Y me dan algún anticipo?

Lo rechazaste amigo; tres veces. No quisiste pastel de queso. Piénsalo. Quanto fa, Signorina?

*

Por la tarde Sugus practicó tomándole la tensión a Zsuzsa. La chica se remangó, y él enrolló la abrazadera hinchable en su brazo largo y delgado. El derecho. Le gustaban sus brazos como a otros hombres les gusta el dinero. Prometían todo lo que podía imaginar.

Estaban en la Casa Azul, sentados en el colchón en el suelo, el colchón que tenía un encaje sobre las almohadas. Puso el pequeño disco negro sobre la arteria, en el pliegue del brazo. Oía el corazón de Zsuzsa reverberar como un martinete, y este sonido le hizo sonreír. Se metió el estetoscopio un poco más dentro de los oídos.

Al otro lado de la habitación, la puerta del Cuartel General de Naisi estaba abierta, y Naisi estaba tumbado en la cama con los ojos cerrados, calculando.

¿Estás ahí, Zsuzsa?, preguntó. ¿No te has olvidado de la audición, mañana a las tres?

¿Cómo iba a olvidarlo?, contestó ella.

Tampoco te comas mucho el coco, dijo.

¡Schhh!, siseó Sugus, deja ya de hablar. No oigo nada.

¿Es que acaso te has vuelto sordo por mi culpa, Flag? ¿Demasiados latidos?

¡Cállate! No oigo. ¡Ya! Se ha parado. Trece. Ahora para la mínima. El di-as-tó-li-co.

No te preocupes, hermana, dijo Naisi, no es más que un poco de strip-tease, y punto.

¡Schhh! Ocho.

Más tarde, Sugus y Zsuzsa bajaron dando un paseo hacia el cabo. Brillaba el sol, con esa luz especial de las tardes de otoño, cuando todo tiene unas sombras tan largas y oscuras que la tierra —y todo lo que se eleva sobre ella— parece que se está deslizando hacia el sol. La brisa llevaba hacia el mar la peste de las tenerías. La ropa tendida por la mañana ya estaba seca. Las gallinas dormitaban en la sombra. No había nadie haciendo cola con bidones de plástico junto a las fuentes, porque desde septiembre habían empezado a cortar el agua entre las tres y las seis de la tarde. En los garitos clandestinos sólo bebían los condenados. Una calma otoñal envolvía el barrio. Recortadas contra el cielo en lo alto del cerro, las antenas de televisión parecían los mástiles de una flota de barcos de juguete naufragada.

Pasaron delante de una niña que jugaba con un huía hoop intentando mantenerlo en las caderas. Zsuzsa se paró a enseñarle cómo tenía que hacer, luego corrió detrás de Sugus y, apretándose contra él, jugó a que desaparecía.

¡Se ha ido!, le susurró al oído, no la encontrarás aunque te vuelvas, se ha ido para siempre, ¡para siempre!

Sabía que apretándose así por detrás contra sus piernas lo excitaba, y en ese momento le hacía gracia. Se le empinaba el rabo. Ella reía; sus narices exhalaban pequeños relinchos en el cogote del chico, donde necesitaba cortarse el pelo. Parecía un vagabundo. Se lo cortaría antes de que empezara a ir a Alexanderplatz. Se le empinaba y se le empinaba, y además se le habían puesto encarnadas las orejas. De pronto, ella saltó a un lado, corrió delante de él y se volvió. Los pendientes, aquellos lo bastante grandes para pasar un limón por ellos, oscilaban en sus orejas como las campanas de una iglesia anunciando una boda. Te quiero, dijo, y lo besó. El la cogió en volandas.

Y yo lloro, como lloran las viejas, al ver que todo vuelve a empezar y al recordar.

*

Era un misterio por qué había siempre tanta gente en Alexanderplatz. Estaba la estación de autobuses, pero esto no podía explicar la multitud que se aglomeraba por la noche. Tal vez, la gente fuera allí sólo porque era muy grande. Tal vez, aquel espacio desnudo, vacío, diferente del es-pácio de un parque, atraía al gentío, conforme a alguna ley natural de los hombres y las calles y el Hombre. Todas las ciudades tienen un espacio así, donde se celebran las victorias, donde la muchedumbre baila en Año Nuevo, donde empiezan y acaban las manifestaciones políticas; un espacio que pertenece al pueblo, de la misma forma que los edificios con sus pilares y sus fachadas decoradas pertenecen a los ricos. Cruzarlo es como cruzar un escenario. En este escenario, en épocas de justicia suprema, se cuelga de las farolas a los tiranos y a los traidores. El público incondicional lo constituyen los pobres; todos los pobres del pasado y todos los pobres del futuro, entre los que hay muchos que van directamente al cielo, si quieres saber la opinión de una anciana.

Los quioscos y puestos alrededor del gran espacio abierto vendían periódicos, Coca-Cola, cucharillas de recuerdo, pañuelos, animales de pelu-che, casetes, camisetas con yo amo alexanderplatz estampado en ellas, azafrán, cámaras, ropa interior de encaje, sombreros vaqueros, pósters, autobuses de juguete similares a los de verdad aparcados en la estación, pelucas, cerveza, pipas de girasol, calculadoras. Y la multitud era tan diversa y extraña como las cosas que se vendían. Era muy fácil distinguir entre los que acababan de llegar del pueblo en uno de los cientos de autobuses y aquellos que llevaban generaciones establecidos en la ciudad. Si eran hombres, bastaba con mirarles el calzado; y si eran mujeres, el cabello: una cuestión de grosor en ambos casos. Los habitantes de Troy creían en las cosas finas, delicadas.

Una inmensa estatua de bronce con una fuente dominaba el extremo occidental de la plaza. En torno a esta estatua volaban y se posaban cientos de palomas, atraídas por los puestos que vendían bolsas de alpiste para que les echaran los visitantes.

La estatua representaba a un marinero de pie sobre una roca hablando a una sirena egea. Se sabía que era egea porque tenía la cola partida en tres. La cabeza del marinero estaba cubierta de excrementos de paloma, y parecía que tenía el pelo gris. La sirena estaba protegida de la palomina, pues el agua corría continuamente sobre ella, pero la misma agua había criado una pátina verde en el bronce de su cuerpo. Según la leyenda, la sirena le estaba preguntando al marinero: ¿Dónde está el Gran Alejandro? Y el marinero, siempre según la leyenda, le contestaba: ¡Vive y reina!

Nadie sabía en dónde. Pero la fuente estaba reproducida en cientos de souvenirs, desde alfombrillas de caucho para los coches hasta broches. Era a los pies del marinero de bronce donde se encontraba la gente, si no habían logrado verse entre la muchedumbre.

¿Era tan famosa la estatua porque ofrecía un consuelo frente a la muerte? Alejandro el Grande murió, quemado, en Babilonia a la edad de treinta y dos años; y, sin embargo, veinticuatro siglos después, la sirena verde seguía queriendo saber de él.

Sugus llegó por la mañana temprano con una silla plegable que le había dado Naisi. Naisi tenía seis iguales apiladas en un rincón de su Cuartel General. Habían desaparecido de la playa privada del hotel Atlantic durante una tormenta.

Sugus escogió un sitio a la vista del resto de los del negocio de la sangre, pero un poco más cerca de la estatua. Le pareció que desde allí podría observar mejor todo. Se enfundó la bata blanca, desplegó la silla y se sentó con el esfigmomanómetro sobre las rodillas y el estetoscopio colgado del cuello. Algunos viandantes lo miraron, algunos pusieron caras raras, ninguno se paró.

Al final de Alexanderplatz, por donde estaban los autobuses, había un hombre sentado en el suelo con la espalda arrimada a un árbol contra el que estaban apoyadas dos muletas. A su alrededor, dispuestos como un abanico, había varios ejemplares del periódico revolucionario El Faro.

Delgado que ya era de por sí, Murat lo estaba aún más. Su rostro se había convertido en una máscara que escondía detrás otro mundo. Cuando los pasajeros se bajaban de los autobuses, él levantaba la mirada y repetía: ¡El Faro! ¡Dos mil zloti! \El Faro! El titular de la primera plana decía: LOS TRABAJADORES de troy no se dejan intimidar.

Murat creía que la humanidad avanzaría hacia un futuro más justo que él no viviría para ver. Tal vez, sus hijos; y si no ellos, sus nietos. Mientras tanto, la gente necesitaba el mensaje del periódico. Cuando llegaba a este pensamiento, hacía todo lo que podía por venderlo voceando su nombre. El resto del tiempo, sentado en el suelo, perdido en la inmensidad de su compasión, observaba los pies de los viandantes.

Si Murat hubiera sabido que cien metros más allá estaba Sugus vestido con una bata blanca esperando unos clientes que nunca llegaban, habría agarrado sus muletas y se habría acercado a compartir estos pensamientos con el joven trabajador que le había salvado la vida.

Nada es más asombroso, le habría dicho a Sugus, que nuestra manera de caminar. Me di cuanta de ello al quedarme tullido. El pie se mueve con mucha independencia y, no obstante, uno solo es inútil. Una pierna avanza lo más lejos que puede y luego, casi inmediatamente, tiene que parar, tiene que esperar a que su compañera la releve. Me paso todo el día observándolas entre los autobuses. Nos olvidamos de las rodillas, la parte más ignorada del cuerpo hasta que duelen o se niegan a flexionarse. Esas rodillas olvidadas que se flexionan, las valerosas piernas que avanzan, esperan el relevo, vuelven a avanzar, esperan, avanzan, y todo esto cada dos segundos a fin de mover un cuerpo, paso a paso, sobre la superficie de la tierra. Las observo entre los autobuses, Mocoso. El que sólo tiene una pierna las pasa peor que el que no tiene ninguna. Siéntate conmigo y verás cómo golpean el suelo los pies de una madre corriendo detrás de su hijo. Cómo domestican el asfalto los pies de los ancianos. Cómo se arrastran los pies de los hambrientos. Con qué lentitud, con qué esfuerzo se ganan la vida los pies de los mozos de cuerda. Los pobres utilizan los dedos de los pies, los ricos, no. Las manos están buscando continuamente otras manos. Pero el pie es perseverante, obstinado, mudo; sólo le interesa una cosa: la llegada y el paso de su compañero. Así la humanidad avanza hacia...

Sin embargo, Murat no sabía que su joven amigo estaba tan cerca. Después de varias horas, Sugus se puso en pie, se acercó al quiosco y compró dos hojas de papel. Escribió en una de ellas con grandes letras: tensión alta = grave riesgo, y se lo prendió de la bata.

Una hora después le dio la vuelta a la hoja y escribió: no descuide su tensión. Un viejo que llevaba unas botas sin cordones se aproximó y dijo: ¡Sangre joven! Sugus se levantó. ¡Vete a tomar por saco!, dijo el hombre. No se detuvo nadie más.

Sugus desplegó la segunda hoja de papel y escribió: una prueba a tiempo puede salvarle la vida. La gente pasaba con la vista en otra parte; nadie se paró.

En la última cara escribió: ¡SÓLO 1.000 ZLOn!

Cinco minutos después un joven le tiraba de la manga de la camisa y le susurraba: ¡En Alexanderplatz nadie baja los precios, a no ser que quiera quedarse sin cara!

Sugus alzó las cejas, pero su rostro no mostró expresión alguna. Con los labios apretados, el chico señaló hacia los otros colegas en el negocio. Sugus escupió en el suelo, recogió sus instrumentos, se quitó la bata, plegó la silla y siguió a la muchedumbre.

Se acercó a la estatua del pescador y la fuente. El agua chorreando sobre los pechos de la sirena que quería tener noticias del Gran Conquistador le hizo pensar en que Zsuzsa quería llamar a su hija Jeanne. Si era niño, decidió, le llamarían Alejandro. Cuantas más oportunidades les son arrebatadas, más piensan los hombres en ser padres.

Sin moverse del sitio, a unos pasos de la estatua, Sugus desplegó la silla y se subió a ella. Con los aparatos a mano, examinó a la gente. Vio un grupo de turistas bien vestidos y con cámaras. Estaban comprando alpiste para echarles a las palomas.

¡Eh, señora! ¡Eh, usted, señora, la del sombrero!, gritó. Se la tomo gratis, y sus amigos pueden mirar. Acerqúese. Sólo son dos minutos. Re-mánguese. No le dé vergüenza. ¡Con esos hombros tan bonitos! ¿Tiene dolores de cabeza? Yo sí. Y le digo que aquí está la solución. Deje que le tome la tensión. Sístole y diástole, ¿suena a música, verdad? Se la tomo gratis.

Una paloma se posó en su brazo extendido.

¡Le ofrezco un chequeo! Acérquese y le tomaré la tensión gratis.

La mujer lo miró durante una fracción de segundo, y él vio en sus ojos que lo que deseaba no era que le tomaran la tensión. La paloma alzó el vuelo.

Señora, déjeme escucharle el corazón y le diré el futuro... Le diré si va a ser mejor o peor. ¿Quiere que le diga dónde está Alejandro el Grande, señora?

Alguien le tocó en el muslo. Bajó la vista y vio a Raphaele, el retratista, quien lo miraba con ojos desorbitados.

No esperaba encontrarte aquí.

¿Y tú? ¿Sigues pintando el techo?

No hiciste lo que habías prometido, tesoro.

No prometí nada.

Prometiste que te pasarías a cambio del dibujo que te regalé. ¿O no te dije que quería dibujar tu linda picha?

¡Que te zurzan!

Escucha, guapo, te voy a dar un buen consejo. Este no es el lugar adecuado para tu negocio.

Nunca lograrás nada en Alexanderplatz. Se ve que eres demasiado joven para la medicina. Tendrías que teñirte el pelo de blanco. Inténtalo en Sankt Pauli. Por allí la clientela es menos remilgada. Solamente quieren saber si van a pasar de esa noche. Pero sin la bata. Por Sankt Pauli todo lo que tenga que ver con los hospitales significa castigo, no cuidados. Allí, sin bata, tendrías alguna posibilidad.

Esta mañana vi la marta. Corría. Nunca corre a ciegas. Examina cada pequeño montículo de la huerta antes de saltarlo o rodearlo. Cuando lo rodea, se mantiene muy pegada al suelo. Fina, esbelta, con el color de una llama. Tan astuta como rápida. Hacía tres meses que no la veía. No sé dónde vive, pero no puede ser muy lejos de la casa. Somos vecinas invisibles. Cuando nuestros caminos se cruzan es sólo por casualidad o por error. Esta mañana corría perseguida por un perro. La marta, cuyo cráneo es más ligero que un huevo de gallina, es un signo de peligro.