DELITO
La criatura que el hombre en chándal intentaba cazar en la azotea de la comisaría era una mariposa nocturna conocida con el nombre de la Fiancée. Las alas delanteras eran marrones, del color de la corteza de los árboles, y amarillas las traseras, como los huevos batidos antes de hacer una tortilla. Tenía el cuerpo peludo, del color de las martas cibelinas. Esta mariposa mide unos cuatro centímetros de longitud, y su alimento favorito son las hojas de sauce. El hombre sostenía la punta de la red con una mano y la pata de palo del mango con la otra. La Fiancée volaba muy bajo, y él la atrapó desde arriba. Cuando la tuvo bien metida en la red, introdujo una caja de pastillas vacía, y la mariposa voló dentro creyendo que iba hacia la luz. En un segundo tapó la caja y la sacó de la red.
El cazador se llamaba Héctor. Cuando sonreía, sus mejillas se movían más que Ias comisuras de los labios. Se desplazaban hacia arriba, hacia los lóbulos de sus grandes orejas. Era un hombre corpulento. Avanzó, sonriendo, pasó ante la antena de transmisión de la comisaría y llegó a la puerta que daba a la escalera.
La comisaría de Cauchy Street no tenía nada que ver con la comisaría del pueblo, en la que Ias ventanas tenían cortinas, las mujeres de los policías estaban en el piso de arriba e incluso, a veces, olía a comida. Cauchy Street olía a sudor y a cola ligeramente quemada: como si la instalación eléctrica del edificio se recalentara. En cuanto a los sonidos, eran de dos tipos, dependiendo del piso en el que te bajaras cuando se abrían las puertas del ascensor. En la novena planta todos los sonidos estaban amortiguados. Ningún sonido se propagaba. Todo estaba fuera del alcance del oído. En las otras plantas, como no había alfombras ni cortinas, y los hombres llevaban botas y las puertas eran muy pesadas y nunca había niños durmiendo, todos los sonidos eran muy fuertes y todos los ruidos reverberaban. Incluso el sonido del agua del grifo cayendo en un vaso sonaba amenazador.
En los lavabos, Héctor se quitó el chándal y se puso el uniforme azul marino con charreteras doradas y una camisa con botones en el cuello. Era inspector de policía. Se miró en el espejo encima del lavabo y se atusó los escasos mechones de pelo que le quedaban. La idea de la jubilación le atormentaba, y todas las noches se inventaba alguna excusa para quedarse más tiempo en la comisaría. Cuando no estaba de servicio, deambulaba de un despacho a otro, dando su opinión, haciendo preguntas, revisando viejos archivos. Le faltaban tres meses para jubilarse. Como era inspector, se permitía la excentricidad de ir siempre con zapatillas de deporte, todo el día. Decía que a su edad le dolían los pies si se ponía zapatos de cuero. La verdad era que lo que le gustaba era el silencio de las zapatillas. Avanzó sigilosamente por el pasillo hacia su despacho.
Detrás de la mesa había un gran armario de metal galvanizado. Lo abrió. Este tipo de metal no tiene memoria y es ciego. Escogió una cinta entre un montón de ellas y con una resuelta zancada la introdujo en el vídeo bajo el retrato del presidente. Tras apagar la lámpara de la mesa, de forma que la habitación quedó casi a oscuras, se acomodó en su silla giratoria para ver la cinta. Empezaba con una aglomeración de gente en un andén de metro. Todas las estaciones de metro de Troy, al igual que los bancos, estaban vigiladas con cámaras de vídeo. La gente esperaba en el andén a que llegara el metro. Arriba, en la calle, era invierno, y los hombres y mujeres llevaban abrigos y guantes. Algunos leían el periódico, otros meneaban las piernas al ritmo de la música que sonaba en sus «walkmans». La mayoría miraba distraídamente al otro lado de las vías, a la gente que también había salido de trabajar y estaba esperando el metro que la llevaría a casa en dirección contraria. Era igual todas las noches.
Tenían la cara triste. No habían perdido la paciencia, pero estaban desanimados. Tal vez volverían a animarse cuando salieran en las estaciones de sus alejados barrios y vieran las ventanas de sus casas, rodeadas de árboles y encendidas.
De pronto se arma un pequeño revuelo. Un hombre con un sombrero de fieltro aplastado detrás de la cabeza y un abrigo sucio y demasiado grande para él se acerca al borde del andén. Tiene la determinación de un hombre que cree demasiado en lo que está haciendo. Está borracho. Lleva una alfombra bajo el brazo. Entonces empieza a señalar y a gritar a la gente. Por los gestos parece que les está insultando. Sin embargo, las palabras del viejo se perdieron para siempre, pues el vídeo no tiene sonido.
Aquellos a quienes se dirige hacen como que no lo oyen. Dos mujeres se alejan cuando él se acerca a ellas. Las mira con pena en los ojos y dice algo, como si ahora fuera él quien se sintiera insultado. Se mece para consolarse. Luego mira alrededor buscando algo que le distraiga. Se quita el sombrero y lo agita saludando a alguien, vuelve a gritar, esta vez con una sonrisa. Un hombre que lleva un sombrero de piel y un maletín levanta la vista del periódico con gesto indignado.
El inspector creía que el vagabundo estaba gritando un nombre: el nombre de la persona que acaba de reconocer en el andén opuesto. Cada vez que veía el vídeo, al llegar a este punto, el inspector se inclinaba sobre la pantalla para intentar leer el nombre en los labios del viejo. Creía que empezaba por pon, pero nunca había logrado descifrar las últimas sílabas.
Llamaron a la puerta. El inspector detuvo la cinta, encendió la luz, se arrellanó en el asiento, y sólo entonces dijo:
¿Quién es?
Informa el oficial Albin.
Pase.
El oficial entró y saludó.
¿Ybien?
La patrulla de Washington acaba de detener a un camello.
¿Dónde está?
En recepción.
¿Cuánto llevaba encima?
Cien gramos
¿Crack?
Sí, señor.
¿Ha hablado?
No.
¿Qué nombre da?
Naisi.
¿Está fichado?
No con ese nombre.
Investigue quién es y quién es su proveedor.
¿Quiere interrogarlo usted, inspector?
¿Tiene pinta de querer cooperar?
Todavía no.
Entonces lo veré más tarde. Páseselo al sargento Pasqua y manténgame informado.
El oficial Albin estaba a punto de saludar y salir de la habitación cuando Héctor levantó un dedo de la mano derecha para retenerlo. El gesto era al mismo tiempo deliberado e indiferente: lo que importaba era que era recibido como una orden. El oficial Albin aguardó sin moverse. Héctor pensó que al cabo de unos cuantos meses ninguna acción suya volvería a ser reconocida como una orden, y este pensamiento le produjo una punzada en el pecho. Cada día, a medida que se acercaba la fecha de su jubilación, se sentía más perdido. Examinó su anillo de boda en el dedo anular. El oficial Albin seguía aguardando.
Dígale al sargento Pasqua que no me iré hasta que me comunique algo.
Hizo un movimiento casi imperceptible con el dedo como señal de que el oficial podía retirarse.
El oficial Albin saludó y le volvió la espalda. Héctor escuchó sus pasos alejándose por el pasillo, luego apagó la lámpara de la mesa y encendió el vídeo.
La gente está todavía esperando el metro. Un hombre que lleva un abrigo con el cuello de lana y una bufanda de seda blanca deja su maletín en el suelo del andén y se agacha. Abre el maletín y vuelve a ponerse en pie con un cuchillo de carnicero en la mano. Sus movimientos son resueltos, pero tranquilos. Salta a las vías, las cruza y con una atlética pirueta sube al andén opuesto justo al lado del viejo borracho con una alfombra bajo el brazo. El viejo hace muecas como un bebé. El hombre con el cuchillo en la mano lo derriba asestándole un golpe terrible en la nuca. La víctima se desploma en el suelo.
El asesino vuelve a cruzar las vías, mete el arma chorreando de sangre en su maletín y se aleja despacio por el andén hacia la salida. La muchedumbre le abre paso.
Nadie se mueve ni se acerca a ayudar al anciano, que yace cuan largo es en el andén, en medio de un círculo vacío. Llega un metro. Luego otro. Las puertas se abren. Los pasajeros suben y bajan. Los trenes se van. En el andén desierto queda desparramado el cadáver, rodeado de una mancha oscura.
El nombre de la víctima era Gilbert d’Or-messon. Al día siguiente del asesinato, el ordenador de la policía localizó su ficha en menos de dos minutos. D’Ormesson, nacido en Constantine, el 5 de noviembre de 1919; varios arrestos por ebriedad y alteración del orden público; sin dirección permanente; condecorado con la Medalla Militar en 1945.
En la cartera que llevaba en el bolsillo del abrigo encontraron la fotografía de una mujer que parecía una artista de cabaret de los años sesenta. Sujetas con un clip en la foto había otras tres de un caniche negro. Por detrás de una de ellas estaba escrito: Gilly, amor mío. Tras su muerte no se presentó ningún familiar o conocido.
Pasaron seis meses. Pese a los cientos de testigos, no se logró identificar al hombre con el cuchillo de carnicero. Para Héctor, el viejo podría estar implicado en un chantaje de poca monta. Pero cuando escuchaba a su propia experiencia, sabía que el asesinato del metro no tardaría en ser uno más de la inmensa mayoría de los crímenes: aquellos que quedan sin resolver.
Anoche, por la carretera que baja al pueblo, Ias ranas volvían a nuestro lago, junto a las rocas. Cientos de miles se acercaban saltando hacia la verde agua del deshielo. Convergen en el lago desde todas partes cuando la luna está en creciente. En su prisa por empezar, las hembras saltan con los machos a la espalda. Luego se lanzan al agua juntos, y la pareja permanece pegada durante días, hasta que la hembra pone los huevos, que el macho, todavía encima de ella, todavía agarrado a ella, fertiliza conforme van cayendo al agua. Hacen lo mismo todos los años, a no ser que corran peligro de ser demasiadas. Cuando es así, dejan de aparearse. La gente se pregunta cómo lo saben las ranas. En las noches de verano croan en el lago durante horas sin fin, y la fuerza del coro Ies indica cuántas son. Cuando el canto es demasiado alto, permanecen castas durante esa estación.
Si el inspector me preguntara, yo también podría explicarle el crimen del metro. Una mañana, el asesino metió en su cartera un cuchillo de carnicero sin estrenar porque esperaba matar a alguien. Todavía no sabía a quién. Al besar a su mujer antes de irse, el peso extra en la cartera lo animó. Caminó con paso ligero hasta la estación de metro. No era la primera vez que salía de casa con un cuchillo. En realidad, era la sexta o la séptima. Quería matar para que su nombre significara algo para siempre, para que Dios se fijara en él. Pero no era un hombre que pudiera matar de una manera indiscriminada. Aquellos otros días en los que no había encontrado a nadie a quien matar, había trabajado normalmente en la oficina; estaba empleado en una empresa de seguros. Había ido a comer al restaurante de siempre, y por la noche había vuelto a casa en el mismo tren de siempre, como si llevar en la cartera un cuchillo de carnicero envuelto en un trozo de satén negro fuera lo más normal del mundo. El satén negro lo había encontrado en el armario de su mujer. Ella lo había comprado hacía ocho años para hacerse un traje de noche, pero desde que había tenido a los dos niños no había vuelto a coser para ella. El día que vio al viejo borracho en el andén, su corazón dio un salto de alegría. Allí estaba su víctima, se dijo. Se arrodilló en el andén para comprobar si venía algún tren. No, no venía ninguno. Esa era una señal enviada por Dios. Así que se lanzó y atravesó las vías. Después de matar al viejo, sintió una agradable debilidad. Mientras volvía a subir a su andén, se dijo que tomaría un taxi para volver a casa.
Y eso es lo que hizo.
En la Unidad de Interrogatorios, situada en la novena planta, el sargento Pasqua se acercó al lavabo y abrió una lata de cerveza. Naisi estaba sentado en un banco arrimado a la pared, esposado con los brazos a la espalda. Palpaba con la lengua los cuajarones de sangre, como frambuesas sangrantes. Pero no se atrevía a escupirlos. Si escupía, volverían a golpearlo.
¡Habla, hijo puta!
¿Qué quieren que diga?
Tú sabes el qué, cabrón.
¡Qué partidazo el del domingo, sargento!
Empieza a hablar.
¿El qué?
¿Quién es tu proveedor?
Uno de los mejores encuentros de la temporada.
¿Quién te pasa la información?
Hoo.
No seas descarado, hijo puta.
Hoo paga también, y Hoo hace los contactos.
¿Cómo se llama?
Ya se lo he dicho, sargento, Hoo. Es chino.
¿Sabes algo más?, dijo el sargento tirando la lata de cerveza. Naisi sabía que contestara lo oue contestara no iban a oírlo.
Pero no pudo impedir que una de las frambuesas empezara a resbalarle por la comisura de la boca.
Empieza a hablar.
Cuando un hombre está esposado se convierte en un pájaro que no puede volar. Incapacitado, lo único que puede hacer es escabullirse, como un ratón. Pegar a un prisionero esposado produce nuevas palabras, nuevas exclamaciones.
¡Blu!
¿Quién te lo pasa?
¡Blu!
Te voy a destrozar.
Yo solo.
Toma, cabrón. Mierda. Mierda. Mierda es lo que te mereces.
Pasqua tiró a Naisi al suelo y lo arrastró hasta los lavabos. He conocido a todo tipo de hombres violentos. No hay violencia, por terrible que sea, que yo no haya visto. Y, sin embargo, por lo general estaban tan desvalidos como sus víctimas. El sargento Pasqua era diferente. Su violencia era una costumbre, como la de los perros cuando se rascan detrás de las orejas.
Mierda. Mierda es lo que vas a comer. Empieza a hablar.
¡Ble!
¿Quién te lo pasa?
Per.
Pero, ¿qué?
Per.
¿Dirección?
Ble.
Pasqua le asestó una patada en el estómago al detenido.
Empieza a hablar.
Morio.
¿Dirección?
Cerro de las Tortugas, veintiuno-veinticinco.
¿Es Morio un nombre?
Así se hace llamar.
¿Dónde os encontráis?
En el Acuario, junto a las tortugas.
Vale. Si estás mintiendo, la próxima vez que te traigan te machaco los huevos, ¿entendido? Te los hago papilla; se acabaron las tonterías:
*
Héctor subió en ascensor a la novena planta. Se había puesto zapatos y gafas oscuras. Los zapatos porque pensaba irse directamente a casa sin volver a pasar por el despacho, y las gafas porque siempre las llevaba cuando iba a la sala de interrogatorios. Impedían toda súplica.
El inspector abrió la puerta y vio a un hombre fumando un cigarrillo; llevaba unas botas de cuero con hebillas doradas. Le habían quitado las esposas. Tenía sangre en la cara, pero no había signos de que hubiera perdido el conocimiento. El inspector se consideraba un experto en la lectura de estos signos, que a menudo empiezan en las comisuras de la boca o en la postura de las manos.
¿De dónde viene?, le preguntó al detenido.
De Colombia probablemente, respondió
Naisi.
Todo viene de Colombia, ¿eh?
Eso es, señor inspector.
¿Quién lo tocó antes que tú?
Uno de sus hombres, aquí en comisaría.
En ese momento, el sargento Pasqua dijo tres palabras, pronunciadas con tal decisión que parecían llevar cada una todo el peso de sus cien kilos.
Ha desembuchado, señor.
Conque ha desembuchado, ¿eh? Como una palomita, dice usted que ha desembuchado, sargento.
Como una cotorra, dijo Naisi, no una paloma.
¿Qué le ha sacado, sargento?
El nombre de un tal Morio.
¿Morio? ¿Morio? ¿En dónde opera?
En el Cerro de las Tortugas.
Muy bien, sargento. Creo que debo interesarme por que le cambien el turno.
Trabajo rutinario, señor.
Muy bien, sargento.
Gracias, señor.
Tal vez ha pasado demasiado tiempo aquí arriba. Unos meses al nivel del suelo le vendrán bien, Pasqua. ¿Ha intentado alguna vez seguir una pista en el Cerro de Ias Tortugas?
Nunca, señor. El Cerro de las Tortugas es reciente, inspector.
Allí no se encuentra nada, ni a nadie. Es peor que en el de las Ratas. Es peor que en Tepito. Allí tienen ametralladoras. No le ha regalado ninguna información.
No volverá a hacerlo. Déme media hora.
Como una cotorra, señor inspector. Le digo que he desembuchado como una cotorra, interrumpió Naisi.
¿Se lo habían colocado?, preguntó Héctor.
Ha pasado un montón por sus manos, fíese de mi olfato, inspector.
¿Se lo colocaron?
Digamos que lo encontraron unos minutos después de cachearme, señor inspector, dijo Naisi.
Suéltelo.
Déme...
Ya se lo he dicho, sargento. Suéltelo.
*
Cuando el inspector pasó por recepción, los dos oficiales de guardia le dieron las buenas noches. Uno de ellos murmuró por lo bajini: ¡Esto es un asilo! Luego los dos continuaron con la lectura del cómic que tenían escondido debajo del mostrador.
En la historieta que estaban leyendo, un chófer conducía una gran limusina. En la parte posterior del coche estaban David y George y una mujer llamada Antoinette. Estaba abierta de piernas. An-toinette, estás todavía llena de semen, dijo David. Pues claro, respondió ella, ¡os habéis corrido por todas partes! ¡Ah!, Antoinette, suspiró George. ¿Por qué no empezamos otra vez?, sugirió ella. Nos has dejado a los dos fuera de combate, respondió David. Entonces tendré que descubrir de qué está hecho el chófer, dijo la insaciable Antoinette. Se inclinó hacia adelante y empezó a andarle en la oreja con la lengua... Los dos policías pasaron la página y siguieron leyendo imaginándose ambos que eran el chófer.
Cuando se fue del pueblo, a los catorce años, Héctor lloraba. Le vi secarse las lágrimas con la manga a la puerta del Lira Republicana. Luego bajó corriendo las escaleras para subirse al autobús y les gritó a sus amigos: ¡Vais a tener que encerrar a vuestras chicas cuando vuelva!
Sólo volvió dos veces.
Los campesinos hacen buenos policías, pues tienen la entereza, la obstinación y la fuerza necesarias. Pero el poder no es lo mismo que la tierra, y, como policías, pocas veces llegan a ser sabios. Tras unos años en la ciudad, Héctor se casó con Susanna, la hija de un militar caído en desgracia. Tenía el pelo castaño, un cutis delicado y lechoso y un perfil parecido a los que ponen en las monedas. La primera vez que Héctor la vio llevaba unas sandalias doradas. Lo que atrajo a Susanna fue la seguridad en sí mismo de Héctor. Era atrevido y capaz. No era un hombre lleno de dudas como su padre. Incluso pensaba que su chulería era una especie de espuma que rebosaba de sus muchas capacidades. Les decía a sus amigas que no había nada que Héctor no pudiera hacer, y lo apodó Carnero, el bélier. Con su ayuda llegaría a ser comisario. Y un día, soñaba ella, se la llevaría muy lejos de la inmensa Troy, a otra ciudad más noble, como Te-nochtitlan, en donde nadie tenía que manipular nada, salvo cálices y bálsamos y flores, flores...
*
Vuelves más tarde que nunca, le dijo ella.
Los policías no somos bibliotecarios.
Eso es nuevo. Normalmente dices que los policías no sois conductores de tren.
Lo mismo da.
Y dentro de unos meses, Héctor, ya no serás policía.
Tú lo has dicho, querida. Ya no seré policía.
Esta tarde ha hecho un calor sofocante. Me sentía tan débil que no he ido a clase de gimnasia.
¿Por qué no has encendido el ventilador?
¡Ventilador! Todos nuestros amigos tienen aire acondicionado; hace años que lo tienen. Pero nosotros no, pobrecitos, porque Héctor no pasó de
inspector; se le acabaron todos los recursos. Se agotó. No daba para más, ¿no es verdad?
Diría que has estado bebiendo otra vez, Susanna.
Te aseguro que no...
Las pruebas sugieren...
Las pruebas sugieren... Ya no estás en la comisaría. Has vuelto a casa. Y la única persona de este mundo a la que no puedes interrogar, Héctor, soy yo. Y no me puedes interrogar porque soy tu fracaso.
Ponme un café.
Primero sácate la pistola.
Con hielo.
Y las gafas de sol. Fue un error que dejaras de beber, Héctor; ahora nunca estás relajado.
Sabes por qué lo dejé.
¡Para darme ejemplo! Pero entonces nos reíamos. Hace por lo menos dos años que no te he visto reír.
No oigo muchos chistes últimamente, Susanna.
Yo te contaré uno.
Luego.
¡Pues claro! ¡Al señor le gustan los chistes a la carta! Puestos en una bandeja y acompañados de unas almendritas. ¿Cómo quiere su chiste, señor?-¿Crudo, medio o muy hecho?
Susanna, hoy he tenido un día terrible y me gustaría comer cuanto antes. A ti también te iría bien comer algo.
El inspector quiere cenar lo que su esposa se ha pasado cocinando toda la tarde. Pues bien, su
esposa ha preparado hoy un menú muy especial. ¡Un chiste con salsa de chalotas!
¡Calla ya!
Sí, sí, salsa de chalotas.
No bebas más, Susanna.
Salió al jardín y caminó por el césped. En la casa de al lado vivía una pareja de dentistas. Enseguida harían el dinero suficiente para cambiarse a otra casa más grande. ¿Cómo voy a terminar mis días aquí?, se preguntó por enésima vez. Y por enésima vez oyó una voz de niño que decía: Preferiría morirme.
La última vez que había intentado persuadir a Susanna de que cuando él se jubilara estaría bien que se hicieran una casa en el pueblo, en la tierra que había heredado de su tía encima del Lira Republicana, Susanna había vaciado la copa, y rodeándole el cuello con sus brazos de cisne le había dicho: Debes de haber perdido la razón, querido. ¡Ya te he dicho cien veces que no quiero terminar mis días viviendo con el asno-de-la-pata-rota! ¿No es así cómo se llama ese bled, ese pueblucho?
Luego se acercó a los dos macizos de azaleas, que estaban en flor. Se le ocurrió que los nombres vulgares de las mariposas diurnas y nocturnas se parecían a los alias de los delincuentes y sus compañeros de banda: el Fiancé, Roberto el Demonio, Gran Tortuga, Morio, Matinée, Ojos Azules.
Desde donde estaba, entre Ias azaleas —y con la cabeza llena de nombres—, distinguía el mar, que él tanto deseaba cruzar, y las luces del muelle.
Carnero, lo llamó ella, ven que te cuente un chiste...