CIELO

Sugus se despertó temprano. El cuarto de estar olía todas las mañanas a ropa planchada. Vio los dos montones de manteles y servilletas sobre la mesa. Eran verde claro y procedían de un restaurante de la zona elegante de Cachan, Las Vegas. Al desdoblarlos, los manteles tenían en el centro la silueta de una bailarina de puntillas estampada en color vino tinto. Desde la muerte de Rama, su madre había empezado a planchar para fuera.

Soplaba viento del suroeste, y la lluvia golpeaba los cristales de la ventana en el piso catorce. Las paredes de la habitación estaban todavía cubiertas con chales para tapar las manchas de humedad. Se veía una raya de luz por debajo de la puerta del dormitorio. Wislawa se ponía la bata, que desde la muerte de su marido le iba demasiado grande.

Para los hombres es diferente; no tienen la misma costumbre de seguir que tienen las mujeres. Los hombres, claro está, también lloran la muerte de sus seres queridos. Marcel, el que secuestró a los inspectores de hacienda, después de la muerte de Nicole ponía flores todas las noches en la mesilla del lado vacío de su cama de matrimonio. Los hombres se sienten abandonados, dejados atrás. Más que llorar, las mujeres se lamentan, y se lamentan por lo que les ha sucedido a sus muertos. Por eso los siguen a través de las tinieblas eternas.

Cada mañana, cuando entraba en la cocina, Wislawa tenía el aspecto de una viuda que ha estado viajando toda la noche.

Aquí tienes una muda limpia, dijo.

Está lloviendo, observó Sugus.

Tiene que llover de vez en cuando.

Ayer también llovía.

Haré el café. Levántate. No se te olvide llevarte hoy el impermeable.

No puedo trabajar con él puesto. ¿Se han secado los zapatos?

Ponte las botas de goma.

Se llenan de agua.

Entonces vacíalas de cuando en cuando.

¡De cuando en cuando! ¡De cuando en cuando! No tienes ni idea de cómo es en la obra. Nunca has trabajado en una, así que no lo sabes.

Tu padre sí trabajó en una.

No.

Clement hizo de todo en este mundo.

A mí me dijo que se había pasado cuarenta años abriendo ostras y que eso era lo único que había hecho.

Al menos tu padre no estará tan preocupado; ahora te estás ganando la vida.

¿Es que no tiene nada mejor en que pensar allí donde está?

Todavía no, todavía no; es demasiado pronto.

¿Vas a hacer el café o no?

No hasta que salgas de la cama.

¡Anda! ¡Por favor!

Si trabajas mucho, un día llegarás a encargado.

¡Venga ya, encargado! Ni loco. Si conocieras a Cato... Operador de grúa, sí. Pero necesitas no sé qué certificado.

Podrías ir a clase por la noche y sacarlo.

Por la noche, madre, tengo mejores cosas que hacer. ¿Vino ayer Zsuzsa?

¡Sal ya de la cama! No, no vino.

¿Qué tienes contra ella? Te trajo pescado, y estaba muy rico.

Cocina bien.

¿Entonces?

Nada. Levántate de una vez.

¡Pero si cocina bien!

¡Si Clement te viera ahora! ¡Vas a llegar tarde a trabajar!

*

La lluvia del final del verano caía a cántaros sobre los tejados de Troy: tejados de tejas, de hormigón, de pizarra, de uralita, de lona, de madera, de esquisto, de cartón, de cristal, de saco, de cemento, de poliéster. En algunos corría por brillantes canalones de metal galvanizado; se infiltraba en otros; y destruía no pocos. Yannis vivía en el tercer piso de un bloque de viviendas en el distrito de San Isidro, en la zona oeste de Cachan, en dirección a Swansea.

Esa misma mañana, la madre de Yannis salió del dormitorio vestida con una bata que Sonia, su nuera, le había prestado y que le quedaba demasiado apretada. En el pueblo, en la isla, se ponía un vestido, no una bata, en cuanto se levantaba de la cama. Tenía una cara tan curtida por el sol y el mar que casi parecía que hubiera sido ahumada, como el jamón o el pescado. Los ojos, sin embargo, pese a su edad, eran claros y azules. Hiciera lo que hiciera —ya fuera recoger su largo cabello blanco en un moño, verter el agua caliente en la cafetera, lavar la ropa o preparar una taruma—, mostraba tal seguridad al hacerlo que era imposible ayudarla o siquiera estar a su lado.

Al principio había estado feliz de conocer a sus nietas, y la visión de tantas cosas nuevas la había reducido al silencio. Luego, pasada una semana, había empezado a hacer algún comentario. Primero habló a su nuera a solas, después de que las niñas se fueran a la escuela. Pero cuando se percató de que su nuera sólo entendía unas cuantas palabras de griego —era armenia— y, es más, de que se hacía la sorda, empezó a mascullar para sí durante horas, y lo único que le importaba era aprovechar aquellos momentos en los que podía acaparar a su hijo y hablarle. Por eso se levantaba a las cinco y media de la mañana para hacerle el café antes de que se fuera a trabajar.

Tienes un buen trabajo Yannis, dijo, ganas mucho dinero y te lo mereces. Había cinco mujeres en Samos que habrían envuelto y colocado y desenvuelto sus ajuares todas las noches, tan deseosas estaban de casarse contigo, si tú les hubieras dado tu palabra, tú, que trabajas ahí subido, solo en el cielo, como un pescador celestial. Conque te casaste con una extranjera aquí en la ciudad, y tus hijas no hablan griego, y tu mujer todavía no te ha dado un hijo, y tú ganas mucho dinero; eso es lo que quiero decirte, porque no lo ahorras; los derrochas los buenos dineros que ganas en el cielo; todo se va en el primer capricho que se le mete en la cabeza. Esta mujer gasta como si no tuviera fe en el futuro; tiene una cabeza de chorlito. Mira el cuarto de baño, Yannis, no sabía que había tantas lociones diferentes para las mujeres.

Algunas son para mí, respondió su hijo.

Las sirenas no tenían más y engañaban a los hombres y los conducían a la muerte. Abre el armario del cuarto de las niñas, y es como... ¡es como si encendieras el televisor! Nada, nada de lo que hay allí puede durar; no hay nada en ese armario que pueda llegar a tus nietos; todo es basura. ¿Por qué hay cucarachas en tu casa? Te lo diré, hijo. Tienes cucarachas porque todo está manga por hombro; las cucarachas son una muestra de descuido.

Te lo repito todas Ias mañanas, madre, no estamos en Samos. Hay cucarachas en todo el edificio.

¡Esto es Babilonia!

Vivimos aquí. Te invité a que vinieras para que vieras cómo vivimos.

La casa te espera, Yannis, siempre estará esperándote.

Hemos salido adelante en la ciudad.

Todo el mundo se hace viejo, hijo mío. Y con la edad la vista empieza a fallar un poco. No necesito ver más de lo que veo para saber. Sé porque siento. Tú trabajas en el cielo como un dios, y estás perdido.

¡No comprendes nada!

¿Por qué me chillas?

Me tengo que ir.

Que tengas un buen día, hijo mío.

Yannis iba en su propio coche hasta la obra, en Park Avenue. Tenía un pequeño Renault. Las calles ya estaban llenas, los coches avanzaban sin apenas espacio entre un parachoques y el siguiente. Caía una lluvia torrencial, y a través del parabrisas las luces formaban una maraña de lana amarilla. Yannis, el operador de grúa, iba pensando en sus mujeres...

Sonia no tiene la culpa de ser un poquito ligera de cascos. Madre no tiene la culpa de no haber salido nunca de Samos. Pero, ¿por qué no me dejan en paz? Conducía con menos cuidado que de costumbre. De repente tuvo que dar un frenazo para no atropellar a una mujer que cruzaba la calle empujando una especie de inmenso cochecito de niño en el que iba una figura adulta. Tras un mes con cuatro mujeres en la casa, le gustaría tener un hijo...; lo llamaría Alejandro.

Bajo el hule del gigantesco cochecito que empujaba la mujer iba acurrucado un hombre; tenía las manos en el regazo y la cabeza un poco ladeada. La mujer se detuvo al llegar a la acera y ajustó el sombrero en la cabeza del hombre, de forma que lo resguardara mejor de la lluvia. No debes enfriarte, dijo, cuando coges un catarro, me preocupo horriblemente. Te conozco, en cuanto te acatarras, dejas de comer, te niegas a comer, y entonces se te atasca el vientre. Te voy a meter los pies bajo el hule, esas botas no son buenas para el agua y se te van a empapar. Ya no tendremos que volver a cruzar hasta que lleguemos a Park Avenue, cariño. ¿A que te gusta pasar por allí? Te gusta ver esas grúas tan grandes.

*

En la obra, todos los hombres se habían refugiado de la lluvia en la caseta. Cuando llegó Yannis, el hombre de la diosa estaba contando un chiste. Sugus leía un artículo en el periódico sobre unos delfines amaestrados para proteger submarinos nucleares.

Cato abrió la puerta de golpe y se quedó mirando a los hombres apoyados en las paredes.

¿A qué estáis esperando, pandilla de holgazanes?

Murat dio un paso adelante e hizo una pequeña reverencia, como si estuviera a punto de recibir un premio.

Con su permiso, señor Cato. Yo creo que sería mejor esperar hasta que llueva un poco menos.

¡Eso es lo que crees! Jesús!

Con este tiempo, señor Cato, corre peligro la seguridad de los hombres.

Hablas como un jodido leguleyo. Sabes decir palabras rimbombantes con tu boca de extranjero. Ándate con cuidado o te pongo en la lista negra. No encontrarás trabajo en ningún sitio. ¿Entendido? ¡Fuera! ¡Todo el mundo fuera!

No se movió nadie.

Eso de ahí fuera es una ciénaga, señor Cato.

Como si estuviera lleno de mierda, me da igual. Llevamos ocho días de retraso.

Los hombres no pararán de resbalarse. Además de poner en peligro su salud al trabajar todo el día empapados.

¡Peligro para la salud! ¡Mis cojones! Esto no es una guardería. Todo el que necesite una gorra que se acerque a buscarla al almacén. Quiero ver vertido el hormigón en los seis encofrados colocados ayer. ¿Entendido? Ahora, ¡fuera!

Los hombres siguieron sin moverse. Cato se acercó a Murat con los puños levantados.

Tira la navaja, dijo Cato entre dientes.

No pienso moverme, respondió el turco.

Entonces estás despedido. ¡Fuera, los demás! ¿Estáis sordos o qué? ¡He dicho que salgáis! ¿Queréis que os despida a todos? Pero, ¿qué coño os pasa?

Los veinte hombres de manos grandes e hinchadas se negaron a salir de la caseta de madera. Su aliento y la humedad de las ropas en un espacio tan pequeño hacían que el aire estuviera muy cargado. Ninguno habló. Las tablas del suelo crujían bajo sus pesadas botas. Llenaban la pequeña caseta de la misma forma que un solo elefante ocupa un vagón de tren. Finalmente, el hombre de la diosa en el casco dijo: O vuelves a admitir a Murat o no trabajamos ninguno hoy.

Cato se volvió a mirar por la ventana. Se agarró el cinturón con las manos. El elefante traspasó su peso de una pata a otra. Por fin, Cato habló:

Mirad, ya llueve menos. Salid todos, Murat incluido. Ya hemos charlado un rato, ¡ahora a trabajar!

Era cierto que llovía con menos fuerza. Tres trabajadores avanzaron hacia la puerta. Los otros los siguieron. Algunos de los hombres se ataron sacos de plástico en la cabeza. Murat fue el último en salir.

*

Ya habían llenado la primera cubeta. Murat hizo la señal con los brazos, y Yannis empezó a alzarla un poco torpemente. La carga oscilaba de tal forma que el cemento gris se desbordaba a un lado y otro y caía mezclado con la llovizna en el suelo embarrado.

Soplaba un viento racheado. Arriba, en la cabina, Yannis observó el indicador para ver si las ráfagas sobrepasaban los cincuenta kilómetros por hora reglamentarios para detener la grúa. Todavía no. El ritmo de las rasquetas, que se movían incesantemente hacia adelante y hacia atrás limpiando el agua de las ventanas de la cabina, le recordó otro de hacía mucho tiempo: el de los remos de la barca de su padre. No debía de tener más de seis años, pues su padre se ahogó cuando él tenía siete. Otra ráfaga golpeó la grúa, como una ola.

Abajo, al nivel del suelo, las ráfagas de viento adherían la ropa húmeda al cuerpo de los hombres, y los que podían metían la cabeza entre los hombros para protegerse la cara de la lluvia. Sugus estaba transportando arena hacia las cucharas de la hormigonera. La arena pesaba el doble de lo normal. Con los pies mojados, el agua escurriéndole por el cuello y el hombro derecho entumecido por el peso de la pala, pensaba en Zsuzsa. Pensaba —como siempre lo han hecho los hombres en condiciones adversas— en su dulzura y su calor, en cómo era lo opuesto a palear arena húmeda azotado por el viento y la lluvia.

La primera vez que la había visto sin una prenda de ropa encima, la primera vez que había visto su mechón escondido, más oscuro de lo que había imaginado en ningún sueño, pensó que era el hombre más afortunado de la tierra. Estaba de pie ante él y hacía que todo lo demás hasta el final se desvaneciera en la nada.

¡Toooro!, gritó Murat según bajaba la cubeta.

La tolva vomitó el hormigón líquido. Murat cambió el interruptor, y el alimentador se detuvo, el tambor comenzó a girar en sentido opuesto y las lengüetas quedaron colgando. Apoyado en la pala, Sugus observaba.

Fue entonces cuando Murat se dio cuenta de que una de las cadenas de arrastre parecía fuera de su sitio. Dudó. Acababan de cargar dos toneladas de hormigón. Si dos toneladas de hormigón cayeran desde el cielo mientras eran alzadas por la grúa... Desde donde estaba, a nivel del suelo, no veía bien los anillos por los que pasaban las cadenas. Buscó un punto de apoyo y se subió a pulso a la cubeta para ver de más cerca.

Una nueva ráfaga de lluvia golpeó la grúa, reduciendo seriamente la visibilidad. El aire parecía un mar. Yannis creyó que Murat había agitado su casco en el aire. Pulsó el botón negro adecuado.

La cubeta inició su ascensión al cielo con Murat colgando de ella.

¡No!, gritó. ¡Para! ¡Para! El viento se llevó sus palabras. Sólo Sugus las oyó y vio lo que estaba pasando.

¡Suéltate! ¡Suéltate!, gritó.

Murat hubiera podido saltar fácilmente durante esos primeros segundos, pero hay situaciones en las que el deseo de sobrevivir da órdenes aberrantes y entonces te quedas paralizado. Una vez vi un perro en un río cuando estaba empezando el deshielo. El perro se encontraba sobre un trozo de hielo que se había desprendido y lo llevaba corriente abajo. El animal no podía decidir si saltar o quedarse quieto. Sus patas delanteras querían hacer una cosa, y las traseras, la otra. Del mismo modo, las manos de Murat se negaron a soltarse cuando la cubeta se alzó en el aire por encima de la hormigonera.

Desesperado, Sugus empezó a amontonar el barro de forma que estuviera directamente debajo de la cubeta. Allí se hincó de rodillas y levantó la vista hacia el gran caldero, que ya se había elevado sus buenos cuatro metros del suelo y estaba a punto de desaparecer en el cielo. Murat estaba colgado de los brazos con las piernas bailando en el vacío. ¡Salta, Murat! ¡Salta!, rezaba, imploraba, Sugus. Estas palabras llegaron a los oídos de Murat. Las oyó y, milagrosamente, esta vez sus manos obedecieron. Se soltaron, y Murat cayó al suelo desde una altura de cinco metros, justo al lado de Sugus.

¡Murat!

El turco cayó boca abajo. Durante un momento que pareció un año no se movió. Por fin volvió la cabeza.

No te preocupes, Mocoso, dijo. Creo que me he roto una pierna. Mejor no me muevo.

La lluvia y el viento se habían calmado, y apareció el primer breve rayo de sol del día. Pero los dos hombres estaban temblando.

Desde su cabina, Yannis se dio cuenta de que abajo estaba sucediendo algo raro. ¿Por qué estaba el turco caído de bruces en el barro? ¿Que estaba haciendo de rodillas a su lado el joven que quería ser operador de grúa? Siguió subiendo la carga y giró el pescante hacia el oeste. Cato corría hacia la hormigonera agitando los brazos. El joven se había puesto en pie y caminaba hacia él. Cuando llegaron el uno frente al otro, los dos se pararon en seco. Entonces, el joven abofeteó al encargado, y éste, cogido por sorpresa, dio un paso atrás, resbaló y cayó al suelo. El joven volvió a donde estaba el turco, que no se había movido y seguía desplomado sobre el barro amarillo. Fue entonces cuando Yannis se convenció de que había habido un accidente.

Tenía que descargar la cubeta o de lo contrario el hormigón fraguaría. Cuando lo hubo hecho, paró la grúa y salió de la cabina. Un arco iris se elevaba sobre el este de la ciudad. Empezó a bajar los peldaños mucho más despacio que de costumbre. Según descendía, su silueta recortada contra el cielo mostraba a un hombre cargado con el peso de la duda.

Sugus no decidió realmente qué dirección tomar: dejó que le llevaran los pies. La lluvia había dado paso a un ligero sirimiri. Cuando los taxis se paraban ante el hotel Metropole, los porteros ya no salían enarbolando los grandes paraguas colorados. Sobre la obra volvían a funcionar las dos grúas, y sus brazos giraban en el cielo. Cato había despedido a Sugus en ese mismo instante. A Murat se lo habían llevado en una camilla.

Sugus caminó a paso ligero por Park Avenue, hacia Carouge. Era una zona llena de bancos. Los bancos se agrupan, desalentando a cualquier otro edificio en el que el dinero pueda cambiarse por placer. En los bancos no se escondía nada, salvo el dinero; todos los poros de estos edificios estaban vigilados, todas sus superficies pulidas, como si hubieran sido afeitadas para una operación. Por eso robar en ellos era un reto casi tan grande como llegar a la luna, y los héroes populares de la ciudad eran hombres como Néstor o Margarlon o Diome-des, unos ladrones cuyos botines se habían hecho legendarios. Al pasar ante los bancos lunares, Sugus se llevó la mano al cuchillo con mango de asta que tenía prendido en el cinturón.

Diez minutos después llegó a Gentilly, el barrio de los comerciantes de ropa; había allí muchas tiendas, almacenes al por mayor y talleres. A todas las horas del día, sus estrechas calles eran un constante ir y venir de compradores, vendedores, mensajeros, representantes comerciales, botones. Los mozos de cuerda acarreaban montones de ropa atados con cordel, y los montones eran más altos que ellos. La ropa había sido confeccionada por mujeres que cosían en sus casas para las empresas textiles. Todos los que caminaban junto a Sugus o venían de frente estaban haciendo algún recado, urgente para alguien en algún lugar.

Se habían disipado las últimas nubes. Los edificios de las colinas más apartadas parecían más blancos con la luz del sol. Los pescaderos rociaban su mercancía con hielo picado, y Sugus, abriéndose paso entre los transeúntes que llenaban la acera, recordó algo que su padre le había contado una vez acerca de un vaquero en el alpage. Todo lo que recordaba era que el hombre decía algo, y el aire estaba tan calmo, el hombre tan solo, que la montaña repetía sus palabras.

Como si el sonido viniera de la montaña, cantó un gallo. Sugus se detuvo y miró a su alrededor. Una vieja, desdentada y con una nariz parecida al pico de un ave, estaba sentada en un cajón delante de una puerta. Tenía entre las piernas una cesta con varios pollos blancos. Al darse cuenta que había hecho detenerse al joven cubierto de cemento, la vieja volvió a cacarear y le hizo una seña para que se acercara.

¡Pollos bien cebados!, anunció, ¡a tres mil novecientos la pieza!

¡A ese precio...! Y Sugus soltó una risita de regateador nato.

Acércate y te contaré un cuento.

Sugus se aproximó.

Le sucedió a mi vecina. Ella y yo vivimos más allá de los depósitos de petróleo, donde empieza el campo. Está casada mi vecina, y a su marido le gusta empinar el codo. Un sábado por la noche se llevó a sus amigotes a casa, y empezaron a beber en la cocina, a beber y a cantar. La mujer dice que se va a la cama. Un poco después, el marido se quedó dormido en la silla. ¿Me estás escuchando, chico? No veo bien. Escucha. Entonces a uno de los amigotes del marido se le ocurrió una idea: Vamos a gastarle una broma, dijo. Estamos en Pascua, seguro que tienen por ahí un pollo, mira en el frigorífico. Y encontraron uno. Córtale la cabeza y dame el cuello, dijo el más bromista. Vale. ¡Ahora le abrimos la bragueta y le dejamos el cuello del pollo colgando, como si fuera...! Esto es lo que hicieron los hombres y luego se fueron a sus casas. A las cinco de la mañana o así, la mujer se despierta en su gran cama; todo está en silencio, y su marido no está a su lado. Así que se levanta.

Abre la puerta de la cocina, ¿y qué es lo que ve? ¿Sabes lo que vio? ¡Vio al gato comiéndole la colita a su hombre...!

Te lo dejo por 2.500, joven, ya que tanto te has reído con mi historia.

Sugus siguió andando por Shepherd’s Bush Road; llevaba el pollo vivo agarrado por las patas, cabeza abajo. Fue el pollo el que le dio la idea de adonde ir.

Pasó por delante de una mujer que empujaba un cochecito de niño con un adulto encima. Se los quedó mirando. La mujer se inclinó a hablar con el hombre sentado en el cochecito.

¿Tienes calor, cariño? No quiero que sudes; te pone de muy mal humor. ¿Te molesta el sol en los ojos? Tenemos que llegar hasta Lions para recoger las partituras, porque si no, no tendré suficientes. Sé bueno y dobla la rodilla, así podré subirte la pernera del pantalón. Nos queda todavía mucha música por escribir...

Los caminos que subían hacia el Cerro de las Ratas estaban embarrados, Sugus resbaló varias veces. Una vez se cayó sobre el pollo, que lanzó un agudo cacareo esperando que todos los gallos del mundo vinieran en su ayuda. No había nadie fuera de la Casa Azul. Dentro, sentado en una silla junto a la ventana, Naisi limpiaba con un paño la ametralladora que reposaba en sus rodillas.

¿Qué has hecho, cuñado?

Pegué al jefe.

No deberías haberlo hecho, dijo.

Ya me ha sucedido otras veces. No pude evitarlo.

Nunca pegues al jefe, a no ser que vayas a matarlo. El siempre golpeará más fuerte. Y además es algo demasiado íntimo.

Lo tiré al suelo.

Y te han echado, ¿no? El se levanta del suelo, y tú te vas a la mierda. Sabes leer, supongo.

Sugus afirmó con la cabeza.

Zsuzsa no sabe.

¿Y tú sabes?, preguntó Sugus.

¿Yo? Yo soy el primer miembro de la familia que ha aprendido a leer. Me tuvieron cuatro años en su zaoüía. Me enseñaron a leer y me hablaron de Dios. Con Dios no se juega. Eso es lo que aprendí sobre El... en pocas palabras. Fue en esa zaouía donde puse mis manos por primera vez sobre un piano. Estaba en un sótano donde hacían el yogur, y el cocinero, que era negro, me enseñó las notas. Le gustaba tocar una pieza suya que se titulaba «Te cuelgan las pelotas». Hasta hoy, no puedo tocarla sin oler a ropa húmeda y leche hervida. Luego me preñaron.

Estás de broma.

Me pillaron con marihuana india.

Naisi esbozó una sonrisa tan enigmática como la de Buda. Resultaba difícil saber si mostraba pena, ironía o determinación ante las malas noticias.

Esto es lo que quería mostrarte.

Naisi le pasó un periódico doblado; Sugus leyó el pequeño titular: EL CERRO DE LAS TORTUGAS DESAFÍA A LA INTERPOL. PERDIDA LA PISTA DE LA RED, DICE EL DEPARTAMENTO DE IDENTIFICACIÓN POLICIAL. 

Pase lo que pase, cuñado, no te olvides de que Zsuzsa no sabe leer.

¿Qué quieres decir?

Dale siempre una segunda oportunidad.

Naisi se puso en pie, abrió el armario de su madre y colocó con cuidado la ametralladora en el estante superior, detrás de los zapatos.

Lo que cuenta para ellos no cuenta para nosotros, cuñado. No lo olvides nunca, y así no te harán daño.

Giró en redondo y volvió la cara hacia Sugus. Una máscara dorada le cubría el rostro. La máscara tenía una expresión triste, como si no hubiera otro color en el mundo más agotado, más fatigado que el oro. Detrás de las rendijas de los ojos, Sugus vio la misma mirada azul, perdida.

Me la pongo algunas noches, cuando toco en el Alhambra, explicó Naisi sin quitarse la máscara.

Se dejó caer en una silla. En la morgue tienen el mismo aspecto que nosotros, dijo Naisi, tienen los mismos grupos sanguíneos que nosotros. Pero ellos y nosotros no tenemos nada en común.

Lo mismo'decía mi padre.

¿Sí?

Decía que estaban los campesinos y estaban aquellos que vivían de los campesinos.

¡Campesinos! Yo hablo del siglo XXI, de hoy y de mañana.

Sugus todavía tenía el pollo en la mano.

Nacemos fuera de la ley y hagamos lo que hagamos vamos contra ella, dijo Naisi. Ellos nacen del lado de la ley y hagan lo que hagan siempre están protegidos. Si tienes que golpear sin matar, golpea a quienes te quieren, no a ellos. Lo que cuenta para ellos no cuenta para nosotros. Mira, las manzanas, por ejemplo. Ellos se comen una manzana para estar sanos. Nosotros nos comemos una manzana porque alguno la ha robado. Y los coches. Ellos van en coche a sus citas. Nosotros nos subimos a un coche para huir. ¡Y qué me dices de construir una casa! Ellos construyen para invertir su dinero y dejárselo a sus hijos. Nosotros construimos para tener un techo. Joder! ¡Ellos joden para tener niños! Naisi se quitó la máscara y la tiró al suelo. ¡Yo jodo para morir! ¿Y tú?

Antes de volverse, Sugus supo que Zsuzsa estaba detrás de él.

Tu hombre acaba de darle un puñetazo al encargado, dijo Naisi.

¿Y qué demonios le llevó a hacerlo?

Lo golpeé sin pensarlo.

Dámelo, dijo Zsuzsa.

La chica cogió el pollo y le dio la vuelta, de forma que quedó sentado en su mano, contra el pecho.

Cuando han perdido toda esperanza los pollos se tranquilizan. Lo acarició.

Cato se lo merecía, dijo Sugus.

¡Ay, qué suavecito es!, murmuró Zsuzsa frotándose la barbilla en las plumas blancas de las alas.

Me han despedido, dijo Sugus. Para mi madre va a ser...

Ya lo sé.

Fue una tontería. Para mi madre...

No te preocupes, Flag. Te diré lo que vamos a hacer. Vamos a ir a la ciudad. Iremos a despedirnos de tu asquerosa obra. Y luego iremos a ver a tu madre. Espera cinco minutos.

Salió con el pollo bajo el brazo. Los dos hombres oyeron un débil cloquido, el último exhalado por la garganta del animal.

Todos lo vecinos le traen los pollos y las gallinas para que ella se los mate, dijo Naisi, lleva haciéndolo desde que tenía diez años. Nunca los asusta.

Debe de ser la forma en que los agarra.

Cuando éramos pequeños, no aquí, sino más allá de Swansea, antes de que limpiaran la zona con sus excavadoras, teníamos una cabra, y siempre era Zsuzsa la que la ordeñaba. Aprendió a ordeñar las cabras antes que a contar.

*

Voy a desaparecer, dijo Zsuzsa según bajaban hacia la ciudad.

Se colocó detrás de Sugus y apretó su cuerpo contra el del muchacho.

¡Anda!, le dijo.

Zsuzsa iba totalmente pegada a Sugus y movía las piernas al mismo tiempo que las de él. Cualquiera que avanzara hacia ellos hubiera visto la silueta de una sola figura.

¡Se ha ido!, susurró Zsuzsa.

Sugus ardía de deseo.

Ya soy vieja, y lo sé. Arder es la palabra. Sentía que la colita le iba a reventar en un chorro de sangre, si no la refrescaba. Le hervía la sangre en el cuerpo. Esto le sucedía por dentro. Por fuera era todavía peor. A su edad, el tiempo es muy largo, y esa extensión engendra una impaciencia terrible. Tenía la sensación de que el tiempo se lo tragaría si no la poseía entonces.

¿Adonde podemos ir?

Sigue caminando, grandullón, ¡ella se ha ido!

El deseo de Zsuzsa era diferente. Nada la amenazaba con tragársela. No tenía que cruzar ningún espacio al descubierto para llegar a donde quería estar con Sugus. No tenía que salir del bosque. El bosque era su propia naturaleza. Lo recorría, se tumbaba en él, miraba el cielo desde abajo. Conocía las llamadas de muchos de sus animales, pero no todas. Y creía que Sugus estaba en el bosque. Lo único que tenía que hacer era encontrar donde se escondía. Nunca estaba en el mismo sitio. Y nunca estaba muy lejos. Lo que más deseaba era descubrirlo y cubrirlo y volverlo a descubrir. La mayoría de los frutos silvestres están ocultos bajo las hojas, algunos están protegidos con espinas. Lo que deseaba era encontrar en su bosque, pegado al suelo, el racimo de Sugus. Como no tenía que salir del bosque, no importaba cuánto tiempo le llevara.

Habían llegado a Carouge, por donde Sugus había pasado aquella misma mañana. Oscurecía. Un aeroplano, con las luces de las alas parpadeando, cruzaba el cielo.

Te diré lo que he visto hoy, Flag, ¡y no te lo vas a creer! Era negro, no levantaba un palmo del suelo y parecía una maquinilla de afeitar eléctrica. Por dentro era de cuero rojo. El volante, de piel de serpiente blanca. Tenía un plato para discos compactos y un sistema especial de sonido. Fácil de abrir; lo miré bien: sólo quitar cuatro tornillos y cortar una chapa.

¿Un Cormorán?

No; el capó no era lo bastante largo. Pero escucha...

Te estoy escuchando.

Pues estaba ahí, aparcado en la calle. Detrás de la estación de Budapest. Hacia Sankt Pauli. Y va y aparece el señor Director. No tiene buena dentadura, no creas. Tiene los dientes del color de la grasa de cordero. Lleva un mando a distancia en el bolsillo. Le da a un botón y se enciende una lucecita en cada puerta del coche. Vuelve a darle, y las cuatro puertas se abren un poquito. Todavía no se ha movido de la puerta del edificio. ¡Zap!, se cierran las puertas. ¡Zap!, arranca el motor. Zap. Da marcha atrás y listo para largarse. ¡Bip, bip! El señor Director se monta en el coche y se aleja. Un día, Flag, vamos a tener un coche como ése.

¿Conseguiste la matrícula?

No. ¡Pero tengo el mando!

Lanzó al aire algo que parecía una pequeña calculadora de bolsillo y lo recogió con ambas manos.

¡Déjame verlo!

Ahora no, Flag, y se echó a reír.

Ya sé a donde vamos a ir, dijo Sugus.

Estaban en la acera delante de una valla de madera bastante alta que ocultaba el solar en construcción del Mond Bank. La condujo por Park Avenue siguiendo la valla y luego doblaron la esquina.

Un día te voy a comprar un coche con mando a distancia, dijo ella.

Llegaron ante una puertecita practicada en la valla; estaba cerrada. Un poco más adelante, Sugus apartó un tablón. Luego otro.

Salíamos por aquí todos los días para ir a comprar cervezas a la máquina de bebidas de la estación de metro.

Cuando estuvieron dentro, volvió a poner los tablones en su sitio, contra la valla.

De noche, a medio terminar, el edificio se parecía a la ruina romana que salía en la enciclopedia que teníamos en la escuela. Los mismos agujeros negros en donde deberían estar las puertas y las ventanas, la misma silueta quebrada, la misma escala, como si fuera el juguete de un gigante para el cual el cielo no fuera más grande que una almohada.

¡Vamos a subir ahí arriba!

¿Arriba dónde, Flag?

A esa grúa.

¿Cuál?

La padre.

¿Padre?

La alta.

Es muy alta, Flag.

Hay una escalera.

No la veo.

Y hay una cabina.

Estará cerrada, Flag.

En el pueblo nunca cerramos. Venga, rápido. Antes de que nos vean. La tomó de la mano y la condujo al pie de la grúa.

Hay trescientos ocho escalones, dijo, puedes contarlos si quieres. No mires arriba ni abajo. Sólo cuéntalos.

Ve tú delante, dijo ella, yo te sigo.

Bajo ellos se extendía una miríada de luces. Por cada luz, había al menos diez personas, cada una de ellas con un nombre. Todas esas personas estaban subiendo escaleras, cruzando calles, durmiendo, trabajando, hablando, acariciándose, sufriendo, muriendo, comiendo, bebiendo hasta caerse muertos, tocando música, vomitando, planeando, hundiéndose, sobreviviendo. Su número se multiplicaba cada semana. Y el peso de las muertes que se daban en Troy nunca eliminó la liviandad de los nacimientos.

Ya hemos llegado, dijo Sugus, mira abajo.

No me rompas los dedos, respondió Zsuzsa.

Está abierta.

¿Estás seguro?

Quítate el vestido, Zsuzsa.

Me parece que Zsuzsa y Sugus estaban haciendo el amor cuando comenzó esta historia.

Nunca había estado tan arriba, dijo Zsuzsa. ¿Lo sientes? ¿Sientes cómo se balancea la grúa? Nadie me hará tan alta.

¡Un día irás en avión!

Nunca subirá tanto como estamos tú y yo ahora.

¡Un Boeing 747 a París!

No, Flag, nadie podrá llevarme tan alto como tú lo has hecho esta noche.