Sábado en la noche

Era un sábado en la noche. Joaquín no tenía ganas de salir. Quería quedarse echado en su cama viendo cualquier cosa en televisión.

Estaba cambiando de canales cuando sonó el timbre. Saltó de la cama, apagó las luces, se asomó a la ventana y miró hacia abajo. Reconoció a Juan Carlos. Corrió a la cocina y levantó el intercomunicador.

—Juan Carlos, qué sorpresa —dijo.

—Joaquincillo, ¿qué andas haciendo?

—Tranquilo.

—¿Tranquilo como operado?

—Tranquilo como operado.

—Vamos a dar una vuelta.

—Listo. Me cambio y bajo.

—No te olvides de ponerte tu mimosa.

Se rieron. Se habían conocido en una fiesta en La Honda, un par de años atrás. Desde entonces, se veían muy de vez en cuando. Joaquín se cambió de prisa y bajó a la calle. Entró al carro de Juan Carlos. Se dieron la mano. El carro olía a marihuana. La radio estaba prendida en Doblenueve.

—¿Qué ha sido de tu buena vida, pues, rosquete? —dijo Juan Carlos, sonriendo.

Era alto, rubio, delgado. Tenía veintidós años, uno más que Joaquín.

—Ahí, como siempre —dijo Joaquín—. ¿Adónde vamos?

—Gustavito está solo. Sus viejos están de viaje. Me dijo que nos caigamos por su casa. Tiene un pacazo de coca.

—Genial. Vamos.

Juan Carlos prendió el carro y aceleró por la avenida Pardo.

—¿Qué tal la universidad? —preguntó.

—Se fue al carajo —dijo Joaquín—. ¿No sabías que me botaron?

Juan Carlos se rio. Tenía los ojos rojos, achinados, como si hubiese fumado marihuana.

—¿No jodas que te chotearon de la universidad? —dijo.

—Ajá —dijo Joaquín—. Me jalaron en lógica por tercera.

—Eres un vago de mierda, chino.

—Sí, pues, así es la vida. ¿Tú qué tal en la de Lima?

—Raspando, arañando. Pasando con once, pero sobreviviendo.

—Al menos en la de Lima hay buenas hembras. En la Católica había pura fea.

—No creas, chino, la de Lima también se está choleando que da miedo.

—Todo Lima se está choleando, hermano.

No tardaron en llegar. Juan Carlos cuadró el carro en la calle Los Nogales, frente al edificio donde vivía Gustavo. Bajaron del carro, hablaron con Gustavo por el intercomunicador, entraron al edificio y subieron por un ascensor rodeado de espejos.

—Qué tal, prostitutas —gritó Gustavo, cuando salieron del ascensor.

Se dieron la mano y entraron al departamento.

—¿Qué hacías, ocioso? —preguntó Juan Carlos.

—Peinando —dijo Gustavo.

—¿Haciéndote la permanente? —preguntó Juan Carlos.

Se rieron.

—No, huevón, peinando el chamo —dijo Gustavo.

—¿Cuánto tienes? —preguntó Joaquín.

—Tres moras —dijo Gustavo.

Una mora era un gramo. Un gramo alcanzaba para varios tiros. Un tiro equivalía a una pequeña línea de coca.

—Mierda, qué rica pichanga nos vamos a meter —dijo Juan Carlos.

—Pero primero hay que chupar —dijo Gustavo.

—Probemos el chamo para ver si está bueno —dijo Joaquín.

—Jalar en seco no es bueno —dijo Gustavo—. Te hace huecos en la nariz.

—Gustavo habla por experiencia propia —dijo Juan Carlos, y se rieron.

—Voy a servir unos tragos —dijo Gustavo, y fue a la cocina.

Juan Carlos y Joaquín salieron al balcón. Al frente se veía la cancha del Lima Golf.

—¿Sigues saliendo con Mili? —preguntó Joaquín.

—Nada que ver —dijo Juan Carlos—. ¿No sabías que se fue a Ginebra?

—No jodas. No tenía idea.

—Sí, está viviendo allá. Se arrebató, hizo sus maletas y chau.

—¿Y por qué a Ginebra?

—Tenía pasaporte suizo.

—Bien por ella.

Se quedaron callados.

—¿Te jodió que se vaya? —preguntó Joaquín.

—No, así es la vida —dijo Juan Carlos—. Cada uno abre su pan.

—¿Estabas templado?

—No. Estaba templado de sus tetas.

Se rieron. Gustavo salió al balcón con los tragos.

—Salud, rosquetes —gritó, sonriendo.

Tomaron whisky puro, sin agua.

—¿Qué fue de tus viejos, Gustavito? —preguntó Juan Carlos.

—En la rica Miami —dijo Gustavo.

—¿Haciendo?

—Mi vieja se va a jalar las arrugas y mi viejo se va a quitar un par de rollos de la panza.

Se rieron.

—¿Y qué fue de tu hembrita, rosquete? —le preguntó Gustavo a Joaquín.

—¿Qué hembrita? —dijo Joaquín, sorprendido.

—No te hagas el cojudo, pues —dijo Gustavo—. Esa jugadoraza con la que estabas la otra noche en Los Olivos.

—Ah, Natalia —dijo Joaquín—. No es mi hembrita. Es mi amiga.

—Está buenaza esa chiquilla, compadre —dijo Gustavo—. Se ve que tiene futuro. ¿Dónde te la levantaste?

—La conocí por ahí —dijo Joaquín.

—¿Te la has culeado? —preguntó Juan Carlos.

—Nada que ver —dijo Joaquín—. Recién la conozco.

—No te creo, pendejo —dijo Gustavo—. Seguro que te la estás contrasueleando calladito a la chiquilla.

Joaquín sonrió y se quedó callado.

—¿Y qué fue de tu francesa, Gustavito? —preguntó Juan Carlos.

—Ya se fue —dijo Gustavo—. Por ahí regresa en un par de meses. Puta, no saben los polvos que me he tirado con Sabine.

—¿Cómo así la conociste? —preguntó Joaquín.

—Me la levanté una noche en Baja Beach, esa discoteca medio pacharaca de Coconut Grove —dijo Gustavo.

—¿Y cómo así vino acá? —preguntó Joaquín.

—Vino a visitarme —dijo Gustavo—. Quería pasar por caja, la pendeja. Se quedó casi un mes. Le alojé en un hostalito de Miraflores y me la cepillé parejo. La francesa es de campeonato, compadre. Tenía que culeármela todas las noches. Si no, le daba insomnio.

—Es que las europeas, nada de bocaditos, de frente van al postre —dijo Juan Carlos.

—¿Le entraba al chamo? —preguntó Joaquín.

—Huevón, ¿y por qué crees que vino a Lima entonces? —dijo Gustavo.

—A propósito, sácate el chamo, pues, Gustavito —dijo Juan Carlos—. No te hagas el estrecho, que ya me está picando la ñata.

—Puta madre, tú también eres un angustiado —dijo Gustavo—. Mejor entremos, que acá se puede volar la rica coca.

Entraron a la sala. Gustavo fue a su cuarto, sacó la coca, regresó y la puso sobre una mesa de vidrio.

—Esta es la que mató al senador Martínez Guerra —dijo, y sacó una cañita de plástico.

—No sabía que Martínez Guerra murió coqueado —dijo Joaquín.

—Claro, hombre —dijo Juan Carlos—. Eso lo sabe medio Lima.

—Pero en el periódico salió que se atoró con una butifarra picante —dijo Joaquín.

—Martínez Guerra era un coquero de la gran puta, compadre —dijo Gustavo—. Eso de la butifarra es cuento chino.

Luego aspiró un par de líneas y le pasó la cañita a Juan Carlos.

—Cuenta cómo fue tu primera pichanga, Gustavito —dijo Joaquín.

—Fue en mi fiesta de pre prom —dijo Gustavo.

—¿Te acuerdas? —dijo Juan Carlos, y se metió un par de tiros.

—¿Dónde fue? —preguntó Joaquín.

—En esa discoteca que quedaba al lado del D’Onofrio —dijo Gustavo.

—El Black and White —dijo Juan Carlos.

—Allí donde no dejaban entrar cholos, y una vez un cholo se achoró y le sacó la mierda al portero, que era un zambazo —dijo Gustavo.

—Por eso le decían Blacks Outside —dijo Juan Carlos.

Joaquín se metió un par de tiros.

—¿Todo el mundo se armó? —preguntó.

—No, las hembras no, pero casi todos los patas estábamos monstruos —dijo Juan Carlos.

—Y Piti Sabogal estaba tan armado que la mandíbula se le quedó abierta —dijo Gustavo—. No podía cerrar la boca.

—Tuvieron que llevarlo de emergencia a la clínica Americana porque no podía cerrar la bocaza, qué cague de risa —dijo Juan Carlos.

—Dicen que después lo operaron en Houston, que le lijaron la mandíbula —dijo Gustavo.

—Esos gringos son el deshueve —dijo Joaquín.

Se quedaron callados. Se metieron más tiros.

—Yo una vez me armé con mi viejo —dijo Juan Carlos.

—No jodas —dijo Joaquín.

—Nunca me habías contado eso, rosquete —dijo Gustavo.

—Fue la cagada —dijo Juan Carlos.

—Cuenta —dijo Joaquín.

—Aguanta, primero un toque más —dijo Juan Carlos.

Agarró la cañita, se agachó y aspiró más coca.

—Había una comida en mi casa —dijo—. Yo estaba chupando en la cocina. Mi viejo estaba recontraacelerado. Yo no sabía que el pendejo le entraba al chamo. En eso me llevó al baño de visitas, sacó un pacazo y me invitó. Me acuerdo clarito que me dijo: en Lima tienes que saber meterte tiros, porque los mejores negocios se hacen en los baños de hombres con coca de por medio.

—Es una gran verdad —dijo Joaquín.

—En el banco donde yo chambeo, varios gerentes compran su tamalito de coca todos los fines de semana —dijo Gustavo—. Hay un patita que llega los viernes y reparte pacos por toda la gerencia.

—Es que Lima es el deshueve, compadre —dijo Juan Carlos—. En ninguna parte se vive tan bien como en Lima.

—¿Tu viejo sigue jalando? —le preguntó Joaquín.

—No, ya se retiró —dijo Juan Carlos—. Tuvo un infarto y dejó la pichanga.

—¿Cómo fue? —preguntó Joaquín.

—Reventó —dijo Juan Carlos—. El puta reventó de tanta pichanga. Una mañana estaba tomando sus clases de golf aquí en el club y pum, cuerpo a tierra, cayó como un saco de papas. El caddie lo llevó cargadito hasta la administración. Con las justas llegó la ambulancia. Casi se nos va el viejo.

—Que tal héroe el caddie, carajo —dijo Joaquín.

—Mi viejo le regaló un pasaje a Miami —dijo Juan Carlos.

—No jodas —dijo Gustavo—. ¿Se ganó el indio?

—Se ganó —dijo Juan Carlos—. Y el caddie ni cojudo se quedó en Miami. Ni más supimos de él.

Se rieron. Se metieron más coca.

—Este chamo me ha puesto las pilas —dijo Juan Carlos—. Tengo los dientes duritos.

—La pichanga es nuestra perdición, compadres —dijo Gustavo—. Si seguimos así, vamos a morir jóvenes.

—Como ese pata Ferreyros, que por tratar de batir su récord se metió veinte tiros seguidos, el muy huevón, y le dio un infarto y lo llevaron tieso a la clínica Americana —dijo Juan Carlos.

—¿Se murió? —preguntó Joaquín.

—Claro, huevas —dijo Juan Carlos—. Yo no fui al velorio, pero me contaron que Ferreyros todavía apestaba a coca en el cajón, alucina.

—Tengo que ir al baño —dijo Joaquín.

Se puso de pie, entró al baño de visitas, cerró la puerta y prendió la luz.

—No soy un coquero, no soy un coquero, no soy un coquero —dijo, mirándose en el espejo.

Se abrió la bragueta y trató de orinar. No pudo. Tenía el sexo encogido. Se cerró la bragueta y salió del baño.

—Vamos a dar una vuelta —dijo.

—Terminamos estas líneas y salimos —dijo Juan Carlos.

Joaquín se arrodilló en la alfombra y se metió un par de tiros más.

—¿Qué tal si vamos al Nirvana? —dijo.

—Mucho maricón va al Nirvana —dijo Gustavo—. Mejor vamos a Amadeus.

—No jodas, hombre, Amadeus está lleno de cojudos —dijo Joaquín.

—Pero no me puedes negar que van las mejores hembras de Lima —dijo Juan Carlos.

—Y uno se puede pichanguear sin roche —dijo Gustavo.

—No sé si les conté que Germancito Vega me contó que el otro día estaba este famoso diputado Aguirre en Amadeus —dijo Juan Carlos.

—No jodas —dijo Joaquín.

—Sí, dice que lo vio zampadazo bailando una canción de Azúcar Moreno, zapateando como gitano el puta —dijo Juan Carlos.

—Qué cague de risa, el diputado Aguirre bailando Azúcar Moreno —dijo Gustavo.

—Y después dice Germancito que se lo encontró en el baño y que Aguirre le pidió chamo y Germancito le dijo: okay, te invito pero si te arrodillas.

—Qué tal nazi, qué radical —dijo Gustavo.

—¿Y qué hizo Aguirre? —preguntó Joaquín.

—Se arrodilló pues, qué más —dijo Juan Carlos.

—Así es la necesidad —dijo Gustavo—. Cuando te pica la ñata, no hay pero que valga.

—Lo peor es que cuando Aguirre estaba arrodillado, Germancito se rayó y no le quiso invitar —dijo Juan Carlos.

—No jodas, qué tal loco de mierda —dijo Gustavo.

—¿Y por qué lo humilló así al pobre Aguirre? —preguntó Joaquín.

Juan Carlos se agachó y se metió un par de tiros.

—Dice Germancito que cuando lo vio arrodillado le dio asco, le dieron ganas de vomitarle encima —dijo—. Dice que le dijo: por tu culpa estamos jodidos en el Perú, por culpa de tantos políticos ladrones y coqueros como tú.

—Bien dicho, carajo —dijo Joaquín.

—Y Aguirre se le vino encima y le sacó la mierda, porque Germancito es chato y no sabe mechar.

—Ah, carajo —dijo Gustavo—. ¿O sea que la cosa terminó en bronca?

—Una bronca de la gran puta, porque después se metieron los guardaespaldas de Aguirre contra los amigos de Germancito —dijo Juan Carlos.

—Qué rica bronca, carajo —dijo Gustavo—. Qué pena que no estuvimos allí.

—Dicen que fue la mejor bronca en la historia de Amadeus —dijo Juan Carlos—. Los cholos de Aguirre sacaron sus chimpunes y corrió bala. Dicen que Fermín Buchanan terminó con una bala en la pierna.

Se quedaron callados. Jalaron más coca.

—Bueno, ¿adónde vamos? —preguntó Juan Carlos.

—Vamos a dar una vuelta —dijo Gustavo—. Vamos a relojear por ahí.

—¿En qué carro vamos? —preguntó Juan Carlos.

—Mejor vamos en tu nave, porque mi camioneta está con orden de captura —dijo Gustavo.

—¿Cómo así? —preguntó Joaquín.

—Atropellé a un cholo en su carretilla y me di a la fuga —dijo Gustavo.

—¿Lo mataste? —preguntó Joaquín.

—No sé —dijo Gustavo—. Qué chucha, ¿no? Da igual.

Se rieron. Se metieron unos tiros más. Se terminaron la coca. Salieron del departamento.

—¿Qué tal si conseguimos más chamo? —dijo Gustavo, mientras bajaban en el ascensor.

—De todas maneras —dijo Juan Carlos, mirándose en el espejo, limpiándose la nariz.

Salieron del edificio. Entraron al carro. Juan Carlos prendió el carro y aceleró por la avenida El Golf.

—¿Dónde podemos conseguir? —preguntó Joaquín.

—Vamos a casa de Lucho —dijo Gustavo—. Lucho tiene chamo de todas maneras.

—Alguien me contó que el otro día lo metieron preso a Luchito —dijo Juan Carlos.

—¿No jodas que lo ampayaron comprando coca? —dijo Gustavo.

—No —dijo Juan Carlos—. Estaba armadazo y salió a comprar coca en pleno toque de queda, a las tres de la mañana.

—Qué tal loco de mierda —dijo Joaquín—. Lo han podido matar.

—Dicen que Luchito iba sacando un calzoncillo por la ventana, tipo bandera blanca, cuando los tombos lo pararon —dijo Juan Carlos.

—Seguro que estaba en una pichangaza —dijo Gustavo—. Lucho es de los que comienzan una pichanga el viernes y la terminan el domingo en la noche viendo los programas políticos.

Juan Carlos cuadró frente a la casa de Lucho, cerca de la avenida Salaverry.

—Espérenme aquí —dijo Gustavo—. Yo sé trabajarlo a Luchito.

Bajó del carro, tocó el timbre y entró a la casa de Lucho. En la puerta había un vigilante.

—Estaba buenaza la coca de Gustavito, ¿no? —dijo Joaquín.

—De primera —dijo Juan Carlos.

—Qué rico es estar duro, carajo.

—Lo malo viene al día siguiente. La rebotada en la cama. La resaca.

—No me hagas acordar.

—Pero vale la pena, chino. Los que no se meten tiros no saben lo que se pierden.

—Yo pienso mejor cuando estoy armado. Me siento más inteligente.

—Yo también. Aparte que la coca ayuda a franquearse, a hacer amigos.

—Pero son amistades falsas, Juan Carlos.

—Puta, no sé. Yo no considero falsa nuestra amistad.

—Yo tampoco. Pero hay mucha gente que cuando está armada lorea huevada y media.

—Sí, pues. En las pichangas se miente mucho.

Gustavo entró al carro y tiró la puerta.

—¿Qué pasa, prostitutas? —gritó, sonriendo—. ¿Por qué tan serios?

—¿Conseguiste? —preguntó Juan Carlos.

—Yo te dije, huevón, Luchito no falla —dijo Gustavo.

—¿Te la vendió? —preguntó Joaquín.

—Lucho nunca le vende a sus amigos —dijo Gustavo.

—¿A ver el chamito para probar? —dijo Juan Carlos.

—Acá no, huevón, que el guachimán se gana con todo —dijo Gustavo—. Vamos acá cerquita a La Pera del Amor.

Juan Carlos prendió el carro, bajó por la Salaverry, cruzó la avenida del Ejército y llegó a La Pera del Amor. Manejó rápido, con destreza.

—Listo —dijo—. Saca el chamo.

Gustavo sacó la coca.

—No es mucho, pero está rica —dijo.

Se metieron más tiros. Cuando terminaron, Juan Carlos puso en marcha el carro.

—¿Qué hacemos, adónde vamos? —preguntó.

—Primero que nada unas cervezas —dijo Gustavo—. Tengo una pepa en la garganta.

—Buena idea —dijo Juan Carlos—. Paremos en El Pollón a comprar unas chelitas.

Bajó bruscamente la velocidad y entró a la playa de estacionamiento de El Pollón, haciendo una maniobra temeraria. «Huevonazo», le gritó alguien, desde un carro.

—¿Cuántas cervezas compro? —preguntó Juan Carlos.

—Seis, de una vez —dijo Gustavo.

Juan Carlos bajó del carro y corrió a la caja registradora.

—Aprovechemos que no está para meternos unos tiritos más —dijo Gustavo.

Sacó la coca y aspiró un poco usando una tarjeta de crédito para acercarse la coca a la nariz. Luego le pasó la coca a Joaquín, quien se metió un par de tiros más. Gustavo prendió la radio y fue cambiando de estaciones.

—Pura canción romántica, carajo —dijo.

—Prueba Doblenueve —dijo Joaquín.

Gustavo encontró Doblenueve. Estaban dando un programa en inglés.

—Esto me está rayando, cuñado —dijo—. ¿Estamos en Miami o en El Pollón?

Se rieron.

—No sé si te he contado que una vez me pasó una cosa alucinante acá en El Pollón —dijo Joaquín.

—Cuenta —dijo Gustavo.

—Estaba dándole a la pichanga con un par de amigos. Era bien tarde, como las tres o cuatro de la mañana. En ese entonces no había toque de queda.

—Qué rica era la vida sin toque de queda, carajo —dijo Gustavo.

—Estábamos durazos, y en eso llegaron unos carrazos negros con sirenas.

—Puta, qué tal nota.

—Alucina nuestra sorpresa cuando de uno de los carrazos baja el ministro de Economía.

—Chuchamadre. ¿Y qué hacía el ministro en El Pollón a las cuatro de la mañana?

—Nos quedamos helados, Gustavito. Nada menos que el ministro Alberto Elias bajó de su Mercedes blindado con todos sus cholazos tipo «Mamani» Vice llenos de pistolas.

—A ti nunca sé si creerte, carajo. Tú eres un gran palero, compadre.

—Te juro, Gustavito. Elias vino caminando y nos dijo todo cachaciento: qué tal, muchachos, parece que están con insomnio, ah. De ahí se sentó y pidió una cerveza helada.

—Anda, qué cague de risa.

—Te juro que estaba durazo el Elias. Jaló su silla y nos metió una lora del carajo. Estuvo hablándonos como media hora de la inflación, la deuda externa, el déficit y la chucha del gato.

—Qué tal caballerazo ese Elias. Qué tal clase.

—Mucha clase la suya, mucha clase. Y fue un cague de risa porque de repente uno de mis patas le dijo: yo la verdad no sé de economía, señor ministro, pero quisiera saber si me conviene comprar dólares, a lo mejor usted nos podría informar si va a subir el dólar.

—Alucina ese comentario, qué salvaje tu pata.

—Sí, pues, era el enano Rázuri, que es un desatinado famoso, y Elias nos dijo: miren, muchachos, compren dólares, que pronto se viene una devaluación severa. Así dijo, me acuerdo clarito que usó esa palabra, severa, y al día siguiente el chato Rázuri vendió todo lo que tenía y compró dólares. Yo la verdad que me olvidé del asunto.

—Y no friegues que subió el dólar.

—Se disparó, Gustavito. A la semana, semana y media, una devaluación de la gran puta, y el chato Rázuri triplicó su capital.

—Enano cabrón. Lechero, carajo.

—Alucina que Rázuri estaba tan agradecido que mandó una carta a Caretas elogiando la gestión de Elias, qué cague de risa. Me acuerdo que al final decía: Elias es el mejor ministro de la historia, y desde ya lo lanzo a la presidencia como el candidato de los jóvenes.

—Chato arribista, carajo.

—Y después el chato se patinó toda la plata que había ganado en una juerga en la Granja Azul con las azafatas de Lufthansa.

Juan Carlos entró al carro con las cervezas.

—Listo —dijo—. Seis chelitas bien al polo.

Tiró las latas en el asiento de atrás, prendió el carro y salió manejando de El Pollón. Gustavo y Joaquín abrieron un par de cervezas. Tomaron. Gustavo eructó.

—¿Adónde vamos? —preguntó Juan Carlos.

—Podemos ir a ver cómo está el Nirvana —dijo Joaquín.

—Dale con el Nirvana, carajo —dijo Gustavo—. Si quieres ver cabros, mejor vamos a la Javier Prado.

Juan Carlos aplaudió.

—Buena idea —gritó, entusiasmado—. Vamos a joder a los cabros de la Javier Prado.

—Claro, vamos a joder maricones —gritó Gustavo.

—Cojonudo —gritó Joaquín.

—Unos tiros para festejar la idea —dijo Juan Carlos.

Gustavo sacó la coca. Los tres jalaron más coca. Juan Carlos entró a Coronel Portillo y se dirigió a la Javier Prado a toda velocidad.

—¿Te acuerdas de esa noche que nos levantamos a un travesti, Gustavito? —dijo.

—Puta, qué asco —dijo Gustavo—. No me hagas acordar.

—¿Cómo fue? —preguntó Joaquín.

—Nos levantamos a un travesti sin darnos cuenta, compadre —dijo Gustavo.

—Parecía una hembrita —dijo Juan Carlos—. Por Dios que parecía una hembrita.

—Tenía unas tetitas bien formaditas —dijo Gustavo.

—¿Y cómo se dieron cuenta? —preguntó Joaquín.

—Cuenta, Gustavito —dijo Juan Carlos.

—No me hagas acordar que ahorita buitreo —dijo Gustavo.

—Qué cague de risa —dijo Juan Carlos—. Eso te pasó por egoísta, huevón, por querer cepillártela primero.

—Ella quería que yo le diera por el chico y cuando traté de metérsela por adelante, ahí me di cuenta —dijo Gustavo.

Juan Carlos soltó una carcajada.

—Le agarraste la pingaza —dijo—. Te ganaste con todo.

—Calla, huevón —dijo Gustavo—. Lo boté del carro a patadas. Tú viste cómo lo desgranputé.

—¿Le pegaste? —preguntó Joaquín.

—Le rompí la nariz —dijo Gustavo—. Lo dejé sangrando al rosquete.

Luego aspiró más coca.

—Vivan los matacabras, carajo —gritó.

Juan Carlos y Joaquín se rieron.

—Vivan los matacabras —gritaron.

Juan Carlos entró a la Javier Prado y bajó la velocidad.

—Pon las luces altas y anda despacio —dijo Gustavo.

—Vamos a perder tiempo cojudamente —dijo Joaquín—. Mejor vamos a Amadeus.

—Qué Amadeus, huevón —dijo Juan Carlos—. Joder cabros es más bacán.

—Hay que tratar que uno de estos cabros se suba al carro —dijo Gustavo.

—Eso va a estar jodido —dijo Joaquín.

—¿Por qué? —preguntó Gustavo.

—Porque los maricones no son tan cojudos tampoco —dijo Joaquín—. Si ven a tres patas durazos, no suben al carro.

—Tú háblales, Joaquín —dijo Gustavo—. Tú tienes buena labia.

—No jodas, hombre —dijo Joaquín—. Qué mierda les voy a decir.

—Mira, ahí están —gritó Juan Carlos.

En una esquina de la Javier Prado se habían reunido varias prostitutas y travestis.

—Para, para —dijo Gustavo—. Dobla y entra a esa callecita.

—Mejor vámonos —dijo Joaquín.

Juan Carlos volteó en la esquina y detuvo el carro. Una mujer se acercó corriendo al carro.

—Hola, chicos —les dijo.

—Hola, guapa —le dijo Joaquín.

—Ay, qué cirio eres, flaco —dijo ella.

—¿Por qué no subes para dar una vueltita? —preguntó Joaquín.

—Ay, ni loca mi amor —dijo ella—. ¿Yo sola contra ustedes tres? No seas abusivo, pues. Me van a dejar machucada.

—No tengas miedo —dijo Joaquín—. Solo queremos pasar un buen rato.

—Yo superencantada, pero la verdad que no trabajo de a grupos, flaquito —dijo ella.

—Pero nos turnamos —dijo Joaquín.

—Mejor llamo a una coleguita para que me acompañe —dijo ella—. Así todo sale más chévere, y no me clavan los tres como anticucho.

—No, no queremos con dos —dijo Gustavo—. Tú sola nomás.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Juan Carlos.

—Pelusa —dijo ella.

—Lindo nombre —dijo Joaquín.

—Para servirte, flaquito —dijo ella, con una sonrisa coqueta.

—Mira, Pelusa, sube al carro y ya arreglamos aquí adentro —dijo Gustavo.

—Si quieres, te pagamos algo más —dijo Juan Carlos.

—Cien por ciento imposible, chicos —dijo Pelusa—. Voy a llamar a mi coleguita Fiorella.

—No llames a nadie, carajo —dijo Gustavo—. Sube tú nomás.

—Fiore, Fiore —gritó Pelusa—. Ven, pues, hija, aquí hay una muchachada ansiosa.

Fiorella se acercó corriendo.

—Ay, qué barbaridad, estas chicas nuevas no tienen el profesionalismo de antaño —se quejó Pelusa.

—Te dije que no llames a nadie, carajo —gritó Gustavo.

Cogió del pelo a Pelusa y la jaló fuertemente, haciendo entrar su cabeza por la ventana.

—Au, au, suéltame, oye, blanquiñoso, malnacido, chuchatumay —gritó Pelusa.

Tenía medio cuerpo adentro del carro. Gustavo le tiró varios puñetes.

—Rosquete de mierda, te vamos a sacar la entreputa —gritó.

Juan Carlos le arranchó la cartera a Pelusa y la tiró al asiento de atrás.

—Pituco, ratero, chuchatumay —gritó Pelusa.

—Socorro, chicas, la están abusando a la Pelusa —gritó Fiorella.

—Acelera, Juan Carlos —gritó Gustavo.

—Suéltala, Gustavo —gritó Joaquín.

Juan Carlos le tiró un par de puñetes a Pelusa.

—Todos los cabros van a morir —gritó.

—Yo no soy un cabro, estúpido —gritó Pelusa—. Yo soy una dama.

En medio de los forcejeos, Pelusa mordió a Gustavo en el brazo.

—Au, carajo, el cabro me ha mordido —gritó Gustavo.

Joaquín escuchó un impacto en el techo del carro. Volteó. Vio que las amigas de Pelusa estaban tirándole piedras al carro de Juan Carlos.

—Nos están tirando piedras —gritó.

—Acelera, Juan Carlos —gritó Gustavo.

—Yo te agarro, Pelusita —gritó Fiorella, cogiendo a Pelusa de la cintura—. Yo te sujeto, mi vida.

Juan Carlos aceleró violentamente. Pelusa se zafó de los brazos de Gustavo y cayó en la pista.

—Rateros de mierda —gritó—. Cucarachas de desagüe.

—Me quedé con su peluca, me quedé con su peluca —gritó Gustavo, entusiasmado.

Tenía la peluca rubia de Pelusa en sus manos.

—Lo jodimos al rosquete, qué cague de risa —dijo Juan Carlos.

Luego subió un par de cuadras por Basadre y se detuvo en una esquina.

—Me mordió el rosquete —dijo Gustavo—. Creo que me ha sacado sangre.

Prendió la luz interior del carro. Tenía un rasguño en el brazo derecho.

—Es una cojudecita —dijo—. No es nada.

—No vaya a tener sida el maricón y ahí sí la cagada —dijo Joaquín.

—¿Por qué? —preguntó Gustavo, con cara de asustado.

—Porque el sida se contagia a través de un mordisco —dijo Joaquín.

Juan Carlos soltó una carcajada.

—Sidoso —le dijo a Gustavo—. Perro sidoso.

—Cállate, cojudo —dijo Gustavo—. Putamadre, me he quedado con ganas de sacarle la mierda a estos rosquetes.

Gustavo apagó la luz. Se metieron más tiros. Tomaron cerveza.

—Esto no se queda así —dijo Gustavo—. Tenemos que subir a un cabro y desgranputarlo.

Juan Carlos abrió la cartera de Pelusa y revisó lo que había adentro.

—Condones. Más condones. Papel higiénico. Caramelos. Monedas. Lápiz de labio. Vaselina. Una estampita de Sarita Colonia —dijo.

—Bota esa mierda —dijo Gustavo—. Los cabros traen mala suerte.

—No botes nada —dijo Joaquín—. Yo me quedo con sus cosas.

—Uy, carajo, ya te gustó la peluca —dijo Gustavo.

—Sal de acá, sidoso —dijo Joaquín.

—Bueno, hay que volver a la Javier Prado —dijo Gustavo.

—No seas cojudo, ya nos chequearon el carro —dijo Juan Carlos.

—Entonces vamos al Olivar —dijo Gustavo—. Allí hay maricones de hecho.

Juan Carlos aceleró por Basadre y entró a Camino Real.

—Vivan los matacabras —gritó.

—Vivan los matacabras, carajo —gritó Gustavo, sacando la cabeza por la ventana.

Al pasar al lado de la Virgen del Pilar, Juan Carlos y Gustavo se persignaron.

—Anda más despacio, que ahorita aparecen los cabros —dijo Gustavo.

Juan Carlos entró al Olivar y bajó la velocidad.

—Allí hay un cabrazo, detrás de ese árbol —gritó Gustavo.

Juan Carlos subió el carro a la vereda y lo detuvo. Gustavo bajó del carro.

—Mamita, ven, acércate —gritó.

Había una mujer detrás de un árbol.

—¿Qué quieres? —preguntó ella, con una voz ronca.

—Ven, pues —gritó Gustavo—. Queremos un polvito rico.

—Sigue tu camino nomás, narigón —gritó la mujer—. No quiero cherrys contigo.

Juan Carlos soltó una carcajada.

—Te ha dicho narigón, Gustavito, qué cague de risa —dijo.

—¿A quién crees que le vas a faltar el respeto, oye, maricón chuchadetumadre? —gritó Gustavo.

—A ti, pues, cara de pajazo de loro —gritó la mujer.

Se escucharon risas en el parque.

—Te voy a romper la cara, rosquete de mierda —dijo Gustavo, y entró corriendo al parque.

Juan Carlos y Joaquín bajaron del carro y corrieron detrás de Gustavo. Prostitutas y travestis corrieron por el parque dando alaridos.

—Batida, batida —gritaban.

Gustavo alcanzó a la mujer que lo había insultado y la arrojó al suelo. Luego se tiró encima de ella y empezó a golpearla en la cara.

—Muere, cabro apestoso —gritó.

La mujer le escupió desde el suelo.

—Ay, carajo, me escupió el sida —gritó Gustavo.

Se puso de pie y siguió tirándole patadas por todo el cuerpo. Juan Carlos y Joaquín llegaron a su lado, jadeando.

—Matemos un cabro, hagamos patria —gritó Juan Carlos, y empezó a patear a la mujer.

—No es cabro, es mujer —gritó Joaquín.

—Es cabro, huevón —gritó Gustavo—. Patéalo tú también.

Joaquín pateó a la mujer un par de veces.

—Tengan piedad de esta pobre mujer —gritó ella—. Solo estaba ganándome el pan honradamente.

—Calla, rosquete —gritó Gustavo—. Somos los matacabras y te vamos a matar.

Los tres la siguieron pateando.

—Al menos fíjate si es hembra —gritó Joaquín.

—A ver, enséñanos la pinga, rosquete —gritó Juan Carlos.

—Soy mujer, soy mujer —gritó ella.

—Calla, rosquete —gritó Juan Carlos.

Gustavo y Juan Carlos le bajaron la falda, y vieron que tenía un calzón amarillo.

—Todavía no es año nuevo, cojuda —dijo Juan Carlos, y le dio una patada.

Luego le bajaron el calzón y vieron el sexo erguido de ese hombre vestido de mujer.

—Y encima se te ha parado —gritó Gustavo, haciendo una mueca de asco—. Eres un enfermo, conchatumadre.

—De casualidad tengo pichula, pero soy mujer —gritó ella.

—Es un masoco el rosquete —dijo Juan Carlos, y siguieron pateándola.

De pronto, escucharon una sirena.

—Mierda, los tombos, somos fuga —dijo Gustavo.

Los tres corrieron de regreso al carro.

—Perros malditos —gritó el travesti.

Subieron al carro a toda prisa. Juan Carlos prendió el carro, aceleró y dobló en la primera esquina. Luego entró a Conquistadores.

—Qué rico estuvo eso —dijo—. Le sacamos la mierda. Seguro que le hemos roto un par de huesos.

—A ver un par de tiros para reponer las energías —dijo Joaquín.

Gustavo buscó la coca pero no la encontró.

—Mierda —dijo—. Creo que se me cayó el chamo en el parque.

Juan Carlos se mordió una mano.

—La cagada —dijo.

Joaquín miró su reloj.

—En media hora comienza el toque de queda —dijo.

—Vamos a comprar a Dasso ahorita mismo y hacemos una encerrona en mi depa —dijo Gustavo.

—Hecho —dijo Juan Carlos.

—Yo paso —dijo Joaquín—. A mí déjenme en mi depa.

—Como quieras —dijo Juan Carlos.

Luego entró a Camino Real, hizo chillar las llantas en la curva del óvalo Gutiérrez y bajó por Comandante Espinar.

—Maldito toque de queda —dijo Gustavo.

Juan Carlos entró a Pardo y detuvo el carro frente al edificio donde vivía Joaquín.

—Me llevo la peluca y la cartera —dijo Joaquín.

—Enjuágate la nariz con agua caliente y toma bastante leche, eso ayuda a no rebotar —le dijo Juan Carlos.

—Y lávate el poto —dijo Gustavo, en tono burlón. Joaquín bajó del carro.

—Chau, rosquetes —dijo.

Entró al edificio y subió a su departamento. Escuchó ruidos. Se asustó. Había dejado el televisor prendido. Lo apagó. Entró al baño. Se puso la peluca y se colgó la cartera.

—Hola, Pelusa —dijo, mirándose en el espejo.