El actor
Joaquín lo había visto varias veces en una telenovela, y tenía muchas ganas de conocerlo: Gonzalo Guzmán se había convertido en el actor de moda en Lima. Gonzalo era joven, guapo, encantador. Una noche, después de muchas dudas, Joaquín se atrevió a llamarlo.
—Me encantaría hacerte una entrevista —le dijo.
—Cojonudo —dijo Gonzalo—. Yo no me pierdo tu programa.
Por esos días, Joaquín tenía un programa de entrevistas en la televisión peruana. Generalmente entrevistaba a actores y cantantes.
—¿Qué tal si lo hacemos mañana mismo? —preguntó.
—Perfecto —dijo Gonzalo—. Cuanto antes, mejor. Más bien, un favorcito, ¿tú crees que podrías pasar por mí, camino al canal?
—Claro —dijo Joaquín—. Será un placer.
Luego apuntó la dirección de Gonzalo en un papel.
—Nos vemos mañana —dijo Gonzalo, antes de colgar.
Después de todo, trabajar en televisión tiene sus ventajas, pensó Joaquín.
Al día siguiente, Joaquín llegó a casa de Gonzalo a las nueve de la noche. Gonzalo vivía con sus padres en un departamento frente al club Terrazas de Miraflores. Joaquín tocó el timbre, se anunció por el intercomunicador y esperó en el carro. Poco después, Gonzalo salió del edificio. Sonreía.
—Sorry por hacerte venir, pero estoy juntando plata para comprarme un carro —dijo.
—No hay problema —dijo Joaquín—. Yo encantado.
Se dieron la mano.
Joaquín puso en marcha el carro y se dirigió al canal de televisión donde trabajaba.
—En la novela te ves un poquito más gordo —dijo.
—Es que la tele siempre engorda —dijo Gonzalo, sonriendo—. Engorda y achata. Por eso los gordos se ven chanchos, y los bajos, enanos.
Joaquín sonrió y miró a Gonzalo: le pareció que ya estaba maquillado.
—¿Ya te maquillaste? —le preguntó.
—Sí, me eché unos polvitos en mi casa —dijo Gonzalo, tocándose la cara—. ¿Por qué? ¿Se nota mucho?
—No, no. Te ves muy bien.
—Gracias. Tú también.
—¿Siempre te maquillas en tu casa?
—Sí. En realidad, no me maquillo yo, me maquilla mi mamá.
—¿Ah, sí? Qué gracioso.
—Lo que pasa es que en el canal usan un maquillaje malísimo, y mi mamá solo me maquilla con productos importados.
—Claro, entiendo.
—Aparte que la vieja adora maquillarme. Cada vez que tengo una entrevista o una sesión de fotos, ella feliz me maquilla. Si no la dejo, se resiente conmigo.
—Qué graciosa.
Joaquín manejaba por la avenida Salaverry. Eran las diez y pico de la noche. Había poco tráfico.
—Cuéntame qué me vas a preguntar, por favor, que estoy supernervioso —dijo Gonzalo.
—No tengo idea —dijo Joaquín—. Cualquier cosa.
Se miraron. Sonrieron.
—¿Te puedo pedir un favor? —preguntó Gonzalo.
—Hombre, claro, lo que quieras —dijo Joaquín.
—¿Me puedes preguntar en la entrevista si estoy enamorado?
—Por supuesto, encantado.
—Lo que pasa es que mi hembrita va a estar viendo la entrevista, y quiero aprovechar para mandarle saludos.
—Claro, Gonzalo, lindo gesto de tu parte.
Se quedaron callados. Poco después, llegaron al canal, bajaron del carro y entraron a los estudios de televisión. Joaquín fue al cuarto de maquillaje. Gonzalo se quedó en el estudio, firmando unos autógrafos para las telefonistas del canal. Una veterana maquilladora, que se jactaba de haber maquillado en un mismo día a Henry Kissinger y al Gordo Porcel, maquilló de prisa a Joaquín, como todas las noches. Luego, Joaquín regresó al estudio, saludó a los camarógrafos y esperó el comienzo de su programa. Había unas quince o veinte personas sentadas en una pequeña tribuna del estudio. A la hora de siempre, las once de la noche, un camarógrafo le hizo una seña, haciéndole saber que estaba en el aire.
—Buenas noches —dijo Joaquín, sonriendo frente a la cámara de televisión—. Hoy tengo el inmenso placer de presentares a un actor talentoso y encantador, a un muchacho que se ha ganado las simpatías del público limeño, al chico de moda en Lima, nada más y nada menos que el muy famoso y muy querido Gonzalo Guzmán.
Entonces Gonzalo entró al escenario y el público lo aplaudió con entusiasmo. Gonzalo y Joaquín se dieron la mano, se sentaron y conversaron unos minutos sobre las cosas que Gonzalo había hecho últimamente: una telenovela, Jazmín, y una obra de teatro, ¿Quieres ser mi peor es nada? A mitad de la entrevista, cuando ya estaban más relajados, Joaquín decidió hacer la pregunta que Gonzalo le había pedido.
—Cuéntame una cosa, Gonzalo —le dijo—. Esto es algo que muchísimas chicas quieren saber, y perdóname la indiscreción: ¿estás enamorado?
En el estudio se oyeron risas y murmullos.
—Sí, estoy profundamente enamorado —dijo Gonzalo, mirando a la cámara—. Mi enamorada se llama Rocío y es el gran amor de mi vida. La adoro, ella es todo para mí. El mes pasado hemos cumplido cinco años juntos. Rocío es una chica preciosa y superinteligente. Roci, mi amor, yo sé que me estás viendo, te mando un besote, te adoro.
Gonzalo besó la palma de su mano y la sopló hacia la cámara.
—Un beso volado para ella —dijo, sonriendo.
El público premió con fuertes aplausos ese gesto de ternura.
—Caramba, qué envidia, qué suerte tienes de estar tan enamorado —dijo Joaquín.
—Así es —dijo Gonzalo—. Soy el hombre más feliz del mundo.
Después, los dos conversaron sobre lo difícil que era ser actor en Lima y sobre los proyectos de Gonzalo: «mi meta es emigrar a México o Venezuela, en ese orden», dijo él. Cuando terminó el programa, se apresuraron en salir del canal. Inmediatamente, Gonzalo fue rodeado por decenas de mujeres que le pedían un autógrafo a gritos.
—Es tan sencillo, tan humano, tan nice —gritó una de ellas.
—Es un papacito —gritó otra.
Sin dejar de sonreír, Gonzalo firmó autógrafos y se dejó tomar fotos abrazado por sus admiradoras. De pronto, pareció perder la paciencia. Dejó de sonreír, se abrió paso entre la muchedumbre a codazos y empujones, insultó a un par de chicas que estaban suplicándole un autógrafo: «cállense, carajo, cholas de mierda», y subió al carro de Joaquín.
—Vámonos de aquí —dijo.
Las chicas siguieron chillando y comenzaron a golpear las lunas del carro, rogándole a Gonzalo que firmase más autógrafos. Gonzalo forzó una sonrisa y les hizo adiós.
—Estas cojudas me están volviendo loco —murmuró, mientras sonreía—. Te juro que a veces tengo ganas de agarrarlas a patadas.
Joaquín prendió el carro, retrocedió bruscamente y aceleró. Estuvo a punto de atropellar a una chica.
—Cholas de mierda —dijo Gonzalo, mirándose en el espejo del carro, arreglándose el pelo.
—Es una joda ser tan famoso, pues —dijo Joaquín, sonriendo.
Se quedaron callados. Bajaron las ventanas. Joaquín se pasó un semáforo en rojo y entró a la Salaverry.
—¿Qué tal salió la entrevista? —preguntó Gonzalo.
—Excelente —dijo Joaquín—. Estuviste muy gracioso. El público te aplaudió un montón.
—¿No te pareció que estuve un poquito nervioso?
—Nada que ver. Yo te vi superrelajado.
—¿Quedó bonito cuando hablé de mi hembrita?
—Superbién, superbién. Fue un toque de lo más romántico. Al público le encantó.
—Gracias, Joaquín, te has pasado de vueltas, me has hecho una entrevista de lo más simpática.
—Gracias a ti, más bien. Me hiciste un programa excelente.
Se quedaron callados.
—¿Te provocaría tomar algo? —preguntó Gonzalo.
—Claro, buena idea —dijo Joaquín—. Si me acuesto ahorita, no podría dormir.
—El problema es, ¿adónde vamos?
Siendo una celebridad local, Gonzalo no podía ir a cualquier lugar público sin sufrir las molestias de la fama.
—Si quieres, podemos ir a mi departamento —dijo Joaquín.
—Genial —dijo Gonzalo—. Mucho más tranquilo que en la calle.
Joaquín sonrió y aceleró por Prescott. Gonzalo prendió la radio, puso Doblenueve y subió el volumen. Estaban tocando una canción de Sting.
—Me fascina Sting —dijo, y se puso a cantar en inglés.
Poco después, llegaron al departamento de Joaquín. No bien entraron, Gonzalo descolgó el teléfono y llamó a Rocío, su enamorada. Joaquín entró al baño para quitarse el maquillaje.
—China, hola, ¿me viste? —dijo Gonzalo, en el teléfono.
Parado frente al espejo, Joaquín estaba pasándose una esponja con jabón por la cara.
—Sí, salió bestial, ¿no? —continuó Gonzalo—. ¿Te gustó lo que dije de ti? ¿De verdad te emocionaste? Me salió del corazón, Rocío, fue puro corazón lo que dije. Yo también te adoro, chinita linda.
Joaquín salió del baño y se quitó el saco y la corbata. Gonzalo siguió hablando por teléfono.
—Ahorita estoy en el depa de Joaquín —dijo—. Vamos a tomar un trago y de ahí me voy a la casa. Claro, china, ya nos vemos mañana. Yo te llamo temprano para ver juntos el vídeo de la entrevista, ¿ya? Sí, mis papis me la han grabado. Chau, chinita. Chau, pues, sueña conmigo, ¿ya?
Gonzalo colgó el teléfono.
—Estaba marcando tarjeta —dijo, sonriendo—. Tú sabes, si no la chica se resiente.
—Entiendo, entiendo —dijo Joaquín.
Luego sirvió dos vasos de vino, abrió la ventana y se sentó en la alfombra. Gonzalo se sentó a su lado.
—Por el gusto de habernos conocido —dijo Joaquín.
—Salud —dijo Gonzalo.
Chocaron sus copas y probaron el vino. Se quedaron callados. Se miraron a los ojos.
—Si quieres que te diga la verdad, me moría de ganas de conocerte —dijo Gonzalo.
—Yo también, yo también —dijo Joaquín, bajando la mirada—. En realidad, por eso te llamé. La entrevista fue un pretexto para conocerte.
Gonzalo sonrió.
—Tramposo, manipulador —dijo, y palmoteó a Joaquín en una pierna.
—No se me ocurrió otra forma de conocerte —dijo Joaquín—. Yo nunca me pierdo tu novela. Me encanta verte en la tele.
—Mentiroso. Te apuesto que jamás ves la novela.
—Te juro que sí la veo. Pero solo la veo cuando sales tú.
Sonrieron. Se quedaron callados. Escuchaban el tráfico de la avenida Pardo.
—¿Te puedo hacer una pregunta personal? —dijo Gonzalo.
—Claro —dijo Joaquín—. Todas las preguntas que quieras.
—¿Es cierto lo que dice Osvaldo Gambini de ti?
Gambini era uno de los actores peruanos más famosos.
—¿Qué dice? —preguntó Joaquín.
—Que tú y él son pareja —dijo Gonzalo.
Joaquín puso cara de sorprendido.
—Nada que ver —dijo.
—Menos mal —dijo Gonzalo—. Ya decía yo.
—¿Cómo puedes haber creído que tengo tan mal gusto, Gonzalo? Gambini es un asco.
—Yo sé, yo sé, pero te juro que eso es lo que decían de ti.
—¿Quiénes?
—Los chicos del ambiente. Los chicos del teatro.
—Cojudeces, pues. Esa gente ni siquiera me conoce.
—Okay, pero no te piques.
—No me pico.
—Sí te has picado, huevón —dijo Gonzalo, sonriendo, y palmoteó a Joaquín en la pierna.
Se quedaron callados. Tomaron más vino.
—¿Tú eres del ambiente? —preguntó Gonzalo.
—¿De qué ambiente? —preguntó Joaquín.
—O sea, del ambiente, pues.
—No. No soy del ambiente de Gambini ni de los chicos del teatro. No me siento parte de ese ambiente.
Gonzalo se rio.
—Picón —dijo.
Joaquín tomó más vino. Le había molestado que Gonzalo le preguntase si era pareja de Gambini.
—Porque si eres del ambiente, como dicen por ahí, creo que podrías picar más alto que Gambini.
—Ya te he dicho que yo nada que ver con Gambini. Con las justas lo conozco. Lo he entrevistado una vez y punto.
—A mí Gambini me dijo una vez que tú y él eran amantes.
—Mentiroso. ¿Eso te dijo?
—Te juro, Joaquín. Una vez en el teatro, después de un ensayo, me contó que salía contigo y que se llevaban de Putamadre y que estaban templadazos. Yo me quedé helado. No lo podía creer.
—Qué tal farsante ese Gambini. Cómo puede ser tan hijo de puta de hablar así.
—No te imaginas el ataque de celos que me dio esa vez.
—¿Te pusiste celoso?
—Ajá.
—¿Por qué? No entiendo.
Gonzalo bajó la mirada.
—Porque tú me gustas —dijo.
Joaquín no supo qué decir.
—Tú también me gustas —dijo, con una voz muy débil.
Se miraron a los ojos.
—¿Me juras que nunca pasó nada con Gambini? —preguntó Gonzalo.
—Te juro —dijo Joaquín.
Se abrazaron. Se echaron en la alfombra. Se besaron.
—Me gustas un huevo —dijo Gonzalo.
—Tú también —dijo Joaquín—. Me moría de ganas de conocerte. Sabía que nos íbamos a llevar bien.
Se besaron de nuevo. Gonzalo abrazó a Joaquín por detrás.
—Es rarísimo —le dijo, mordiéndole la oreja, besándole el cuello—. Nunca había tenido ganas de acostarme con un chico. Nunca me había gustado un chico como me gustas tú.
—Hazme el amor —dijo Joaquín.
Se pusieron de pie y entraron al cuarto cogidos de la mano.
Al día siguiente, Joaquín estaba durmiendo una siesta cuando sonó el timbre de su departamento. Se despertó malhumorado, se levantó de la cama y miró por la ventana. Era Gonzalo. Corrió a la cocina, levantó el intercomunicador y le abrió la puerta. Gonzalo subió por el ascensor. No bien entró al departamento, abrazó a Joaquín. Cerraron la puerta, fueron al cuarto, se quitaron la ropa e hicieron el amor. Luego se quedaron desnudos, echados en la cama, acariciándose.
—Tengo que decirte algo —dijo Gonzalo.
—Dime —dijo Joaquín.
—Anoche te mentí. No es la primera vez que me acuesto con un chico.
—No te preocupes. Lo sospechaba.
—Sorry. Fui un huevón. No sé por qué te mentí.
Joaquín puso su cabeza sobre el pecho de Gonzalo.
—¿Desde cuándo te gustan los chicos? —le preguntó.
—Desde que estaba en el colegio —dijo Gonzalo—. Había un chico en mi clase que era churrísimo. Se llamaba Patrick Fisher. Era rubio, lindo. Tenía un cuerpazo. Y era superbueno haciendo deporte. Yo me cagaba por Patrick. Me encantaba mirarle las piernas cuando jugábamos fútbol en educación física. Me encantaba chequearlo calato cuando nos duchábamos en el camarín del colegio. Nunca le dije a nadie que me cagaba secretamente por Patrick. Y nunca pasó nada entre los dos.
—¿Cómo fue la primera vez que lo hiciste? —preguntó Joaquín.
Gonzalo sonrió.
—Me da vergüenza contártelo —dijo—. Mejor cuéntame tú primero.
Joaquín pasó una mano por su pelo. Tenía la mirada perdida en el techo.
—La primera vez que lo hice fue con un amigo del colegio —dijo—. Fue feo. Me dejó hecho mierda.
—¿Por qué?
—Porque yo me templé de él, y él no me quería. Yo ni siquiera le gustaba. Hasta ahora no entiendo por qué lo hicimos.
—¿Pero él es gay o qué?
—No. Le gustan las chicas. Me la metió de puro pendejo, de puro arrecho. Nada más.
—¿Todavía son amigos?
—No. Si nos vemos, ni siquiera nos saludamos. Es una pena. A veces pienso que sigo templado de él.
—¿Cómo se llama?
—Jorge.
—¿Qué edad tenías cuando pasó?
—Estaba en primero de media. Era un chiquillo. Ni siquiera sabía que Jorge me gustaba porque yo era homosexual. Solo sabía que me gustaba estar con él, que me gustaba reírme con él.
Se quedaron callados. Gonzalo lo acariciaba en la cabeza.
—Yo también comencé temprano —dijo.
—Cuéntame —dijo Joaquín.
—Pero júrame que no se lo vas a decir a nadie.
—Te juro.
—Fue con un chofer que trabajaba en casa de mis viejos.
—¿Con un chofer?
—Ajá. Puta, qué vergüenza, nunca le había contado esto a nadie.
—No seas huevón, hombre, no tengas vergüenza.
—El chofer era un negro grandote, recontrapendejo. Leonidas, se llamaba. Leonidas de la Cruz. Me recogía todas las tardes del colegio. Yo estaba en tercero de media. Vivía arrechísimo. La tenía parada todo el día. Un día, le pedí a Leonidas que me enseñe a manejar, y me senté encima suyo. Él siguió manejando de lo más normal. Al ratito, sentí que se le había puesto dura al negro. Yo sentía la pingaza del negro y seguía manejando y me iba arrechando cada vez más. Cuando llegamos, le bajé la bragueta y se la chupé en el garage de la casa. El negro se quedó calladito, nunca dijo nada. Al día siguiente, se la quise chupar de nuevo, pero ya no se dejó. Nunca más pasó nada. Y nunca hablamos de eso entre los dos.
—¿No te la llegó a meter?
—No. Y menos mal, porque tenía una pinga de caballo.
Se rieron.
—¿Y cómo fue la primera vez que hiciste el amor con un hombre? —preguntó Joaquín.
—Fue con un pata del gimnasio —dijo Gonzalo—. Yo ya estaba en quinto de media. Casi siempre iba al gimnasio después del colegio. Iba a Workout, el gimnasio ese que queda en Dasso. Este pata se llamaba Eduardo. Eddie, le decían. Era una bestiaza, se pasaba horas de horas en el gimnasio, tenía un cuerpazo. Eddie era mi instructor. Me pesaba, me decía mi rutina de ejercicios, me daba dietas especiales para sacar cuerpo, me recomendaba vitaminas, toda esa onda. Un día, me dijo para ir a su casa porque quería darme unas vitaminas especiales que le habían traído de Miami. Bueno, fuimos a su casa. Eddie vivía con sus viejos en Jesús María, por la residencial San Felipe. En el techo tenía un cuartito que era como su gimnasio privado. Nos encerramos en ese cuartito, empezamos a hacer ejercicios y en eso Eddie se bajó la malla y me dijo que se la chupara. Me acuerdo que tenía una pinga chiquitita, o a lo mejor se venía chiquita porque tenía unos musculazos, no sé. Terminamos haciendo de todo. Era un mañosazo ese pata. Me enseñó pendejada y media.
—¿Y Rocío, tu enamorada, sabe todo esto?
—¿Estás loco? ¿Cómo se te ocurre? Rocío no tiene idea de estas cosas.
—Y cuando ella ya era tu enamorada, ¿tú seguías teniendo experiencias homosexuales?
—Bueno, sí, de vez en cuando nomás. A veces no podía controlarme y llamaba a Eddie o a unos amigos del teatro que también son del ambiente. Pero jamás le he contado estas cosas a Rocío. ¿Cómo se te ocurre?
—¿Y por qué no le cuentas?
—Porque no entendería. Porque le haría un daño del carajo. Le rompería los esquemas.
—De repente la estás subestimando, Gonzalo.
—Yo la conozco, huevón. Rocío es una chiquilla del Villa María. Jamás en su puta vida se le ha pasado por la cabeza que yo tengo mi lado gay.
—¿Has hecho el amor con ella?
—Claro. Ella era virgen cuando me conoció. Conmigo lo hizo por primera vez.
—¿Y te gusta hacerlo con ella?
—Me encanta. Roci cacha riquísimo. Pero no se puede comparar con un polvo homosexual, pues. No hay tanta arrechura. Todo es más puro, más romántico.
—Entiendo.
Se quedaron callados.
—¿De verdad la quieres, Gonzalo?
—Por supuesto. La adoro.
—¿Entonces por qué no le dices las cosas como son?
—Ya te dije, porque no entendería. Se traumaría, la haría mierda.
—A mí me parece que si le tienes un poquito de cariño, un poquito de respeto, deberías decirle la verdad.
—No seas huevón, Joaquín, una hembrita nunca debe enterarse de esas cosas. Esas cosas quedan entre hombres.
—No estoy de acuerdo, Gonzalo.
—¿Por qué? No te entiendo.
—Porque si yo fuera ella, no me gustaría que me hagas una cosa así.
—Bueno, sí, tal vez tienes razón, pero ya es muy tarde, pues. Hemos estado cinco años juntos, Joaquín. No tengo derecho a hacerle una perrada así.
—Algún día se va a enterar, Gonzalo. Es imposible que le mientas toda la vida.
—Nunca se va a enterar —dijo Gonzalo, enojado—. Rocío nunca se va a enterar.
Luego se levantó bruscamente de la cama, se vistió y dijo que tenía que irse. Se fue sin darle un beso a Joaquín.
Unos días después, Gonzalo llamó por teléfono a Joaquín.
—Quiero que conozcas a Rocío —le dijo—. ¿Qué tal si vamos los tres a la playa?
Era un sábado a mediados de enero. Había salido el sol.
—Excelente idea —dijo Joaquín.
—Paso por ti en media hora —dijo Gonzalo—. Hay que ir temprano. Si no, el tráfico es una pinga.
—Perfecto. Yo te espero.
Joaquín se puso ropa de baño, sacó de la refrigeradora un par de botellas de vino blanco y se sentó a esperarlos. Media hora más tarde, escuchó una bocina y se asomó a la ventana: era Gonzalo, en una camioneta, saludándolo con una mano. Joaquín le contestó el saludo, se puso un sombrero y anteojos oscuros, y bajó a la calle. No bien entró a la camioneta, Gonzalo le dio la mano.
—Hola —le dijo—. Te presento a Rocío, mi enamorada.
—Hola, Joaquín —dijo Rocío, sonriendo.
—Hola, qué tal —dijo Joaquín, y besó a Rocío en la mejilla.
Rocío era una chica muy atractiva. Tenía el pelo largo y castaño, los ojos marrones y una sonrisa encantadora.
—¿Adónde vamos? —preguntó Gonzalo.
—A Villa ni hablar —dijo Rocío—. Yo fui ayer y el mar estaba hecho un asco.
—¿Nos vamos hasta el Silencio? —preguntó Gonzalo.
—Lo malo es que el Silencio se ha choleado mucho últimamente —dijo Rocío.
—Qué vamos a hacer, pues, china, los cholos están por todas partes —dijo Gonzalo.
—Bueno, vamos a Silencio —dijo Rocío, resignada.
Gonzalo puso un casete de Bowie, subió el volumen y manejó rumbo a la carretera al sur. Joaquín abrió una botella de vino, sirvió un poco en tres vasos de plástico y los repartió. Tomaron. Gonzalo cantaba en inglés. Rocío miraba por la ventana con un aire distraído, su pelo alborotándose con el viento. Joaquín miraba las piernas de Gonzalo, blancas y musculosas, y las piernas de Rocío, más delgadas y morenas. Poco después, se detuvieron en un semáforo de la Benavides. Mientras esperaba a que cambiase la luz roja, Gonzalo se dio cuenta que lo estaban mirando desde un carro parado a su lado: lo habían reconocido. A él lo reconocían en cualquier esquina de Lima. Gonzalo forzó una sonrisa y les hizo adiós a las chicas del carro de al lado. Cuando el semáforo cambió a verde, aceleró.
—Cholas cojudas, no me dejan en paz —murmuró.
—Es el precio de la fama, pues, Gonza —dijo Rocío.
Un poco más allá, ya en la autopista, Gonzalo se permitió una sonora flatulencia.
—Ay, Gonza, no seas cochino —dijo Rocío, y sacó la cabeza por la ventana.
Gonzalo soltó una carcajada.
—Eres un chancho —gritó Rocío, también riéndose.
—Ya te he dicho, china —dijo Gonzalo—. Tienes que acostumbrarte a mis pedos.
—Jamás de los jamases —dijo Rocío—. Eres lo mínimo, chancho.
Gonzalo miró a Joaquín por el espejo.
—¿Tú sabes cuál fue el momento más cague de risa de estos cinco años con Rocío? —le preguntó, sonriendo—. El día que me tiré mi primer pedo delante de ella.
—Gonzalo, cállate, qué vergüenza —dijo ella, y se llevó las manos a la cara.
—No sabes lo histérica que se puso —continuó Gonzalo—. Me botó de su casa. Peleó conmigo. No me quiso hablar una semana.
—Qué mentiroso eres, Gonzalo —dijo Rocío.
—Dejaste de hablarme, china —dijo Gonzalo.
—Pero nada más un día —dijo Rocío.
—Solo una pituca del Villa María se ofende porque su enamorado se tira un pedo —dijo Gonzalo.
Joaquín les sirvió más vino. Tomaron.
—Ah, pero eso no fue nada comparado con la vez que ella se tiró su primer pedo conmigo —dijo Gonzalo.
Rocío sonrió y de nuevo se llevó las manos a la cara.
—Jamás pasó eso, mentiroso —dijo, avergonzada.
—Ese día sentí que nos teníamos una confianza total, que éramos una pareja supersólida —dijo Gonzalo.
—Yo nunca me tiro gases, idiota —dijo Rocío.
—Yo sé, china —dijo Gonzalo—. Tú eres la chica más limpia del mundo.
Un rato después, llegaron al Silencio, cerraron el carro con llave y corrieron hasta la orilla, porque la arena quemaba. Gonzalo tiró sus cosas en la arena y se quitó el polo.
—Yo me voy de frente al agua —dijo—. ¿Alguien viene?
El mar estaba manso. No había mucha gente en la playa.
—Yo me quedo —dijo Rocío.
—Yo también —dijo Joaquín.
—Flojonazos —dijo Gonzalo.
Luego corrió al mar y se tiró de cabeza al agua. Rocío sacó una crema para protegerse del sol y se la echó en las piernas y los brazos. Joaquín siguió tomando vino.
—¿Me echas un poquito de crema en la espalda? —le preguntó ella.
—Claro, encantado —dijo él.
Cogió el bronceador, echó un poco en la espalda de Rocío y comenzó a esparcirlo suavemente.
—Tienes un lindo cuerpo, Rocío —dijo.
—Gracias, pero bien que me cuesta, oye —dijo ella—. Dos horas de aeróbicos todas las mañanas y un montón de yogures. Ya estoy hastiada de los yogures, te diré. Un día me voy a volver loca y voy a comerme una hamburguesa supergrasosa.
Joaquín terminó de echarle bronceador y se sirvió más vino.
—Lindo día —dijo.
—Superplayero —dijo ella.
Gonzalo les hizo adiós desde el mar. Ellos sonrieron y le contestaron el saludo.
—¿Sabes qué? —dijo Joaquín—. Envidio a Gonzalo. Me gustaría tener un ego tan grande como el suyo.
—A mí a veces me friega que Gonza se quiera tanto —dijo Rocío—. A veces siento que Gonza está enamorado de él, no de mí. Pero hay que comprenderlo, pues. Así son los actores, ¿no?
—¿Y tú estás enamorada de él?
—Super. Desde chiquita. No me imagino con otro hombre, Joaquín. Llevamos cinco años juntos. Alucina, cinco años.
—Te entiendo. Yo, si fuese mujer, me enamoraría fácilmente de Gonzalo.
Ella sonrió, como sorprendida por lo que acababa de escuchar. Se quedaron callados.
—¿Te puedo hacer una pregunta? —dijo ella.
—Claro, la que quieras —dijo él.
—¿Es verdad lo que por ahí dicen de ti?
—¿Qué dicen?
—Tú sabes, dicen que eres medio raro.
—¿Medio raro?
—O sea, que eres maricón, pues.
Joaquín sonrió. Se quedó callado.
—¿Es verdad eso que dicen de ti? —insistió ella.
—Sí —dijo él—. Más o menos.
Ella tomó un trago.
—¿Te molesta que te lo haya preguntado? —dijo.
—Para nada —dijo él.
—Porque yo soy así, francota.
—Está bien, no hay problema. ¿Y a ti te molesta que yo sea así?
—No, no me molesta. Pero si quieres que te diga la verdad, me da pena por ti.
—¿Pena? ¿Por qué?
—Yo no tengo nada contra los maricones, Joaquín, pero en tu caso francamente me parece un desperdicio.
—¿Por qué?
—Porque un chico churro, pintón, y encima inteligente, como tú, no está para ser maricón, pues, hijo. Tú podrías conseguirte una chica superregia. Por eso te digo que me parece un desperdicio que seas así medio raro. Pero, bueno, cada loco con su tema, ¿no?
Gonzalo salió del mar y se acercó a ellos corriendo.
—¿Qué tal está el agua? —le preguntó Rocío.
—Riquísima —dijo Gonzalo—. Pero tú estás más rica, china —añadió, y movió la cabeza para que salpicase agua encima de ella.
—Ay, estúpido, te odio —dijo Rocío, riéndose.
Esa noche, los tres fueron juntos al Nirvana. Después de tomar un par de cervezas, Gonzalo y Rocío se pusieron a bailar. Joaquín se metió al baño a ver si alguien le invitaba un poco de coca. Tuvo suerte: se encontró con Piraña, un flaco que vendía tiros en el baño del Nirvana. Joaquín le pagó por adelantado y aspiró un par de líneas.
—Por si acaso, a las seis de la mañana vamos a ir a jugar fulbito a la Costa Verde —le dijo Piraña.
—A lo mejor me animo —dijo Joaquín.
Salió del baño, volvió a la barra y pidió una cerveza. Poco después, Gonzalo y Rocío se cansaron de bailar y se acercaron a la barra.
—Flojo, no has bailado nada —le dijo Rocío a Joaquín.
—Es que bailo mal —dijo Joaquín.
—Mentiroso —dijo ella.
—Te juro —dijo él.
—A ver, quiero ver cómo bailas —dijo ella, y lo cogió de la mano.
Fueron a la pista de baile. Había tanta gente que era difícil caminar por los pasillos del Nirvana. En una esquina, encontraron un espacio desocupado y se pusieron a bailar. Rocío se movía bastante. Movía especialmente su pelo, como si estuviese orgullosa de él. Joaquín apenas se movía. No le gustaba bailar.
—Bien que te gusta bailotear, coqueto —gritó Rocío.
Bailaban una canción de The Cure. La pista de baile estaba repleta de gente. En una de las paredes había un televisor prendido. De pronto, Rocío le pasó la voz a una chica que estaba bailando a su lado. Se abrazaron y se dieron un beso en la mejilla.
—Mira, te voy a presentar a una amiga —le dijo Rocío a Joaquín, gritándole al oído—. Se llama Stephanie.
—Hola, mucho gusto —dijo Joaquín, y la besó en la mejilla.
Los tres siguieron bailando juntos. Stephanie era una chica baja y rubia. Tenía una nariz grande y unos labios sensuales. Cuando terminó la canción, Rocío dijo que se moría de calor y se fue a la barra. Pusieron otra canción. Stephanie y Joaquín siguieron bailando.
—Bailas lindo —dijo él.
—Uno baila como tira —dijo ella.
—Estás guapísima —dijo él.
Ella le sacó la lengua, como burlándose de él.
—Tú también, pero podrías estar mejor —dijo.
—¿Ah, sí? Dime cómo —dijo él.
Stephanie se sacó un arete, abrazó a Joaquín y le clavó el arete en una de las orejas.
—Ahora te ves mucho mejor —le dijo, con una sonrisa coqueta.
—Cojuda, me ha dolido —dijo él, furioso.
—La primera vez siempre duele —dijo ella, riéndose.
Él la cogió del brazo.
—Acompáñame afuera a tomar un poco de aire —le dijo.
—Te ves regio con el arete —dijo ella.
Stephanie y Joaquín salieron del Nirvana. Ya se jodió conmigo esta enana conchasumadre, pensó él.
—¿Qué tal si damos una vuelta? —dijo.
—Qué lanza eres, oye —dijo ella—. Recién me conoces.
—Solo para fumar un tronchito —dijo él.
Ella sonrió.
—Vamos —dijo, frotándose las manos.
Subieron al carro de Joaquín. Él manejó rumbo al mar. Ella prendió la radio, encontró Doblenueve y se puso a cantar sacando la cabeza por la ventana. En pocos minutos, llegaron a la Costa Verde. Él apagó el carro en un terreno arenoso frente al mar.
—Qué lugar tan romántico para fumar un troncho —dijo ella.
—No vamos a fumar ningún troncho —dijo él.
—¿Qué te pasa oye? ¿Por qué estás así todo achorado?
—Sácame el arete, Stephanie.
—Solo si me lo pides bonito.
—Sácamelo, carajo —gritó él.
—Era un regalo, huevón —gritó ella.
Luego se acercó a Joaquín y le sacó el arete. Entonces él se bajó la bragueta.
—Chúpamela —dijo.
—No me da la gana —dijo ella, mirándolo entre las piernas—. No como manicitos.
Él abrió la guantera y sacó un gas paralizante en aerosol.
—Chúpamela o te hago buitrear, cojuda —dijo.
—Que te la chupe tu vieja —dijo ella.
Él le echó el gas en la cara.
—Oye, conchatumadre, no seas loco —gritó ella, tapándose la cara.
Él siguió disparándole el gas. Luego abrió la puerta y empujó a Stephanie afuera del carro. Ella cayó en la arena, llorando. Él cerró la puerta, prendió el carro, bajó todas las ventanas y regresó al Nirvana. No bien llegó, entró al baño, le compró coca a Piraña y se metió un par de tiros.
Cuando salió del baño del Nirvana, Joaquín se encontró con Gonzalo y Rocío.
—¿Adónde te habías metido? —le preguntó Gonzalo.
—Me contaron que te vieron salir con Stephanie —dijo Rocío.
—Sí, me pidió que la llevara a su casa —dijo Joaquín.
—Sí, claro, picarón —dijo Rocío, sonriendo, como si no le hubiese creído.
Gonzalo miró su reloj.
—Ya es tarde —dijo—. Vamos de una vez a dejar a Rocío. Sus viejos son una ladilla. Si llega después de la una y media, se empinchan y me hacen un roche del carajo.
Gonzalo, Rocío y Joaquín salieron del Nirvana apestando a humo. Una niña les ofreció flores en la puerta de la discoteca. Gonzalo compró una rosa roja y se la dio a Rocío. Ella lo abrazó y le dio un beso.
—Por eso te adoro, Gonza, porque siempre me haces sentir especial —dijo.
Entraron al carro de Joaquín.
—Tu carro huele rarísimo, oye —dijo Gonzalo—. Huele como a algo químico.
El carro todavía olía al gas paralizante.
—Debe ser la colonia de Stephanie —dijo Joaquín, y los tres se rieron.
—Cuenta, cuenta —dijo Rocío, frotándose las manos—. ¿Cómo te fue con la loca esa?
—Muy bien —dijo Joaquín, y prendió el carro—. La acerqué un poco a su casa.
—No nos cojudees, pues —dijo Gonzalo—. ¿Te la agarraste o no?
—Traté, pero no se dejó —dijo Joaquín.
—Qué raro, porque Stephanie es una loba conocida —dijo Rocío.
—Joaquín no perdona, china —dijo Gonzalo—. Así, tranquilito como lo ves, es un peligro público, no sabes los cueros que se agarra.
—Es que los tranquilos siempre son los más peligrosos, pues —dijo ella.
Mientras manejaba por la avenida Pardo, Joaquín puso un casete de Mecano. Gonzalo y Rocío cantaron juntos: se sabían todas las letras de memoria. Poco después, llegaron a la casa de Rocío. Ella vivía con sus padres en una calle tranquila de San Isidro.
—Chau, chicos —dijo Rocío, antes de bajar del carro.
—Chau, guapa —le dijo Joaquín, y le dio un beso en la mejilla.
—Chau, churro —le dijo ella.
—Ya, ya, no se pasen —dijo Gonzalo.
Rocío bajó del carro sonriendo. Gonzalo la acompañó hasta la puerta de su casa. Luego la abrazó y le dio un beso en la boca.
—Chau, amorcito —le dijo—. Sueña conmigo.
Rocío entró a su casa. Gonzalo regresó al carro.
—Listo —dijo—. ¿Vamos a tu depa?
—No me lo tienes que decir dos veces —dijo Joaquín, y aceleró.
Se quedaron callados. Gonzalo comenzó a acariciarlo en una pierna.
—Deberíamos acostarnos los tres juntos —dijo Joaquín.
—Eres un degenerado —dijo Gonzalo, sonriendo.
—Tal vez, pero sería riquísimo.
—No te hagas ilusiones, huevas. Yo a Rocío no la comparto con nadie.
Llegando al departamento, hicieron el amor. Joaquín no pudo dejar de pensar en Rocío mientras Gonzalo se movía detrás suyo.
—Es la última vez que lo hacemos —dijo, cuando terminaron.
—¿Qué te pasa, huevón? —preguntó Gonzalo, sorprendido—. ¿Por qué dices eso?
—Es que simplemente no me parece bien que le hagas esta perrada a Rocío.
—¿Qué perrada? ¿De qué estás hablando?
—Esto. Cachar un día con ella y otro conmigo.
—¿Cuál es el problema, Joaquín? ¿No te gusta tirar conmigo?
—Me encanta. Adoro acostarme contigo. Y tú lo sabes.
—¿Entonces?
—Me jode que la engañes de esta manera. Rocío no se merece que la trates así.
—No la estoy engañando, huevón. Pero tampoco tengo que decirle toda la verdad, pues. ¿No te das cuenta que lo hago para protegerla?
—Perfecto. Si no le quieres contar que eres bisexual, no hay problema, pero entonces dejamos de acostarnos.
—Tú dale con eso. Ya te expliqué que no entendería, Joaquín. Qué ganas de joder todo tienes tú también.
Gonzalo se levantó de la cama y buscó su ropa en la alfombra. Estaba molesto.
—Te picas porque sabes que tengo razón —dijo Joaquín—. Te jode que te diga la verdad. Te jode acordarte que eres un mentiroso.
—Sabes una cosa, Joaquín, la coca te está quemando el cerebro —dijo Gonzalo, levantando la voz.
—Genial, porque cuando termine de quemármelo voy a poder trabajar contigo en alguna telenovela.
—Eres un hijo de puta.
Gonzalo salió del departamento, tiró la puerta y bajó a tomar un taxi en la avenida Pardo. Un rato después, harto de dar vueltas en la cama sin poder dormir, Joaquín regresó al Nirvana. A las seis de la mañana, terminó en la Costa Verde, con la nariz llena de coca, jugando fulbito de mesa con Piraña.
Semanas después, Joaquín se encontró con Rocío en el Nirvana. Era un jueves. Rocío estaba sola. Se abrazaron y se dieron un beso en la mejilla.
—¿Has venido con Gonzalo? —preguntó él.
—No, Gonza está en Miami —dijo ella—. Se fue acompañando a su mamá a hacer unas compritas.
—Bien por él, pero una chica linda como tú no debería venir sola a estos sitios, Rocío.
—No le vayas a contar a Gonzalo, ah. Tú sabes lo celoso que es. Si se entera, me corta las tetas.
Se rieron. Tomaron un trago. Bailaron un par de canciones. Había poca gente. Esa noche se podía bailar en el Nirvana sin recibir codazos y pisotones.
—Tengo un vino excelente en mi depa —dijo él, cuando se aburrieron de bailar—. ¿Qué tal si vamos un ratito?
—Genial —dijo ella.
Salieron del Nirvana. Llegaron al edificio de Joaquín en menos de cinco minutos.
—¿No te deprimes horrible viviendo solo? —preguntó ella, mientras subían por el ascensor.
—A veces —dijo él.
—Yo no podría vivir sola —dijo ella—. Yo necesito que me engrían.
Entraron al departamento. Él prendió las luces.
—Mostro, mismo Nueve semanas y media —dijo ella, y se sentó en un sillón de cuero negro.
Él abrió un vino tinto, sirvió dos copas, le dio una a Rocío y puso un disco de Gypsy Kings.
—No te imaginas cómo lo extraño a Gonza —dijo ella.
—¿Lo quieres, no?
—Lo adoro.
Se quedaron callados.
—¿Alguna vez le has sacado la vuelta? —preguntó él.
—Nunca, jamás —dijo ella.
—¿Y él tampoco te ha sacado la vuelta jamás?
Ella tomó un trago y cruzó las piernas. Se había puesto unos jeans bien ajustados.
—Una vez peleamos y él salió un par de veces con una chica, una cojudita que iba a su gimnasio, pero solo lo hizo para sacarme celos —dijo—. Después amistamos y me juró que no había pasado nada, que ni siquiera habían chapado. Los dos somos superfieles el uno para con el otro.
—Tengo que ir al baño —dijo él.
Fue al baño, se metió un par de tiros, se miró en el espejo y dijo: «Los dos somos superfieles el uno para con el otro. Me la voy a cachar por cojuda». Cuando volvió a la sala, encontró a Rocío echada en el sillón, viendo televisión. En ese momento, pasaron una propaganda de Jazmín en la televisión, y la cara de Gonzalo apareció en la pantalla del televisor.
—Gonza, amorcito, te extraño a mares —dijo Rocío.
Luego saltó del sillón, se acercó al televisor y besó la imagen de Gonzalo.
—Caramba, eso es amor —dijo Joaquín, sonriendo.
Rocío apagó el televisor y se echó en el sillón.
—Ay, qué bien me siento —dijo, suspirando—. Estoy superrelajada. Este vino me ha caído regio.
Joaquín se sentó al lado de Rocío.
—Estás preciosa —le dijo, y la acarició en una pierna.
—Gracias —dijo ella—. Debe ser por el vino que me ves más bonita.
Él se acercó a ella y trató de darle un beso. Ella no se dejó.
—No, ni hablar, no puedo hacerle esto a Gonza —dijo.
—¿Por qué? —preguntó él—. Esto queda como un secreto entre los dos.
—No —dijo ella—. Jamás le sacaría la vuelta a Gonza.
—Ya, pues, no te hagas la difícil.
—No, Joaquín, ni hablar.
—Un besito nomás, Roci. Un chapecito y ya.
—Ningún chapecito, hijito. Yo no soy una loba como Stephanie.
Él se puso de pie y caminó hasta la ventana. Ahora estaba molesto. Quería vengarse.
—Eres una tonta, Rocío —dijo—. Gonzalo te saca la vuelta.
—¿Por qué dices eso? —preguntó ella, sorprendida.
—Porque sé perfectamente que Gonzalo te saca la vuelta sin ningún remordimiento.
—¿Y tú cómo sabes?
—Mejor no me preguntes. Solo te digo que estoy seguro.
—Ah, no, esto no se queda así —dijo ella, poniéndose de pie, llevándose las manos a la cintura—. Tienes que decirme con quién me saca la vuelta, Joaquín.
—Te ha sacado la vuelta más de una vez —dijo él.
—Dime un nombre —dijo ella.
—Por ejemplo, conmigo —dijo él, sin mirarla a los ojos.
—¿Cómo que contigo? —preguntó ella.
—A Gonzalo le gustan los hombres, Rocío —dijo él, hablando lentamente, sintiéndose cruel—. Gonzalo se acuesta con hombres hace años.
—Mentira —gritó ella—. Eso lo dices por envidioso. Te mueres de pica porque no quiero acostarme contigo.
—No es mentira, Rocío —dijo él—. Créeme, Gonzalo se ha acostado conmigo.
—Mentiroso —gritó ella.
Luego cogió un disco y lo rompió. Era el último disco de Mecano.
—¿Cómo te atreves a hablarme así de Gonzalo, estúpido? —gritó.
Joaquín se agachó y recogió los pedazos del disco. Lástima que justo escogió el de Mecano, pensó.
—Algún día me vas a agradecer que te lo haya dicho —dijo.
Rocío tiró su copa por la ventana. El sonido del vidrio rompiéndose en el pavimento se escuchó con nitidez en ese departamento del séptimo piso.
—Voy a llamar a Gonza ahorita mismo —dijo ella.
Abrió su cartera, sacó una agenda, encontró el número de Gonzalo en Miami y lo llamó por teléfono. Le temblaban las manos.
—Señora, buenas, soy Roci —dijo, tratando de disimular que estaba bastante alterada. Al parecer, le había contestado la mamá de Gonzalo—. Perdone que llame a estas horas. ¿Estará Gonza por ahí, porfa? Gracias, señora, un besóte.
Joaquín se sentó en el sillón y cruzó las piernas.
—Gonza, hola —continuó Rocío—. Bien, bien, amorcito. Bueno, la verdad, no tanto.
Ahora ella estaba llorando.
—Sorry que esté así medio nerviosa, Gonza, pero tenía que hablar contigo. Te llamo porque Joaquín me ha dicho que, ay, no me salen las palabras, me ha dicho que eres maricón y que se han acostado juntos. Es mentira, ¿no es cierto? ¿Me juras, Gonza? Todo es un invento de Joaquín, ¿no es cierto? Sí, es una rata, lo mínimo. Yo sabía que era mentira, amorcito, yo sabía. ¿Cómo se te ocurre que voy a creer esas cochinadas? Yo sé, Joaquín es un envidioso. Para que sepas qué clase de amigos tienes, Joaquín ha tratado de agarrar conmigo aprovechando que tú estás de viaje, para que veas lo rata que es. Lo que pasa es que Joaquín es una marica y cree que todos son maricas como él. Sorry por llamarte a estas horas, Gonza, pero tenía que aclarar esto. Cuando no esté tu mami en el cuarto, llámame para hablar con calma ¿ya? ¿Me quieres? Yo también te adoro, mi vida. Chau, amorcito, un besito en el ombligo. Chau, chau.
Rocío colgó el teléfono, salió del departamento sin decir una palabra, subió al ascensor y bajó a la calle.
—Joaquín Camino es un maricón, una loca perdida —gritó, antes de subir a su carro.
Luego subió a su flamante Amazon rojo y se fue a toda velocidad.
Desde esa noche, Gonzalo y Rocío dejaron de hablar con Joaquín. Como en Lima la gente siempre se encuentra, los tres volvieron a encontrarse en el Nirvana, pero ellos prefirieron ignorarlo. Meses después, Joaquín estaba en un quiosco ojeando los periódicos cuando leyó que Gonzalo se iba a casar con Rocío («Galán Guzmán Se Amarra Con Su Cherry», decía el titular). Joaquín no fue invitado al matrimonio. Sin embargo, les mandó de regalo a los novios el último disco de Mecano. Unos días más tarde, el regalo le llegó de vuelta, junto con una tarjeta.
«Métete este disco adonde no te caiga el sol», decía la tarjeta.
Estaba firmada por Rocío.