Regalo de cumpleaños

Ese día, Joaquín cumplía quince años, y su madre había hecho un lonche para festejarlo.

—Joaquín, ya llegó tu papi, baja para cantar Happy birthday —gritó Maricucha, no bien Luis Felipe regresó del trabajo.

Joaquín estaba en su cuarto, leyendo un libro sobre la historia de los mundiales de fútbol.

—Ahorita bajo, mami —gritó.

—Apúrate, todo está listo, te estamos esperando —gritó Maricucha.

Joaquín salió de su cuarto y bajó al comedor. En la mesa del comedor había dos jarras de chicha morada, sánguches triples y de pollo, alfajores, gelatina y una torta de chocolate con quince velas de colores. Alrededor de la mesa estaban Maricucha, Luis Felipe y los dos hermanos de Joaquín: Ximena y Fernando. Ximena tenía dieciséis años; Fernando, once.

—¿Cómo está el rey del santo? —preguntó Maricucha, y besó en la frente a Joaquín.

—Bien, gracias —dijo Joaquín.

—Bueno, hay que cantar —dijo Fernando, mirando los alfajores con impaciencia.

—Oye, ¿a ti no te han enseñado a saludar? —le dijo Luis Felipe a Joaquín.

Luis Felipe estaba sentado en una de las sillas del comedor, fumando un cigarrillo.

—Hola, papi —le dijo Joaquín, sin mirarlo a los ojos.

—Así no, pues —dijo Luis Felipe—. Saluda bonito.

Joaquín se acercó a su padre y le dio un beso en la mejilla. Odiaba tener que besarlo.

—Ahora sí —dijo Luis Felipe.

—Hay que cantar, pues —insistió Fernando.

Maricucha prendió las velas de la torta y apagó las luces del comedor.

—Vamos a cantar primero en inglés y después en castellano —dijo.

—Mejor solo en inglés —dijo Ximena—. En castellano cantan los cholos, mami.

—Ay, qué disticosa eres, hijita —dijo Maricucha, riéndose.

En seguida comenzó a cantar con una voz algo chillona. Ximena, Fernando y Joaquín cantaron, mirándose y sonriendo. Todos cantaron Happy birthday, menos Luis Felipe.

—Canta, pues, Luis Felipe, no seas aguado —dijo Maricucha, a mitad de la canción.

—Los hombres no cantamos —dijo Luis Felipe, con una voz muy ronca.

Cuando terminaron de cantar, Joaquín sopló las velas con fuerza, pero no logró apagarlas todas.

—Sopla como hombre, muchacho —le dijo Luis Felipe, con una sonrisa burlona—. Pareces una muñequita de porcelana.

Ximena y Fernando se rieron. Joaquín sopló de nuevo y apagó todas las velas.

—Bravo —dijo Maricucha, y aplaudió con entusiasmo.

Luis Felipe se puso de pie y prendió las luces del comedor. Ximena y Joaquín se apresuraron en probar los sánguches. Fernando se comió un par de alfajores a la vez.

—Fernandito, qué barbaridad —dijo Maricucha—. Primero se come lo salado y después lo dulce.

—Me moría por probar los alfajorcitos, mami —dijo Fernando, hablando con dificultad, pues tenía la boca llena de alfajores.

—Eres una chancho —le dijo Ximena a Fernando.

—Cállate, oye, tetona —dijo Fernando.

—Ya, no se peleen, que estamos en pleno lonche familiar —dijo Maricucha—. A ver, Joaquín, échate un discursito.

—No, pues, mami, no fastidies —dijo Joaquín.

—Que hable, que hable, que hable —gritaron, a la vez, Ximena y Fernando.

—Discursito, Joaquín —insistió Maricucha—. Tú sabes que yo privo por tus discursitos.

—Habla, muchacho —dijo Luis Felipe—. Tú eres un piquito de oro.

Maricucha golpeó su vaso con una cucharita.

—Silencio, el del santo va a decir unas palabras —dijo.

Todos se callaron. Joaquín juntó las manos atrás.

—Estamos aquí reunidos para celebrar mi decimoquinto onomástico —dijo.

—Qué lindo habla mi Joaquín, caracho —murmuró Maricucha.

—En esta ocasión festiva y de regocijo familiar, quisiera darle las gracias a mis señores padres por haberme traído al mundo —continuó Joaquín.

—Ay, ahorita lloro cual Magdalena —murmuró Maricucha.

—También quiero agradecer a mi hermana Ximena y a mi hermanito Fernando por ser tan buenos conmigo y por hacerme regalitos tan bonitos —siguió Joaquín—. Les prometo que voy a tratar de no pelearme nunca más con ustedes.

Ximena y Fernando sonrieron. Fernando estaba comiéndose un alfajor más.

—Para finalizar esta breve alocución, creo que es menester elevar una plegaria al Altísimo para que bendiga a nuestra querida familia y nos proteja de todo mal —dijo Joaquín.

—Ay, mi hijo es un santo varón —murmuró Maricucha.

—He dicho —concluyó Joaquín.

Todos aplaudieron, con excepción de Luis Felipe.

—Bravo, bravo —dijo Maricucha, aplaudiendo—. Has hablado más lindo que el padre Griffin.

—Lo estás haciendo hablar como maricón al muchacho, Maricucha —dijo Luis Felipe.

—Queremos que partan la torta, queremos que partan la torta —gritaron Ximena y Fernando.

—Ya, niños, no sean glotones, que la gula es pecado —dijo Maricucha.

Luego cogió un cuchillo y partió la torta. Ximena y Fernando aplaudieron.

—Joaquín, acompáñame a la sala un ratito —dijo Luis Felipe—. Quiero hablar a solas contigo.

—¿Qué le vas a decir al chico? —le preguntó Maricucha a su esposo.

—No es de tu incumbencia, mujer —dijo Luis Felipe—. Es un asunto de hombres.

Ximena y Fernando se miraron y sonrieron.

—Ven, Joaquín, no tengas miedo, no te voy a regañar —dijo Luis Felipe.

Joaquín cogió un sánguche y acompañó a su padre a la sala. Los dos se sentaron en un viejo sillón de cuero. En las paredes de la sala estaban colgadas las cabezas de los venados que Luis Felipe había cazado.

—Bueno, hijo, ya tienes quince años —dijo Luis Felipe, y palmoteó a Joaquín en la espalda.

Joaquín sonrió. No supo qué decir. Bajó la mirada.

—Ya no eres un niño —dijo Luis Felipe—. Ya eres todo un hombrecito.

—Sí, pues —dijo Joaquín.

—Mira, Joaquín, quiero hacerte un regalo muy especial por tus quince años, pero es un regalo de hombre a hombre —dijo Luis Felipe, bajando la voz—. Esto tiene que ser un secreto entre tú y yo. Tu mamá no se puede enterar de este regalo.

—No te preocupes, papi.

—Quince años ya es edad para que hagas cosas de hombres, Joaquín. Quiero llevarte a un sitio donde te vas a terminar de hacer hombre.

—Perfecto, papi. Como quieras.

—Dime una cosa, muchacho. ¿Tú alguna vez has remojado el pájaro?

—¿Qué pájaro, papi?

Luis Felipe se rio. Joaquín sintió el mal aliento de su padre.

—La pichula, pues, muchacho —dijo Luis Felipe, en voz baja—. ¿Alguna vez te has montado a una hembra?

Joaquín sonrió y se ruborizó.

—No, papi —dijo—. Nunca jamás.

—Bueno, ya estás en edad de remojar el pájaro, pues, muchacho. Yo me voy a encargar de que hagas tu debut en forma oficial. Es el mejor regalo que te puedo hacer, Joaquín. Me lo vas a agradecer toda la vida.

—Ya, papi.

—A ver si este fin de semana te llevo a un sitio para que te hagas hombre, ¿okay?

Okay, papi.

—Pero eso sí, ni una palabra a tu madre, Joaquín. Tú sabes que ella es una fanática de la religión.

—No te preocupes, papi.

Luis Felipe volvió a palmotearlo en la espalda.

—Así me gusta, muchacho —le dijo—. Eres un digno hijo de tu padre.

Luego se pusieron de pie y volvieron al comedor.

—¿Qué estaban hablando? —les preguntó Maricucha.

—No te metas en lo que no te incumbe, mujer —dijo Luis Felipe.

Unos días después, un sábado en la tarde, Joaquín, sus padres y sus hermanos estaban terminando de almorzar cuando Luis Felipe apagó su cigarrillo, se puso de pie y dijo:

—Joaquín, vamos a dar una vuelta.

—¿Adónde van? —preguntó Maricucha.

—A tomar un café —dijo Luis Felipe, y eructó, tapándose la boca.

—Si quieren, les hago un cafecito ahorita mismo para que no gasten plata en la calle —dijo Maricucha.

—No friegues, pues, mujer —dijo Luis Felipe—. Déjanos salir a airearnos un poco.

Joaquín terminó de comer su postre, se puso de pie y le dio a su madre un beso en la mejilla.

—No tomes café, mi amor, que te vas a enfermar de los nervios —le dijo Maricucha en el oído—. Pídete un tecito, mejor.

—Ya, mami —dijo Joaquín.

—Estamos de regreso en un par de horitas —dijo Luis Felipe.

—¿Tanto? —preguntó Maricucha, frunciendo el ceño.

—Carajo, mujer, déjame respirar tranquilo, no me ajoches —dijo Luis Felipe, levantando la voz.

—Y tú no digas ajos delante de los niños —dijo Maricucha.

—Joaquín ya no es un niño —dijo Luis Felipe—. Ya tiene quince años. Ya es un hombre.

Luis Felipe y Joaquín salieron de la casa, bajaron las escaleras y subieron al carro.

—¿Adónde vamos, papi? —preguntó Joaquín.

Luis Felipe le guiñó un ojo.

—A tu regalo de santo —dijo, sonriendo.

—¿Me vas a comprar un regalo? —preguntó Joaquín, sorprendido.

—No exactamente —dijo Luis Felipe, y puso en marcha su carro—. Pero te voy a hacer un regalo que nunca te vas a olvidar.

—¿Qué regalo, papi?

—Estamos yendo a que te eches tu primer polvo, muchacho —dijo Luis Felipe, y volvió a eructar—. Hoy vas a debutar.

—¿A debutar? —preguntó Joaquín, sin entender de qué estaba hablando su padre.

Luis Felipe se rio.

—Al troca, pues, hombre —dijo—. A que te montes una hembrita. Hoy sales de la categoría pajeros y entras a la categoría cacheritos, Joaquín.

Joaquín se rio nerviosamente.

—¿En serio, papi? —preguntó.

—Claro, pues, muchacho —dijo Luis Felipe—. Ya estás en edad de botar el taco. Si no, te puedes ir acojudando.

Joaquín se imaginó con una mujer desconocida, desnudos los dos, y tuvo miedo.

—Mejor vamos a comprar una pelota de fútbol, papi —dijo—. En La Pluma de Oro venden unas pelotas lindas.

—¿Qué pasa, muchacho? ¿Tienes miedo de ir al troca con tu viejo?

—No, pero mejor lo dejamos para otro día, papi.

—No tengas miedo, Joaquín, vas a ver qué rico es echarse un buen polvito. Confía en tu viejo. Te estoy llevando al mejor troca de Lima. Vas a ver qué rico culean esas cholitas. Son chiquillas y las tienen bien limpiecitas. Después de tu primer polvo, te vas a sentir otra persona, muchacho.

—Como quieras, papi.

—Seguro que eres un pingaloca como tu viejo, ¿no?

Se rieron. Joaquín se rio sin ganas. Sintió que las manos habían comenzado a sudarle.

—¿Quieres que te cuente cómo debuté yo? —dijo Luis Felipe, mientras manejaba de prisa por la carretera a Lima.

—Si quieres —dijo Joaquín, mirando por la ventana.

—Porque yo no tuve la suerte de que mi viejo me llevase al troca a debutar. Tu abuelo era un jodido, Joaquín. Pero yo igual me las ingenié para cepillarme a una chola que trabajaba en casa de mis papás. ¿Sabes qué edad tenía cuando debuté con la chola Eugenia?

—No. ¿Qué edad?

—Trece años, Joaquín. Trece años. Para que veas que tu viejo era un pendejo desde jovencito. ¿Tú crees que yo a los quince años seguía cero kilómetros como tú? No, ya tenía mi kilometraje, muchacho, ya sabía lo que es bueno. ¿Tú no te has agarrado a ninguna de las cholas que trabajan en la casa, no?

—No, papi, ¿cómo se te ocurre?

—¿No te parece que a la Angélica se le puede hacer el favor? A esa cholita ya le pica la papa, Joaquín. Te digo, yo le tengo unas ganas salvajes, pero tu madre está en todas y nunca me deja solo con Angélica. Bueno, pero te estaba contando de mi debut. ¿Tú sabes cómo me la culeé a la chola Eugenia?

—No.

—Te cuento esto para que te relajes, muchacho, para que vayas calentando cuerpo.

Joaquín forzó una sonrisa.

—Me acuerdo que mis papás habían viajado a Europa —continuó Luis Felipe—. Eugenia era el ama de llaves de la casa. Para qué, era bien fea la pobre chola. Tenía una cara de caballo de la gran puta. Si la llevabas al hipódromo, la ensillaban y la hacían correr. Pero cuando uno es muchacho y está con toda la arrechura en la sangre, cualquier hueco es trinchera, ¿no es cierto? Así que una noche, calladito nomás, me zampé al cuarto de la chola y me le fui encima, pero la yegua de Eugenia no quería abrir las piernas, y entonces le dije mira, chola malparida, si no te dejas cachar, les voy a acusar a mis papás que cuando estaban de viaje me violaste y te van a botar a patadas. Así que la chola se hizo la loca y se dejó nomás, pero bien que le gustó, bien que me gimió la pendeja. Dime si tu viejo no era un pendejo, muchacho. Trece años y ya me buscaba mis chuchas solito.

Luis Felipe soltó una carcajada. Joaquín sintió el mal aliento de su padre.

—Papi, ¿no te provocaría tomar un lonchecito en el Cream Rica? —preguntó.

—Las huevas, muchacho —dijo Luis Felipe—. Hoy te convierto en hombre aunque no quieras.

Un rato más tarde, entraron a un edificio a media cuadra de Miguel Dasso, subieron al tercer piso y Luis Felipe tocó el timbre de un departamento.

—Este es un troca sumamente discreto —dijo, en voz baja—. No dejan entrar a cualquiera. Y están las mejores putas de Lima.

Joaquín sonrió. Le estaban temblando las piernas. Luis Felipe tocó el timbre de nuevo.

—¿Ya estás fierro? —preguntó.

—¿Fierro? —preguntó Joaquín, sin entender.

Luis Felipe se rio, metiendo las manos en los bolsillos.

—Al palo, pues, muchacho, con la pichula parada —dijo—. Tú no pareces hijo de tu viejo, carajo.

Una mujer abrió la puerta. Era gorda y morena. Podía tener alrededor de cuarenta años. Se había puesto ruleros en el pelo.

—Buenas, don Luis Felipe —dijo, sonriendo—. Qué alegría verlo por acá.

—Hola, Monique —le dijo Luis Felipe—. Te presento a Joaquín, mi hijo mayor.

Joaquín le dio la mano a Monique.

—Buenas, señora —le dijo.

Monique soltó una carcajada.

—Ay, qué tal piropo, a mí no me decían señora en años —dijo.

—Oye, chola, ¿nos puedes atender? —le preguntó Luis Felipe.

—Claro, don Luis Felipe —dijo Monique—. Para usted las chicas siempre están ready.

—Cojonudo, chola —dijo Luis Felipe—. Tú te pasas, no hay nada que hacer.

—¿Cuándo le he fallado yo, don Luis Felipe? —preguntó Monique—. ¿Cuándo lo he dejado sin el cariño de esta humilde casa?

Monique, Luis Felipe y Joaquín entraron al departamento. Era un sitio oscuro y pobremente amoblado.

—Venimos para que me lo hagas debutar a mi cachorro, pues, chola —dijo Luis Felipe.

—¿Está pito todavía el chiquillo? —preguntó Monique, mirando a Joaquín.

—Sí, pues —dijo Luis Felipe—. Y ya está en edad de debutar.

—¿Qué edad tienes, hijito? —le preguntó Monique a Joaquín, acariciándole la cabeza.

—Quince, señora —dijo Joaquín—. Quince recién cumplidos.

—Uy, ya estás que te caes de maduro para probar a mis chicas —dijo Monique, sonriendo—. Y no me mires así, hijo, que se te va a salir la lechada por los ojos.

Luis Felipe soltó una carcajada y pellizcó a Monique en la barriga.

—Tienes que afeitarte ese bozo, Joaquincito —dijo Monique.

—¿Qué bozo? —preguntó Joaquín.

Monique lo acarició justo encima de la boca.

—Estos pelitos, pues, hijo —dijo, sonriendo—. Este bigotín de mariachi.

—¿Nunca te has afeitado, hijo? —preguntó Luis Felipe.

—Nunca, papi —dijo Joaquín.

Monique puso una mano entre las piernas de Joaquín.

—Para mí que ya no eres lampiño y que estos huevos no son de niño —dijo, con una sonrisa coqueta.

Monique y Luis Felipe se rieron a carcajadas. Joaquín sonrió sin ganas.

—Bueno, chola, a ver enséñanos a las chicas que tienes hoy —dijo Luis Felipe.

—Usted manda, don Luis Felipe, lo que usted pide es ley —dijo Monique—. Acompáñenme a la salita de estar, por favor.

Monique, Luis Felipe y Joaquín caminaron por el pasillo y entraron a una pequeña sala. Sentadas en el sillón de la sala, tres chicas estaban viendo televisión. Una tenía el pelo negro y los ojos achinados. Otra tenía el pelo pintado de rubio. La tercera era negra y parecía la más joven.

—Chicas, ustedes ya conocen a don Luis Felipe —dijo Monique.

—Buenas, don Luchito —dijo la rubia.

—Buenas, Luchín —dijo la achinada.

La negra se quedó callada, sin desviar la mirada del televisor.

—Qué tal, chicas —dijo Luis Felipe, sonriendo.

—Y este es su primogénito, Joaquín, que acaba de cumplir quince abriles y viene a debutar oficialmente en esta casa del amor —dijo Monique.

—Ay, qué pichoncito tan rico —dijo la de los ojos achinados.

—Bien pepón el muchacho, don Luchito —dijo la rubia.

—Escoge la que quieras, Joaquín —dijo Luis Felipe.

Joaquín bajó la mirada.

—No sé —dijo—. Me da igual.

—Las tres son una garantía, hijito —dijo Monique—. Están sumamente higienizadas. Tienen su certificado de sanidad al día. Yo las hago chequear todas las semanas.

—Escoge sin miedo, muchacho, no seas tímido —dijo Luis Felipe.

—¿Quieres que te haga cositas ricas, papito? —le preguntó a Joaquín la chica de los ojos achinados.

Joaquín no supo qué contestar. La chica del pelo pintado lo miró y se levantó los senos, sonriendo. La negra siguió viendo televisión.

—¿Usted cuál me recomienda, señora? —le preguntó Joaquín a Monique.

Monique se rio de un modo algo forzado.

—Yo por ética profesional no te puedo recomendar a ninguna, hijito —dijo—. Pero te aseguro que las tres son muy rendidoras y saben trabajar al gusto del cliente.

—Bueno, Joaquín, si tú no sabes, yo escojo por ti —dijo Luis Felipe—. Yo me agarro a Amparo y tú debutas con Flora, ¿okay?

—¿Cuál es Flora? —preguntó Joaquín.

—Yo, para servirte, pichoncito —dijo la de los ojos achinados.

—Vamos, Amparo —dijo Luis Felipe—. Te llegó tu hora.

—Ay, don Luchito, no la dejan a una ver su novela —se quejó la del pelo pintado, y se puso de pie.

Tenía puesta una minifalda anaranjada y unos zapatos rojos de taco alto.

—Oye, Flora, trátamelo bien a mi cachorro, ah —dijo Luis Felipe.

—Claro, don Luchín, yo feliz de la vida de sacarlo de pito al chiquillo —dijo la de los ojos achinados.

—Pobre de ti que le vayas a soplar la pichula nomás —dijo Luis Felipe, y la de los ojos achinados se rio a carcajadas.

Luis Felipe puso una mano sobre el hombro de Joaquín.

—Hazla gemir, muchacho —le dijo.

Tan pronto Luis Felipe se fue de la sala acompañado de Amparo, Flora se puso de pie, cogió de la mano a Joaquín y lo llevó a uno de los cuartos. Entraron. Flora cerró la puerta con llave, corrió las cortinas y prendió la luz. Era un cuarto pequeño y algo sucio. Solo había una cama con las sábanas revueltas.

—Quítate la ropa, papito —dijo Flora.

Joaquín sonrió. Le seguían temblando las piernas.

—No tengas miedo —dijo Flora, sonriendo—. No te voy a sacar conejos de la pinga.

Luego se quitó la blusa, la falda y los zapatos, y se quedó en un sostén y un calzón negros. Él no se atrevió a mirarla. Se desvistió lentamente, y se quedó en calzoncillos.

—Ahora ven un ratito al lavabo —dijo ella.

Pasaron a un baño diminuto y maloliente.

—Te voy a lavar tu cosita rica, ¿ya? —dijo ella.

Él se acercó al lavatorio. Ella le bajó el calzoncillo.

—Qué rica pichina, chibolo —dijo, sonriendo—. Pingoncito has salido como tu viejo.

Él trató de sonreír. Ella le lavó el sexo con agua y jabón.

—El agua está helada —se quejó él.

—Ay, lo siento, papito —dijo ella—. Es que la terma está desconectada por orden de la vieja tacaña de Monique.

Ella siguió jabonándole el sexo. Él temblaba de frío y de miedo.

—Listo, vamos a la cama —dijo ella, cuando terminó.

Volvieron al cuarto. Ella terminó de desvestirse, se echó en la cama y abrió las piernas. Él miró el sexo velludo de Flora y sintió náuseas. Luego se sentó al borde de la cama, sin saber qué hacer.

—¿Qué pasa? —preguntó ella, sorprendida—. ¿No tienes ganas? ¿No te gusta mi chuchita?

—No sé —dijo él—. No me siento bien.

—Es normal, papito, no te toques de nervios —dijo ella—. La primera vez siempre se muñequean un poco los chibolos. Ven que te voy a hacer mañoserías.

Él no se movió. Estaba de espaldas a ella.

—Ven, échate, papito —insistió ella—. Yo me desvivo por atender bien a los pititos como tú. Vas a ver que te voy a cachar rico. Después del polvito, si no mueres, quedas loco.

Ella lo abrazó por detrás y lo besó en la nuca. Él se echó en la cama, miró su cuerpo desnudo en el espejo del techo y cerró los ojos.

—Déjate llevar por la relax —susurró ella.

Luego se arrodilló y comenzó a chupársela. Él se concentró para tener una erección.

—Nada, papito —dijo ella—. Esto no se levanta ni con grúa.

—No importa, Flora —dijo él, alejándose un poco de ella—. Mejor nos vestimos nomás.

—¿Qué te pasa, chibolo? ¿Por qué estás tan muñequeado?

—No sé. Creo que no tengo ganas.

—¿No te gusto? Mira mis tetitas. Están bien duritas. Mira mi chuchita. Huele rico. Está mojadita. ¿No te gusta mi chuchita?

—Eres muy bonita, Flora, pero no sé qué me pasa. Yo tengo la culpa.

—¿Quieres que te dé otra mamadita a ver si se te pone dura?

—No, gracias. Mejor no.

—Como quieras, chibolo. Para mí, el cliente siempre tiene la razón.

Él se levantó de la cama y recogió su ropa del piso. Ella entró al baño y se enjuagó la boca. Cuando salió, él le ofreció un billete de cinco mil soles.

—Por favor, no le vayas a contar nada a mi papá —dijo, en voz baja.

Ella cogió el billete y se lo guardó.

—Gracias, papito —dijo, sonriendo.

—Lo siento, Flora —dijo él—. Es mi culpa. Tú haces muy bien tu trabajo.

Joaquín tenía ganas de llorar. Tenía rabia. Tenía ganas de estrellar su cabeza contra la pared.

—Tranquilo, papito, yo estoy acostumbrada a estos imponderables —dijo ella, acariciándole la cabeza.

—Le dije a mi papá que no quería venir, pero el muy idiota me obligó —dijo él, haciendo esfuerzos para no llorar.

—¿Cuál es tu problema, chibolo? —preguntó ella—. ¿Te gustan las pichulitas?

—No, no —dijo él, sorprendido—. ¿Por qué crees eso?

—No, por nada, papito, por nada. Pero si te gustan las pichulitas, no te preocupes, déjate llevar por el instinto nomás. Si no, vas a sufrir por las puras.

—Gracias, Flora.

—Si quieres, regresa otra vez y tratamos de nuevo, chibolito. Yo por carne blanca y tiernecita, trabajo gratis.

Él se sentó en la cama y se puso los zapatos.

—Te ruego que no le cuentes a mi papá, ¿ya? —dijo, amarrándose los pasadores—. Por favor, no se lo digas a nadie, Flora.

—Tranquilo, papito —dijo ella, mientras terminaba de vestirse—. Yo soy una profesional.

Él se puso de pie y la miró a los ojos.

—Mil disculpas, Flora —dijo—. No sé qué hacer para que me perdones.

Luego se agachó y le besó una mano.

—Ay, qué romántico eres, pinchoncito —dijo ella, sonriendo.

Salieron del cuarto. Flora regresó a la sala y se sentó a ver televisión. Joaquín se quedó parado en el pasillo.

—¿Cómo te fue, hijito? —le preguntó Monique.

—Excelente, señora —dijo.

—¿Dupleteaste?

—¿Cómo es eso?

—¿Le metiste dos viajes o te quedaste muerto a la primera?

—Dos viajes, señora.

Monique se rio, llevándose una mano al pecho.

—Esta juventud de ahora, qué aprovechada es, caricho —dijo, y se fue a la sala a seguir viendo televisión.

Poco después, Luis Felipe y Amparo salieron de uno de los cuartos sonriendo y haciéndose bromas.

—¿Y? ¿Cómo te fue, muchacho? —le preguntó Luis Felipe a su hijo.

—La hice jadear, papi —dijo Joaquín.

Luis Felipe soltó una carcajada y palmoteó a su hijo en la espalda.

—¿Qué tal mi cachorro, Florita? —preguntó Luis Felipe.

—Un diablo, casi me mata de asfixia con ese troncazo —dijo Flora—. De tal palo tal astilla, pues, don Luchín.

Todos se rieron.

—¿Cuánto te debo, chola? —le preguntó Luis Felipe a Monique.

—Cincuenta, don Luis Felipe —dijo Monique, poniéndose de pie—. Le cobro servicio básico nomás. No le incluyo el segundo polvo de Joaquín.

—¿Dos polvos te metiste, desgraciado? —preguntó Luis Felipe.

—Hay que aprovechar la oportunidad, papi —dijo Joaquín.

—Ya sabía que me ibas a salir pingaloca, carajo —dijo Luis Felipe.

Luego sacó unos billetes y se los dio a Monique.

—Quédate con el vuelto —le dijo.

—Gracias, don —le dijo Monique—. Qué caballeroso eres.

—Ya te veo pronto, chola —dijo Luis Felipe.

—Y tú regresa cuando quieras, hijito —le dijo Monique a Joaquín—. Yo a los escolares y universitarios les hago su descuento de ley.

—Seguro, señora —dijo Joaquín, sonriendo—. Cualquier día me caigo por acá.

—Zamarro, caracho —dijo Monique, y pellizcó a Joaquín en la barriga—. Igualito que su papá.

Se rieron. Luis Felipe y Joaquín salieron del departamento.

—¿Y? ¿Cómo te sientes después de comerte una rica chuchita? —preguntó Luis Felipe, bajando las escaleras.

—Con hambre —dijo Joaquín, y se rieron.

Luis Felipe palmoteó a su hijo en la espalda.

—Ese es mi cachorro, carajo —dijo, con orgullo.

Poco después, de regreso a la casa, Luis Felipe y Joaquín pararon a tomar lonche en el Bar BQ. En seguida, un mozo se acercó al carro. Luis Felipe y Joaquín pidieron un par de sánguches. El mozo no tardó en regresar con los sánguches. Todavía no era de noche.

—Ahora que ya eres un hombrecito, te voy a dar dos o tres consejos sobre mujeres —dijo Luis Felipe, cuando el mozo se retiró.

Joaquín mordió su sánguche y miró cómo se besaba la pareja del carro de al lado.

—Primer consejo: nunca te olvides que todas las mujeres son unas putas —dijo Luis Felipe.

Joaquín sonrió.

—No te rías —dijo Luis Felipe—. Hablo en serio.

—¿Todas? —preguntó Joaquín.

—Todas, hijo —dijo Luis Felipe—. Todas hacen cualquier cosa por una buena huasamandrapa.

—¿Qué es una huasamandrapa? —preguntó Joaquín, sonriendo.

—El animal que tenemos los hombres entre las piernas, pues —dijo Luis Felipe, tocándose los genitales.

Se rieron.

—Yo sé mucho de mujeres, hijo —continuó Luis Felipe—. Y créeme: todas son putas, solo que unas lo saben y otras no.

—¿Mi mami también es una puta? —preguntó Joaquín.

Luis Felipe soltó una carcajada.

—No, pues, tu madre no —dijo—. Todas son putas, menos tu madre.

—Ya decía yo —dijo Joaquín.

—Tu madre es un caso raro, hijo —dijo Luis Felipe—. Yo no he conocido mujer como ella. Tu madre prefiere rezar que echarse un buen polvo. A veces, cuando me la he estado montando, he llegado a pensar que tu madre estaba rezando.

Se rieron de nuevo.

—Segundo consejo: nunca le hagas caso a una mujer cuando te dice que no —dijo Luis Felipe—. Acuérdate que todas son cachables. Unas atracan fácil y otras se hacen las estrechas, pero todas son cachables. Cuando una hembra te dice que sí quiere, es que quiere, y cuando te dice que no quiere, es que también quiere.

—¿Y tú cómo sabes, papi? —preguntó Joaquín.

—Porque sé, pues, muchacho, porque sé —dijo Luis Felipe—. Las que te dicen que no quieren son las más putas, Joaquín. Confía en tu viejo. Yo tengo muchas chuchas en mi haber.

Joaquín miró al carro del costado: la pareja seguía besándose.

—¿Mi mami nunca se ha enterado que le sacas la vuelta? —preguntó, sin mirar a su padre.

—No, pues —dijo Luis Felipe, sonriendo—. ¿Tú crees que yo soy un bolas de humo o qué? Tu mamá no se entera, nunca se ha enterado de nada. Yo hago mis correrías por mi cuenta. Además, a tu mamá yo la tengo bien satisfacida. ¿Se dice satisfacida o satisfecha?

—Satisfecha.

—Bueno, como mierda se diga.

Se rieron. Luis Felipe terminó su sánguche y prendió un cigarrillo.

—Tercer consejo, Joaquín: ponte siempre un condón —dijo, y botó el humo—. Lleva siempre un condón en la billetera. Nada de hacerlo a pelo, muchacho. Muy peligroso. Aunque la hembra te diga que no hay peligro, no le creas. Sé de muchos casos que las hembras se dejan llenar para hacerte un hijo y agarrarte de las pelotas. Y yo no quiero que me hagas abuelo antes de tiempo, muchacho.

—No te preocupes, papi —dijo Joaquín—. Yo tampoco tengo ganas de tener un hijo.

—Yo sé, muchacho, pero la arrechura es traicionera. ¿Tú crees que mucha gente planifica sus hijos? Cojudeces, pues. La gran mayoría de las personas estamos acá por arrechura, no por amor. La arrechura es la fuerza que mueve al mundo, Joaquín.

—Tienes razón, papi.

Se quedaron callados. Luis Felipe eructó.

—Y último consejo: no te me vayas a enchuchar, ah.

—¿Qué es eso? —preguntó Joaquín, sonriendo.

—No vayas a dejar que una hembra te domine por la chucha, pues —dijo Luis Felipe—. Cuántos amigos míos se han convertido en sacolargos, carajo. Cantidad, muchacho, cantidad. ¿Y por qué? Porque se enchuchan. No se enamoran: se enchuchan. Nunca permitas que una mujer se te amotine, Joaquín. A las hembras hay que acostumbrarlas a estar calladas y en la cocina, como tu mamá.

—Ya, papi.

—Te digo todo esto porque me gustaría que el día de mañana seas un gran pendejo como tu padre, Joaquín. Yo de muchacho no tuve un papá que me supiese aconsejar bonito, como te estoy aconsejando yo. Todo lo que sé de mujeres lo he tenido que aprender por mi cuenta.

—Mil gracias, papi. Tus consejos me van a servir un montón.

Luis Felipe prendió las luces del carro y pidió la cuenta.

—Tengo que decirte una cosa, Joaquín —dijo.

—Dime, papi.

—Hoy estoy orgulloso de ti.

—¿Cómo les fue? —preguntó Maricucha, cuando ellos entraron a la casa.

—Muy bien, muy bien —dijo Luis Felipe, y besó a su esposa en la mejilla.

Joaquín se quedó callado.

—¿Adónde fueron? —preguntó Maricucha.

—A tomar un lonchecito —dijo Luis Felipe.

—¿Estuvo rico? —preguntó Maricucha.

—¿Qué tal estuvo, Joaquín? —preguntó Luis Felipe.

—Riquísimo —dijo Joaquín.

Luis Felipe soltó una carcajada.

—¿De qué te ríes? —le preguntó Maricucha.

—De nada, mujer, de nada —dijo Luis Felipe—. ¿Qué pasa? ¿Está prohibido reírse en esta casa?

Luego abrió el bar y se sirvió un trago.

—¿No me das besito, Joaquín? —dijo Maricucha.

Joaquín besó a su madre en la mejilla.

—Aj, apestas a chola —dijo Maricucha, haciendo una mueca de asco.

Joaquín sintió que la cara se le había puesto caliente.

—¿Se puede saber dónde han estado? —preguntó Maricucha, frunciendo el ceño.

—Hijo, anda a darte un duchazo —dijo Luis Felipe—. Quiero hablar a solas con tu madre.

Joaquín fue a su cuarto caminando lentamente.

Lo primero que hizo Joaquín al entrar a su cuarto fue quitarse la ropa y meterse a la ducha. Parado bajo un chorro de agua caliente, tocó su sexo, lo enjabonó, lo hizo crecer. Luego cerró los ojos y se masturbó pensando en un chico del colegio. El chico se llamaba Billy. Era rubio, fuerte, muy bueno en los deportes. Joaquín lo había visto desnudo un par de veces en el camarín del colegio. Sintiendo el chorro de agua caliente en la espalda, las piernas relajadas, el sexo firme, Joaquín se imaginó a Billy sudoroso en el camarín, se imaginó bajándole el pantalón corto, bajándole el suspensor, chupándosela, echándose boca abajo para que Billy se la metiese, se imaginó a Billy moviéndose atrás suyo, mordiéndole la espalda. Sí, papito, hazme cositas ricas, dijo, mordiéndose los labios. Terminó. Abrió los ojos. Se rio solo pensando que había hablado como Flora.

Esa noche, Joaquín estaba metido en su cama cuando su madre entró al cuarto y se sentó en la cama.

—Hijo, tenemos que hablar —dijo.

Joaquín se sentó en la cama y se recostó en una almohada.

—Dime, mami —dijo.

—No puedo hablar, mi amor —dijo Maricucha, y suspiró—. Estoy tan triste que no tengo palabras.

Luego se llevó las manos a la cara y rompió a llorar. Joaquín la acarició en la cabeza.

—¿Qué pasa, mami? —le preguntó—. ¿Por qué lloras?

—Ay, mi Joaquín, no puedo creer que tu papá haya hecho semejante barbaridad —dijo ella—. Estoy hecha pedazos.

—¿Qué barbaridad? —preguntó él, sorprendido.

—Ya me contó tu papá que te llevó a una casa de citas, mi amor —dijo ella, mirándolo a los ojos—. No me tienes que seguir escondiendo la verdad.

Ahora Joaquín estaba avergonzado. No sabía qué decir.

—Lo siento, mami —dijo, bajando la mirada.

—¿Cómo me manchan así a mi Joaquincito, por el amor de Dios? —dijo Maricucha, como hablando consigo misma—. ¿Cómo me ensucian su almita? ¿Cómo me lo inducen a pecar?

Ella seguía llorando. Joaquín también se puso a llorar.

—Yo no quería ir, mami —dijo—. Mi papi me obligó.

Maricucha abrazó a su hijo.

—Yo sé, mi amor, tu papá es una bestia machista —dijo—. Yo, si lo hubiera conocido bien, jamás me casaba con ese animal.

Joaquín sonrió.

—Qué triste debe estar el Altísimo ahorita —dijo Maricucha—. Debe estar llorando de pensar que mi Joaquincito ha estado con una prostituta. Cómo debe haber sufrido el Señor al verte jamonearte con esa chola indecente que ojalá le dé cáncer en sus partes íntimas.

—Yo no me jamoneé con la prostituta, mami.

—No mientas, Joaquín. No sigas pecando, que el Altísimo nos está mirando.

—Te juro, mami. Yo no hice nada. Me dio asco.

—¿No llegaste a pecar de fornicación?

—¿De qué?

—Tenemos que repasar juntos el Antiguo Testamento, mi amor. Te has olvidado de tus lecciones de fe. ¿Te aprovechaste de la prostituta o no?

—No pude, mami. No quise. Me dieron ganas de vomitar.

—¿No hiciste nada?

—Nada. Ella quiso, pero yo no me dejé.

Maricucha lo abrazó con fuerza y lo besó varias veces en la frente y las mejillas.

—No puedo creer que hayas tenido la templanza de guardar tu castidad, mi amor —dijo, sonriendo—. Yo siempre supe que tú eras un chico de una piedad tremenda, pero me has sorprendido. Hay que tener mucha fuerza de voluntad para no caer en la tentación de la carne.

Joaquín se sonó la nariz en el vestido de su madre.

—Estoy tan orgullosa de ti, mi amor —dijo ella—. Eres un alma tan pero tan pía.

—Fue horrible, mami —dijo él—. Nunca más quiero ir a un sitio así.

—No te preocupes, mi cielo. Yo voy a cuidar tu castidad como oro en polvo. Sobre mi cadáver te quitan tu castidad, Joaquín. Sobre mi cadáver.

Él siguió llorando.

—No sabes cuán orgullosa estoy de ti, mi Joaquín casto castísimo, mi hijo tan pío —dijo ella, abrazándolo.

—Mami, no le vayas a contar a mi papi lo que te he dicho, ¿ya?

—¿Por qué, mi amor? Un buen cristiano nunca se avergüenza de saber guardar su castidad.

—Es que le he mentido. Él cree que sí lo hice con la prostituta.

—¿Y por qué le mentiste? Le hubieras dicho que tú no eres un cochino mujeriego como él.

—No sé, me dio vergüenza decirle la verdad.

—No tengas miedo de pararle los machos a tu papá, Joaquincito. Acuérdate que el Señor está de tu lado.

—Te ruego que no le cuentes, ¿ya? Si le cuentas se va a molestar conmigo y va a ser peor.

—Bueno, no le voy a decir nada, pero tú prométeme una cosa.

—Lo que quieras, mami.

—Que nunca más vas a ir a una casa de citas.

—Nunca más. Te prometo.

—Y si tu papá te quiere llevar de nuevo, le dices: alto, pecador, aléjate de mí, y me vienes a acusar.

—Ya, mami.

Maricucha y Joaquín se abrazaron de nuevo.

—A veces no veo las horas de que el Señor me lleve al cielo —murmuró ella—. La vida terrenal es desilusión tras desilusión tras desilusión.

—Papi, esta mañanita me ardió fuerte al orinar —dijo Joaquín, al día siguiente.

Luis Felipe estaba echado en su cama, leyendo el periódico. Joaquín acababa de entrar al cuarto de su padre. Maricucha se había ido a misa.

—No friegues —dijo Luis Felipe, y dejó el periódico en la cama—. ¿Ahorita te duele la pichula?

—Ajá —dijo Joaquín—. Me ha dolido toda la noche.

—Carajo, no me digas que te quemó la chola. ¿Qué sientes?

—Como una quemazón. Como un ardor.

Era cierto: a pesar que no había sido capaz de tener sexo con Flora, Joaquín sentía un ardor intenso en la zona genital.

—Qué piña eres si te has quemado en tu debut, muchacho. Pero dime una cosa, ¿Flora no te puso un jebe?

—No, papi, no me puso nada.

—Chola mañosa, carajo, ya se jodió conmigo. Voy a hablar con la gorda Monique para que la bote.

—No es culpa de ella, papi.

—Yo nunca me he quemado donde Monique, muchacho. Nunca. Y tú a la primera sales premiado. Qué salado eres, caray.

—Eso me pasa por no ponerme condón, pues.

—Exacto. Siempre usa condón, hijo. Siempre.

Luis Felipe se levantó de la cama y se rascó los genitales. Seguía en piyama.

—Bueno, nos cambiamos al toque y vamos adonde el chino —dijo, y bostezó, estirando los brazos.

—¿Qué chino? —preguntó Joaquín.

—El chino de la farmacia Roosevelt, pues —dijo Luis Felipe—. Pone unas inyecciones antivenéreas como para caballo. En Lima, todo el que se quema pasa por donde el chino. A mí me ha salvado un par de veces.

—¿Tienen que ponerme inyección, papi? ¿No puedo tomar unas pastillitas nomás?

—No queda otra, muchacho. Si estás quemado, tienes que aguantar tu inyección y quedas listo para el combate. Así es la vida, pues. Para un buen cachero, cada quemada es como una medalla de guerra.

—Maldición, qué mala suerte. Yo detesto las inyecciones.

—Es un pinchón nomás, hombre, no seas detalloso. ¿O prefieres que se te caiga la pichula a pedazos?

—No —dijo Joaquín, riéndose.

—Cambiate al toque y vamos adonde el chino antes que se entere la vieja —dijo Luis Felipe.

—¿Qué vieja?

—Perdón, tu madre.

Media hora más tarde, Luis Felipe y Joaquín entraron a la farmacia Roosevelt. Dos o tres personas estaban mirando las vitrinas. Un hombre de rasgos orientales atendía detrás del mostrador.

—Buenas, mi querido Akira —le dijo Luis Felipe al hombre de los ojos achinados, y le dio la mano.

—Qué tal, doctor Luis Felipe —dijo Akira, agachando ligeramente la cabeza.

—Acá le traigo a mi hijo Joaquín, pues —dijo Luis Felipe, y palmoteó a Joaquín en la espalda.

Joaquín le dio la mano a Akira.

—¿Qué tiene el jovencito? —preguntó Akira.

—Herido de guerra —dijo Luis Felipe, bajando la voz.

Akira se quitó los anteojos.

—¿Venérea, no? —susurró, acercándose a Joaquín.

—Ajá —dijo Joaquín.

—Ay, juventud, divino tesoro —dijo Akira, suspirando.

—Estos muchachos de ahora son unos fregados, pues, Akira —dijo Luis Felipe—. ¿Me lo puede atender al chico?

—Pero con el mayor de los gustos, doctor Luis Felipe —dijo Akira—. En un dos por tres se lo dejo sanito al muchacho.

Luego salió del mostrador y puso una mano sobre el hombro de Joaquín.

—Por aquí, caballerito —le dijo, señalando una cortina.

Akira y Joaquín pasaron por una cortina y entraron al almacén de la farmacia. Luis Felipe se quedó afuera.

—¿O sea que se le han metido bichos por la manguerita, no? —preguntó Akira, sonriendo.

—Así es, lamentablemente —dijo Joaquín.

—No se preocupe, caballerito, que a mí me dicen El Bombero de San Isidro: todo el que se quema, yo lo apago —dijo Akira, y se rio, achinando los ojos.

Luego se puso un mandil blanco y preparó la inyección.

—No me vaya a desmayar, porque yo les tengo pánico a las inyecciones —dijo Joaquín.

—No se preocupe, que no va a doler —dijo Akira—. Es un hinconcito nomás, como un mordisco de zancudo.

Joaquín cerró los ojos y maldijo a su padre. Akira terminó de preparar la inyección.

—¿Me muestra la nalga, si fuera tan amable? —dijo.

—¿Cuál de las dos? —preguntó Joaquín.

—Me da igual —dijo Akira, sonriendo—. Después de ver tantos culos, ya no tengo favoritismos, jovencito.

Joaquín se puso de espaldas a Akira, y se bajó el pantalón y el calzoncillo hasta las rodillas.

—Mejor usted escoja la nalga, señor —dijo.

—Por ley, nalga derecha es más suavecita —dijo Akira.

Luego pasó un algodón con alcohol por la nalga derecha de Joaquín y le clavó la inyección.

—Ya termino, ya termino, ya termino —dijo, mientras le ponía la inyección.

Unos segundos después, sacó la inyección.

—Listo, jovencito —dijo—. Con esto, tiene pichula para rato.

Joaquín se subió el pantalón.

—¿Seguro que con esto quedo bien? —preguntó.

—Ay, caballerito, si yo le dijera la cantitad de quemados que he curado, no me creería usted —dijo Akira—. Cantidad de pichulas me deben gratitud, caballerito. Cantidad.

Joaquín se rio.

—Gracias, señor —dijo.

—Vaya con cuidadito, que la salud de la pichula es lo más sagrado en el mundo —dijo Akira.

Cuando Luis Felipe y Joaquín llegaron de regreso a la casa, Maricucha estaba esperándolos, sentada en la puerta de entrada.

—¿Adónde fueron? —preguntó, no bien bajaron del carro.

Parecía enojada.

—¿Qué pasa, mujer? —dijo Luis Felipe—. ¿No puedo salir a dar una vuelta con mi hijo?

—¿Adónde fueron, Joaquín? —preguntó Maricucha.

—A la farmacia, mami —dijo Joaquín.

—¿Seguro? —preguntó ella, mirándolo a los ojos—. ¿No me estarás mintiendo?

—Mujer, por favor, no seas ridicula —dijo Luis Felipe—. Hemos ido a la farmacia a comprar un par de cosas.

—¿Qué cosas? —preguntó Maricucha, poniéndose de pie—. ¿Dónde están las cosas que han comprado?

—Yo tenía dolor de barriga y me tomé las pastillas en la farmacia —dijo Joaquín.

—Y yo no tengo que rendirte cuentas, carajo —dijo Luis Felipe—. En esta casa el que manda soy yo.

—No voy a dejar que me lo malogres al chico, Luis Felipe —dijo Maricucha, levantando la voz—. Eso sí que no te voy a permitir.

—Ya no es un chico, mujer —dijo Luis Felipe—. Ya es un hombre, ¿no es cierto, Joaquín?

—Sí, papi —dijo Joaquín.

—Pobre de ti que vuelvas a salir con Joaquín sin decirme nada, que te denuncio a la policía por corruptor de menores, desgraciado —le dijo Maricucha a su esposo.

Luis Felipe se rio con un aire cínico.

—Yo voy con mi hijo adonde me dé la santa gana —dijo.

—Viejo mañoso, caracho —dijo Maricucha—. ¿Cómo te atreves a malograrme a mi Joaquín?

—No lo estoy malogrando, mujer —dijo Luis Felipe—. Lo estoy haciendo hombre. El que lo malogra eres tú, con tus engreimientos. Me lo estabas haciendo maricón al muchacho.

—Mentira —gritó Maricucha—. Nada de maricón. Yo quiero que el chico sea un buen cristiano, y no un mañoso resabido viejo verde como su papá.

Luis Felipe le tiró una bofetada a su esposa.

—No me faltes el respeto, vieja ladilla —gritó.

—Pégame, mátame, pero no me malogres a mi Joaquín, desgraciado —gritó Maricucha.

Ahora ella estaba llorando.

—Joaquín va a ser un hombre con los huevos bien puestos, y no un maricón como tu hermano Micky —dijo Luis Felipe.

—Lo que pasa es que le tienes celos a Micky porque tiene más plata que tú —dijo Maricucha—. Te vas a ir al infierno por malvado, Luis Felipe.

Luis Felipe soltó una carcajada.

—Ay, Maricuchita, la menopausia te tiene jodida —dijo, y entró a la casa.

Meses después, Joaquín estaba en el Davory comiendo un helado cuando vio a Flora. Ella entró al Davory, pidió una naranjada helada y una butifarra con bastante cebolla, y se sentó en la barra. Entonces vio a Joaquín y lo reconoció.

—Hola, papito —le dijo, sonriendo—. De nuevo nos volvemos a encontrar.

—Hola, Flora —dijo Joaquín—. Qué gusto verte.

Flora se había puesto una peluca negra. Tenía las uñas pintadas de morado.

—Eres un ingrato —dijo—. No has ido a visitarme.

—Es que no he tenido tiempo —dijo Joaquín.

—Mentiroso —dijo ella—. Cuando hay ganas, uno se hace un tiempito.

Flora recibió su butifarra y le dio un gran mordisco.

—¿Y? ¿Sigues pito? —preguntó, bajando la voz.

Habló con comida en la boca. Él pudo ver el pedazo de butifarra en la lengua de Flora. Tuvo asco.

—Ajá —dijo, sin mirarla.

—¿No quieres tratar de nuevo? —preguntó ella.

—No, gracias —dijo él—. No tengo plata.

—No te cobro, papito —dijo ella—. Te regalo el polvo. ¿Sabes una cosa? Me he encariñado contigo. Se ve que eres un chico chévere, que tienes sentimientos.

Él siguió chupando su helado.

—¿Te animas o no? —dijo ella.

—No, mejor no —dijo él.

Ella se rio.

—¿Por qué te ríes? —preguntó él.

—Ya te entiendo, papito —dijo ella, y lo acarició en la espalda—. Te gustan las pichulitas, ¿no es cierto? Eres una putita como yo.

—Nada que ver —dijo él, bajando la mirada.

—Reconoce, papito —dijo ella—. A mí no me tienes que engañar. Se ve a la legua que se te chorrea el helado.

Él chupó su helado de vainilla con fudge, y se quedó callado.

—Pobre mi papito —dijo ella—. Es loquita pero no quiere reconocer.

Luego terminó de comer su butifarra, se puso de pie y volvió a acariciarlo en la espalda.

—Chau, papito —le dijo—. Cuando quieras, ven a visitarme para conversar nomás. Y te voy a dar un consejito: prueba con las pichulitas, vas a ver que te van a gustar.

Joaquín se quedó callado, sin saber qué decir. Flora salió del Davory haciendo sonar sus tacos. Al verla pasar, el tipo que atendía en la caja le dijo un piropo. Ella lo miró, hizo una mueca de desprecio y siguió caminando.