El futbolista

Esa mañana, la selección peruana de fútbol viajaba a Puerto España para jugar un partido con la selección de Trinidad y Tobago. En el aeropuerto de Lima, los jugadores peruanos se despidieron de sus familiares y amigos, firmaron autógrafos, accedieron a tomarse fotos con algunos de sus admiradores y prestaron declaraciones a la prensa local. Joaquín viajaba acompañando a la selección como reportero del diario Expreso. Poco antes de subir al avión, saludó a Gianfranco Bonelli, uno de los jugadores más populares de la selección. Gianfranco era un muchacho alto, blanco, de pelo enrulado y ojos claros.

—Muchas gracias por los artículos tan elogiosos que has escrito de mi persona —le dijo a Joaquín, dándole la mano.

—Tú te los mereces, hombre —dijo Joaquín.

—Gracias, gracias —dijo Gianfranco, sonriendo—. Ya nos vemos en el avión.

Poco después, los miembros de la selección peruana subieron al avión sin poder ocultar un cierto nerviosismo, pues no hacía mucho los futbolistas del club Alianza Lima habían muerto al caer al mar el avión en que viajaban. Antes que el avión despegase, Gianfranco se levantó de su sitio y se sentó al lado de Joaquín, dejando entre los dos un asiento desocupado.

—¿No te molesta que me siente aquí, no? —preguntó.

—Al revés, yo encantado —dijo Joaquín, sonriendo.

—¿Vienes para ver el partido?

—Sí, me manda el periódico.

—Qué raro que un muchacho blancón como tú se dedique al periodismo deportivo, que está lleno de cholos rateros.

—Es que siempre me encantó el fútbol.

—Pero te deben pagar bajo, ¿no?

—Bajo, bajo.

—Por eso, pues, son tan coimeros los periodistas deportivos. Y encima esos pendejos tienen varias queridas.

Se rieron. Cuando el avión levantó vuelo, Gianfranco se persignó tres veces seguidas.

—No me acostumbro a los aviones, choche, me pongo medio saltón —dijo.

—Yo también siempre rezo un poco por si las moscas —dijo Joaquín.

—De verdad, no sabes cuánto te agradezco que hayas escrito esas columnas tan elogiosas sobre mi persona.

—Yo encantadísimo, Gianfranco. Tú mereces esos elogios y muchos más.

Las azafatas no tardaron en servir el desayuno. Gianfranco y Joaquín comieron en silencio.

—¿En Lima sales con alguien, tienes hembrita? —preguntó Gianfranco, no bien terminó su desayuno.

—Ahorita no, pero hace poco tenía —dijo Joaquín.

—¿La choteaste?

—No, ella me choteó a mí. Se fue a estudiar a Estados Unidos y me dejó tirando cintura.

—Así es el fútbol, choche.

—Así es el fútbol, pues. ¿Y tú tienes hembrita?

—Sí, estoy medio amarrado. Estoy saliendo con una chiquilla del barrio. Todavía no ha terminado el colegio, pero es bien madura la chica, me gusta como piensa.

—¿Le gusta el fútbol?

—No es fanática, pero los domingos que me toca jugar en Lima, va a verme al estadio. Y alucina que se sabe de memoria la tabla de posiciones.

—Caramba, qué bonito, eso es amor.

Gianfranco sonrió, bostezó, estiró los brazos.

—¿En qué hotel te vas a quedar? —preguntó.

—En el Holiday Inn, el mismo que ustedes —dijo Joaquín.

—Qué bien, qué bien. Pero me han dicho nomás que hay que tener cuidado con esos zambazos de Trinidad. Hay que andar siempre de espaldas a la pared. Esos cocodrilos son bravos, no creen en nadie. Tú sabes que carne blanca, aunque sea varón…

Se rieron.

En la noche, al terminar la comida, los jugadores de la selección peruana subieron a sus habitaciones en el hotel Holiday Inn de Puerto España. Camino a su cuarto, Gianfranco se detuvo y se sentó al lado de Joaquín, que estaba comiendo unos helados.

—¿Todo bien? —le preguntó Joaquín.

—Todo chévere —dijo Gianfranco—. Me gustaría llamar a mi chiquilla nomás. La extraño un culo, pero las llamadas salen muy caras, pues.

—Si quieres, llámala de mi cuarto —dijo Joaquín—. No te preocupes por la plata. Paga el periódico.

—¿En serio? —preguntó Gianfranco, sorprendido.

—Claro, el periódico me paga todas las llamadas cuando estoy de comisión. Aprovecha.

—Sería mostro, flaco. Te pasarías de vueltas.

—Vamos de una vez, si quieres.

—Hecho.

Joaquín firmó la cuenta y subieron a su habitación.

No bien entraron al cuarto, Gianfranco se sentó en la cama y ojeó un libro que Joaquín había dejado en la mesa de noche.

—Qué tal ratón de biblioteca eres —dijo—. Con razón eres un cerebro.

Joaquín sonrió y descolgó el teléfono.

—¿Cuál es el número de tu enamorada? —preguntó.

Gianfranco le dijo el número de memoria. Joaquín lo marcó y le pasó el teléfono.

—Te dejo solo —dijo, cuando la llamada empezó a timbrar.

—No seas huevón —dijo Gianfranco—. Quédate nomás, no hay problema.

—¿Seguro?

—Seguro.

Joaquín prendió el televisor, se sentó en la alfombra y fue cambiando de canales hasta que encontró CNN. Se quedó viendo las noticias para ver si salía algo sobre el Perú.

—Aló, Rosita, hola, soy yo —dijo Gianfranco—. Todo bien por acá, Rosita, el calor recontrafuerte nomás. Sí, sí, un calorazo. La ciudad está bien bonita, se ve que hay más billete que en Lima, carros bien lindos, las calles limpias, no tanta cochinada como allá. Lo único malo que hay morenos por todas partes, parece La Victoria de noche.

Se echó en la cama y siguió hablando.

—¿Cómo estás tú, cholita? ¿Me extrañas?

Joaquín entró al baño, cerró la puerta y siguió escuchando.

—Oye, Rosa, no me vayas a sacar la vuelta con los sapazos del barrio, ah. Mira que yo los tengo a todos bien chequeados. No, no te preocupes, acá nos acostamos temprano. Ni siquiera nos dejan salir de noche, nos tratan como a presos. Además, ni aunque quisiera, chola, porque acá solo hay hembras de color, y tú sabes que yo no les entro a las zambas, Rosita, yo no puedo con las cocodrilas, yo tengo mi estómago, qué crees. Oye, chola, ¿qué cosita quieres que te lleve de regalo? Piensa, pues, piensa rápido que esta llamada sale cara. ¿Un reloj pulsera? Ya, Rosita, de todas maneras, y pórtate bien, ah, no me converses mucho con los mañosos esos del barrio. Sí, mañana jugamos, sí, sí, contra los monos de aquí de Trinidad, mírame por la televisión, ¿ya? Chau, Rosita, salúdame a tus papás, un beso, chola, chau, pues.

No bien Gianfranco colgó el teléfono, Joaquín salió del baño.

—¿Todo bien? —preguntó.

—Sí, muchas gracias, chochera, te has pasado —dijo Gianfranco.

Joaquín se sentó en la cama.

—¿La quieres mucho, no? —preguntó.

—Sí, le tengo camote a la Rosita —dijo Gianfranco—. Lo que pasa es que esta chiquilla me pone enfermo. Todavía no me la he comido. No se deja cachar la chiquilla. Está pitito, virgencita, y todo el barrio se la quiere comer. Eso es lo que me da miedo, compadre, que algún pendejo se la agarre a la Rosita cuando yo estoy de viaje.

Joaquín notó que Gianfranco tenía una erección.

—¿No quieres quedarte a dormir? —le dijo.

—No, no puedo —dijo Gianfranco—. En un rato pasa el jefe de equipo a revisar todos los cuartos.

Luego se levantó de la cama.

—Bueno, compadre, me voy a jatear —dijo—. Un millón de gracias por la llamada.

Le dio la mano a Joaquín y caminó hacia la puerta.

—Ven cuando quieras —dijo Joaquín.

—Gracias, compadre —dijo Gianfranco, sonriendo, y salió de la habitación.

Un rato más tarde, Joaquín bajó al bar del hotel.

—Joaquincito, ¿qué haces a estas horas por aquí? —le dijo Mamerto Salgado, un veterano periodista deportivo del diario El Nacional—. Ven, siéntate, flaco, te invito un trago.

Mamerto Salgado era un tipo alto, flaco, cachetón. Tenía unos anteojos gruesos y el pelo teñido de negro. Joaquín se sentó a su lado.

—¿Cómo ves el partido de mañana, Mamerto? —le preguntó.

—Jodido, flaco, jodido —dijo Salgado—. Trinidad está jugando un fútbol total, con jugadores polifuncionales. Se han superado una inmensidad estos cocodrilos.

Salgado llamó al mozo y pidió dos cervezas más.

—¿Tú sabes que yo llegué a jugar en las inferiores de la U? —dijo.

—Hombre, no tenía idea —dijo Joaquín.

—Jugaba de medio volante. Movía mi pelota, flaco. Llegué a jugar en la cancha del Nacional. Una emoción de la gran puta jugar en esa cancha, y eso que el estadio estaba vacío. Pero un día, en una pichanga (fíjate que ni siquiera había puntos en juego, eso fue lo peor) un zambo malnacido me metió un planchazo artero y me rompió la pierna. Y ahí mismo se acabó la gracia, pues. Tuve que colgar los chimpunes nomás, caballero. Pero te digo una cosa, flaquito, el fútbol peruano se perdió un gran medio volante.

—Pero al menos ganó un gran periodista deportivo, Mamerto.

—Sí, bueno, uno hace lo que se puede, pero esta profesión (te lo digo a ti que recién comienzas, que recién estás haciendo tus pininos), esta profesión es una buena mierda, flaco, está llena de coimeros, de lameculos, de mermeleros que se venden por un chancay con mantequilla, gente de una ignorancia supina, supina, gente que no sabe un carajo de fútbol. Porque el fútbol hay que saber verlo, pues, no es cuestión de saberse de memoria las alineaciones.

El mozo se acercó a Salgado y le dijo que el bar estaba cerrando. Luego le entregó la cuenta.

—¿O sea que nos estás botando, zambito? —le dijo Salgado—. ¿Nos estás tirando arroz, ah?

El mozo sonrió. Salgado firmó la cuenta, haciendo un gesto desdeñoso.

—En mi cuarto hay un barcito bien surtido —dijo—. Si quieres, podemos subir a tomarnos un último trago, el del estribo.

Okay, yo me tomo un juguito —dijo Joaquín.

—Carajo, esta nueva generación, esta generación cocacola, yo no sé qué le pasa —dijo Salgado, mientras caminaban hacia los ascensores—. No chupan, no fuman, no cachan, casi no comen. Eso no es vida, pues, flaco. En mis tiempos, yo me zampaba un apañado con frijoles, me cachaba tres putas al hilo, y con las mismas jugaba entero, fresquita, los noventa minutos del partido. Ahora, los muchachos de la selección unas damas son. Se concentran, hacen dietas especiales, se acuestan tempranito, nada de hembras, ni siquiera se corren la paja porque dicen que quita físico, y total, juegan como el culo, a la media hora ya están pidiendo su cambio con la lengua afuera.

Salieron del ascensor y caminaron por un pasillo alfombrado. Al llegar a su habitación, Salgado trató de abrir la puerta usando una tarjeta de plástico con varios orificios.

—La puta que los parió a estos zambos —murmuró, enojado—. Yo he usado llave toda mi vida y ahora me vienen a joder con estas tarjetas de mierda.

Luego pateó la puerta un par de veces.

—Una llave es una llave y una tarjeta es una tarjeta —dijo, levantando la voz—. ¿Por qué chucha tienen que complicarme la vida estos zambos piojosos?

Entonces Joaquín le dijo que estaba metiendo la tarjeta al revés. Salgado metió la tarjeta en la posición correcta y la puerta se abrió.

—Yo no he nacido para esta época de las computadoras, pues, carajo —dijo, entrando al cuarto.

Salgado abrió el bar de su habitación, sacó una pequeña botella de vodka y la destapó con los dientes.

—Vamos al fresco —dijo, y abrió una puerta corrediza.

Salieron al balcón. El rumor del tráfico se mezclaba con una música festiva que se escuchaba a lo lejos.

—Linda vista —dijo Joaquín.

—Sí, pero nada como mi Callao natal —dijo Salgado.

Tomó un par de tragos y eructó.

—Me vas a disculpar, flaco, pero tengo que echar una meada, y no hay cosa más rica que orinar en el fresco —dijo.

Mamerto Salgado se bajó la bragueta y sacudió su sexo. La piscina del hotel brillaba abajo de ellos.

—Hazme caso, flaquito, no te dediques a esta profesión, no vale la pena, es una buena mierda —dijo Salgado, orinando a la piscina desde el piso decimoquinto.

Al día siguiente, en un partido algo aburrido, Perú le ganó a Trinidad y Tobago dos goles a uno. Gianfranco metió el primer gol peruano y fue uno de los mejores jugadores de la cancha. Al final del partido, Joaquín bajó al camarín peruano para felicitarlo. No bien entró al camarín, se encontró con él.

—Felicitaciones —le dijo, dándole la mano—. Jugaste excelente, Gianfranco. Fuiste el mejor.

Como los demás jugadores peruanos, Gianfranco estaba quitándose la ropa.

—Gracias, choche, gracias —dijo, la respiración todavía agitada, el cuerpo empapado de sudor—. La verdad que sí, hoy me salieron bien las cosas.

—¿Me regalarías tu camiseta? —le preguntó Joaquín.

—No, pues, cómo se te ocurre que te la voy a dar así, apestosa, toda sudada —dijo Gianfranco, sonriendo.

Luego le hizo unas señas al utilero de la selección.

—Oye, chino, pásame una camiseta nueva aquí para el señor periodista que mañana va a hablar bien de ti en el periódico —gritó.

El utilero sacó una camiseta limpia y se la dio a Joaquín, haciéndole una reverencia. Era un hombre gordo, bajito, de ojos achinados.

—Yo tengo el mayor respeto por el periodismo nacional —le dijo.

—Ya, chino, no seas sobón —dijo Gianfranco.

—Mil gracias, señor —dijo Joaquín.

—No le digas señor, huevón, que se la va a creer —dijo Gianfranco.

Un fuerte olor a sudor de hombres jóvenes había invadido el camarín peruano.

—Bueno, me tengo que ir al hotel a escribir sobre el partido —dijo Joaquín.

—Trátame con cariño, choche —dijo Gianfranco.

Llegando al hotel, Joaquín escribió una larga crónica del partido, elogiando en varias ocasiones el juego de Gianfranco. «Jugador de espíritu indomable y de gran riqueza técnica, Gianfranco Bonelli, el héroe del partido, dio en Puerto España una lección de fútbol práctico y a la vez vistoso, convirtió un bellísimo gol y condujo a la victoria a la selección peruana», escribió.

Esa noche, los jugadores de la selección peruana se reunieron en el pasillo del último piso del hotel para festejar el triunfo. A pedido de los dirigentes peruanos, la administración del hotel hizo subir varias cajas de cerveza. Después de mandar sus crónicas a Lima, Joaquín subió para unirse a los festejos. Entonces buscó a Gianfranco entre los muchachos peruanos, pero no lo encontró.

—Les rompimos el culo a los monos, les rompimos el culo a los monos —gritó Bambam Aguirre, moreno centrodelantero de la selección peruana.

—Cállate, oye, orangután, sacolargo —gritó Piticlín Núñez, jugador flaco y habilidoso—. En tu casa no abres la boca y vienes a gritar acá.

Todos se rieron a carcajadas. Estaban en buzos rojos y zapatillas, bastante borrachos. Había unas cuantas latas de cerveza tiradas en el pasillo.

—¿A qué hora llega la carne? —gritó Pañalón Chany, el arquero peruano.

—Que me traigan una zambita para hacerle el helicóptero —gritó El Apático Reyes, defensor de juego fino y elegante.

—¿Van a venir chicas? —le preguntó Joaquín a Ronald Muchotrigo, uno de los suplentes del equipo.

—Dicen que la dirigencia nos va a premiar con unas chiquillas —dijo Muchotrigo.

Joaquín se frotó las manos.

—¿Y alcanzarán hembras para todos? —preguntó, con una sonrisa picara.

—Sí, pero los periodistas no están incluidos —dijo El Chino Fukuda, puntero izquierdo de la selección.

—¿Siempre que ganan festejan con chiquillas? —preguntó Joaquín.

—Eso depende de la dirigencia, pero de nuestra parte siempre hay voluntad —dijo Fukuda.

Fue entonces cuando Piticlín Núñez se acercó por detrás a Bambam Aguirre y le bajó el pantalón del buzo.

—Qué rico poto, mi negro —gritó.

Todos se rieron a carcajadas.

Furioso, Bambam persiguió a Piticlín hasta los ascensores. Entonces vio el extinguidor de emergencia y no pudo resistir la tentación. Rompió los cristales, sacó el extinguidor y regresó al pasillo.

—Fuego, fuego —gritó, disparando el extinguidor sobre sus compañeros.

—Oye, negro, no seas salvaje —gritó Tito Rodríguez, mediocampista de corta estatura.

—Negro animal, regresa a tu zoológico —gritó El Cirujano Díaz, recio zaguero central, antes de entrar a su habitación.

Minutos después, Joaquín entró al ascensor y se encontró con Gianfranco.

—Oye, choche, dónde estabas, te andaba buscando —le dijo Gianfranco, y lo abrazó.

—Yo también estaba buscándote —dijo Joaquín.

Gianfranco olía a cerveza. Tenía puesto un buzo rojo y unas zapatillas blancas, como sus compañeros de equipo.

—Quería llamar a mi hembrita, choche —dijo—. No sé si sería posible que me prestes el teléfono. Tú sabes que los viáticos que nos dan los dirigentes son bastante míseros.

—Claro, hombre, encantado —dijo Joaquín, y apretó el botón del piso siete—. Vamos a mi cuarto.

—Te pasas, choche. Eres todo un caballerito.

—Tremenda fiesta la del último piso, ¿no?

—Sí, pues, me vas a disculpar, pero estoy medio chispeado.

—Después del partidazo que te jugaste hoy, te lo mereces, Gianfranco.

—Tú siempre tan benévolo con mi persona, choche.

Salieron del ascensor, entraron al cuarto de Joaquín y llamaron a Rosita.

—Chola, soy yo —dijo Gianfranco, echándose en la cama con el teléfono—. Yo bien, Rosita, más bien cómo estás tú, mamita, te extraño un montón. ¿Pasaron el partido allá? ¿Lo viste? Sí, gracias, cholita, la verdad que las cosas me salieron bien, se dieron como yo quería, creo que moví mi pelota, ¿no? Lo malo que los monos de Trinidad son unas jijunas, metieron machete que daba miedo. No, no, no te preocupes, Rosita, estoy entero, un par de raspones nomás, lo de siempre. ¿Qué te pareció mi gol? ¿Chévere, no? Sí, gracias, y para que sepas, lo primero que pensé cuando metí mi gol fue en ti, chola, te lo dediqué a ti. No, por Dios, no te estoy meciendo, ahí mismito que la pelota entró me acordé de ti y dije gol peruano, carajo, toma, Rosita, va para ti. No, de nada, chola, de nada. Oye, cuéntame, mamita, ¿no habrás estado parando con el Toni, con el Chamán, con Malaspecto, no? ¿Franco, franco, no me estarás cojudeando? Te digo, pues, Rosa, te digo porque esos patas son unos malandrines, son malas juntas para ti. Lo único que quieren es ponerte las manos encima, llevarte al catre y contrasuelearte, pues, chola. Te digo yo que los conozco, Rosita, hazme caso. ¿Cómo está la familia, todos bien? Salúdamelos a todos, ¿ya? Bueno, ya tengo que colgar porque estas llamadas me van a dejar misio y no voy a tener billete para comprarte tu reloj pulsera, Rosita. Chau, cholita, chau, ya nos vemos, yo también te extraño, chau.

Mientras Gianfranco hablaba por teléfono, Joaquín se había puesto la camiseta de la selección que le habían regalado en el camarín.

—Te queda bien chévere —le dijo Gianfranco, tras colgar el teléfono.

—Gracias —dijo Joaquín—. ¿Quieres un trago?

—Hecho —dijo Gianfranco.

Joaquín abrió el minibar, mezcló un poco de ron con cocacola y le dio un trago.

—Salud por mi Rosita, que está pitito —dijo Gianfranco, sonriendo.

—Salud por ella —dijo Joaquín.

Hicieron chocar sus vasos. Tomaron.

—Cuéntame, choche, ¿qué escribiste del partido? —preguntó Gianfranco.

—¿Quieres ver el artículo?

—A ver, a ver.

Joaquín le dio el artículo que había enviado a Lima. Gianfranco se echó en la cama y comenzó a leerlo.

—Carajo, qué florido eres, se nota que eres un cerebro, flaquito —murmuró, mientras leía.

Antes de llegar al final de la primera página, cerró los ojos, apoyó la cabeza en la almohada y comenzó a roncar. Joaquín retiró su artículo de las manos de Gianfranco y se quedó sentado a su lado. Luego cerró los ojos y recordó el cuerpo desnudo de Gianfranco en el camarín. Entonces tuvo ganas de tocar ese cuerpo joven, firme, musculoso. No pudo contenerse. Puso su mano en el vientre de Gianfranco y fue bajándola, acariciándolo. Tocó su sexo. Lo acarició. Lo sintió crecer, ponerse duro. De pronto, Gianfranco se despertó bruscamente.

—Oye, choche, ¿qué pasa? —preguntó, asustado.

—Nada, nada —dijo Joaquín—. Solo quería hacerte un poquito de cariño.

—Chucha, qué bravo habías sido flaquito —dijo Gianfranco.

Se quedaron callados.

—¿Te la puedo chupar un poquito? —preguntó Joaquín, sin mirarlo a los ojos.

—Qué vamos a hacer —dijo Gianfranco—. Ya me pusiste al palo. Sigue nomás.

Joaquín le bajó el pantalón del buzo y se la chupó.

—¿Quieres metérmela? —preguntó, poco después.

—¿Te gusta que te atoren?

—Ajá.

—¿Tienes vaselina?

—Ajá.

Joaquín fue al baño y volvió con un frasco de vaselina. Luego se quitó el pantalón y se echó boca abajo. Gianfranco puso un poco de vaselina en su sexo y se lo metió a Joaquín.

—Sí, Rosita, sí, muévete rico, cholita —dijo, moviéndose.

Sintiendo, a la vez, placer y dolor, Joaquín mordió su camiseta de la selección peruana.

Gianfranco y Joaquín volvieron a verse un par de días después, en el avión de regreso a Lima.

—Qué tal tranca que me metí esa noche —fue lo primero que dijo Gianfranco—. Me quedé privado. No me acuerdo de nada.

—Yo tampoco me acuerdo de nada —dijo Joaquín.

Luego se sentaron en filas separadas y no se hablaron en todo el vuelo. Cuando el avión aterrizó en el aeropuerto de Lima, Joaquín se atrevió a acercarse a Gianfranco.

—¿Me darías un autógrafo? —le preguntó.

—Claro, choche —dijo Gianfranco.

Algo impaciente, escribió unas palabras en una hoja y se la dio a Joaquín. Luego se dieron la mano, y Gianfranco se dirigió a la puerta del avión. Joaquín leyó la hoja. «Un abrazo de tu sincero amigo, Gianfranco», decía.