5. Cuadros de honor
Cuando acepté la invitación de Tim Penny para asistir a la cena de antiguos alumnos fue, sobre todo, por malsana curiosidad. ¿Qué aspecto tendrían doce o trece años después de la última vez que los vi? ¿Quién habría ido, a quién reconocería? ¿Tendría Barton, el que se sentaba delante de mí en clase cuando yo tenía catorce años, el mismo bulto cartilaginoso en la oreja izquierda, o lo tendría camuflado por completo bajo un corte de pelo moldeado con secador? ¿Aún querría Steinway irse pitando al wáter, en cualquier momento, para hacerse una paja rápida y volver lánguido pero satisfecho? ¿Haría Gilchrist todavía esos ruidos húmedos y obscenos con las manos? (¿Trabajaría acaso en el departamento de efectos especiales de la BBC?) ¿Cuántos serían ya calvos? ¿Habría muerto alguno?
Tenía un par de horas para matar el tiempo antes de que en el colegio comenzasen a servir… ¿qué?, ¿vino aguado?… De modo que quedé con Toni para tomar una copa. Sugerí —ya que estaba a sólo cinco minutos de Harlow Tewson— que nos encontrásemos enfrente de la National Gallery. Toni contestó que ya no visitaba cementerios. Así que me fui yo solo quince minutos antes.
—¿Alguna lápida nueva? —preguntó Toni mirándome de soslayo, como antaño, mientras nos acomodábamos ante nuestras copas (vino blanco para mí, whisky y una cerveza negra para él).
—Hay un Seurat en préstamo temporal que está bastante bien. Bueno, y el nuevo Rousseau. Aunque no les he dedicado mucha atención. —(Toni gruñó, y la espuma de la cerveza le dejó marcado un bigote)—. He notado que siempre que entro voy hacia la izquierda: Piero, Crivelli, Bellini… es lo que ahora me gusta.
—Tienes toda la razón: no hay que ir a buscar materia viva en un cementerio. También se puede mirar la obra de todos esos cabrones muertos.
—Hay que estar muerto para que expongan tu obra allí, ¿no?
—Algunos están vergonzosamente vivos. Pero los viejos cabrones que trabajan dentro de unas perspectivas totalmente obsoletas… ésos sí que pueden concentrarse, de verdad, en la técnica y esas cosas, como Crivelli.
No tenía ganas de decir que encontraba a los santos y mártires de Crivelli —los rostros cansados y góticos y las joyas tridimensionales— bueno… bastante conmovedores.
—¿Te acuerdas de nuestros tontos experimentos allí? —me interesaba ver cómo iba a reaccionar Toni.
—Coño, ¿qué tenían de tontos, eh? —Siempre me olvidaba de lo pronto que se cabreaba—. ¿Acaso no íbamos por buen camino? Admito que estábamos fundamentalmente equivocados en la elección de nuestros especímenes: buscar aunque fuera la más mínima respuesta entre aquellos chupatintas, entre aquella sarta de tenderos que andan rondando por esos sitios, es tan inútil como buscarle el pito a un eunuco. Pero al menos buscábamos. Al menos creíamos que el arte tenía que ver con algo que sucedía de verdad, que no era todo hacerse pajas con acuarela.
—Hmmm.
—¿Qué quiere decir ese hmmm?
—¿No te preguntas a veces si, en el fondo, no es más que eso?
—Chris… —Parecía sorprendido, desengañado. No era ni enfado ni desprecio, como yo había esperado—. Venga, Chris, no me digas que tú también. Ya sé que siempre te estoy cabreando. Pero de verdad no piensas así, ¿eh?
Por primera vez parecía capaz de sentirse herido, y yo, por primera vez, no quise apaciguarlo. Recordaba su frase sobre Marion y la esponja.
—No sé. Antes creía que lo sabía. Me gusta todo tanto como siempre: leo, voy al teatro, me gusta el cine…
—Cine de maricones muertos.
—Películas antiguas, de acuerdo. Me gusta todo eso. Siempre me ha gustado. Aunque no sé si existe algún vínculo entre ellos y yo; si la conexión en que nos forzamos a creer existe de verdad.
—No empieces con Wagner y los nazis, por favor.
—De acuerdo, pero ¿no es un poco como las catedrales y la falacia religiosa? Que las pretensiones del arte sean muchas, no las hace más válidas.
—Nooo —dijo Toni, como hablando con un niño.
—Y honestamente, no creo que nuestros experimentos, como les llamábamos nosotros, demostrasen absolutamente nada.
—Nooo.
—Así que el único lugar en donde se puede intentar averiguar si todo se reduce a hacerse o no pajas con acuarelas, como tú has dicho, es en ti mismo.
—Síii.
—Bueno. Pues, supongo que desde que empezamos nuestros experimentos estoy, de forma gradual, cada vez menos convencido.
Levanté la vista esperando ver a un Toni siniestro. Fruncía el ceño y parecía dolido.
—No niego que todo eso no sea… —lo miré otra vez, nervioso—,… divertido, ya me entiendes, conmovedor y todo eso, y también interesante. Pero por lo que se refiere a lo que realmente hace, ¿qué se puede decir? ¿Qué se puede decir, en realidad, a favor de la National Gallery?
—Que es una mierda, estoy de acuerdo.
—No… tienes que estar de acuerdo por razones verdaderas. Llénala con todo lo que te guste, con todas las cosas por las cuales, si no sacrificarías tu vida, estarías dispuesto a sacrificar unas cuantas de los demás; y aun así, ¿qué te quedaría? ¿Qué puedes decir a su favor excepto que hace que haya menos gente en la calle, o que el índice de robos, incestos y atracos a mano armada dentro del museo sea bajísimo?
—¿No estas siendo demasiado literal? Hablas como un alto comisario soviético para las artes: «Toda obra de arte debe realizar un bien inmediato.»
—No, porque eso es también, obviamente, una tontería.
—Así pues, ¿qué ha cambiado? El arte no, querido. Te lo puedo asegurar. Parece que estés de liquidación.
—Eso sí que es una estupidez.
—Entonces, ¿qué te ha pasado? Incluso cuando estabas en París…
—De eso hace una década. Es decir, la totalidad de mi vida adulta.
—Ah… una nueva definición de «adulto»: el tiempo durante el cual uno ha ido haciendo liquidación.
—Te dije en el jardín la semana pasada que no veo que sirva para nada. Para nosotros está muy bien que hubiera un Renacimiento y demás; pero en realidad todo es ego y acumulación, ¿no?
Toni adoptó de nuevo su tono pedagógico.
—¿No crees que el efecto puede ser acumulativo?
—Puede serlo. Pero eso no hace que el asunto sea menos especulativo. En todo caso, depende de un acto de fe… y de momento la he perdido.
—Otro triunfo de la maquinaria burguesa —añadió Toni tristemente, casi para sus adentros—. Seguro que viajas con tus pantoufles.
—Te equivocas.
—Esposa, bebé, buen trabajo, hipoteca, jardín de flores —(lo enfatizó despectivamente)—: no me puedes engañar.
¿Qué prueba todo eso? Tú no eres Rimbaud precisamente, ¿eh?
¿Y cuáles son los planes para esta anoche? —Toni se estaba mosqueando—. ¿De regreso al antiguo colegio? Una visita rápida a unos cabrones que murieron en el Quattrocento y luego al cole. Me parece otra concesión a los burgueses, si quieres saber mi opinión.
—Pues no es así. Estoy seguro de que ahora soy feliz. ¿Quién es el que no lo es?
—Pues la evidencia está en tu contra.
—Conociéndome como me conoces tendrías que estar mejor enterado.
—¿Y quién está pidiendo ahora un acto de fe?
Los escalones de la entrada del colegio estaban flanqueados por una hilera ascendente de postes de luz, coronados por dos anguilas de hierro entrelazadas en espiral. Automáticamente, miré hacia arriba, a las ventanas del despacho del director, desde donde espiaba con aspecto severo a los chicos que llegaban tarde. El coronel Barker, antiguo jefe de instrucción militar de los alumnos, un hombre corpulento y temido por su carácter impredecible, nos dio formalmente la bienvenida en la biblioteca a Toni y a mí. Colgada al cuello por una cinta escarlata, una enorme medalla en forma de estrella ocupaba el área entre el segundo y tercer botón de su chaleco. ¿Sería ésta, me dije, su famosa Orden del Imperio Británico, anunciada en su día en la escuela con un tono más propio de una conquista en el extranjero? Parecía demasiado grande y resplandeciente para ser inglesa. Quizá la recibió de un gobierno en el exilio durante la guerra.
—Bienvenido, Lloyd —gruñó, y el hecho de que utilizara el apellido, a pesar del tono amistoso de la voz, me trajo a la memoria antiguos miedos, miedos que tenían que ver con desfiles, grasa de rifles, la humedad del monte bajo, y que te volaran los huevos—. Bienvenido de nuevo al rebaño. Más placer proporciona el retorno del descarriado, y todo eso. Eh, Penny, ¿y tu mujer, bien? ¿Cómo están todos tus cachorritos? Bien, bien.
La biblioteca, escenario de tantas «horas de estudio» (juegos de barcos y crucigramas y ejemplares gastados de la revista Spick), era gris y blanca, los colores con que vestían los ejecutivos, los hombres de negocios. Uno o dos rostros morenos hablaban de viajes al extranjero por cuenta de la empresa, pero la mayoría eran de ese color ajado e indefinible propio del que está rodeado de edificios altos, enterrado como un espárrago. Aquel de allí tenía que ser Bradshaw. Y ése, Voss. Y aquel chico que todo el mundo creía que era extraordinariamente torpe pero que fue designado delegado de curso, ¿Gurley? ¿Gowley? ¿Gurney? Y —oh, Dios— Renton, con —oh, Dios, otra vez— cuello duro, y un aspecto tan escandalosamente entusiasta como siempre; maliciosos ojillos chispeantes, dándote a entender que deberías estar haciendo otra cosa. Por toda la sala resonaban los gritos festejando el reencuentro. Se recordaban cosas tan remotas como los juegos escolares y los campamentos militares.
Bajamos las escaleras en tropel hacia el comedor del sótano donde el tiempo y la comida derramada habían oscurecido el frágil pino de mi juventud; donde los cuadros de honor se habían encaramado a las paredes como enredaderas; donde las largas mesas me recordaron almuerzos que pasamos doblando cubiertos y empujando saleros de punta a punta para que se deslizaran como las copas sobre el mostrador de un western. De la habitación contigua llegaba el pegajoso hedor de las cocinas comunitarias y el ruido de mil cuchillos y tenedores cayendo en el interior de una cuba metálica.
Me senté entre Penny y Simmons mientras el coronel Barker, que presidía la mesa, nos daba otra vez oficialmente la bienvenida. Luego gritó, «Bon appétit», como si estuviera dirigiendo un desfile. El aspecto de Simmons, después de todos esos años, era bastante normal: incluso sus orejas parecían más pegadas a su cabeza. Resultó que sabía muchísimo sobre los secretos del ferrocarril: estaciones abandonadas; túneles que la gente había olvidado por completo, como en los libros de Conan Doyle; historias de las noches en el metro durante los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. Penny y yo nos íbamos entendiendo bien, y manteníamos una de esas conversaciones alcohólicas sobre distintas personas y lugares. Al otro lado de la mesa estaban los rostros que, proyectados a un pasado de mejillas imberbes y llenas de granos, eran reconocibles como Lowkes, Leigh, Evans y Pook. Se iba uno enterando de las novedades, Gilchrist negociaba en vinos; Hilton era especialista en vidrio; y Lennox había vuelto al colegio como profesor. Thorne había desaparecido por completo; Waterfield cumplía una condena de seis meses en una cárcel francesa por macarra.
Al principio, mi desdén salió a relucir instantáneamente: como un bateador, me echaba hacia atrás para parar todas las pelotas, sin importarme que fueran cortas. Pero a medida que transcurría la cena, advertí que casi me estaba divirtiendo. Después de haber conseguido escapar del colegio y sus influencias —gracias a esfuerzos que uno consideraba heroicos—, es difícil reconocer en los demás la misma tenacidad, la misma firmeza de carácter para lograr, igual de esforzadamente, la autonomía. La idea de que alguno de ellos hubiera podido encontrar una vía más fácil, menos heroica que la tuya, era aún más inaceptable.
—Me han dicho que estás en una editorial, ¿no? —me gritó Leigh (conocido años atrás como «¡Uf!»), desde el otro lado de la mesa, al tiempo que yo iniciaba una exploración geológica en mi postre en busca de cuerpos sólidos. Tenía una voz quejumbrosa e imprecisa que nunca me había gustado. Lo que en principio parecía un acento regional no era sino una pronunciación descuidada,
—Algo así; tenemos un departamento de documentación. La compañía se llama Harlow Tewson.
—Ah, claro, claro. Me compré vuestro libro de jardinería. Es muy bueno, de verdad. El único problema es que es tan grande que necesitas una carretilla para bajarlo al jardín.
Contesté su dudosa pulla arrabalera con una sonrisa de ya-lo-he-oído-antes. El libro al que se refería realmente estaba encuadernado imitando madera y era bastante pesado, pero sólo a un majadero se le ocurriría consultarlo fuera de casa.
—Sí, sí —continuó con cara de espera-que-todavía-hay-más—; una tarde me lo dejé afuera, pero entonces pensé: más vale que lo entre antes de que eche raíces y ya no pueda distinguirlo, y haga estacas de él. Ja, ja. El libro de cocina también lo tenemos.
Este último era un volumen grueso y cuadrado, encuadernado en una especie de hojalata con un retrato de la reina en la portada. El diseño quería sugerir una lata de esas galletas típicas del día de la Coronación.
—Sí, más de una vez lo he sacudido para ver si quedaba alguna dentro. Ja, ja. ¿Por qué crees que ahora la gente siempre Hace cosas que parezcan lo que no son? ¿Crees que se trata de una suerte de escapismo llevado al extremo? ¿Crees que los motivos son económicos o psicológicos?
—¿A qué te dedicas tú? —(No me apetecía continuar con ese tema tan borde, no faltaba más.)
—Oh, al mismo negocio. Dirijo una pequeña editorial, se llama Hidebound Books.
¿Cómo?… ¿Leigh? De algún modo, había asumido la… bueno, nada específico, aunque sí una amplia gama de posibilidades sin determinar. Así que no todos eran directores de banco como Toni y yo predijimos.
—Somos cuatro gatos, pero…
—Por supuesto; publicasteis el libro de Toni, Mudos desgarros.
Hidebound Books[8]; el nombre estaba pensado como una ironía doble. Publicaban unos cuidados libros de bolsillo sobre temas diversos, en parte rellenando vacíos editoriales, en parte reimpresiones acertadas; pero también una proporción importante de obras originales. La monografía de Toni salió en una colección llamada —era una frase de Orwell— Como a mí me gusta[9]. En ella Toni decía que todo libro importante, cuando se publica por primera vez, es mal interpretado aunque sea elogiado o tenga éxito. Si tiene éxito, siempre hay alguien dispuesto a criticarlo en público; y si la crítica lo ensalza, nadie se va a preocupar de los errores de los críticos. Flaubert dijo que el éxito no interesa nunca. Fueron los fragmentos absurdos de Madame Bovary los que hicieron de esta obra un éxito. Según Toni, la psicología de aquellos que elogian el éxito por razones equivocadas es incluso más interesante que la de aquellos que lo desacreditan por las mismas razones.
—Sí, es cierto, lo publicamos nosotros. No consiguió muchas críticas, pero ya era de esperar: era demasiado provocativo para la crítica establecida. A mí me gusta mucho.
Leigh me explicó sus teorías sobre el negocio, que parecían depender mucho de lo que llamaba «bancarrota creativa».
—No… realmente las cosas nos van bien. Ahora empezamos una nueva colección. Se va a llamar Libros Scavenger. Traducciones de obras punteras, ya sabes, lo que otros llaman obras fundamentales. Principalmente franceses, pienso.
—Suena interesante.
—¿Tentador?
—¿Qué quieres decir?
—Necesitamos a alguien que la dirija. Tú has tenido una buena educación.
Movió la mano a un lado y a otro del comedor (tan ruidoso hoy como hacía dos décadas). Sonrió con lo que parecía ser una sonrisa no comercial.
—Podemos arreglar lo de tu sueldo; además viajarías, conocerías a unos cuantos penseurs…
—Harlow Tewson no va a ir a la bancarrota por el sueldo que me paga.
—Creo que nosotros tampoco. Mira, incluso tenemos tarjeta. —(Un lujoso trabajo de Kate Greenaway, con románticos tulipanes enroscándose sobre las iniciales)—. Llámame.
Asentí. La noche comenzó a declinar con un queso derretido, café y coñac (sólo digno para un carajillo). El coronel Barker se levantó, y yo recordé, entonces, que cuando nos equivocábamos en la conjugación de los verbos solía tirarnos con fuerza de las orejas en direcciones opuestas. Con todo, mientras estaba ahí de pie, esperando que sus antiguos alumnos se callaran y con la medalla despidiendo ocasionales reflejos desde la protuberancia de su estómago, parecía repentinamente incapaz de haber inspirado miedo alguna vez. Se había convertido en el tipo de persona a quien le ofrecerías el asiento en el metro.
—Caballeros —comenzó—, iba a decir «chicos», pero ahora son ustedes más grandes que yo. Caballeros, cada vez que vengo a estas cenas acabo creyendo que las cosas no están ni la mitad de mal de lo que los periodistas quieren hacernos creer. En serio. He hablado con bastantes de ustedes esta noche y, sin exagerar en absoluto, me gustaría decir que el Colegio puede estar muy orgulloso de ustedes. —(Golpes de cubiertos, pataleos… como cuando anunciaban el equipo de rugby del colegio)—. Sé que está de moda arremeter contra cualquier cosa que haya funcionado bien durante muchos años, pero no me voy a sumar a ese coro. Creo que si algo va bien durante años es porque es BUENO. —(Más pataleos)—. En fin, dejémonos de política y de rollos. No voy a hacerles perder el tiempo con lo que yo piense. Lo diré de la forma más simple que pueda. Cuando tengan mi edad —(gritos de «qué dice» y «si está hecho un pimpollo»; Barker sonrió; su voz adquirió la calidad de un cálido graznido)—, sabrán lo que yo siento. En mis manos he tenido a muchas personas: es como contemplar el fluir de un caudaloso río de niños hacia el gran mar de la madurez. Y nosotros los profesores somos sus guardianes, los encargados de la banca, los que hacemos que el tráfico sea fluido. Ocasionalmente —(puso cara seria)—, tenemos que tirarnos al agua para sacar a alguno. Y aunque las aguas, a veces, bajen turbulentas, sabemos que este caudaloso río de niños al final llegará al mar. Esta noche me he convencido de que mis modestos esfuerzos han sido recompensados. Seré capaz de retirarme a mi caseta de esclusero con orgullo. Les doy las gracias. Ahora, un hombre viejo los dejará tomar el café en paz.
Llegué a casa algo bebido (Tim y yo hicimos un par de brindis por los ferrocarriles en el bar de la estación de Baker Street, y sonreímos comentando el discurso de Barker), pero alegre. Marion ya estaba en la cama, con una voluminosa biografía del grupo Bloomsbury que la tenía aplastada como si fuese un pisapapeles. Me desaté los cordones de los zapatos, trepé hasta la cama y deposité una mano sobre la parte superior delantera de su camisón.
—He olvidado cómo eran —musité.
—Entonces, estás borracho —respondió ella, pero sin severidad.
Quité la mano tirando del camisón hacia mí, y soplé con fuerza hacia dentro. Luego, eché un vistazo.
—Si el pezón se pone verde, como en esos tests en los que te hacen soplar… sí, vamos allá. Tienes razón otra vez, mi amor, como siempre. —(Me enderecé para ponerme de rodillas y la miré como un niño pequeño)—. Esta noche Huevo Colgante me ha ofrecido trabajo.
—¿De qué? —Retiró mi mano de encima del camisón, adonde volvía confiada una y otra vez—: ¿De qué?
—A Huevo Colgante le llamaban Huevo Colgante —continué con el tono del viejo a quien se le hace una entrevista—, porque cuando nadábamos en el colegio, desnudos, cosa que hicimos hasta llegar a sexto curso, lo que quiero decir es que en sexto ya no fuimos a nadar más, pero cuando íbamos antes, siempre era desnudos, y Leigh, recuerdo, creo que cualquiera de nuestra generación sería capaz de recordarlo, podemos telefonear a Penny si no me crees, él lo confirmaría, tenía un huevo que le colgaba unos, oh, si no me falla la memoria y esas cosas, unos cinco centímetros por debajo del otro. Era la época en que estaban de moda las botas con elástico lateral, y nosotros, mis amigos y yo claro, solíamos decir que Huevo Colgante era el único chico del mundo con un escroto con elástico lateral. Y ahora, Huevo Colgante me ofrece trabajo. No lo entiendo. ¿Acaso no tengo ya uno?
Durante este discurso logré introducir la mano bajo las sábanas y hacerla ascender bajo el camisón de Marion en dirección contraria a la que hasta entonces había tomado.
—¿De qué?
Pero para entonces mi mano había logrado ocupar una zona de un valor equivalente —si no mayor (¿quién puede decirlo?)— al ocupado durante su primera y frustrada incursión.
—¿De semental? —repliqué simplemente. Y me sentí perplejo.