2. Gastos frecuentes

No veo demasiado a Toni últimamente. Todavía sentimos nostalgia de nuestra amistad, pero nos damos cuenta de que nuestras vidas siguen caminos distintos. Después de Marruecos se fue dos años a los Estados Unidos (del kif al kitsch, como decía él); regresó, dio clases de filosofía y se consagró como crítico literario académico y cruel; había publicado poemas y dos libros de ensayos, y se mezclaba cada vez más en política. Ahora vive con una chica, de cuyo nombre no nos acordamos nunca, en la parte menos elegante de Kensington que fue capaz de encontrar. La última vez que vino a comer, invitamos también a su «mujer»; pero dijo que vendría solo.

—Siento que Kelly no haya podido venir —dijo Marion mientras nos sentábamos a tomar un aperitivo.

—Kally. La verdad es que creemos más conveniente tener amistades por separado.

—¿Quieres decir que no querías que nos conociera, o que ella no quería venir? ¿Cuál de las dos cosas?

Toni pareció un poco sorprendido. Creo que piensa que Marion no tiene carácter porque es tranquila.

—No, probablemente le gustaría conoceros. Es sólo que cada uno tiene sus amigos.

—¿Le dijiste que la habíamos invitado?

—La verdad es que no.

—Así que nosotros tampoco tendremos posibilidad alguna de conocerla.

—No te pongas pesada, Marion. —(Pronunció su nombre con exagerada lentitud)—. La cosa está bastante clara, ¿no?

—Totalmente. Me vuelvo a la cocina.

Fue un poco violento; siempre olvido durante los intervalos de tiempo en que no nos vemos lo terco que se ha vuelto Toni. Pero la verdad, bastaba mirarnos para ver por dónde iba cada uno. Yo llevaba un suéter sin cuello, pantalones de pana y zapatos de ante. Toni vaqueros de marca, un chaleco de algodón, una camisa ingeniosamente arrugada y una especie de anorak; el pelo cuidadosamente despeinado; y la estropeada bolsa que le colgaba del hombro contenía, supongo, montones de cosas que yo no había necesitado nunca. Seguía siendo moreno, judío y activo, y se afeitaba dos veces al día; noté que últimamente había comenzado a depilarse la zona en donde antaño se le juntaban las cejas. También parecía hablar de un modo algo diferente de como yo recordaba: el acento era el mismo, pero la gramática y el vocabulario se habían vuelto más populares.

La combatividad de Toni era de esperar, ambos éramos así en el colegio. Lo que pasa es que yo no esperaba que complicase tanto una simple invitación. Después de aquella conversación algo tensa nos sentamos a comer. Amy estaba subida en su silla alta a la izquierda de Toni, con su babero amarillo atado al cuello. Toni, inmediatamente, inició una aparatosa comedia poniéndose el anorak y apartándose unos centímetros a la derecha para salir de lo que llamaba campo de lanzamiento.

—Nunca se sabe cuándo van a lanzarte algo —nos dijo con toda la autoridad de quien no tiene hijos. No se refería a vomitar, de todas formas.

—Es buenísima —dijo Marion con firmeza—. ¿Verdad, angelito? Excepto cuando tiene una flatulencia, claro.

Toni simuló amedrentarse.

—¿En qué se parecen un bebé y una cagada frustrada? —Marion frunció el ceño; yo dije que no lo sabía—. En que los dos son una mezcla de pipí y pedo.

Marion le pasó la sopa sin comentario alguno. Toni aprovechó la ocasión para alejarse todavía unos centímetros más.

—No, nunca se sabe. Por eso siempre visto ropa anti-be-bé. —(Sacudió la manga de su anorak)—. Lo llevo cuando sé que va a haber bebés, en los barrios bajos y para cuidar el jardín. Ah, y para sacarle dinero al Arts Council.

—Aquí entramos en las dos primeras categorías, supongo —dijo Marion, irritada con razón.

—Naturalmente.

Toni se volvió hacia Amy y le dedicó una sonrisa de payaso.

—Ta, ta, ta —le soltó, parodiando toscamente a un tío muy cariñoso—. Yo sé quién tiene muy buena puntería. Venga, escúpele algo a Toni.

Levantó la manga a modo de invitación.

—Está buenísima, cariño —intervine yo, incómodo, levantando la cuchara sobre la sopa de berros.

Marion esperó a que Toni confirmara ese juicio, pero estaba demasiado ocupado llenándose la boca de pan.

—Háblanos de ti, Toni —dijo ella tras una pausa.

—Ah… Me voy a hacer la vasectomía… Tengo que acabar de una vez por todas con ciertos gastos frecuentes. Escribo guiones para una compañía de títeres. Estoy intentando que los fascistas locales del partido laborista se bajen del burro. Estoy haciendo un ensayo sobre Koestler que se titulará «Un estudio sobre la duplicidad». Y como gratis en casa de unos cuantos amigos del colegio.

—Y sus esposas —corrigió Marion.

—Y sus deliciosamente irónicas aunque algo impertinentes esposas.

Aquí, Amy produjo un sonido raro. Tosió y se puso a devolver pacíficamente: un flujo lechoso fue cayendo sobre su bandeja de plástico. Toni recibió su triunfo con grandes risas. Amy le contestó con un gorjeo. Toni se cubrió bien con el anorak y todos nos relajamos. Una vez que nos adaptamos a su aparente rudeza y solipsismo, nos llevamos bastante bien. Marion se había lamentado de que Toni fuera tan poco sensible. Le contesté que se trataba más bien de un escritor que decía todo el rato lo que pensaba.

—Tenía entendido que los escritores eran más y no menos sensibles que la otra gente —respondió ella.

Existe una diferencia entre sensibilidad y educación, creo que dije; y no puedo recordar si yo mismo me quedé convencido.

Después de comer, Toni y yo fuimos a dar un paseo por el jardín. Él ignoró las «escapistas» flores, y me interrogó sobre la calidad del suelo, las variedades de las verduras, la cosecha que cabía esperar. Un año que pasó en una granja cooperativa experimental en Gales parecía haberle dado cierto conocimiento empírico, pero poca comprensión de los principios hortícolas.

—Así que esto es todo lo que hay, ¿eh? —me preguntó con una sonrisa sarcástica mientras mirábamos una hilera de nabos—. Así que esto es todo lo que hay.

Creí oportuno desviar la cuestión hasta que me pareciese más clara. Le respondí con otra pregunta.

—Estás mucho más… politizado que antes, ¿no?

—Soy más de izquierdas, si te refieres a eso. El hombre siempre es político.

—Vamos. Durante la adolescencia éramos totalmente pasivos. Totalmente cínicos y desinteresados, ¿no te acuerdas? Era el arte lo que nos importaba, ¿no? Nosotros somos el motor y la agitación, ¿no te acuerdas de ese énfasis en «nosotros»?

—Recuerdo que éramos totalmente conservadores.

—No creo que eso sea cierto en absoluto. Odiábamos a los peces gordos. Y al bon bourgeois. Le Belge est voleur… —empecé yo, pero no pude acordarme del resto.

—Sentíamos apatía y aversión, de acuerdo, pero ésos son los principios fundamentales de la plataforma conservadora. Joder, ¿no te acuerdas de Cuba? ¿Qué hicimos entonces? Estábamos tan encantados con Kennedy como si fuera Robert Ryan en The Battle of the Bulge. —(¿Acaso no era así?)—. ¿Y qué fue lo que pensamos de Profumo? Nos daba envidia: ése fue el resultado de nuestro análisis de la crisis sociopolítica.

—Pero la poesía no hace que sucedan cosas —dije con la cadencia de un hombre razonable.

—Esa es la jodida verdad. Así que si quieres que pase algo no escribas poesías. Yo no sé por qué lo hago. Supongo que para dejar de hacerme pajas un rato. El otro día ojeaba un libro de poemas en una librería y no pude pasar del prefacio. Decía: «Este libro fue escrito para cambiar el mundo.» No hay palabras para decir lo jodidamente irónico que suena.

—¿Por qué te acaloras tanto?

—Porque la razón de que la poesía no haga que pase nada es que esos mismos peces gordos se lo impiden.

—¿Quién se lo impide? ¿Qué peces gordos? Venga, concreta.

—Unos imprecisos peces gordos hijos de puta. Peces gordos escurridizos. Porque la poesía la presentan como un programa de televisión a altas horas de la madrugada para una minoritaria afición desconocida… como la del esquí acuático, la que folla con cabras o cosas por el estilo. ¿Quién lee poesía? ¿A quién le han dicho que sirve para algo?

—Publican mucha en la prensa.

—Ja, cuanta más, menos. Eso no son sino parches. Llaman a cualquier gilipollas domesticado y le dicen: «Oh, Jonathan, ¿podrías mandarnos un poema de tantos versos para esta semana?», o: «Me temo que nuestro crítico de ballet se ha torcido la muñeca escribiendo mayúsculas, ¿podrías escribir algo largo en versos cortos? Con rima, por favor, ya sabes que a nuestros lectores les gustan las rimas.»

—Me parece que eso no es muy justo. —(Francamente, pensé que era paranoia, el enconado despecho de un escritor sin éxito.)

—Por supuesto que no es justo. —(Toni pronunció «justo» con el sarcasmo que normalmente reservaba para «conservador»)—. Pero es así como funciona. Pregunta qué poesía tienen en una biblioteca y sólo encontrarás baladas campestres o cosas de gilipollas ya muertos. ¿Qué tiene eso que ver con el presente? Y lo mismo con las novelas: todo son contrabandistas, aventuras de animalitos o historia.

—Y todos sabemos lo que es la historia —apunté yo nostálgicamente (más valía cambiar de tema, pensé).

—Las trampas de los vencedores. Exacto. Pero ¿por qué ya nadie se toma los libros en serio? Quiero decir, aparte de los académicos, y ¿qué coño hacen? No son más que críticos que dan a luz sus ejemplares con cien años de atraso. ¿Por qué todo el mundo se burla de un escritor cuando hace un comentario político? ¿Por qué todo lo que es de izquierdas se pone de moda antes de que se lea, y para entonces es ya una fuerza del conservadurismo? ¿Y por qué coño —(por fin pareció tomar aliento)—, por qué coño no compra la gente mis libros de mierda?

—¿Demasiado sucios? —sugerí. Se rio, comenzó a calmarse, y se puso a elogiar otra vez el jardín.

—¿Y por qué no has hecho tú nada, pez gordo en ciernes?

No le dije nada sobre mi proyectada historia del transporte en Londres.

—Oh, yo, caramba, me has cogido, yo estoy metido en la vida.

Se rio otra vez, aunque bastante compasivamente. O eso me pareció.

(Pero ¿acaso no es verdad que estoy —no más metido en la vida, no lo diría así—, que soy más serio? En el colegio me hubiese calificado de serio a mí mismo, cuando en realidad tan sólo era un exagerado. En París me consideré serio —imaginaba, de verdad, que me encaminaba a una síntesis grandiosa entre la vida y el arte—, pero probablemente no hacía más que atribuirle una importancia desmesurada y legitimadora a un placer irreflexivo. Hoy, soy serio respecto a diferentes cosas. Y no temo que mi seriedad se desmorone bajo mis pies.)

—Quieres decir que ya no vives en una habitación alquilada —fue el comentario de Toni cuando hube parafraseado todo esto.

Ahora estábamos al fondo del jardín. Mirando a través del enramado que formaban los tronquitos de las judías, uno podía intuir la buhardilla en lo alto de la casa: un día sería el cuarto de Amy, o quizá de su hermana.

—Bueno, hasta cierto punto. Es una satisfacción saber que no se tienen goteras en el tejado.

—Cavernícola —murmuró Toni, imitando una de las voces que poníamos en el colegio.

—Y que tienes a tu familia a tu alrededor bajo tu protección.

—Machista.

—Y tener un niño. —(Normalmente no lo hubiese mencionado, porque la mujer de Toni había tenido hacía poco lo que él llamaba un trabajo de aspiradora; pero me sentía injustamente atacado.)

—Pues yo creía que había sido un desliz.

—Bueno, no es que fuéramos a buscarla. Pero eso da lo mismo.

—La verdad, creo que es una fórmula bastante extraña: si conseguimos que las fábricas de gomas de Londres den un alfilerazo en la punta de cada condón, la población será más madura: seria, consciente, hipotecada hasta los huevos. Hasta empezaría a comprar mis libros de mierda.

Seguimos andando y nos detuvimos ante los guisantes enanos.

—A propósito —dijo, moviendo el codo de arriba abajo con un gesto licencioso del pasado—, ¿has tenido ya alguna aventurilla?

Mi primera reacción fue decirle que no se metiera más que en sus cochinos asuntos. La segunda fue ignorar la pregunta. La tercera (¿por qué tardé tanto?) fue decir simplemente:

—No.

—Eso es interesante.

—¿Por qué «No» es interesante? —(¿Con qué derecho me hablaba con tanta superioridad?)—. ¿Quieres decir que te sorprende muchísimo que haya sido fiel durante seis años? ¿Que tú no habrías tardado más de una semana en ser infiel?

—No, lo que es interesante es la pausa antes del No. ¿Significa acaso: No, pero no me habría importado lo más mínimo? ¿No, pero estuve a punto la semana pasada? ¿No, porque Marion me deja totalmente exhausto?

—La verdad es que me quedé dudando: ¿Le rompo la cara? No, pensándolo mejor le diré la verdad. Me imagino que Kally y tú tenéis uno de esos acuerdos modernos.

—Modernos, viejos, no importa cómo les llames. Cualquier cosa antes que tu retorcida y anticuada aberración judeocristiana, rematada por el rechazo al sexo de los masturbadores Victorianos.

Clavó en mí una mirada desafiante.

—Pero es que yo no soy judío, no voy a misa y no me hago pajas; simplemente amo a mi mujer.

—Eso es lo que dicen todos. Incluso cuando no es verdad. Y lo podrás seguir diciendo cuando hayas tenido otra. Doy por sentado que sigues creyendo que cuando te mueres te has muerto.

—Por supuesto.

—Bueno, eso ya es un alivio. ¿Y cómo coño puedes soportar la idea de que hasta que te mueras no follarás nunca con otra mujer? ¿Cómo puedes soportarlo? Yo me volvería loco. Quiero decir que estoy seguro de que Marion es esto y aquello, y que te pone los talones en las orejas y que te deja más seco que una esponja, pero aun así…

Yo quería terminar esa conversación, pero la imagen que conjuró de Marion fue tan súbita, tan extrañamente dolorosa (¿cómo te atreves a pensar esas porquerías de mi mujer?). Además, ¿quién se creía que era para darme lecciones?

—No voy a entrar en detalles de cosas que tú sin duda ya has disfrutado, pero nuestra vida sexual —(me detuve, casi sintiéndome desleal)— es bastante…

Toni comenzó a mover el codo otra vez de arriba abajo.

—No me dirás…

Esta vez tenía que cortarlo en seco:

—Mira, sólo porque vivas en la Línea Metropolitana no quiere decir que no hayas oído hablar de…

Estaba indignado. Pero de pronto me sentí tan mortificado que no pude terminar la frase. Me asaltaban las imágenes que yo mismo había conjurado.

—Cuidado con lo que dices —dijo Toni encantado—, hablar de más puede costar una esposa.

—Y en lo que se refiere a no… acostarse con nadie más, no lo veo como lo ves tú. Cuando estoy en la cama con Marion no me paso todo el rato pensando: «Espero no morirme sin haberme enrollado con otra.» Y, en todo caso, una vez que te has acostumbrado al… caviar, no sientes una necesidad imperiosa de… merluza.

—Hay otros peces en el mar. Peces, peces, peces.

Toni no continuó, se quedó sonriendo, invitándome a hablar. Yo estaba irritado, tanto por mi insólita elección de la metáfora como por lo demás.

—En todo caso, no creo en esta nueva ortodoxia. Antes era: no andes follando por ahí porque tendrás mala suerte y cogerás una enfermedad venérea que transmitirás a tu mujer y tendréis hijos locos, como en la obra de Strindberg o Ibsen o quien fuese. Ahora es: folla por ahí todo lo que puedas o te convertirás en un pelmazo y no conocerás a nadie y acabarás siendo impotente con todas menos con tu esposa.

—¿Cuál de las dos cosas es cierta?

—Por supuesto, ninguna. Sólo son prejuicios de moda.

—Entonces, ¿por qué te cabreas? ¿Por qué te inquietas tanto si sólo estás defendiendo lo que tú crees?

—Porque a la gente como tú les gusta machacar a la gente como yo y escribir libros sobre eso. ¿Te acuerdas de que cuando éramos niños a alguien se le ocurrió la teoría del adulterio como sostén del matrimonio? No digo que, en algunos casos, no sea una idea válida. Pero actualmente hay muchos más sistemas de andamiaje.

Toni se detuvo. Advertí que se avecinaba el contraataque.

—¿Así que tú no eres un marido fiel por respeto, digamos, a la ley de Dios?

—Claro que no.

—Quizá debido a un imperativo categórico: ¿No folies, a menos que tu mujer lo haga?

—No, no soy posesivo de esa manera.

—Quizá no se trate en absoluto de una cuestión de principios.

Empecé a sentir recelo como si me guiaran hacia un redil y no supiera lo que iba a encontrar allí. Sin duda, conociendo a Toni, algo difícil de tragar. Él prosiguió:

—¿Lo has hablado alguna vez con Marion?

—No.

—¿Por qué no? Pensaba que era de lo primero que hablaban las parejas.

—Para serte sincero, pensé en mencionarlo una o dos veces, pero no veo cómo puedes sacar el tema sin que la otra persona crea que estás ocultando algo.

—O más bien a alguien.

—Como prefieras.

—¿Así que no sabes si le importaría o no?

—Estoy seguro de que le importaría. Lo mismo que me importaría a mí si fuera al revés.

—Pero ella tampoco te lo ha preguntado.

—No, te he dicho que no.

—Así que sólo es…

—… un presentimiento. Pero fuerte. Lo sé. Lo siento.

Toni suspiró con afectación. Ahora viene la parte más cruel, pensé.

—¿Qué pasa? —(tratando de devolvérsela)—. ¿Acaso no estoy lo suficientemente interesado en el adulterio para tu gusto?

—No, sólo pensaba en cómo cambian las cosas. ¿Te acuerdas de que cuando estábamos en el colegio, cuando la vida iba con mayúsculas y era algo que nos parecía todavía inaccesible, solíamos pensar que la forma de vivir nuestras vidas era descubrir o deducir ciertos principios de los cuales poder extraer decisiones individuales? Era obvio para todos menos para los gilipollas, ¿no? ¿Te acuerdas de que leímos todos esos panfletos que escribió Tolstoi al final de su vida, tipo La forma en que deberíamos vivir? Me pregunto si te hubieses despreciado de saber que acabarías tomando decisiones basadas en presentimientos que podrías verificar fácilmente, pero que no te tomas la molestia de hacerlo. No es que lo encuentre particularmente sorprendente; sólo deprimente.

Hubo un largo silencio durante el cual no nos miramos el uno al otro. Tenía la sensación de que, esta vez, el esprit d’escalier tardaría más en llegar de lo normal. Finalmente, Toni continuó:

—Quiero decir que quizá yo también haya fallado. Supongo que tomo montones de decisiones que parten del egoísmo, que yo llamo pragmatismo. Supongo que de alguna forma he fallado tanto como tú.

Era como si después de ahogarme se hubiese quedado esperando a que mi cuerpo volviera a flote, para luego, a regañadientes, hacerme la respiración artificial.

Regresamos a la casa mientras le iba hablando de las plantas que encontrábamos por el camino.