5. Je t’aime bien

Que me preguntasen sobre mi relación con Annick me puso nervioso por otra razón: a ella no le había hablado de Marion. Había oído hablar de mis trois amis anglais —socorrida frase de género neutro— pero no sobre mis almuerzos tête-à-tête. ¿Había algo digno de contar? Pero si no había nada que contar, ¿por qué me sentía como un mentiroso? ¿Era amor, sentido de culpabilidad o mera gratitud sexual? ¿Y por qué no lo sabía?: «los sentimientos» se sienten, ¿por qué no podía identificarlos?

No era fácil saber cómo explicarle a Annick lo de Marion. Una simple constatación del hecho sería ridícula, y la verdad parecería una mentira. Tenía que deslizar algún comentario como por casualidad. Practiqué diciendo para mí mismo mon amie anglaise, y une amie anglaise, y cette amie anglaise. Mencionar la nacionalidad le quitaría malicia.

Una buena oportunidad pareció presentarse una mañana mientras desayunábamos (café y pan del día anterior recalentado en el horno). Hablábamos de lo que íbamos a hacer esa tarde, y Annick mencionó la última película de Melville.

—Ah, sí —dije como por casualidad—, mon amie anglaise la ha visto. Ella (astuta confirmación del género) dice que es bastante buena.

(Marion no había visto la película. Mierda. Una mentira para decir la verdad; ¿ibas a quedar malparado?)

—¡Muy bien! Entonces ¿vamos?

Pensé que era mejor poner las cosas en claro.

—Sí. Mon amie anglaise dice que es buena de verdad.

—¡Magnífico! ¡Arreglado!

Para mí no se había arreglado nada. No parecíamos haber llegado a ninguna parte.

—¿Quieres decirme algo?

—¿…?

—¿Este es le tact anglais?

Annick encendió su segundo cigarrillo del desayuno. Dios, se le torcían hacia abajo las comisuras de los labios. Lanzó dos rápidas bocanadas. Nunca había visto en su cara esa expresión, casi de ferocidad. Era nueva en ella.

—¿Qué? No. ¿Qué quieres decir?

—¿Quieres decirme algo?

—Hum… esta… esta película… se ve que es muy buena.

—¿Sí? ¿Cómo lo sabes?

—Oh. Me lo dijo uno de mis amigos.

Otra vez el género neutro; también inútilmente. En lugar de decirlo sin darle importancia y sin rodeos, me salía con tono sospechosamente furtivo y vacilante.

—Me ha parecido que hablabas de una amiga inglesa.

—Ah, hmm, sí, es verdad. ¿Y qué, no tienes tú ningún amigo francés? —(Irremediablemente hostil.)

—Sí, pero no me refiero a ninguno tres veces seguidas a menos que quiera decir algo sobre él en particular.

—Bueno, supongo que lo único que quería decir… sobre cette amie anglaise es que… es una amiga.

—Quieres decir que te acuestas con ella. —Annick aplastó la colilla y fijó la mirada en mí.

—No. Por supuesto que no. Me acuesto contigo.

—Ya lo sé. Me he dado cuenta de eso de vez en cuando. Pero no las veinticuatro horas del día.

—No soy… pérfido. —(No me salió la palabra francesa que significa «infiel»; no sé por qué, pero sólo adultere me vino a la cabeza, palabra de implicaciones más que inconvenientes.)

—La pérfida Albión. Eso lo aprendemos en el colegio.

—Y nuestros libros dicen que los franceses suelen ser celosos sin razón.

—Pero puede que tú me estés dando razón para serlo.

—Claro que no. Je…

—¿Sí?

Iba a decir je t’aime, pero me faltaron ánimos para hacerlo. Después de todo, no había pensado lo suficiente en ello; y no iba a argüir en esas circunstancias lo que creía debía declararse con calma y sobriedad. En su lugar, lo diluí:

—Je t’aime bien, tu sais.

—¡Por supuesto que me quieres! Por supuesto. ¡Qué racional, qué mesurado, qué inglés! Lo dices como si me conocieras desde hace veinte años y no desde hace unas semanas. ¿A qué se debe esa blandengue precisión sentimental? ¿Por qué recurrir a una frase para decirme que ya tienes bastante? ¿Por qué no decírmelo por carta? Hubiera sido mejor. Escríbeme una carta tan formal como te sea posible y hazla firmar por tu secretaria.

Se calló. Yo no sabía que decir. Se me acusaba de ser sincero: qué irónico. Era la primera vez que una chica tenía un ataque de cólera por mí. Las emociones inesperadas me dejaban confuso. Pero, al mismo tiempo, este arrebato estimulaba mi orgullo: el orgullo de la participación y el orgullo de la instigación. No importaba que la furia y el dolor de Annick hubieran sido provocados por mi falta de habilidad para utilizar la información: ahora son «míos». Son parte de «mí», de «mi» experiencia.

—Lo siento.

—No eres sincero.

—No quiero decir que lo sienta por haber cometido una falta, lo que pasa es que siento que hayas interpretado mal la situación. Eso es lo único que siento porque tú, precisamente, has intentando enseñarme a decir lo que siento y lo que quiero expresar. Soy incapaz de satisfacer tu necesidad de gestos emocionales extravagantes que no estén sustentados en sentimientos reales.

No era del todo honesto, supongo, pero lo bastante como para que no me importara la diferencia.

—Pensaba que te había enseñado a ser sincero, no cruel.

Una frase muy francesa, pensé (recordando lo dicho por ella sobre los ingleses y su flema). De repente me di cuenta de que —Dios mío, otra primera vez— ella estaba llorando.

—No llores —dije, y la dulzura con que lo dije me cogió por sorpresa.

Ella siguió llorando. No pude evitar mirarla a la cara y pensar, muy a mi pesar, que ahora me parecía mucho menos atractiva; su boca imbesable, el pelo pegado a las mejillas por las lágrimas, y las contorsiones del llanto creando, inesperadamente, bolsas bajo los ojos y patas de gallo. No se me ocurría qué hacer. Me levanté, rodeé la mesa para acercarme a ella (poniendo la mantequilla fuera del alcance de su pelo mientras me movía), y me arrodillé a medias, con bastante torpeza, a su lado. No podía quedarme de pie y ponerle el brazo por encima de los hombros —parecería condescendiente—; no podía arrodillarme del todo —parecería servil—; así que me quedé a medio camino, con el brazo a una altura suficiente como para rodearle los hombros.

—¿Por qué lloras? —pregunté estúpidamente.

Annick no respondió. Sacudía los hombros: ¿sollozaba violentamente o intentaba liberarse de mi brazo? ¿Cómo saberlo? Había llegado el momento de ser tierno, pensé. Lo fui, sumido en un desconcertado silencio, durante un rato. Sin embargo, la escena llegó a ser bastante fastidiosa.

—¿Lloras porque he mencionado a esa chica?

—No hubo respuesta.

—¿Lloras porque crees que no te amo lo suficiente?

No hubo respuesta. Estaba perplejo.

—¿Lloras porque me amas?

Siempre cabía la posibilidad, pensé.

Annick se marchó. Se deshizo de mi brazo, se levantó, cogió su bolso de encima de la mesa, ignoró su ejemplar de L’Express, y se largó antes de que yo pudiese abandonar mi extraña postura. ¿Por qué ocultaba su rostro mientras se iba? Me quedé intrigado. ¿Por qué inclinó la cabeza para que el cabello le tapase la cara? ¿Había terminado de leer L’Express? ¿Por qué se había ido? ¿Me había dejado o se había ido solamente al trabajo? ¿Cómo averiguar todo esto? Difícilmente podía llamarla a la oficina y pedirle que me especificara cuál era el significado de su partida. Me acerqué a la máquina tragaperras e introduje uno o dos francos de los viejos. Pierdes algo, pierdes algo. Me sentí Humphrey Bogart.

De modo que, para variar, trabajé; no en la Bibliothèque Nationale, donde cabía la remota posibilidad de tropezarme con Annick, sino en el Musée du Théâtre. Después de un par de horas de revolver enormes ficheros que se referían, principalmente, a oscuras actrices de la década de 1820 a 1830, me sentí moralmente mejor y sexualmente más estable; quizá los grabados de mujeres muertas hacía tiempo era lo que en ese momento me hacía sentir más animado.

Tras un breve descanso para comerme un croque, el espectáculo de la gente real comenzó a deprimirme otra vez. Me dejé caer en el Rex-Alhambra, donde estaba programado un ciclo de Gary Cooper. Dos horas más tarde, reanimado por lo irreal, me sentí capaz de volver al piso. Después de todo, puede que ella hubiera vuelto allí, dispuesta a decirme lo mal que me había interpretado. Luego, nos acostaríamos (los libros decían que era todavía mejor después de una pelea). Por otra parte, puede que me estuviese esperando con una pistola o un cuchillo (la cuchillería francesa parecía inventada para el crime passionnel). A lo mejor había una nota. Incluso un regalo.

No había nada, por supuesto. El piso estaba tal y como yo lo había dejado. Empecé a buscar pruebas de una visita secreta de Annick durante el día; podía haber movido algo, haber puesto un poco de orden o dejado atrás alguna señal que la delatara. Pero no encontré nada. Un cigarrillo fumado a medias seguía en su plato desde el desayuno, doblado y arrugado como un nudillo. Tenía que haber algo que la hiciese volver. Pero no fue así; las cosas que necesitaba para pasar la noche nunca eran más de lo que cabría en un bolso. Con todo, se había llevado la llave, lo cual podía significar que volvería.

Esa noche fui a ver la película de Melville que estuvimos a punto de ir a ver juntos. Me paseé tontamente por la entrada del cine hasta perderme los diez primeros minutos, y luego entré lleno de impaciencia. Pero la impaciencia no logró anular el desengaño. No me gustó la película.

A la mañana siguiente encontré la llave en el buzón, pegada con celo a un trozo de cartón. Registré concienzudamente el sobre pero no había nada más.

Me quedé sentado durante un rato pensando en Annick. Cuánto la quería…, si es que la quería… De niño, mi abuela, que era la típica abuela de cuento con grandes pechos y el pelo blanco, solía extender los brazos sobre nosotros, los niños, y decir: «¿Cuánto queréis a la abuela?» Los tres, uno tras otro, alargábamos los brazos, estirando las puntas de los dedos, y respondíamos: «Así.»

Pero ¿es posible la medición en una escala más sutil que esa? ¿Acaso no sigue siendo una cuestión de gestos espectaculares, de garantías apocalípticas? Y, en cualquier caso, ¿no se necesita una escala de valores para establecer comparaciones? ¿Cómo juzgar la primera escapada? Podía haberle dicho a Annick que la quería más que a mi madre, tal y como hubiese podido decirle que de todas mis novias era la mejor en la cama; pero tales alabanzas carecían de valor.

Bueno, y volviendo otra vez a esa pregunta tan simple: ¿la quería?

Depende de lo que se entienda por amor. ¿Cuándo se supera la línea divisoria? ¿Cuándo je t’aime bien se convierte en je t’aime? La respuesta fácil es que uno sabe que está enamorado cuando no hay posibilidad de duda, tal y como sabes si tu casa está ardiendo. Y, sin embargo, esa es la cuestión: se intenta describir el fenómeno y se llega a una metáfora o a una tautología. ¿Hay alguien que todavía sienta cosas como si estuviera flotando? ¿O sienten tan sólo la sensación que creen que sentirían si estuvieran flotando? ¿O sienten meramente que deberían sentir que están flotando?

Las vacilaciones no indican falta de sentimiento, sólo incertidumbre terminológica (y, quizá, las repercusiones de mi conversación con Marion). En todo caso, ¿no afecta la terminología a la emoción? ¿No debería haber dicho je t’aime (y quién sabe si no habría dicho la verdad)? Del decir al hacer no hay más que un paso.

Sentado con la llave en la mano, estos eran mis pensamientos.

Descubrí que incluso una cuestión de semántica me ponía cachondo.

¿Sería, pues, que la amaba?

Lo cierto es que nunca la volví a ver.

Después de marcharse, Annick fui dándome excusas para no ver a mes amis anglais. Redescubrí, o al menos pretendí hacerlo, cierto interés por mi tesis. Iba todos los días a la misma hora a la Bibliothèque Nationale, y trabajaba con montones de material que transcribía disciplinadamente en fichas. Era de esos temas que comportan un trabajo fatigoso y honesto, además de requerir instinto para saber cómo y dónde buscar. El dominio del catálogo de la biblioteca es, por lo menos, la mitad de la clave. Se necesitaban muy pocas ideas originales, solamente habilidad para sintetizar las observaciones de los demás. Ese había sido, por supuesto, parte del plan inicial: dar con un trabajo que no exigiera excesivo desgaste cerebral y dejara mucho tiempo libre.

De hecho, mi vida volvió a ser lo que era cuando llegué a París. Volví a practicar mis ejercicios de memoria, que últimamente había comenzado a dejar de lado. Utilizándolos, escribí una serie de poemas en prosa que llamé Spleenters: alegorías urbanas, irónicos bocetos de personajes, poesía esquiva y descripciones detalladas que, gradualmente, se convertían en el retrato de una ciudad, de un hombre, y —¿quién sabe?—, quizá de algo más. Mi fuente de inspiración quedaba abiertamente reconocida en el título, pero no era una cuestión de imitación o parodia, me explicaba a mí mismo. Se trataba más de producir resonancias que de reproducir técnicas, en su mayoría, de este siglo.

Continué con mis dibujos de hallazgos fortuitos, que pensaba podrían utilizarse para ilustrar los spleenters, si es que llegaba algún día a publicarlos (no es que hiciera falta; con sólo escribirlos ya existían, se descubriesen o no). Fui a ver las películas más serias que pude encontrar. Con Annick habíamos acabado por coincidir en territorio común viendo películas sin pretensiones: un western, un clásico, la última de Belmondo. Solo parecía que podría llegar al fondo de las cosas: tomar notas del diálogo sin avergonzarse; salir del cine meditando todavía sobre la película sin tener que hacer comentarios brillantes de inmediato. Empecé a comprar Les Cahiers.

Leía; empecé a intentar cocinar unos cuantos platos franceses; alquilé una motocicleta Solex una semana entera y, con laboriosa lentitud, llegué hasta Sceaux y a Vincennes. Sentía que lo pasaba bomba; y cada vez que llamaban a la puerta, casi se me paraba el corazón, y me decía para mis adentros: ¿Annick?

Nunca era ella. Una vez, era una vecina preguntándome si tenía una botella de agua mineral Vittel, porque se le había olvidado al hacer la compra, y que si las escaleras y que si sus piernas… Otra vez fue Mme. Huet, enfadada por tener que subir a buscarme hasta el tercero, pero me llamaban por teléfono de Inglaterra y podía ser algo urgente (quizá hubiera muerto alguien, era lo que quería decir). Cuando llegué al teléfono, mi padre me dijo que llevaba esperando cinco minutos (Mme. Huet subió muy despacio las escaleras como venganza), y que la factura sería espantosa pero, en todo caso, feliz cumpleaños. Ah; se me había olvidado completamente.

Y luego, una noche, tardísimo, pocos días antes de la fecha en que tenía planeado marcharme de París, los golpes sonaron diferentes. Como una melodía, en verdad. Unos nudillos enormes marcando un ritmo, reforzados con golpecitos producidos con las puntas de unos dedos y un fondo de silbidos que los armonizaban y complementaban. Después de un momento de pánico, ante la perspectiva de unos ladrones filarmónicos, reconocí «Dios salve a la Reina»; abrí, y allí estaban Mickey, Marion y Dave. Marion se apoyaba contra la barandilla, guapa, silenciosa, inquisitiva. Mickey se sacó un peine que llevaba envuelto en papier de toilette y me obsequió con un estruendoso «Auld Lang Syne»[5]. Dave había venido remedando a un gabacho; un jersey de rayas horizontales azules y blancas, boina y un delgado bigote negruzco; llevaba una baguette bajo el brazo y venia masticando ajo. El pan y el ajo me dieron de lleno en distintas partes de mi anatomía cuando se adelantó para besarme en ambas mejillas.

—Bobbi Charltong, Zhacky Charltong, Coupe du Monde, Monsieur Eat, God Shave de Queen[6] —dijo con acento francés, subiendo el tono conforme iba llegando al final de la copla.

Marion sonreía. Yo sonreía. No sabían qué habían hecho pero todo estaba perdonado. Nos amontonamos en el piso y saqué una botella de calvados para celebrarlo. Marion continuó mirando y sonriendo, mientras Dave y Makey especulaban.

—Quizá ha estado malade.

—A mí me parece que tiene muy buen aspecto. Quizá haya estado de mal humor.

—Mais il n’est pas bodeur. Quisá él trabajando dugo.

—Quizá su querida lo haya plantado.

Miré a Marion.

—Es verdad, quizá sí —dijo Dave.

Comenzaron a cantar una de las canciones de Chevalier en Gigi, mientras Dave empuñaba la baguette como si fuera un violín.

Sonreí con gesto de complicidad.

Marion me devolvió la sonrisa.