Capítulo XXVIII

 

 

              El médico hurgaba con minuciosidad en la herida de Ismail, mientras que éste mordía desaforadamente un tarugo de madera forrado de cuero que previamente le habían puesto en la boca. Llevaba ya más de cinco minutos de suplicio, y el dolor que le provocaban las manipulaciones del médico eran tan tremendos que tuvieron que sujetarlo entre su aprendiz y dos forzudos criados que solían acompañarle para estos menesteres.

 

              Tras ser desembarcado en plena noche, fue llevado a instancias suyas a casa de Yusuf, el cual casi se desmaya del susto cuando lo vio aparecer sobre unas parihuelas, con sus ropas aún manchadas de sangre reseca. La que sí se desmayó a pesar de su habitual entereza, fue la pobre Mariem, que pensó que lo que traían a casa de su padre era el cadáver de su amado Ismail. Tras el alboroto inicial, Yusuf mandó a un criado en busca del médico, el cual se presentó después de una interminable espera. El hombre, ya entrado en años, ordenó secamente que los dejasen solos con el herido a él y a sus ayudantes, por lo que los dos forzudos criados que le acompañaban echaron sin miramientos a todos los presentes mientras que el aprendiz abría la caja de instrumental que llevaba colgando del hombro y el médico deshacía el rudimentario entablillado que le habían hecho en el castillo.

 

              Después de examinar la herida y dejar a Ismail agotado por el insufrible dolor, el médico salió de la estancia y llamó con un gesto a Yusuf, que no se separaba de su hija. Mariem no paraba de llorar en silencio pensando que aquello no tenía solución. Se fue con él a un rincón de la estancia y lo puso  al corriente de la situación.

 

-Su vida no peligra de momento- informó con voz tranquila-, siempre y cuando consigamos vencer la infección. Tiene el brazo roto, pero alguien le ha colocado el hueso en su sitio, lo cual le ahorraría ahora, ya con la herida fría, pasar un muy mal rato.

 

-¿Y el corte?- preguntó Yusuf-. Lo poco que he visto me ha dado muy mala espina.

 

-Ciertamente, es una herida bastante fea. Afortunadamente no tiene dañado ningún vaso importante, porque si así fuese no estaría ya vivo. Pero tiene seccionados los tendones de la mano.

 

-¿Quieres decir que se le quedará inútil?

 

-Si se le opera, no del todo.

 

-Explícate, te lo ruego.

 

-Puedo intentar volver a unirlos, con lo que podría recuperar el uso de la mano si bien ya nunca tendría la fuerza normal en ella. Le valdría para las cosas habituales. Ya sabes, comer, coger cosas de muy poco peso...Pero que se olvide de seguir en el ejército. Además, si sometiese ese miembro a un esfuerzo inusual, los tendones podrían volver a separarse y entonces ya no habría nada que hacer.

 

-Bueno, mejor eso que nada, ¿no?

 

-Evidente, pero te lo comento porque sería un tanto peligroso. Está muy débil, y podría no despertar del anestésico. Tengo que abrirle el antebrazo desde la muñeca hasta el codo para buscar los tendones. Quizá no lo resista y muera.

 

-¿Y no puedes narcotizarlo solamente? Si le das hachís apenas se enterará, ¿no?

 

-Para una intervención semejante, el hachís solo aminorará un poco el dolor. Tendrá que soportar un rato muy largo. En caso contrario, sólo tengo que coser la herida, entablillarle debidamente y nada más, si bien su mano quedaría muerta para siempre. ¿Qué hago?

 

Yusuf se quedó callado sin saber que decir. Miró a Mariem, que intentaba oír algo de la conversación y se revolvía inquieta junto a su madre.

 

-Creo que es decisión suya- decidió finalmente-. Si verdaderamente  existe peligro para su vida, es él quién debe decidir si prefiere arriesgarse o bien quedar inútil.

 

Asintiendo con la cabeza, el médico volvió a entrar en la habitación y puso al corriente a Ismail de la situación.

 

-¡Opera!- exclamó decidido sin apenas dejar terminar al médico.

 

-¿Estás seguro, naqïb?- insistió el médico-. No te oculto que hay riesgo para tu vida.

 

-Prefiero morirme antes que verme tullido- respondió mirando al techo.

 

Estaba literalmente empapado en sudor, y en sus ojos de águila ardía la fiebre. No quería pensar en Mariem, porque sabía que si su imagen pasaba por su mente, el miedo a perderla le haría acobardarse y resignarse a quedar con el brazo inútil de por vida.

 

Sin querer insistir más, el médico asintió con la cabeza e hizo un gesto a su aprendiz, el cual sacó una pequeña copa de plata para, a continuación, verter en ella el contenido de una ampolla que dio de beber a Ismail. Era una antigua fórmula que contenía beleño, mandrágora, opio y cáñamo indio, y que sumía al paciente en un profundo sueño. Tras eso, los dos criados sujetaron las piernas y brazos del almocadén a la cama mediante gruesas correas de cuero forradas de suave badana por dentro para no dañar excesivamente al paciente por si forcejeaba durante la operación.

 

Una vez que el anestésico hizo su efecto, el médico comenzó la intervención. Con una afiladísima lanceta de acero, abrió el brazo de Ismail y se puso a buscar los extremos de los tendones. El aprendiz, sin que su maestro tuviese que abrir la boca, le iba pasando los instrumentos necesarios. Tras unos minutos pudo encontrar ambos tendones, y a continuación los cosió con suma habilidad con un fino cordel de lino. Después, unió los labios de la enorme herida, los cosió, limpió todo el brazo con vino caliente y puso sobre toda la parte afectada hojas de col a modo de apósito antiséptico. A continuación, procedió a vendar el miembro dejando un drenaje para la herida y lo entablilló.

 

Cuando salió de la habitación, todos los presentes abrieron de par en par los ojos, preguntando en silencio como había ido todo.

 

-Creo que sanará- informó sonriendo el médico-. Esperaré hasta que despierte para comprobar que todo marcha bien. Si no presenta problemas, mañana volveré a hacerle una cura. Los días siguientes vendrá mi aprendiz para renovarle los vendajes y comprobar que la herida va cicatrizando con normalidad.

 

Mariem, que no podía más de ansiedad, se agarró a la manga del médico con ojos suplicantes.

 

-Por lo que más quieras, dime la verdad- clamó sin dejar de llorar-. ¿Se salvará?

 

El hombre, compadecido de la muchacha, se soltó suavemente y le acarició la cabeza.

 

-Con la ayuda de Alláh, sí, hija mía. Es un hombre muy fuerte, y entre mis cuidados y tu cariño seguro que sanará sin problemas.

 

-¿Cuánto tardará en curarse?

 

-La herida es cosa de pocos días. Si no hay infección, en unos quince estará completamente cerrada. La fractura es más larga, ya que precisará de un mes para soldarse bien. En cuanto a la movilidad de la mano, para eso habrá que esperar mucho más. Tiene que recuperar la fuerza tras tanto tiempo de inmovilización, y después empezar a ejercitarla muy poco a poco.

 

-¿Podemos verlo?- peguntó Yusuf, que estaba muy emocionado.

 

-No. Una vez recobre el conocimiento, comprobaré si su estado es normal y le daré algo para que duerma. Ante todo necesita descansar. No os preocupéis, ya le diré que todos habéis preguntado por su estado.

 

Al poco rato, el aprendiz asomó la cabeza para informar que Ismail había despertado. El médico, con su paso cadencioso y suave entró en la estancia. Al cabo de unos minutos, salió sonriente y dijo que Ismail ya dormía profundamente. Tras pedir su estipendio por el servicio, dar unas instrucciones en cuanto a la alimentación del paciente y soltar un par de sentencias del Corán, el médico hizo una inclinación de cabeza y salió seguido del aprendiz y de uno de sus criados, ya que el otro se quedó para velar al herido.

 

Mariem no pegó ojo en toda la noche. Hasta que al día siguiente, en que se le permitió ver a su amado Ismail, no consintió en irse a descansar. Yusuf, compadecido del mal trago que ambos amantes estaban pasando, los dejó unos minutos a solas. Después, entró en la estancia y vio como al almocadén le brillaban los ojos de felicidad. Con seguridad, pensó, ver a mi hija le ha hecho más bien que todas las pócimas que le puedan dar.

 

 

 

Al-Saidi había pensado que convencer a Saqqaf iba a ser más complicado. Tras dar cumplida cuenta de todo lo ocurrido el día anterior y ser felicitado por la intrépida espolonada, que según dijo Ibn Sarih fue contemplada por muchos vecinos desde el arenal y comentada en toda la ciudad como un acto heroico, Saqqaf elevó la mirada al techo de la sala, como buscando una señal del cielo, y luego bajó la cabeza en silencio. Tras unos instantes de meditación, finalmente tomó la palabra con voz apagada.

 

Al- Saidi, que creía que le iba a costar sudores convencer al belicoso valí y a Ibn-Suayb de que resistir no tenía sentido, se quedó sorprendido cuando, no sólo no lo tacharon de traidor, si no que vio como asentían con la cabeza cada vez que afirmaba categóricamente que si no planteaban una rendición honrosa, el fin de la ciudad era ya inminente.

 

-Qué Alláh nos ilumine en este amargo trance- gimió el valí casi llorando-, pero tienes razón Abu Said. Es evidente que el poder de los rumíes ha sido demasiado para nosotros. Juro por mi vida que jamás llegué a imaginar que esos hijos de perra podrían domeñar una ciudad como Sevilla.

 

-Pues para nuestra desgracia, así ha sido, mawla- respondió al-Saidi-. Como ya te he informado, nuestras bajas son ya imposible de cubrir. Lo de ayer me ha costado más de cuarenta valiosos hombres. No tenemos alimentos, la gente se me vacía por el culo por comer porquerías, y hasta empiezan a escasear las armas arrojadizas. Y sé que aquí la cosa no está mejor.

 

-Es cierto, Abu Said- terció un apático Ibn Suayb, que parecía una sombra de lo que había sido-. La gente se come hasta las ratas, las enfermedades proliferan a cada día que pasa, y es ya patente que nadie nos va a auxiliar. Debes saber que hace poco hablamos esto el valí y yo, y estamos de acuerdo en que debemos capitular a fin de conseguir unas condiciones que nos permitan continuar en Sevilla, a fin de ganar tiempo para recuperarnos y poder dentro de un tiempo intentar reconquistar nuestra ciudad.

 

Ante esa declaración, al-Saidi se quedó de piedra.

 

-Pero... ¿Aún no habéis escarmentado, piara de necios?- bramó el pequeño alcaide fuera de sí-. ¿O es que no os habéis dado cuenta de que los vecinos escupen a vuestros nombres, hartos ya de la miseria a la que los habéis arrastrado?

 

-¡Ten la lengua, alcaide!- rugió Ibn Jaldún-. ¡Recuerda que estás ante el valí de Sevilla y su consejo de gobierno!

 

-¡Estoy ante cinco locos de remate que aún no se han enterado de que los rumíes son invencibles, ahora y dentro de cien años!- gritó al-Saidi-. ¿Estáis ciegos o es que vuestra vesania os impide ver más allá?

 

-¡Guarda silencio, Abu Said, o por el profeta que mañana tu cabeza se pudrirá clavada en la muralla!- aulló espumeando de ira Ibn Suayb

 

-¡Me importa una cagada de mosca lo que hagas con mi cabeza, imbécil!- bramó encarándose con el arráez-. Las vuestras no correrán mejor suerte si no os dais cuenta de una maldita vez que estamos perdidos. ¿O es que no has recibido informes de tus putos chivatos sobre como está la comarca? El Alcor, arrasado de cabo a rabo, las ocho mil alquerías de Aljarafe son ya un recuerdo, los arrabales de Ben Ahofar y Triana reducidos a escombros, la Buhaira convertida en cuadra de los caballos rumíes, los principales castillos que defienden la ciudad, en sus manos: Carmona, Cantillana, Lawra, Gerena, los de Criad al-Kibir y Yabir.... ¿Y crees que esos hijos del demonio os van a permitir que volváis a atacarles? ¡Tú sueñas, Ibn Suayb!

 

Éste, a punto de abalanzarse contra el pequeño alcaide, se detuvo en seco ante un imperioso gesto de Saqqaf, que no había dicho nada durante la acalorada discusión.

 

-¿Crees de verdad, Abu Said, que si los rumíes se apoderan de la ciudad la perderemos para siempre?- preguntó el valí en tono lúgubre.

 

-Pero, mawla- respondió cada vez más alucinado por aquella sinrazón-. ¿En qué  mundo vives? ¿No ves a lo que nos ha arrastrado vuestro sueño belicista? ¿Has pensado de verdad por un momento que esos hijos de perra van a dejarse arrebatar lo que tanto les ha costado? ¿Crees que si ahora nos permiten conservar vidas, casas y haciendas, en caso de que nos sublevemos contra ellos no nos lo harán pagar caro? Son una raza feroz, mawla. Nada puede con ellos, ni el agotamiento, ni las muertes, ni las penalidades. Sólo cuenta para ellos cumplir el objetivo que se han marcado. Hasta su rey, un hombre enfermo al que le queda menos vida que a un cordero un jueves por la noche, no duda en ponerse al frente de su gente y combatir como el primero. Su crueldad no conoce límites, su codicia tampoco. Contra gente así, ¿qué podemos nosotros oponer? Somos un pueblo que ha dedicado su existencia al simple goce de vivir. Los comerciantes han ganado dinero a espuertas, la plebe a vivido con holgura, y eso ha sido nuestra perdición porque hemos perdido el espíritu combativo que nos caracterizó antaño. Pero ellos han conocido solo miseria y hambre, y se han propuesto resarcirse de eso a costa nuestra. Sólo tengo una cosa por segura, y es que si dentro de unos años nos sublevamos para recuperar la ciudad, de Sevilla no quedará más que el recuerdo en las historias de viejos, porque sé que no dejarán piedra sobre piedra, y que pasarán a cuchillo a cuantos viven en ella. Olvida de una vez esa quimera, mawla, y procura obtener para tu gente las mejores condiciones. Consigue una capitulación honrosa que impida que nos echen a patadas de nuestras casas, y por una vez ten la sensatez de dejar a un lado tus sueños de gloria para que la memoria que dejes tras de ti sea la de un hombre justo, no la de un loco que consiguió el exterminio de su pueblo. Es todo cuanto tengo que decir. Si por decirlo debo morir, prefiero eso a ver reducida a cenizas la ciudad que me vio nacer. Espero tu decisión, mawla.

 

Todos se quedaron muy callados, asimilando la larga y apabullante parrafada del alcaide. Aquella declaración les había caído como un jarro de agua helada. Poco a poco, se daban cuenta de que todo por cuanto habían luchado era, como bien decía al-Saidi, una quimera imposible.

 

-Entonces, ¿es el fin?- preguntó con un hilo de voz Ibn Sarih-. ¿Para ésto dimos muerte a al-Yadd?

 

Al-Saidi lo fulminó con la mirada. El cinismo del arráez era aún mayor de lo que imaginaba, pero prefirió no decir nada y llegar a un acuerdo. Ya le ajustaría las cuentas si tenía ocasión.

 

-Creo que sí- respondió Saqqaf-. Y me pesa en el alma tener que reconocer que lo que acaba de decir Abu Said es cierto. Durante todo este tiempo me he negado a reconocer que no podíamos vencer, y he hecho todo lo humanamente posible para expulsar a esos mierdas de nuestra tierra. Pero creo que ha quedado claro que ellos han sido los vencedores en esta jornada.

 

-¿Qué haremos entonces, mawla?- preguntó Ibn Suayb, que igualmente se había quedado muy abatido tras el discurso de al-Saidi.

 

-Lo único que podemos hacer. Ofrecer una rendición honrosa.

 

-Pero, ¿bajo qué condiciones?- quiso saber el alcaide-. Porque aunque nos crean aún fuertes, no son tontos y saben que, si esperan, Sevilla caerá como fruta madura. Ellos tienen aún tiempo, nosotros no.

 

Saqqaf se acarició la barba pensativo.

 

-Antes de nada, enviar un emisario para saber si se avendrían a mantener una conversación. Según la disposición que muestren sabremos hasta donde podemos llegar, ¿no?

 

-Muy acertado, mawla- se apresuró a decir Ibn Sarih, que a pesar de la dramática situación no dejaba de hacer la pelota a Saqqaf-. ¿Y a quién consideras más adecuado para esa misión tan importante?

 

-Irás tú- dijo señalando a Ibn Suayb.

 

-¿Yo? No creo que...

 

-Sí, tú- le interrumpió- Has sido mi mano derecha, tienes arrestos y astucia de sobra. Te acompañará Ibrahim, el zalmedina, y que también vaya Abu Said.

 

-¿Y cuando será eso, mawla?- quiso saber el alcaide-. Porque es evidente que el tiempo corre en contra nuestra.

 

-Mañana mismo. ¿Para qué esperar más? Como bien has dicho, seguir ya no tiene sentido. ¡Masur!- exclamó llamando al silencioso Ibn Jiyyar, que no había hecho otras cosa más que soltar profundos suspiros durante todo el rato-. Da aviso al zalmedina, que se presente aquí cuanto antes. Hay que discutir sobre lo que podemos ofrecer a ese hideputa de Fernando. Y tú, Abu Said, procura avisar a tu gente para que no hagan más salidas.

 

-¿Salidas? ¿Crees que mi gente está en disposición de hacer más locuras?- preguntó perplejo.

 

-Ayer la hicisteis, ¿no?

 

-Lo de ayer fue una estupidez del cretino de supervisor que nos mandaste para comprobar nuestra fidelidad- respondió recordando con asco al vanidoso Banu Abbad.

 

-¿De qué supervisor hablas? Yo no he enviado a nadie- respondió extrañado Saqqaf.

 

-¿Cómo que no? En el último refuerzo llegó un tal Muhammad Ibn Yahya, de los Banu Abbad, que decía serlo. Y el hijo de la gran puta nos amenazó con que, si no hacíamos una salida para demostrar nuestra fidelidad, nuestras familias serían arrestadas.

 

-¿Pero, de qué estás hablando?- interrumpió Ibn Suayb-. Ese sodomita de mierda no era más que un parásito al que, por hacer un favor a su padre, lo envié allí porque en su casa no lo soportaban más.

 

Al-Saidi se quedó helado por segunda vez en la mañana. Saber que la vida de más de cuarenta hombres habían sido un mero juego, un capricho absurdo para un imbécil redomado que solo sabía recitar su retahíla de nombres como el alfaquí recita suras del Corán era más de lo que a aquellas alturas podía resistir, por lo que antes de reventar del sofocón, prefirió salir de la sala a toda prisa tras una breve inclinación de cabeza, y meterse en el cuerpo de guardia del alcázar a liquidar las existencias de vino disponibles.

 

 

 

A don Fernando se le iluminó el rostro cuando terminó de leer el mensaje que acababa de recibir de parte del valí de Sevilla pidiendo una entrevista con emisarios suyos a fin de tratar una posible capitulación. Después miró al mensajero que, con la rodilla clavada en el suelo, a duras penas contenía el llanto debido a la tremenda humillación.

 

-Dile a tu señor que será para mí un placer recibir a sus emisarios.

 

Los presentes, al adivinar el contenido del mensaje, intercambiaron miradas llenas de ansiedad. El fin a tanta penalidad parecía ya inminente, y no faltaron los que salieron del pabellón real a dar la buena nueva de forma que, al poco rato, corría de boca en boca la noticia de que Sevilla iba a capitular tras más de un año de riguroso asedio.

 

-¿Cuándo y donde tendrá lugar la entrevista?- preguntó Suárez al mensajero-. ¿Has recibido instrucciones respecto a eso?

 

-Mi señor Abu Hassan, valí de Sevilla, pide que sea lejos de la ciudad, en tierra de nadie- respondió el hombre en perfecto castellano con la voz temblando de rabia y de humillación-. Dice que si vuestro rey está conforme, dentro de tres días. En la alquería de Torreblanca.

 

-¿Dónde queda eso?- preguntó Fernando.

 

-Es una alquería a mitad de camino entre la ciudad y el castillo de Yabir, mi señor- respondió solícito Garci Pérez, cuyos ojos brillaban ya al pensar en el suculento botín que pondría fin a tanto sacrificio y tanta muerte.

 

-Bien, es ese caso dile a tu señor el valí que dentro de tres días lo esperaré en la alquería esa. Puedes retirarte. Lorenzo- dijo volviéndose a Suárez-, que se de escolta a este hombre hasta la muralla.

 

Sin mediar más palabra, el mensajero se puso en pié, hizo una profunda reverencia y salió del pabellón para ver como un gran número de castellanos, sabedores ya de la noticia, se arremolinaban curiosos. Sin querer mirar a nadie, el mensajero subió en su caballo ricamente enjaezado y, seguido a duras penas por cuatro hombres de armas, salió a toda prisa del campamento.

 

Tras informar a Saqqaf de que el rey castellano lo recibiría con sumo agrado, el hombre se fue al cuerpo de guardia a ahogar su rabia en vino que, por cierto y, a pesar de la escasez de todo, era lo único que parecía no faltar.

 

Saqqaf, sus arráeces y el zalmedina, que esperaban en un salón el resultado de todo aquello, se miraron interrogantes.

 

-Bien, el rumí ha aceptado- dijo Ibrahim rompiendo el silencio-. Ahora tenemos que decidir qué podemos ofrecerle para que nos deje en paz.

 

-Así es- intervino Ibn Suayb-. Y como pienso que lo primordial es aplacar su codicia, que es lo que guía los actos de esa gente, creo que si le ofrecemos las rentas de la ciudad y rendirle vasallaje se conformará.

 

-Bien pensado -corroboró Ibn Sarih-. De esa forma, nos costará bien poco ya que, al fin y al cabo, esas rentas eran entregadas a Abu Zakariyya. Si acepta, lo único que cambiará es el señor de la ciudad, y a mí ya tanto me da que en el alcázar esté el delegado del emir que uno rumí.

 

Tras un rato de debate, los arráeces acordaron que, como primera oferta era la mejor opción.

 

-¿Estás conforme, mawla?- preguntó Ibn Suayb a Saqqaf, que no había intervenido para nada en el debate. Desde hacía días, el antaño belicoso valí hacía perdido mucho de su legendario empuje y parecía como ensimismado por negros augurios.

 

-Sí, sí- respondió como saliendo de una profunda meditación-. Creo que es una buena oferta.

 

-Con todo, habría que pensar algo más- intervino el siempre prudente zalmedina.

 

-¿Algo como qué?- preguntó Ibn Suayb, al que ya empezaba a venirle un poco grande todo aquello.

 

-Pues algo para ofrecerle en caso de que no acepte- sentenció.

 

-¿Y por qué no iba a aceptar, demonios?- dijo amoscado Ibn Sarih-. Tú y tus malos augurios, viejo. La oferta es inmejorable. Le ofrecemos unas rentas con las que sólo el primer año se resarcirá con creces de los gastos que haya tenido con su expedición, y el control de la ciudad. Es lo que nadie ha tenido desde que el califato se fue al garete.

 

-No está de más tener algo pensado, muchacho- respondió con mirada aviesa Ibrahim. El que Ibn Sarih lo hubiese llamado viejo en aquel tono no le había gustado nada-. No demos por sentado que aceptará a la primera. Ese Fernando no es un simple noble de los que sólo buscan el sustento en la aceifa de cada año. Creo que en esta primera entrevista, sabremos cual será su postura, y dudo que acepte sin más. De hecho, creo que a esa oferta habría que añadir la entrega del alcázar.

 

-¿Tropas rumíes en el alcázar?- se escandalizó Ibn Jaldún-. Tu estás loco, Ibrahim. ¿Cómo vamos a permitir que Sevilla sea controlada por una guarnición rumí?

 

-Yahya Ibn Jaldún- dijo lentamente el zalmedina con los ojos ardiendo de ira y hastiado ya de ver como, a pesar de la dramática situación, aquellos incompetentes se negaban a ver la realidad y a pretender conservar el poder a toda costa-. Siempre te he tenido por un fantoche, pero hoy me estás demostrando que, además, eres un necio redomado. ¿De verdad piensas, ¡oh insigne estratega!, que Fernando se largará tan tranquilo pensando que seremos unos vasallos fieles para siempre, y más estando vosotros aquí?¿De verdad se te ha pasado por la cabeza que, tras poner todos sus recursos y hasta su vida en peligro durante más de un año para obtener nuestra ciudad, se va a conformar con eso sin dejar asegurada su presencia militar aquí? ¿Y tu eres militar de oficio? ¡Así nos ha lucido el pelo, cretino, con gente como tú al frente de Sevilla!

 

Todos los arráeces saltaron como fieras, sintiéndose aludidos por el rapapolvo del venerable zalmedina. Pero éste, sin achicarse lo más mínimo, mantuvo el tipo con firmeza. Su edad y su enorme prestigio le daban una superioridad moral que no se venía a menos por los improperios de aquellos advenedizos sedientos aún de poder.

 

-Lo que ha dicho Ibrahim está lleno de sentido- intervino Saqqaf mientras que con un gesto cansado pedía silencio-. Hay que ofrecer además el alcázar.

 

Los arráeces, asombrados, se quedaron callados.

 

-Juro por el profeta que no te reconozco, mawla- gruñó perplejo Ibn Suayb-. Si me dicen hace un mes que tú, Abu Hassan al-Saqqaf, ibas a consentir en ver hoyado nuestro principal símbolo de poder por los rumíes, habría tomado por loco al que tal cosa afirmase.

 

-Y yo te digo que si hace un mes hubiese tenido el valor de reconocer que seguir resistiendo era inútil, hace un mes que habría mandado a ese mensajero en busca de la paz- sentenció ante el asombro general-. Ibn Suayb, nuestro futuro es ya el presente. Hemos perdido, y tendremos que ceder hasta donde Fernando nos empuje, de modo que preparaos para todo. Ofrecedle las rentas y el control militar del alcázar, y roguemos a Alláh para que sólo se conforme con eso. Y ahora, dejadme solo. Estoy muy cansado.

 

En silencio, los arráeces y el zalmedina salieron de la sala tras hacer una reverencia. Cuando todos se fueron, Saqqaf enterró el rostro en un cojín para que nadie oyese como el llanto más desesperado daba salida a su angustia y su rabia.

 

 

 

              Alvar pidió permiso antes de entrar en el pabellón de Bermudo. Se encontró al adalid tumbado en su catre de campaña, mirando ensimismado hacia la nada. A pesar del tiempo transcurrido y de las penurias, el aspecto de la tienda de campaña era bastante aceptable. El joven Iñigo se preocupaba de recoser como podía las rajas que el viento y el sol producían en el desgastado cuero con que estaba hecha, y a diario controlaba el pequeño foso que había abierto alrededor para evitar que el agua de la lluvia anegase el interior y convirtiese aquello en un lodazal.

 

              La vida en el campamento no era en sí demasiado mala. Gracias a la previsión de don Bastián, que era ya veterano en aquellas lides, a su gente no le faltaba el sustento. Había hecho llevar consigo abundantes aves de corral, algunos cerdos, y varias barricas de un vino espeso como la miel que corría con abundancia el día antes de cualquier acción. Sabía de sobras que el vino ayudaba a vencer el miedo, y no quería que su gente flaquease en ningún momento. Había dispuesto una guardia permanente en el corral de su mesnada para evitar que los peones de otras milicias, o incluso los sistemáticamente pillastres almogávares los dejasen sin nada.

 

              Por otro lado, ya hacía tiempo que algunos mercaderes, con muy buen olfato como siempre, habían establecido de forma permanente sus tenderetes para satisfacer las necesidades de la tropa cuyos señores habían sido menos previsores, e incluso había varias alcahuetas que se habían hecho acompañar de frondosas rameras con las que, por pocos maravedíes, los siempre lujuriosos soldados y caballeros podían satisfacer sus ansias de hembra. De aquel modo, al cabo del tiempo el campamento castellano tenía el aspecto de una pequeña ciudad, e incluso algunos señores habían sustituido la tienda de campaña por unas casas aceptablemente confortables hechas de adobe con el techo de brezo. Aguadores, herreros, talabarteros, buhoneros...Toda una nutrida tropa de gente que siempre estaba al tanto del movimiento de los ejércitos para ir tras ellos, porque sabían de sobra que donde hay soldados, el dinero corre como en ninguna otra parte.

 

              -¿Te has enterado ya de la noticia, mi señor?- preguntó Alvar tras sentarse en un catrecillo que crujió bajo su enorme peso una vez que el silencioso adalid lo invitó a hacerlo.

 

-Sí, Alvar- respondió Bermudo con desgana mientras se incorporaba-. Parece que a esos hijos de perra se les acaba el fuelle, afortunadamente.

 

-Así es. Por lo que parece, la fiesta toca a su fin- comentó el alférez no sin un leve matiz de desengaño. Solo se sentía feliz combatiendo-. ¿Y qué harás cuando esto acabe, mi señor?

 

Bermudo tardó un rato en responder.

 

-Me quedaré aquí- contestó un tanto lacónico.

 

-¿Aquí?- se extrañó Alvar-. ¿No piensas volver con don Bastián?

 

-Ni hablar. Ya estoy harto de vivir en aquel gélido castillo, en una dependencia como un criado más. Quiero ser libre, vivir de las rentas de mi esfuerzo, y olvidarme para siempre de tanta muerte.

 

Alvar puso los ojos como platos.

 

-¡Vaya!- exclamó-. ¡No me dirás que este pequeño cerco te ha restado bríos, mi señor!.

 

Bermudo lo miro fijamente, sin saber como tomar aquello. Pero haciendo un gesto cansado con la mano, prefirió no hacer mucho caso a las palabras de su fogoso alférez.

 

-Ya está bien, Alvar- gruñó volviendo a echarse-. Sabes que desde hace mucho tiempo no he tenido un momento de respiro. Año tras año he participado en las aceifas de don Bastián, he arrostrado peligros de todas clases, y creo que ya ha llegado el momento de disfrutar de la vida. El viejo y yo hemos hablado ya de eso, y ha sido el primero en animarme a quedarme aquí. He escapado sin un rasguño de multitud de combates, incluidos los de este interminable asedio, y no quiero tentar más a la suerte. Tengo treinta y cinco años ya. ¿Qué me resta de vida? ¿Diez? ¿Quince? ¿Veinte años con mucha suerte? No, Alvar. Es tiempo de gozar un poco de la vida. Cuando me establezca, haré venir junto a mi mujer a la judía del pobre Diego y a su hijo, que será para mí el que Dios no ha querido darme. No creas que he olvidado la promesa que le hice. Cuidaré de ellos, y al rapaz lo educaré como si fuese mío. Y, por una vez en mi vida, me dedicaré a pasear por las calles de esta ciudad sin tener que ir armado de punta en blanco. No pasaré más frío, más hambre, ni arrastraré mi cansancio por esos campos donde sólo he visto muerte y miseria. El fin de esta jornada marcará el comienzo de una nueva vida para mí.

 

Ambos se quedaron nuevamente en silencio durante un largo rato. Alvar, asimilando lentamente en su sesera lo dicho por el adalid, se rascaba su recia pelambre.

 

-Pues yo volveré con don Bastián, mi señor- dijo finalmente-. Lo he pensado también, no creas, pero no valgo para una vida así.

 

-¿Y qué harás con tu parte?- quiso saber Bermudo.

 

-La venderé. Seguro que habrá muchos deseando comprarla. Pero yo no valgo para burgués. No sabría adaptarme a la vida en la ciudad, ni para buscar una mujer y casarme. Prefiero seguir libre en ese sentido, y que el viejo siga siendo como mi padre y velando por mi sustento. Además- añadió cayendo en la cuenta- si tú te quedas, don Bastián necesitará un nuevo adalid, ¿no?

 

-Claro- le dijo sonriendo-. Ya hablaré con él, si bien el puesto es tuyo tanto en cuanto eres el alférez y el pobre Diego se quedó en el camino. Tú eres leal, valeroso, y don Bastián sabe que se puede confiar en ti.

 

-¿Y Estúñiga?- terció de repente Alvar, pensando en él como en un competidor para el ansiado cargo.

 

-No, Alvar. Juan Estúñiga no vale para eso. Tiene arrestos, pero carece de la decisión necesaria para actuar con la ferocidad que a veces requiere nuestro oficio. Además, estoy seguro de que preferirá quedarse aquí también, y más si ve que tú serás el nuevo adalid del viejo.

 

Alvar asintió, satisfecho al ver prácticamente en sus manos el cargo. Durante toda su vida había luchado junto a don Bastián y, en realidad, sabía que no valía para otra cosa. Su padre, muerto cuando él era un crío en una celada, lo había encomendado al señor del lugar que, en cierto modo, era un poco el padre adoptivo de casi toda su gente. Pero todo el arrojo que mostraba en combate se quedaba en nada a la hora de tener que decidir por sí mismo. Necesitaba a alguien que pensase por él, que guiase todos sus actos y, aunque no tenía muchas luces, era lo suficientemente inteligente para saber que si se quedaba en Sevilla se gastaría en poco tiempo su parte en mujeres y en juergas y que, al cabo, tendría que volver con don Bastián humillado como hijo pródigo y viendo a otro ocupando el puesto que ahora sabía que sería para él.

 

Además, en el fondo gustaba de la vida militar, de las aceifas anuales y sobre todo, verse en el terruño como alguien importante, ante cuya presencia todos se amilanaban. Pero en Sevilla sería uno entre tantos, donde nadie lo conocía. Decididamente, su vida era la milicia, y con la venta de su parte del botín, más los buenos dineros que había sacado de las armas de sus enemigos muertos, que su escudero Críspulo guardaba como un perro guardián, tendría para renovar su maltrecho equipo.

 

Iría al taller de un herrero que conocía que era un verdadero maestro. Encargaría una nueva cota, más larga y tupida que la que usaba, heredada de su padre. Le mandaría hacer unas brafoneras, que estaban tan de moda y, además, resultaban muy prácticas. Una espada nueva saldría de la vieja hoja paterna, con una guarnición del mejor acero. Y, sobre todo, un corcel. El suyo ya acusaba tanto batallar, y el pobre pedía a gritos el relevo. Se lo regalaría a Críspulo que, a pesar de los brutales pescozones que le soltaba, era un escudero como pocos, y el pobre carecía de medios para completar el costoso equipo que necesitaba un caballero. Cuando renovase su ajuar militar, pensó, se lo pasaría todo a él. Todo menos la espada, que para eso la recibió de su padre, y cuya hoja sería readaptada para que, si alguna vez tenía un hijo, pudiese transmitirle la esencia de su linaje caballeresco.

 

-Bien, mi señor- murmuró Alvar rompiendo el largo silencio-. En ese caso, cuando el baile toque a su fin nos tendremos que despedir, ¿no?

 

Bermudo miró a Alvar a los ojos, y leyó en ellos una rictus de pena por tener que separarse del que durante tantos años había sido su jefe. A pesar de su carácter seco y nada amigable, el alférez apreciaba de veras al adalid, ya que en muchas ocasiones le había cubierto las espaldas y, a pesar de las broncas, le había tolerado multitud de desmanes derivados de su ingobernable lujuria.

 

-Me temo que sí, Alvar- respondió-. Pero separarnos no implica no verse más, ¿no? Alguna que otra vez iré a visitaros. No sería de caballeros bien nacidos el no ir a casa de don Bastián de vez en cuando a recordar en compañía de un buen vino la de duras jornadas que hemos pasado juntos.

 

Bermudo se quedó sorprendido al ver como a su inconmovible alférez, siempre tan cínico y feroz, se le aguaban de repente los ojos, emocionado ante la perspectiva de tener que separarse de él.

 

-¿Qué es esto, alférez?- exclamó soltándole un palmetazo en el hercúleo hombro-. ¿Así estamos? ¡Venga, Cuerpo de Cristo! Lo que me faltaba por ver. Mi alférez, que ha matado a más gente que la peste, lloriqueando como una vieja. ¡Iñigo, trae vino, que el alférez se nos desmaya!

 

El muchacho sirvió enseguida dos copas, divertido y perplejo al ver lo nunca visto. Sorbiéndose los mocos, Alvar se bebió de golpe su cubilete, enfadado consigo mismo por aquel gesto de debilidad.

 

-La madre que te parió, Bermudo...- gruñó mientras arrebataba a Iñigo la jarra y se la bebía de un trago.

 

Si ver al alférez llorando fue una sorpresa para el muchacho, el colmo fue contemplar como el adalid estallaba en carcajadas y le daba un abrazo al enorme leonés.

 

 

 

              Ismail llevaba bien su convalecencia. La fiebre había cedido, y hasta el momento no había síntomas de la temida infección que podría dar al traste con su curación. La hermosa Mariem no se separaba ni un instante de su amado almocadén, y fue necesaria toda la autoridad de Yusuf para obligarla a descansar un rato, circunstancia que aprovechó para comunicar a Ismail las últimas noticias.

 

-¿Estás más repuesto, amigo mío?- le preguntó antes de nada.

 

-Sí, ya estoy un poco más animado. El día de ayer fue tremendo, con el picor de los puntos y el insufrible dolor. Esa pócima que me dieron me alivió un poco, aunque me noto el brazo muy hinchado.

 

-Es lo normal. El médico vino ayer a echarte un vistazo y dijo que, con la ayuda de Alláh, en un mes te verás libre de tanto vendaje.

 

-¿Y la mano?- preguntó inquieto-.¿Ha dicho algo sobre mi mano?

 

-Bueno, dijo que es muy pronto aún para diagnosticar nada. Pero me aseguró que, con un poco de fuerza de voluntad, unas semanas después de quitarte las vendas ya podrás moverla sin dificultad, e incluso servirte de ella.

 

Aliviado por oír aquello, Ismail suspiró profundamente. Si a algo temía más que a la muerte o a las historias sobrenaturales era a quedar tullido, y durante la horas que pasó desde que fue herido hasta que lo curaron, hasta se le pasó por la mente quitarse la vida antes que verse convertido en un inútil.

 

-Y dime- inquirió tras alejar sus temores de la cabeza-, ¿qué tal está la situación?

 

-De eso quería hablarte. Parece ser que el en alcázar ya se plantean capitular. Desde que Ibn Mahfuz puso tierra de por medio, inútilmente por cierto, no tengo quién me dé noticias frescas. Pero por toda Sevilla corre el rumor de que el alcaide de Triana ha plantado cara a esos energúmenos, y los ha convencido de que o rinden la ciudad o esto acabará muy mal para todos.

 

-Podría haberme ahorrado pues verme así- respondió Ismail apretando fuertemente las mandíbulas-. ¿Y qué más se sabe?

 

-Poco más. Sólo rumores de lo más dispares, a los que prefiero no prestar más atención de la que merecen. Pero, por lo visto, lo de la capitulación va en serio.

 

-¿Y qué haremos entonces?

 

-Ni idea. No sé nada de bajo que condiciones sería, aunque supongo que pedirán que nos podamos quedar aquí.

 

Ismail negó con la cabeza.

 

-¡Olvida eso, amigo mío!- exclamó agarrándolo por el brazo con fuerza. A pesar de su debilidad, el almocadén seguía haciendo gala de un vigor poco común-. Los rumíes jamás nos permitirán quedarnos aquí, eso te lo aseguro. Si por una mierda de fortaleza como la de al-Muqäna hicieron lo que hicieron, hazte a la idea por una ciudad como Sevilla.

 

-Entonces, ¿qué crees que sucederá?- preguntó Yusuf cada vez más preocupado.

 

No tenía muchas esperanzas de que se les permitiese continuar en la ciudad, pero la afirmación del almocadén terminó de evaporar esa perspectiva.

 

-Nos echarán de aquí- respondió con una mirada sombría. Tras quedarse un rato en silencio, Ismail volvió a coger del brazo a Yusuf-. Óyeme bien. Hay que preparar la huida.

 

-Sí, de acuerdo- asintió-. Pero, en tu estado será muy complicado. No estás en disposición de iniciar un viaje largo. Lo más cerca que podríamos ir es a Jerez, donde tengo parientes que pueden darnos asilo por un tiempo. Pero sería un viaje de al menos cuatro o cinco días, teniendo en cuenta de que habría que transportarte en una silla de manos. No resistirías un viaje así en un carro.

 

-¡No pienso en mí, demonios!- exclamó-. Yo me quedaré si es necesario hasta que pueda valerme por mí mismo. Pienso en tu familia, en Mariem. No podéis quedaros aquí a merced de la furia de esos hijos de puta. ¡Tienes que llevarte a Mariem de aquí, Yusuf! Aquel animal del adalid no la tocó porque sabía que valía buenos dinares, pero dudo mucho que si entran a saco sea respetada. Ni ella ni tu mujer están a salvo. ¡Huye, por Alláh, antes de que sea tarde!.

 

Yusuf intentó calmar a Ismail. La excitación no le era en modo alguno conveniente, por lo que le hizo beber un poco de opio para ayudarlo a dormir. Mientras el brebaje hacía efecto, lo tranquilizó como pudo.

 

-No te preocupes, amigo mío- le susurró mientras le secaba el sudor que perlaba su frente-. Todo saldrá bien.

 

Cuando vio que la respiración de Ismail se normalizaba, y que se había quedado profundamente dormido, le hablo al oído, aunque sabía que ya no podía oírlo.

 

-Te debo la vida, Ismail Ibn Mustafá. Pagar por la tuya no fue nada para lo que yo te debo a ti. Juro a Alláh por mi alma que no saldré de aquí dejándote a merced de esas fieras. Tú serás el padre de mis nietos. Como me llamo Yusuf Ibn Sawwar al-Nasir que así será.

 

Tras meditar un rato mientras contemplaba el rostro de águila de Ismail, Yusuf se levantó con decisión y salió al patio central de la casa. En toda la vivienda reinaba un silencio sepulcral, ordenado por él a fin de no molestar en lo más mínimo el descanso del paciente. Lo cruzó con paso firme y entró en la sala donde el resto de la familia intentaba pasar el tiempo, ya que la vida cotidiana se había visto a reducida a vegetar en las casa.

 

Las calles cada vez estaban más vacías, los zocos y alcaicerías, faltos de mercancías y de trabajo, mostraban la siniestra imagen de los talleres y tiendas cerrados a cal y canto para evitar el pillaje. Un silencio ominoso se extendía por las calles donde apenas hacía unas semanas aún bullían de vida. Sevilla agonizaba lentamente.

 

Cuando entró, contempló a su familia. El viejo Yahya procuraba mantener callado al pequeño Hassan contándole todas las historias de su amplio repertorio. Su mujer Aixa, acariciaba la cabeza de la hermosa Mariem, que dormía apaciblemente en su regazo. Su hijo mayor, que ya estaba totalmente repuesto de sus penurias pasadas, se entretenía contemplando una gumía de la que no se separaba en todo el día. Como ha cambiado, se dijo Yusuf. La luz que iluminaba sus ojos ha desaparecido para siempre. Ya nunca será el mismo.

 

Sin querer llamar mucho la atención, le hizo un gesto a su primogénito para que lo acompañase fuera de allí. El joven se puso en pié ágilmente y salió silenciosamente de la estancia tras su padre. Sin decir nada, Yusuf se encaminó hacia la bodega y cerró la puerta cuando ambos estuvieron dentro.

 

-Supongo que ya sabes que se rumorea que Saqqaf va a capitular- dijo sin más preámbulo.

 

-Sí, lo sé- contestó su hijo lacónicamente. Parecía como si le costase pronunciar más de cuatro palabras seguidas.

 

-Bien. Hay que preparar la huída cuanto antes. No estoy dispuesto a volver a pasar lo que pasamos en la maldita al-Muqäna. Óyeme bien, te diré lo que debes hacer cuanto antes.

 

El joven asintió dispuesto a obedecer en todo.

 

-Dime qué es lo que tengo que hacer.

 

-Como sabes, en Jerez tenemos familia. Tu tío materno Tarik nos dará asilo el tiempo que haga falta hasta que podamos instalarnos allí. Pero hay que prepararlo todo para largarnos en cuanto la ciudad capitule, o si vemos que la cosa no se arregla y los rumíes fuerzan el cerco.

 

-Bien. ¿Y cual es mi cometido?

 

-Escúchame atentamente. Esto que te voy a decir no lo sabe nadie. Conseguí salvar una pequeña parte de mi fortuna tras el pago de los rescates. Era una suma que tenía siempre a buen recaudo para imprevistos. Compra cuatro buenas mulas. Con las dos que ya tenemos podemos sacar lo poco que nos queda en la ciudad.  Supongo que como están las cosas no te resultará muy difícil, porque en momentos así la gente prefiere tener en su poder buenos dinares antes que animales. Cuando las tengamos, tendrás que intentar llegar como sea al campamento rumí.

 

-¿Qué dices?- exclamó perplejo el joven.

 

-Sí. Deberás buscar a Walid Ibn Ganiar, y pedirle que haga lo posible para que el rey Fernando te dé un salvoconducto para todos nosotros. Sabe que hemos formado parte de la conjura para derrocar a Saqqaf, y confío en sus buenos oficios ante el emir de Granada para que obtenga el documento. Sin él, no andaríamos ni dos millas antes de que una algara nos intercepte y nos haga cautivos o, lo que es peor, nos roben y nos maten.

 

-Pero, ¿cómo llego hasta él? No creo que los rumíes me dejen pasar como si tal cosa.

 

-No es tan complicado, hombre. Mira, saldrás de noche por un postigo. Ya me encargaré yo de que un par de meticales te abran paso sin problema. Te vestirás con ropas que se asemejen a las de los rumíes, y te internarás en el campamento. Es ya como una ciudad, de modo que no creo que tu presencia despierte suspicacias. Pregunta por el campamento del emir, y en él estará Ibn Ganiar. Me conoce de sobra, de modo que no te pondrá pegas de ningún tipo.

 

-Pero, si me detienen, ¿qué digo?¿Qué excusa doy? Ten en cuenta que apenas hablo la lengua de esa gente.

 

Yusuf pensó atropelladamente por un momento, devanándose la cabeza. Finalmente dio con una solución posible.

 

-Mira, si te detienen, di que eres un mozárabe que ha escapado de la ciudad. Di que tienes información sobre los puntos débiles, o algo así, y que sólo hablarás con el emir. Así no se extrañarán de que no sepas hablar como ellos. ¡Y si hace falta, mata, haz lo que sea, pero llega hasta Ibn Ganiar, hijo mío! Las vidas de todos nosotros dependen de ti. ¿Me has entendido?

 

El joven asintió con la cabeza.

 

-Confía en mi, padre. Haré lo que me ordenas.

 

-Sé que eres capaz, muchacho.

 

-Sí, padre, soy capaz. Pero debes saber que el muchacho murió en al-Muqäna.

 

-Pues ya somos dos hombres en la casa, hijo mío- replicó emocionado Yusuf mientras lo abrazaba con fuerza.