Capítulo XXVII

 

 

Ismail llevaba ya muchos días sin saber nada de su Mariem. Dedicado por entero a sus quehaceres en el castillo de Triana, apenas tenía un minuto para poder dedicarle un pensamiento. Y lo malo es que encima le resultaba imposible enviarle un mensaje, ya que dos galeras no paraban de patrullar por el río desde que el sol se ponía tras las colinas de Aljarafe hasta que volvía a lucir por levante. De hecho, la noche en que fue trasladado al castillo mientras maldecía mentalmente su mala suerte por haber sido aquello tan repentino y no haber podido ni siquiera despedirse, fue la última en que hubo tráfico fluvial sin problemas. Porque al día siguiente, en cuando comenzaron a cruzar barcas de una orilla a otra, la siniestra silueta de una galera, recortada en la creciente penumbra del anochecer, hizo acto de presencia. Tras arrollar un esquife bastante grande y mandarlo al fondo del río junto a sus aterrorizados ocupantes y todo su cargamento, docenas de arqueros y ballesteros colocados en los castillos de proa y popa asaetearon sin piedad a los sorprendidos ocupantes de los demás botes, sin pasar por alto los que se lanzaron al agua buscando la salvación a nado y que se hundieron en las negras aguas con la espalda erizada de flechas.

 

Cuando la galera pasó y creyeron que el peligro había pasado, la actividad se reanudó pensando que sólo había sido un ataque aislado, pero al poco rato otra galera hizo acto de presencia, repitiéndose la misma escena. Y cuando esa pasó, la primera ya venía río abajo a toda velocidad impulsada por los remos y la fuerte corriente. Ismail vio lleno de impotencia como, a pesar de la oscuridad, eran capaces de seguir acertando a los infelices tripulantes de los botes. Se le había quedado grabado en la mente el siniestro y rítmico sonido del pandero del cómitre llevando el compás de la boga, mezclado con los débiles lamentos de los heridos pidiendo ayuda antes de que las aguas se los tragasen.

 

Al día siguiente, docenas de cadáveres aparecieron en las riberas, mezclados entre las espesas cañas de las orillas. Otros, flotando boca abajo, se deslizaban por la corriente camino del mar. El alcaide de la fortaleza había congregado en consejo de guerra a los mandos para ponerlos al tanto de la situación. Su nombre era Abu Said al-Saidi.

 

Era un hombre de cuarenta y tantos años, delgado, de estatura más bien baja y feo como un sapo. En realidad parecía un alfeñique pero, según supo después por los que lo conocían, era una verdadera fiera. A pesar de su escasa corpulencia, decían que no dudaba en arrojarse en lo más comprometido de la batalla, y que tenía una destreza con la espada poco vista.

 

Con un vozarrón impropio de un sujeto tan pequeñajo y haciendo gala de un léxico propio de los militares de profesión,  puso al personal al corriente de todo en pocos minutos.

 

-Las cosas están así- empezó diciendo atronando con su voz a los presentes-. Esos sodomitas de mierda han intentado de todo para echarnos de aquí. Desde machacarnos a golpe de bolaño durante días y días, hasta intentar minar la muralla. Nada de eso les ha salido bien, pero ha sido a costa de muchas bajas por nuestra parte, si bien ellos también se han llevado lo suyo. Como habéis visto, el paso por el río ha sido cortado y los botes que aún cruzaban han sido liquidados. Dudo mucho que ya nos llegue más ayuda de la ciudad, de modo que estamos más solos que un judío en Compostela ante la tumba del mierda del santón ese que tanto adoran esos hijos de puta. Por lo tanto, sólo nos resta aguantar firmes hasta que los rumíes se larguen aburridos. Pero aviso: Al que se le afloje la verga, yo mismo lo desollaré vivo. ¿Ha quedado claro?

 

Todos asintieron. Pero Ismail, por ser más ducho que el resto en cuestiones militares, creyó oportuno hacer un comentario.

 

-Supongo, mi señor alcaide, que nos limitaremos a resistir sus ataques, ¿no? Porque seguir con las espolonadas es cuanto menos, aparte de inútil, una pérdida absurda de hombres.

 

Los presentes, tomando aquello por una cobardía, empezaron a protestar. Ismail aguantó el chaparrón sin abrir la boca, pendiente solo del alcaide. Abu Said, sin saber como tomar aquello, prefirió tener clara la postura del arrogante naqïb antes de decidir si felicitarlo o mandarlo colgar de la muralla.

 

-¿Qué quieres decir exactamente con eso, muchacho?- preguntó en un tono poco tranquilizador el alcaide.

 

-Quiero decir, mi señor- contestó sin arrugarse lo más mínimo Ismail-, que a estas alturas no veo que tenga mucho sentido hacer otra cosa más que resistir, como bien dices, pero sin perder más hombres de los que ya hemos perdido.

 

-¿Tu nombre?- preguntó aún dudando Abu Said.

 

-Ismail Ibn Mustafá al-Barbar, mi señor alcaide. Fui almocadén en la fortaleza de al-Muqäna, y nombrado naqïb cuando pude volver a Sevilla.

 

El rostro del pequeño alcaide se distendió un poco.

 

-He oído hablar de ti, naqïb. Y bastante bien, por cierto. Me han dicho que eres un hombre con arrestos, y que tienes experiencia militar. No sabía como tomar tu comentario, pero en realidad tienes razón. Continuar con la sangría no tiene sentido. Como bien dices, nos limitaremos a dejar que esos piojosos se desangren poco a poco hasta que se larguen de una maldita vez.

 

Los demás, nada dispuestos a llevar la contraria al furibundo alcaide, rápidamente se pusieron de acuerdo en que aquello era lo más adecuado. Todos salvo uno, que hasta el momento no había dicho nada. Pero en aquel momento dio un paso adelante y, con aires de califa, pidió silencio con un gesto lánguido de su fina y delicada mano. Se veía a la legua que aquel sujeto de aspecto tan frágil no era un militar profesional, y al-Saidi adivinó enseguida que debía ser un paniaguado de alguna familia de postín, enviado allí a incordiar mientras que se las daba de estratega. Sus ropas y armas, de la mejor calidad, desentonaban entre las de los demás, gastadas y con evidentes señales de muchos combates. Al-Saidi lo fulminó con la mirada cuando encima se atrevió a tomar la palabra sin pedirle permiso, pero su furia habitual siempre era precedida por un breve espacio de reflexión, en el que decidía si dejar actuar al contrario o partirle la cara con el pomo de su espada.

 

-Soy el arif Muhammad Ibn Yahya Ibn Yaqub al-Abbad- anunció el cretino soltando un leve suspiro al terminar la retahíla de nombres, como esperando que todos a una cayesen postrados abrumados por su rancio abolengo. Pero como vio que en vez de postrarse se quedaron mirándolo con cara de espanto, prefirió seguir con lo que tenía que decir-. He sido enviado aquí por el ilustre valí Abu Hassan al-Saqqaf Ibn Abu Alí para comprobar que todos y cada uno de los presentes en esta fortaleza cumplen con su deber.

 

Los demás, sorprendidos por la afición del mequetrefe a enumerar nombres interminables, se miraron unos a otros, perplejos y sin saber que decir. El que sí lo sabía era al-Saidi, que echando fuego por los ojos avanzó decidido hacia el ilustre miembro de los Banu Abbad con el propósito de saltarle todos y cada uno de los impolutos dientes de su boca.

 

-¿De qué harem te has escapado tú, capón mierdoso?- gruñó con voz amenazadora mientras que ya iba eligiendo en que parte de la cara le daría el primer bofetón-. ¿Quién te crees que eres tú, saco de ladillas, para decirme a mí en mi cara que has venido a comprobar mi fidelidad, so cabrón?

 

El cretino, dando un paso atrás, pareció no amilanarse. Daba la impresión de que llevaba ya un guión perfectamente aprendido.

 

-Ni se te ocurra poner la mano encima de un enviado del insigne valí Abu Hassan al-Saq...

 

-¡Deja de recitar nombres, imbécil, y dime con claridad qué mierda pretendes antes de que te saque a patadas del castillo y te entregue a los rumíes para que te pateen sus caballos!- bramó al-Saidi interrumpiéndolo y haciendo temblar la sala con su vozarrón.

 

-Como te acabo de decir- prosiguió imperturbable-, he sido designado para comprobar que no hay traidores aquí. El mantener este castillo es vital para la ciudad, y bajo ningún concepto se pueden permitir componendas con los rumíes, y más ahora que las comunicaciones han quedado cortadas.

 

-Y precisamente por eso, tú me dirás, mamarracho, como piensas comunicar al alcázar si somos o no fieles al valí- terció uno de los presentes, un viejo nazir curado ya es espanto.

 

Desde que, hacía ya años, había visto al almocadén de la milicia de la kora de Xilibar cortarse de un hachazo su propia mano derecha para no tener que ir a combatir, ya no se asombraba de nada. Con un gesto divertido al ver a todos supuestamente sorprendidos por su sagacidad, el petimetre informó acerca de la forma de comunicarse.

 

-Cada mañana, debo hacer una señal secreta con este espejo a un hombre que desde el arenal estará esperándola. Si no la recibe, vuestras familias sufrirán las consecuencias de vuestra traición- explicó mientras enseñaba un pequeño espejo de cobre perfectamente bruñido-. Ya lo sabéis, de modo que mucho cuidado con lo que hacéis y tratadme con el debido respeto.

 

Al-Saidi, sin saber con seguridad si todo aquello era cierto, aún dudaba. Lo lógico era que le hubiese sido comunicado pero, por otro lado, tampoco era de extrañar. A veces, Ibn Suayb actuaba así, sin dar explicaciones. Sin querer pasar a mayores, y prefiriendo dejarlo estar por si acaso, el alcaide decidió dar por terminada la reunión, no sin antes asesinar con la mirada al arrogante cretino que, con pasos de delegado califal, se largó a su aposento muy satisfecho de sí mismo.

 

Pero lo que ninguno sabía era que todo el montaje del cretino era pura comedia. Su padre, harto de aguantar la desidia y la pertinaz molicie de aquel parásito, había pedido por caridad a Ibn Suayb que lo librase a él y a sus hermanos de su nociva presencia. El arráez, que estaba ya falto de oficiales, no dudó ni un segundo en hacerlo llamar al alcázar y darle un rango acorde a su prosapia, pero viendo ya de entrada que aquel sujeto era un inútil completo, incapaz de ponerse al mando de una azaría y mucho menos de salir de espolonada contra los castellanos. Por eso, en cuanto pudo, se lo quitó de encima enviándolo al castillo de Triana donde, con un poco de suerte, pensó, en pocos días sería descabezado por un hachazo de los temibles castellanos.

 

Muhammad Ibn Yahya era un imbécil de solemnidad, pero de tonto no tenía un pelo, y se dio cuenta enseguida de que tenía ante sí un porvenir muy negro si llegaba a aquel siniestro castillo como uno más. Por eso decidió que lo más adecuado, a la vista de que no podrían comprobar la autenticidad de su relato, era decir que le había sido encomendada alguna misión especial y mantenerse así lejos de los rumíes, que además le daban un miedo atroz. Pensó que si la cosa acababa bien, siempre podría decir que, gracias a su estratagema, la lealtad de la guarnición había sido mantenida. En el peor de los casos, ya se preocuparía su familia de aplacar al furibundo Ibn Suayb, y se dijo que en todo caso se llevaría una bronca, y luego podría volver a dedicarse a no hacer absolutamente nada en la lujosa casa de su influyente padre.

 

Al-Saidi, muy enojado por todo aquello, hizo una seña a Ismail antes de retirarse todos para que lo acompañase. Cuando estuvieron a solas en el aposento del alcaide, llenó él mismo un par de copas de estaño con un vino pésimo y ofreció una al almocadén.

 

-Quiero hablar contigo tranquilamente, Ismail- dijo sin más preámbulos tras apurar de un trago la pócima-. Antes de nada, ¿te has creído algo de lo que ha dicho ese sodomita?

 

-No sé que decir- contestó Ismail tras probar un sorbo de vino y dejando la copa sobre la mesa, asqueado por aquel vinagre-. Ya sabes como funcionan las cosas en el alcázar, mi señor alcaide. No se fían de nadie, y más desde que ven que la cosa va a peor. Siendo como es un Banu Abbad no sería del todo raro que el valí o cualquiera de los suyos lo hubiesen enviado como supervisor.

 

Al-Saidi movió la cabeza, dudando aún.

 

-Oye, déjate de protocolos- puntualizó antes de proseguir-. Entre nosotros, militares de oficio, olvida esa estupidez de “mi señor”. Yo no soy señor de nadie, de modo que cuando estemos a solas, me llamas por mi nombre, ¿estamos?

 

-Te agradezco la confianza, Abu Said- agradeció sonriendo Ismail, orgulloso de poder tratar de tú a tú a todo un alcaide.

 

-Bien. Te encargo personalmente de vigilar a ese capullito de azahar. No pierdas de vista ni uno solo de sus movimientos, e intenta averiguar si es verdad eso de la señal y demás. Mientras tanto, intentaré hacer llegar un mensaje al alcázar para comprobar si lo que ha dicho es cierto. Y que ruegue a Alláh que lo sea, porque como me haya tomado el pelo, juro por mis barbas que se lo mando a su padre empalado en una pica y con las pelotas metidas en la boca.

 

 

 

Bermudo Laínez miró de soslayo hacia la torre de donde había partido el virote. Había pasado rozándolo, para luego clavarse en el estómago de un peón que había junto a él y que en aquellos momentos aún se revolcaba en el barro. El joven Iñigo, que aunque ya se había convertido en un curtido mocetón aún se espantaba de ciertas cosas, miraba como el desgraciado se revolcaba dando alaridos para luego quedarse inmóvil sobre un enorme charco de sangre.

 

-Esta vez ha faltado muy poco, demonios- murmuró Bermudo guiñando un ojo a su escudero.

 

El muchacho, con cara de susto, miró con ojos angustiados al adalid.

 

-Mi señor, ¿cuándo va a terminar esto?¿Cuándo caerá ese castillo que Dios hunda en el abismo?.

 

Antes de responder, Bermudo levantó los ojos del cadáver y contempló las dos formidables torres que guardaban celosamente la entrada al castillo de Triana. Desde hacía semanas había sido destinado allí con toda la gente de don Bastián, una vez que los freires de Santiago habían sido reforzados. Pero perder del vista el castillo de al-Faray, cosa que en principio le supuso un alivio a todos, a aquellas alturas le parecía algo digno de añoranza.

 

La sangría era espantosa. A diario habían tenido que soportar espolonadas, lluvias de flechas, pellas ardientes y, para colmo, el nivel del río subía acusando el reflujo de las mareas y convertía las cercanías del castillo en un lodazal donde la sangre de los heridos se mezclaba con el fango. Nubes de insectos pululaban continuamente por aquella zona, acribillando a picotazos a los sufridos asaltantes.

 

-Pronto acabará todo, muchacho- consoló al joven escudero. En realidad, pensó que no tenía ni idea cuanto duraría aún la escabechina.

 

Desde hacía algunos días, las espolonadas habían cesado, pero no por ello había aminorado en nada el sufrimiento. Un verano abrasador había dado paso a un otoño bastante frío, y con la proximidad del río la humedad se hacía insoportable. Siempre tenía la sensación de estar mojado, e Iñigo no daba abasto para pulir todas las noches las partes de sus armas que mostraban señales de óxido.

 

Cuando se retiraban a su pabellón, Bermudo miraba con cariño al valeroso zagal que, a pesar del agotamiento, aún le servía una parca cena y después se sentaba en el frío suelo con un asperón y fina arena del río para bruñir cuidadosamente el equipo. Sólo la espada era cuidada personalmente por Bermudo, y no por falta de confianza, si no por temor a que el aún inexperto Iñigo le estropease a filo. Aún tenía mucho que aprender, y su vida dependía a diario del buen estado de la enorme hoja de su arma. De hecho, él mismo había tardado años en llegar a dominar la técnica adecuada, y muchos pescozones se llevó de su mentor, el lujurioso Nuño Ibáñez, hasta que aprendió a dejar la hoja de la espada convertida en un rayo cortante.

 

Como se decía, las espolonadas habían cesado de momento, pero las lluvias de virotes y los proyectiles de las máquinas del castillo eran capaces de producir varias bajas diariamente. Hasta el mismo Juan Estúñiga había sido alcanzado por una flecha que le había pasado el muslo de lado a lado, y no se desangró allí mismo porque tuvo la presencia de ánimo necesaria para hacerse un torniquete y llegar al campamento por su propio pie en busca de ayuda. Fue atendido por un médico de la gente del emir de Granada a pesar de las exhortaciones de Alvar, que le aseguraba que aquel sujeto era un brujo del demonio y que se apoderaría de su alma. El médico, sonriendo irónicamente, dijo a Estúñiga que, si pensaba eso, lo dejaría morir en paz, a lo que el castellano dijo que nones, agarrándolo por un brazo e implorando que lo curase. Todo ello tras mandar a paseo al supersticioso alférez, que se largó jurando que, si él era alguna vez herido, no se pondría jamás en manos de perros infieles.

 

El vozarrón de don Bastián sacó a Bermudo de sus pensamientos. El fogoso noble, sin hacer caso de las flechas que caían a su alrededor, avanzaba penosamente por el fango envuelto como siempre en su piel de lobo. Parecía enteramente una fiera salida del abismo.

 

-¡Bermudo!- vociferaba-. Mierda, llevo un rato para dar contigo.

 

-Aquí estoy, mi señor- saludó el adalid haciendo una breve inclinación, pero siempre sin perder de vista los ballesteros que se movían entre las almenas. Sabía que un descuido podía ser fatal, y no estaba dispuesto a dejar sus huesos en aquella pocilga-. Disfrutando del panorama.

 

-¿Cómo va todo?- preguntó don Bastián tras soltar un escupitajo.

 

-Pues ya lo ves, mi señor- respondió encogiéndose de hombros-. Mierda, sangre, barro y mosquitos. Una jornada de asueto en compañía de una dama de fuste es lo que nos falta. ¿Sabes de alguna disponible?

 

Don Bastián se rió a carcajadas, y más por la cosa de que Bermudo jamás solía gastar bromas ni decir frases ingeniosas. Pero era evidente que sólo con resignación y alguna que otra chanza se podía soportar aquella penuria.

 

-Pocas veces te he oído decir algo así, muchacho- dijo el noble cuando recuperó el resuello.

 

-Pocas veces me he visto en un montón de estiércol semejante, mi señor.

 

-Eso es cierto. Ese puto castillo nos va a enterrar a todos, maldita sea mi alma. Bueno, resignación, muchacho. El premio será grande.

 

-Si salimos vivos de toda esta basura- murmuró Bermudo sin llegar a ser oído por su señor.

 

-Escucha, muchacho- continuo don Bastián mirando de reojo a las torres-, las noticias que traigo no son malas del todo. Parece ser que dentro de la ciudad están hasta el turbante de ese perro comido de sarna de Saqqaf. Creo que en no mucho tiempo, todo esto se acabará.

 

-Mi señor, con todo el respeto que te debo, te recuerdo que llevamos oyendo eso hace semanas, pero esos bujarrones no se deciden a terminar con su valí de mierda.

 

-Ya, ya lo sé, pero todo tiene su tiempo- quiso quitar importancia don Bastián.

 

-El tiempo se ha detenido aquí, mi señor- puntualizó con un matiz de amargura Bermudo.

 

-Vaya- se sorprendió el belicoso noble-, ¿pues no parece que a mi adalid se le está arrugando la verga?

 

-Mi señor, sabes de sobra que mi verga no la arruga ni la visión de tu cocinera vestida de daifa, pero todo tiene un límite, y pasan los días y no conseguimos acabar con esos hideputas.

 

Nuevamente, las risas de don Bastián atronaron el espacio. Dos frases así seguidas, no se las había oído en su vida.

 

-Bueno, no seas quejica, bribón, que protestas más que mi mujer cuando le pido que se abra de piernas. Pero no quería hablarte de esa fortaleza tiñosa, si no de algo mucho más interesante para ti.

 

Bermudo levantó las cejas sorprendido. Hablar de cosas agradables en aquel lugar le parecía tan imposible como que el suelo se abriese de golpe y se tragase para siempre al castillo con sus obstinados defensores incluidos.

 

-Soy todo oídos, mi señor. Lo único agradable que oigo últimamente es el sonido de mis tripas, porque me recuerdan que aún sigo vivo.

 

-Eres un caso, muchacho- le espetó don Bastián riendo de nuevo. La verdad es que aquello estaba cambiando un tanto a su lacónico adalid-. Bueno, quiero que lo sepas por mí porque el fantoche de Alvar ya se ha enterado y, como sé que te adora, vendrá a decírtelo y no quiero que me prive del placer de darte la sorpresa.

 

-¿Y cual es esa sorpresa, mi señor?- preguntó Bermudo sintiendo un hormigueo en el estómago. Seguramente, el noble habría hablado de nuevo con el rey, y ya veía la ansiada tenencia en sus manos.

 

-Sé lo que estás pensado- respondió don Bastián con un brillo pícaro en sus ojos amarillentos-, pero te equivocas. Olvida el castillo de al-Muqäna.

 

A Bermudo se le descolgó el rostro. Desde que comenzó todo aquello, abrigaba la esperanza de poder ser el tenente de aquel castillo que tantos esfuerzos le había costado someter.

 

-¿Qué lo olvide?- preguntó lentamente-. ¿Cuál es la sorpresa entonces, mi señor? Porque lo único que me falta ya es saberme cornudo.

 

-¡Entras en el repartimiento de la ciudad como noble, so idiota!- le respondió don Bastián dándole una palmada en la espalda como para tumbar a una acémila.

 

-No... no alcanzo a...- balbució  Bermudo perplejo, sin saber qué significaba aquello.

 

-¡Pero qué lento eres a veces, muchacho! Parece que no te he educado yo, demonios. Olvida esa fortaleza piojosa en el fin del mundo, donde no pasan ni los buhoneros. El rey se la ha dado al pesado de Pelayo Correa para que sus freires se den por el culo sin que se entere nadie.

 

-¿Entonces?- volvió a preguntar el adalid sin enterarse aún de qué iba la cosa.

 

-¡Mierda, Bermudo!- exclamó ya impaciente don Bastián mientras miraba con aprensión a las amenazadoras torres que no paraban de vomitar flechas-. Vengo jugándome la vida a decirte algo estupendo y ni te enteras. Entrar en el repartimiento como noble implica que tocarás a la parte de los caballeros con rango. Un botín de primera clase, idiota, con casas dentro de la ciudad, yugadas de la mejor tierra del Andalus para que en pocos años nades en maravedíes. Olvida tenencias pordioseras que sólo dan quebraderos de cabeza. No sabes lo que es tener que estar todo el día discutiendo con alarifes gritones y prestamistas peores que buitres para que te adelanten los dineros que siempre llegan tarde y en menor cantidad de la debida. ¿O no ves como el cabrón ese de Judas me esquilma todos los años para poder mantener las fortalezas en buen estado? Cuando esta mierda acabe, vas en busca de tu mujer y la traes aquí, a la mejor ciudad de toda la Hispania. Y vivirás en una casa decente, no en una torre mohosa. Y sólo tendrás que dedicarte a dar una vuelta por tus tierras para controlar que no te roben más de lo necesario. ¡Enhorabuena, muchacho! Ahora sabrás lo que es vida. Y no me lo agradezcas, influir en eso ha sido lo menos que podía hacer por ti.

 

Tras la larga parrafada y sin dejar a Bermudo ni contestar, don Bastián volvió a soltarle otra brutal palmada en la espalda y se largó de allí a toda prisa dejando al perplejo adalid con la boca abierta.

 

Poco a poco, Bermudo fue asimilándolo todo. Él no era noble, si no un simple infanzón más pobre que las ratas. A la hora del reparto, él entraría en el mismo lote en el que entraban los adalides de las mesnadas concejiles y los almocadenes de galeras. O sea, casas en los barrios modestos y tierras de mediana calidad. Pero entrar en el lote de los caballeros de linaje implicaba participar del mismo botín que los ricos hombres. Y aquello quería decir que las casas de los mejores barrios y las mejores tierras de Sevilla estaban al alcance de su mano.

 

Sus finos labios se fueron arqueando poco a poco en una sonrisa a medida que iba comprendiendo el alcance de aquello. Don Bastián, mintiendo como tanto le gustaba, lo había incluido como noble en la lista que la chancillería real estaba ya confeccionando. A saber qué camelo había soltado para aumentar su categoría social de un plumazo, pero aquello era lo de menos. Lo importante era que por fin podría ver cumplidos sus sueños de independencia, verse convertido en un caballero libre, sin más señor que servir que al mismo rey. Y aunque su agradecimiento a su mentor sería eterno, no por ello dejaba de alegrarse de perder de vista la siniestra fortaleza que durante toda su vida había sido su hogar, y poder dejar de vivir bajo la voluntad de don Bastián.

 

Un agudo grito cerca de él lo sacó de sus ensoñaciones. Una flecha había acertado a un aguador de la mesnada. El hombre, soltando su cántara, agarró el asta que le salía entre el cuello y el hombro y tiró con decisión de ella. Apretando los dientes extrajo la flecha, pero un enorme chorro rojo salpicó a los que se acercaban a ayudarle. La arteria seccionada dejó correr la sangre y, en menos de un Avemaría, el aguador estaba amarillo como un limón, muerto.

 

-¡Mierda, mi señor adalid!- exclamó Alvar, que venía chapoteando por el barro-. ¿Quieres que te apiolen como a un conejo el día del santo patrono? ¡Quítate de ahí, demonios! Esos hijos de mala puta afinan cada día más su puntería.

 

Diciendo esto, levantó su enorme escudo para protegerlo. Bermudo, un poco alelado aún, fue casi llevado en volandas por el alférez fuera del alcance de los arqueros del castillo. Tras ellos, dos peones arrastraban por el barro al desdichado aguador que, antes de salir de los dominios de don Bastián, había jurado a su mujer que sería su última aceifa.

 

 

 

              Ismail, tal y como le había ordenado al-Saidi, no perdía de vista al presuntuoso Muhammad Ibn Yahya. Y, tal como había dicho, cada mañana se plantaba con aire misterioso sobre una torre que daba al arenal y con su espejo se ponía un buen rato a mandar señales a no se sabía donde. Por lo demás, su actitud seguía siendo en todo momento la de un imbécil, fiscalizándolo todo y cuestionando las órdenes que daba el alcaide. Era evidente que se lo estaba pasando en grande, sintiéndose un gran personaje.

 

Aparte de las bobadas del pomposo Banu Abbad, el ambiente en el castillo empeoraba cada día que pasaba. Los mandos no paraban de discutir, y ya había quién decía abiertamente que seguir con toda aquella miseria no tenía sentido, que los rumíes acabarían pasándolos a cuchillo y que lo mejor era rendirse.

 

A fin de mantener un poco el orden, al-Saidi decidió concertar una reunión para poner las cosas en claro y evitar que un motín pusiese el castillo patas arriba. Porque él parecía estar de acuerdo en llegar a una rendición digna, pero no a que los descontentos abriesen sin más las puertas de la fortaleza, dando paso a una degollina por parte de los feroces castellanos. Por todo ello, aquella misma noche se reunieron todos los mandos en el lóbrego cuerpo de guardia.

 

Al-Saidi fue pasando revista mentalmente a cada uno de los presentes. El agotamiento y la falta de sueño se reflejaba en todos los rostros de los mandos salvo en el del Babu Abbad,  que alegando su condición de enviado del valí no solo no daba ni golpe, si no que encima se pasaba casi todo el día encerrado en su aposento durmiendo a pierna suelta mientras que los demás llevaban semanas sin poder dormir más de cuatro horas diarias. Una vez que estuvieron todos, el alcaide mandó cerrar las puertas de la estancia y ordenó a los dos guardias que la vigilaban que nadie le molestase salvo que los rumíes entrasen en tromba en el castillo.

 

-Antes de que cada uno diga su parecer, quiero que se sepa cual es la situación- comenzó su discurso sin más preámbulo clavando sus frías pupilas en cada uno de los presentes-. El tráfico fluvial ha sido prácticamente eliminado. Las galeras de los rumíes han conseguido bloquear totalmente el paso del río y, salvo algún que otro hombre que consigue pasar a nado ayudado por odres llenos de aire, nadie puede cruzarlo. Son hombres que de total buena fe se han arriesgado a cruzar para ayudarnos, y por lo que cuentan, las cosas no están mejor aquí que en la ciudad. Quedan muy pocas provisiones, y muchos hombres padecen una terrible cagalera por haber comido alimentos en mal estado. Tienen menos fuerza ya que la verga de mi abuelo, y dudo que vean el final de todo esto si no se les evacua y se les alimenta en condiciones. Sé que algunos incluso se han llegado a comer el cuero de las guarniciones de los caballos. En cuanto a las armas, los virotes y flechas ya empiezan a escasear, así como los bolaños y las pellas de estopa, y es con lo único con lo que podíamos hacer un poco de daño a esos piojosos. Estamos incomunicados, y no recibiremos más ayuda porque Sevilla no tiene ya nada que darnos para continuar resistiendo. Yo, en lo que a mí respecta, y creo que nadie puede poner en duda mi valor, creo que lo mejor es rendir la fortaleza. No tengo nada más que decir.

 

-Eso implicará la caída inmediata de la ciudad, mi señor alcaide- protestó uno-. No estamos autorizados para rendirnos.

 

-¿Qué quieres, imbécil? ¿Qué nos maten poco a poco?- terció otro.

 

-Mi mujer está esperando un crío, y quiero conocerlo, no reventar en esta tumba- añadió otro dando un puñetazo en la mesa.

 

En seguida, todos empezaron a hablar al unísono, convirtiendo la estancia en un maremagno de voces y gestos desaforados.

 

Ismail, que callaba con expresión hermética, veía una vez más como cuando el instinto de supervivencia acaba imponiéndose. Esto se derrumba como una techumbre podrida, pensó con amargura. Se levantó y, haciendo un gesto con la mano, pidió silencio. Los demás, sabiendo que ya había pasado por algo similar y por ser el más respetado de los mandos tras el alcaide, poco a poco se fueron calmando. Sólo el Babu Abbad permanecía callado, con una expresión malévola.

 

-¡Por favor, dejadme hablar!- pidió Ismail elevando la voz-. Gritando todos a una no solucionamos nada. Oídme. Sabéis que he pasado por esto antes, y os aseguro que no es nada agradable ver el adarve lleno de enemigos. Soy partidario de resistir a ultranza, pero siempre y cuando queda un atisbo es esperanza. Pero cuando se sabe que ya nada ni nadie puede evitar el desastre, resistir es absurdo. Sólo será causa de más muertes, y de que los rumíes se ceben con nosotros sin piedad. Yo resistí hasta el final en al-Muqäna, y el precio fue ver las cabezas de todos los defensores incluyendo a los civiles clavadas en picas en la muralla, y a las mujeres y los críos llevados como cautivos a Castilla. Y hoy estoy aquí gracias a la generosidad del alcaide de aquella fortaleza, que Alláh siempre lo guarde por su buena obra, porque pagó mi rescate.

 

“Yo sabía que nadie nos iba a ayudar pero, a pesar de eso, insistí en resistir a toda costa. Mi sentido del deber me obligaba a ello, pero he aprendido que el honor no sirve de nada cuando uno está muerto. El honor de mis askaris quedó impoluto, pero sus cabezas convertidas en calaveras aún seguirán adornando la muralla de al-Muqäna, y ese honor no dará e comer a las viudas y huérfanos que dejaron. Antes al contrario, por mantener ese honor ellos languidecen en las estepas septentrionales, sin esperanza, sin nada por lo que seguir vivos. Sevilla está ya perdida. Seguir resistiendo es dar al monarca de los rumíes motivos para pasar a cuchillo a cada habitante de la ciudad. ¿No recordáis lo que pasó en Cantillana? Más de setecientas personas, casi toda su población, fue víctima de su ferocidad. ¿Queréis ver a vuestras mujeres, a vuestras hijas o hermanas violadas y asesinadas por esos demonios?¿Queréis ver a vuestros hijos degollados y sus pellejos rellenos de paja en las torres de la ciudad? Si es así, adelante. Yo haré lo que diga la mayoría, pero antes de decidir, pensad bien lo que vais a hacer. Porque lo que habéis visto hasta ahora no es nada comparado con lo que esos hijos de puta pueden llegar a hacer. Los rumíes no conocen la piedad, y sus monjes guerreros menos aún. Mi voto es rendirnos. No tengo nada más que decir.”

 

Todos se quedaron muy impresionados por el discurso de Ismail. Por sus mentes pasaban muy vívidas las imágenes de lo que podría pasar si el rey Fernando ordenaba entrar a degüello en la ciudad, pero nadie se atrevía a unirse de forma tan clara a la rendición. El ominoso silencio fue roto por la aguda voz de Ibn Yahya, que no había abierto la boca en todo el rato. El cretino, aburrido como siempre, se puso de repente muy contento por haber encontrado una forma de divertirse.

 

-¡Traidores!- chilló con voz aguda, sobresaltando a los presentes, todos sumidos en sus negros pensamientos-. El valí será informado de este conato de rebelión, y vuestras familias irán a parar a las mazmorras del alcázar.

 

Algunos se pusieron blancos como muertos ante la perspectiva. Ninguno había reparado en el fatuo Banu Abbad, y no esperaban semejante reacción.

 

-¿Qué estás diciendo?- preguntó al-Saidi con expresión lúgubre.

 

-¡Que sois todos unos traidores!- insistió-. Ya me lo advirtió el glorioso valí Abu Hassan al- Saqqaf: Vigila que esos cobardes no nos vendan a nuestros enemigos, me dijo. Mañana sin falta informaré de todo, y antes de la noche vuestras mujeres e hijos serán huéspedes del alcázar.

 

Hicieron falta cuatro hombres para detener al furibundo alcaide, que ya se abalanzaba sobre el cretino gumía en mano. El Banu Abbad, un poco asustado y pensando si no había ido demasiado lejos, procuró mantener la compostura. Pero viendo que el resto de los presentes le seguían la corriente, riendo para su interior no dudó en dar una vuelta más de manivela.

 

-O me dais mañana mismo una prueba de vuestra lealtad, o el mensaje será enviado- sentenció intentando disimular lo divertido que le parecía ver a tanto valeroso militar muerto de miedo por ver en peligro la seguridad de sus familias.

 

-¿Una              prueba?- preguntó Ismail pensando en su Mariem-. ¿Qué clase de prueba?

 

El Banu Abbad se relamía de gusto al ver al intrépido almocadén con cara de preocupación. Sabía que era espiado por él, y esa sería su pequeña venganza.

 

Tras meditar unos instantes, con una sonrisa triunfal en su repugnante jeta de inútil redomado dijo:

 

-Para que no informe de vuestra alevosía, mañana mismo deberéis salir en espolonada y derrotar a los rumíes. Esa será la prueba de que no estáis dispuestos a rendir la fortaleza.

 

Todos callaron como muertos. La perspectiva de volver a salir a campo abierto a presentar batalla era cuanto menos horripilante. En realidad, Ibn Yahya lo que no quería es tener que verse cautivo de los castellanos y perder sus comodidades, de modo que qué mejor que obligarlos a resistir hasta que encontrase alguna forma de ser trasladado de nuevo a la ciudad. Pero el despreciable parásito no sabía que en Sevilla ya se habían olvidado totalmente de él, y que su respetable padre bendecía a todas horas el día en que lo perdió de vista.

 

Ibn Yahya los miraba uno a uno con aire triunfante, saboreando su infame burla. Pero su repelente sonrisa se le borró del rostro cuando el alcaide, con un brillo asesino en la mirada, se encaró con él.

 

-Muy bien, señor arif- bramó con ira contenida-. Mañana sin falta recibirás la prueba de nuestra fidelidad al valí. No somos ningunos cobardes, y me resultará un gran honor encabezar la espolonada sabiendo que cuento con tu valerosa espada.

 

Ibn Yahya se puso verde. No había contado con eso, y su asquerosa broma acababa de volverse contra él. Aún tuvo fuerzas para protestar.

 

-Pe...pero yo no puedo acompañaros- tartamudeó mientras notaba que si no salía de allí enseguida, se ensuciaría encima-. Yo soy el enviado del valí.

 

-Tú eres un arif enviado como refuerzo agregado a la tropa del naqïb Ismail Ibn Mustafá, luego eres un combatiente más- respondió muy lentamente al-Saidi, muy contento de poder fastidiar a aquel sapo-. Y lo menos que espero de un valeroso Banu Abbad es que haga honor a su abolengo y sea el primero en enfrentarse a nuestros enemigos. Porque supongo, mi querido amigo, que no tendrás miedo, ¿verdad?

 

Ibn Yahya no sabía qué responder. Notaba sobre sí las miradas torvas de todos los presentes, y sabía que ya no podía negarse. Si decía la verdad, en menos tiempo que se tarda en decirlo el alcaide lo haría empalar, y si se negaba a participar sería acusado él de traidor, encarcelado en aquella siniestra fortaleza, e incluso ajusticiado. Había ido demasiado lejos, y ya no podía volver atrás.

 

-Será para mí un honor acompañarte, Abu Said al-Saidi- respondió antes de salir a todo correr para evitar cagarse encima delante del alcaide.

 

Lo último que oyó mientras salía por la puerta fue las risas e insultos de todos.

 

 

 

-Bien. Ha llegado la hora- dijo con decisión al-Saidi-. Espero que el sacrificio que vamos a hacer sea tenido en cuenta por el valí, ya que esto carece por completo de sentido. Pero si nos negamos a obedecer al imbécil ése, podemos ver comprometida la seguridad de nuestras familias, cosa a la que no estoy dispuesto. En cuanto se abran las puertas, salimos como una tromba, hacemos todo el daño que podamos y volvemos a toda velocidad a la seguridad de las murallas. ¿Ha quedado claro?

 

Todos asintieron. Estaban pálidos como muertos, porque sabían que muchos de ellos marchaban sin remisión a una muerte absurda por aquella estupidez del supuesto enviado del alcázar. ¿Qué sentido tenía ya una nueva espolonada, cuando tras el constante machaconeo por parte de los castellanos apenas quedaban ya hombres útiles para defender el castillo?

 

Muhammad Ibn Yahya, mientras tanto, vomitaba violentamente junto al abrevadero de los caballos. Su necia estratagema, su taimada burla, se había vuelto contra él. Él, que había querido mantenerse lo más alejado posible de los rumíes, no había contado con que, al final, iba a verse inmerso en uno de aquellos combates de los que sólo oír hablar ya le daban mareos.

 

-¿Qué, flor de primavera?- se chanceó el viejo nazir  que no se asombraba de nada-. Hay miedo, ¿eh? Espero que si sales vivo de esta, cosa que dudo, des cumplida cuenta a nuestro valeroso valí de cómo los defensores de Triana venden caras sus vidas, empezando por la tuya, cabrón. Pero si volvemos enteros, te juro por los huesos de mi padre que por cada muerto que haya te cortaré un dedo, y después te cortaré las pelotas y tu sucia verga de sodomita.

 

Tras las reconfortantes palabras de ánimo del nazir, éste le soltó un escupitajo en el verdoso rostro de Ibn Yahya. Lo tuvieron que subir entre dos askaris encima de su caballo, y apenas oyó como el alcaide, implorando la protección de Alláh, ordenaba abrir las puertas. Su caballo inició la marcha no por sentir las espuelas en sus ijares, si no por el fuerte fustazo que un askari le propinó en las ancas ante la total inoperancia del cobarde Babu Abbad. Muhammad, alelado, se quedó de piedra cuando tras un corto galope vio ante sí a una cerrada formación de jinetes castellanos los cuales, llenando el espacio con sus gritos de guerra, espolearon sus enormes monturas y se lanzaron contra ellos. Era una de las celadas que tanto comentaban los más veteranos y que tantas bajas les habían costado ya.

 

En breves instantes, el llano que se extendía ante el castillo era un tumulto de caballos y jinetes propinándose golpes brutales. Muhammad, apenas sin saber como protegerse con su flamante rodela de piel de antílope y con el brazo dolorido por haber volteado apenas dos veces su preciosa espada gineta, notó como sus orines le corrían por las piernas y empapaban la silla de montar. Enloquecido por el miedo, optó por dar media vuelta hacia el castillo. Pero apenas pudo avanzar unos pasos porque, de repente, como salido de la nada, un castellano enorme se plantó delante de él. Iba a pié, y empuñaba un hacha descomunal. Haciendo gala de una fuerza desmedida, agarró por las riendas a su caballo y lo hizo detenerse en seco. Muhammad levantó la espada y la dejó caer sobre el yelmo de su atacante, pero con tan poca fuerza que el gigante no acusó el golpe para nada. Mientras mantenía frenada la montura, haciendo un molinete con su hacha la descargó contra la pierna izquierda del aterrorizado petimetre, que jamás en su vida había imaginado tener que pasar por aquello. No se dio ni cuenta de cómo su pierna, limpiamente separada del cuerpo por debajo de la rodilla, caía al suelo. Pero el hacha no se detuvo allí, si no que tras amputarle el miembro se hundió profundamente en el costado del caballo, dejándolo muerto casi al instante y derrumbándose sobre su pierna sana, inmovilizándolo y dejándolo a merced del feroz castellano.

 

Muhammad empezó a dar agudos chillidos pidiendo ayuda. Miraba a su alrededor y sólo veía el infernal tumulto, golpes y sangre por todos lados. Finalmente, imploró piedad a su enemigo.

 

Pero el castellano, impasible, parecía no oír sus ruegos. Mientras notaba como la tremenda hemorragia lo debilitaba por momentos, le decía atropelladamente que era un noble sevillano, y que su familia le daría una fortuna por su vida. Pero de lo que no se daba cuenta era de que su enemigo no entendía una sola palabra de lo que decía. Lo último de lo que tuvo percepción antes de que el hombre le abriese la cabeza en dos fue el siniestro brillo de los ojos de su matador a través de la estrechas rendijas de su yelmo negro.

 

Alvar, dando una patada al cuerpo sin vida del cobarde Muhammad, dio media vuelta y buscó otro enemigo pero sin perder de vista el cadáver de su víctima. Había echado el ojo al costoso equipo del muerto, por el que con seguridad sacaría una buena suma de maravedíes. 

 

 

 

Tras el breve pero violento encuentro, al-Saidi, viendo que si no daban media vuelta serían arrollados, dio orden de volver al castillo. A una señal suya, un askari hizo sonar un añafil. Aún no se había apagado el eco del combate cuando las pesadas puertas se cerraron tras de los extenuados defensores. Mientras los chirriantes goznes resonaban en la alta bóveda del largo corredor, aún pudieron oír los gritos de victoria de los castellanos. Con una mirada, el alcaide se dio cuenta en seguida de que había sido un verdadero desastre. Agotados por tantas semanas de lucha, sin apenas motivación y sorprendidos por un contingente de castellanos que parecían haber adivinado que iban a hacer una salida, las bajas que acababan de sufrir era mucho más de lo que humanamente podían ya soportar.

 

-¿Y el saltimbanqui del Banu Abbad?- preguntó al no verlo por ninguna parte, rogando porque hubiese muerto.

 

Algunos askaris movieron la cabeza, ignorando el paradero del parásito y más pendientes de ayudar a sus compañeros o de restañar sus heridas.

 

- Esa serpiente venenosa no nos molestará más, mi señor- contestó sonriendo el viejo nazir-. Vi como un rumí grande como una torre le abría la cabeza como un melón maduro. Naturalmente, no hice nada por evitarlo, y eso que lo tenía a mano para cortarle de cuajo el brazo con que blandía su hacha.

 

-Bien- suspiró aliviado al-Saidi-. Un problema menos. ¿Dónde está Ismail?

 

-¡Aquí, mi señor!- llamó un askari señalando un pequeño corro-. Está herido.

 

-¡Por las barbas del profeta!- bramó el alcaide corriendo hacia el grupo.

 

Todos se hicieron a un lado para dejar paso a al-Saidi. Ismail yacía en el suelo del lóbrego corredor del castillo con un profundo corte en su brazo izquierdo. No perdía mucha sangre, pero el alcaide había visto ya muchas heridas para saber de un vistazo que era grave. Tenía la mano vuelta del revés, lo que indicaba que además tenía el hueso roto. Afortunadamente no parecía tener dañada ninguna arteria.

 

-Hemos cumplido, ¿no?- gimió con un hilo de voz.

 

Estaba muy pálido, y cuando el alcaide le pidió que moviese los dedos de la mano, esta no respondía.

 

-Sí, hijo mío- respondió con un tono orgulloso-. Hemos cumplido con creces. Espero que desde la ciudad hayan visto lo que hemos hecho, porque ese hijo de la gran puta no podrá mañana mandar sus mentiras al alcázar.

 

-¿Crees que es grave?- preguntó con voz suplicante.

 

-Me temo que te han seccionado los tendones- contestó sabiendo que un soldado no quiere oír mentiras sobre esas cosas-, aparte de que es evidente que tienes el brazo roto.

 

Ismail se mordió el labio inferior con desesperación, y unas lágrimas corrieron por sus mejillas dejando surcos en su rostro. Sabía lo que quería decir aquello. Le quedaría el brazo inútil de por vida.

 

-Curadle eso como podáis- ordenó al-Saidi-. Llevadlo a su aposento y procurad aunque sea ponerle el hueso en su sitio, y restañadle la herida.

 

En silencio, cuatro askaris lo levantaron con cuidado y se lo llevaron entre el concierto de lamentos que salía del estrecho corredor. El alcaide llamó al viejo nazir para que hiciese un recuento de bajas y mandar cuidar dentro de sus escasos medios a los muchos heridos. A los pocos minutos, el viejo militar ya tenía un balance de bajas detallado.

 

-Fuera han quedado dieciocho hombres, incluida la serpiente- informó lacónicamente-. Aquí tenemos veinticuatro heridos graves, veinte de los cuales no creo que lleguen a la noche. Y el resto, todos llevamos algún rasguño encima, pero nada que no se cure con un poco de vinagre y un par de puntos.

 

Al-Saidi se quedó desolado.

 

-Cuarenta y dos hombres perdidos por culpa de ese sodomita de mierda. Cuarenta y dos hombres perdidos en menos tiempo que tarda el moecín en llamar a la oración. Juro a Alláh que si hubiese salido vivo de esta le saco los ojos y se los hago comer- murmuró tapándose la cara con las manos. Pero su debilidad duró pocos instantes-. Bien, hasta aquí hemos llegado. Di a los que aún puedan andar que en cuanto se repongan un poco los espero en el cuerpo de guardia. Mientras tanto, voy a ver como sigue el naqïb.

 

El viejo se cuadró muy tieso y dio media vuelta para cumplir la orden. Mientras en el castillo se intentaba volver penosamente a la normalidad, al-Saidi no sabía como consolar a Ismail, que se lamentaba intentando no romper a llorar mientras un askari que sabía algo de recomponer cuerpos destrozados intentaba ponerle el brazo derecho. Afortunadamente para él, acabó desmayándose y eso dio más libertad para curarle sin tener que oír sus desesperados lamentos.

 

Al cabo de pocos minutos, Ismail recobró el conocimiento. Ardía de fiebre, y tenía los labios cuarteados de sed. Como si de un crío se tratase, al-Saidi lo incorporó un poco para darle agua y esperó a que se recuperase un poco antes de hablar.

 

-Ya estoy mejor, Abu Said- murmuró el herido-. Te agradezco tu diligencia conmigo.

 

-Olvídalo, muchacho- respondió el alcaide haciendo un gesto con la mano-. Sé que tú harías lo mismo por cualquier compañero. Escucha, no quiero molestarte y debes descansar. A la noche, haré que un bote os evacue a ti y a otros cuatro heridos graves. En este castillo piojoso no tenemos medios para curaros, y si os dejo aquí no duraréis ni una semana. Ahora voy a reunirme con los mandos que han quedado ilesos, y quiero que sepas que daré tu voto por la rendición. Si acordamos algo, yo mismo os acompañaré en el bote para hablar con el valí y hacerle entrar en razón. Procura dormir, nos queda una noche muy larga aún por delante. He ordenado que te den un poco de hachís para atenuarte el dolor. Descansa.

 

Sin decir más, al-Saidi salió de la estancia a buen paso y durante más de una hora estuvo discutiendo con los demás jefes militares. Tras la desastrosa espolonada no fue muy difícil terminar de convencer a los que aún se resistían a reconocer la derrota, especialmente los que tenían algún grado de parentesco con Ibn Suayb o Saqqaf. Pero la escabechina de aquel día había sido un revulsivo demasiado fuerte para ellos, y finalmente todos cedieron.

 

Aquella noche, en cuanto la galera de turno pasó de largo ante el castillo deslizándose como un enorme monstruo marino, un pequeño bote con cinco heridos, dos remeros y el alcaide cruzó a toda prisa el ancho cauce. Medio atontado por el hachís, Ismail pudo oír como en sueños el rítmico pandero del cómitre perderse en la lejanía.