Capítulo XVII
Hussein llevaba toda su vida cuidando cabras y, a fuerza de convivir con esos animales, los consideraba ya como personas. Les hablaba como si de seres inteligentes se tratase, sufría cuando una de ellas tenía un parto complicado y hasta lloraba compungido cuando alguna se moría. Iba siempre acompañado de un par de perros de pastor listos como el hambre, a los que un simple silbido bastaba para que en todo momento supiesen como debían actuar. Los pastos buenos cada vez estaban más lejos de la alquería en la que trabajaba desde niño, y ya no bastaba con salir de sol a sol para que los animales se alimentasen. Tenía que estar incluso algunos días fuera de casa para que las cabras pudiesen comer hierba fresca y diesen una leche aceptable. Por eso, la evacuación de todos los habitantes de la alquería pasó completamente desapercibida para él, y a nadie, debido a lo inusitado del traslado y la alarma causada por la noticia del avance de una mesnada de castellanos, se le había ocurrido enviarle aviso. Cuando llegó de vuelta hacía ya un día que todos se habían largado presurosamente buscando el refugio de la fortaleza, y a él ni se le pasó por la cabeza cual podía haber sido el motivo de encontrar la alquería completamente vacía de personas y animales.
Durante un rato la recorrió dando voces llamando a todo el mundo ayudado impetuosamente por los frenéticos balidos de sus más de doscientas cabras que, con las ubres rebosantes de leche, clamaban por un pronto ordeñado. Y encima, durante su pastoreo le habían malparido dos de ellas y el cabrón del rebaño había tenido la desfachatez de largarse con viento fresco al paraíso de las cabras despeñándose airosamente por un profundo barranco. Completamente extrañado, encerró a los animales en su aprisco y decidió esperar al día siguiente a ver si alguien aparecía. Y si no, iría a la fortaleza a ver si había pasado algo raro.
Pero sus dudas se vieron rápidamente esclarecidas cuando vio aparecer en la alquería dos hombres a lomos de dos enormes caballos. Al principio no supo de quienes se trataba. Entornó los ojos para ver mejor y lo que vio le heló la sangre en las venas. Su visión, bastante aguda, se clavó en el león rojo que uno de ellos llevaba pintado en su escudo triangular. Sólo los castellanos llevaban esos escudos, sólo los castellanos llevaban pintados leones y sólo los castellanos montaban sobre unos caballos tan descomunales. En una fracción de segundo lo comprendió todo. Aquellos demonios invadían aquel territorio, los de la alquería se habían largado a la fortaleza a esconderse, y los hijos de mala puta de sus compañeros no se habían molestado en avisarle. Sin pensárselo dos veces, se levantó y salió corriendo como alma que lleva el diablo. Inmediatamente, los dos jinetes lo vieron y espolearon a sus corceles para darle caza. La persecución fue breve. Hussein, mirando atrás a cada momento, veía aterrorizado como la distancia entre él y los dos castellanos se hacía más corta a cada paso. Uno de ellos, soltando su lanza, desenvainó la espada. Una espada enorme, muy larga, que despedía siniestros destellos al sol del mediodía. Quiso hacer un último esfuerzo para escapar. A menos de cincuenta varas se abría un barranco por el que se deslizaría y evitaría que los caballos le pudiesen seguir. Pero cincuenta varas son muchas cuando se corre perseguido por dos jinetes a lomos de dos poderosos corceles. En pocos segundos, aquel castellano lo partiría en dos por un tajo de su espada. Volvió a mirar hacia atrás lleno de angustia, porque ya le empezaban a fallar las fuerzas y sabía que su suerte estaba echada. El castellano, haciendo molinetes se le echaba encima. El otro, dando un pequeño rodeo, intentaba interponerse entre él y el barranco. Aquel comedor de puerco había adivinado sus intenciones.
Al verse ya acosado, se paró en seco, jadeante. Dio media vuelta mientras desenvainaba un burdo cuchillo cachicuerno y se dispuso a hacer frente al castellano. Éste, sin detenerse, se abalanzó contra Hussein y, levantando su espada, le lanzó un golpe contra la cabeza. Pero no quería matarlo y lo golpeó con el plano de la hoja. Si su intención hubiese sido otra, le hubiese bastado con ensartarlo con su lanza como un capón en un espetón, o bien descabezarlo de un tajo. Hussein cayó fulminado sin conocimiento. El castellano se detuvo y, sin envainar la espada, se apeó del caballo y se acercó al pastor. El otro jinete se aproximó rápidamente.
Se acercó despacio al cuerpo caído y le pinchó en una pierna con la aguzadísima punta de su arma. No quería sorpresas desagradables, y aún recordaba como el año anterior, durante una aceifa, un compañero de mesnada, por ayudar a un árabe herido, se había visto de repente con la garganta atravesada. El moro no se movió. Quiso asegurarse mejor de que estaba fuera de combate y le soltó una patada en el cuerpo que lo hijo dar un pequeño salto en el aire. Satisfecho, se volvió hacia su compañero.
-Este marrano no nos dará problemas. Ayúdame a terciarlo sobre mi caballo.
El otro jinete se apeó de su montura, pero en ese momento los dos perros de Hussein, que habían ladrado desesperados al ver aparecer a los dos intrusos, consiguieron escaparse del chamizo donde el pastor los había encerrado y, echando espumarajos por la boca y dando aullidos desaforados, pretendían defender a su amo. Los dos caballos, asustados, empezaron a piafar. El castellano de la espada no vaciló ni se acobardó. Cubierto de hierro como estaba, poco podían hacerle aquellos chuchos. Uno de ellos pretendió morderle en una pierna, pero el hombre, muy rápidamente, le soltó una tremenda patada al pobre animal, el cual salió despedido por los aires dando chillidos. Volvió al ataque de nuevo para darse de narices con la espada del castellano, que de un certero golpe lo partió literalmente en dos. El otro animal no corrió mejor suerte porque el otro jinete solo tuvo que enfilarlo con su lanza y el pobre casi se puede decir que se clavó él sólo. Quedó en el suelo, dando pequeños gemidos. Murió enseguida.
-¡Demonios de bichos!- exclamó el primer hombre mientras limpiaba su espada en la ensortijada pelambrera del perro.
-Bueno, Sancho, no perdamos más el tiempo, rediez. Carguemos a este adorador del demonio y volvamos con la hueste. Seguro que el adalid da saltos de contento cuando vea el regalo que le llevamos.
Entre ambos cargaron a Hussein, terciado sobre las ancas de uno de los corceles, y rápidamente se pusieron en camino en busca de su gente.
Bermudo Laínez se despertó sobresaltado cuando Diego Pérez lo zarandeó con fuerza. Se sentó en el suelo con los ojos aún medio dormidos. Se había acomodado un rato bajo un árbol y se había quedado profundamente dormido.
- ¡Mi señor Bermudo, despierta!- le decía Diego-. Hemos capturado a un moro.
-¿Un moro? ¿Cuándo? ¿Quién?- balbució Bermudo restregándose los ojos.
- Una partida de las que se han salido de algara. Lo vieron en una alquería abandonada, pero me temo que ese perro no habla castellano. Uno de los caballeros, que estuvo en Tierra Santa, habla el árabe. Lo he mandado llamar para interrogar a ese hideputa.
Bermudo se puso en pie de un salto. La noticia lo había despertado por completo. Por fin podría obtener información sobre la maldita fortaleza. Ante él, sujeto por dos hombres, Hussein, que había recobrado el conocimiento tras haberle lanzado varios baldes de agua, los miraba con una mezcla de pánico y desprecio. Alvar Rodríguez le agarraba con su descomunal mano por la nuca, inmovilizándole la cabeza. Enseguida se presentó un caballero de tez muy morena y curtida.
Había ido a Tierra Santa como voto por un oscuro asunto de adulterio, aunque en realidad no fue a expiar su pecado, si no a dejar correr el tiempo mientras que al cornudo marido de su amante se le apagaba la sed de vengar la maltrecha honra de su impoluto linaje y ,de paso, intentar hacerse con algo de los suculentos botines que, decían, podían conseguirse a cuenta de aquellos seguidores del profeta. Al volver, harto de aguantar la insolencia de francos y germanos, totalmente convencido de que los botines no eran precisamente suculentos, y de que en la maldita tierra que Nuestro Señor Jesucristo se dignó pisar para encima ser apiolado por aquellos perros judíos sólo se obtenían fiebres y gangrenas, se puso al servicio de don Bastián por la ayuda que éste le prestó por otro igualmente oscuro asunto sobre un saqueo a una aldea en León. Ya que su fortuna no había crecido a costa de los infieles, decidió intentar aumentarla gracias a los creyentes. Pero estaba claro que su sino era seguir siendo un caballero pobre. Don Bastián, hombre sagaz como pocos, sabía captar para su mesnada a sujetos aguerridos y decididos a hacer fortuna por la fuerza de las armas. Por eso daba cobijo rápidamente a cuántos caballeros menesterosos llamaban a su puerta y más si tenían la cabeza pregonada.
- Mi nombre es Fortún Díaz, mi señor- se presentó mientras hacía una inclinación de cabeza- Conozco el árabe y algo de hebreo. Diego Pérez me ha dicho que precisas de mí. ¿Qué me mandas?
- Pregunta a ése si sabe algo de la fortaleza- ordenó el adalid señalando con la barbilla al aterrorizado árabe -. Pregúntale cuánta gente la defiende, y con qué provisiones cuentan.
Fortún Díaz se dirigió al moro en su algarabía, pero éste se limitó a escupir a los pies de Bermudo. El adalid le hizo un gesto a Alvar Rodríguez el cual, sin mediar palabra descargó su puño sobre los riñones de Hussein. El pastor se arqueó hacia atrás, dando un grito que Alvar sofocó al volver a apretarle la nuca con fuerza.
- Pregúntale de nuevo- insitió Bermudo.
Este reinició su galimatías, pero el moro no soltó una palabra. Impaciente, Bermudo Laínez llamó a su escudero.
-¡Iñigo! ¡Iñigo! ¡Trae los perros, rápido!
Enseguida, el muchacho se presentó casi arrastrado por los dos enormes mastines. A duras penas podía sujetar las gruesas traillas de cuero que, bien adobadas con grasa de cerdo, se estiraban a punto de partirse en dos. Los perros, al ver al moro, se convirtieron en dos fieras demoníacas. Hussein, blanco como un lienzo, se quedó mudo al ver a aquellos animales. Nunca los había visto tan grandes. Por un momento pensó que los castellanos lo usaban todo grande: Los caballos, las espadas...Hasta los perros eran enormes. Bermudo, con su habitual voz neutra, dio una escueta orden a Iñigo:
-Suéltalos.
Iñigo no se hizo repetir la orden. El alférez enpujó a Hussein y se hizo a un lado, porque cuando los mastines del adalid estaban furiosos, era mejor no estar cerca.
Como una tromba, aquellas fieras se lanzaron contra el desgraciado pastor. Hussein intentó escapar, pero los perros lo tiraron contra el suelo con su enorme peso y su fuerza bestial. Le soltaban dentelladas buscando el cuello del hombre. Uno le hizo presa en el brazo con el que intentaba protegerse la cabeza y el otro lo agarró por una pierna con tanta fuerza que empezó a arrastrarlo por el suelo. Hussein aullaba de pánico y de dolor. Bermudo, impasible, esperaba a que el tratamiento surtiese efecto. Chapurreando en castellano, Hussein imploraba piedad.
-¡¡Sayyidi!! ¡¡Sayyidi!! ¡¡Compasión!! ¡¡Yo hablo, yo hablo!!
Bermudo llamó a sus perros.
-¡¡Lobo, León!! ¡¡A mí!!- les gritó mientras chasqueaba los dedos.
Inmediatamente, los dos mastines, con las fauces llenas de sangre, soltaron al infeliz moro y se fueron con su amo, sentándose junto a él. Dando graves gruñidos indicaban que estaban dispuestos a volver a rematar la faena a la más mínima orden. Los pocos segundos que había durado el ataque habían bastado para dejar muy maltrecho a Hussein. El brazo lo tenía completamente desgarrado y la pierna derecha no presentaba mejor aspecto. Alvar, cogiéndolo por el cogote, lo levantó en vilo.
-Pregúntale ahora- le dijo Bermudo a Fortún Díaz.
Éste reinició el interrogatorio. Hussein, muy asustado, les dijo que no tenía nada que ver con la fortaleza, que era un simple pastor, y que se había encontrado la alquería vacía, lo que era indicio de que tenían conocimiento de la invasión, pero que sabía que la fortaleza estaba defendida por más de doscientos hombres y que tenían provisiones para varios años. Por último les aseguró que, si no se retiraban, sus cabezas acabarían clavadas en la muralla. Fortún tradujo todo con precisión y esperó.
- Este puerco miente- murmuó Bermudo- Miente, seguro. No me creo que tengan una guarnición tan numerosa. De poco nos ha servido atraparlo.
-¿Qué hacemos con esta sabandija, mi señor?- preguntó Alvar.
-Mátalo- contestó Bermudo Laínez dándose media vuelta y dirigiéndose a su caballo-. Dudo que este asqueroso haya puesto un pie allí en su vida. Ya no nos dirá nada más.
Sin hacerse repetir la orden, Alvar Rodríguez apoyó su daga en el cuello del aterrorizado moro, y dando un tirón de izquierda a derecha, lo degolló. Hussein cayó de rodillas mientras se llevaba las manos a la tremenda herida. En menos de un minuto se había desangrado. Mientras el moro terminaba de morirse, las dos bestias del adalid bebían ansiosamente del charco de sangre que poco a poco se iba formando.
Bermudo mandó llamar a Diego Pérez. El caudillo de peones se presentó ante él y vio al adalid repasando los atalajes de su montura, meditabundo.
-¿Qué me mandas, mi señor?- preguntó Diego.
-¿Cuánto le queda a las máquinas?
-En un par de días, o incluso mañana, estarán preparadas. Hemos tenido que cortar las colas de todos los caballos para tener algo con que hacer la torsión. Las neas se rompían por el calor.
-¡Que abrevien, vive Dios!- apremió Bermudo-. Quiero comenzar a hostigar cuanto antes a esos perros sarnosos.
-Se hará como mandas, mi señor- replicó Diego dando media vuelta.
Bermudo se quedó un instante pensativo y a continuación se le dibujó en su rostro, habitualmente tan serio, una sonrisa torva.
-¡Espera, Diego! Corta la cabeza del pastor y cuartea su cuerpo. Servirán para probar las manganas. Será nuestro primer envío a la fortaleza.
Éste, riendo la ocurrencia, hizo un gesto con la mano y se marchó a cumplir la orden. Los perros del adalid casi le habían hecho el trabajo, porque cuando llegó ante el cadáver del desdichado Hussein vio que, a base de mordiscos, le habían dejado el cuello casi cercenado.
Yusuf se estaba terminando de armar ayudado por el enorme Yahya. Ya se había acostumbrado un poco al peso de su equipo y le encantaba pasearse por toda la fortaleza con paso marcial y la barbilla tan levantada que, pensaban sus hombres, llegaría a la noche con un dolor de cuello tremendo. La gente de las alquerías se había acomodado lo mejor posible y se habían integrado sin problemas a la vida cotidiana de la fortaleza. Los hombres designados con el almocadén se habían presentado al alcabaz. Ibn Beka los mandó formar en el centro del patio de armas y fue interrogando uno a uno sobre sus cualidades.
-¿Tu nombre?- preguntó al primero de ellos, un berberisco de unos 30 años y buen aspecto.
-Mustafá, señor alcabaz,- contestó el hombre inclinando la cabeza.
-¿Has luchado alguna vez?
-Sí, señor alcabaz. De muchacho participé en un par de aceifas como hutaif con la gente del rey de Niebla al-Hamra.
-Bien, ponte a ese lado- le dijo señalando a su derecha. A continuación se dirigió al siguiente, un joven de unos veinte años.
-¿Tu nombre?
-Yaser, señor alcabaz.
-¿Has luchado alguna vez?
-Nunca, señor alcabaz, soy pastor. Pero soy muy diestro con la honda.
-¿Sí? ¡No me digas!- exclamó Alí con aire condescendiente-. Demuéstrame eso.
El joven Yaser metió la mano en su zurrón y sacó de él una honda hecha con tiras de cuero y una piedra redondeada del tamaño de una nuez. Metió el dedo índice en la lazada de uno de los extremos de la honda y agarró el otro con la mano. Puso cuidadosamente la piedra en el artilugio y empezó a voltearla despacio, buscando un blanco. Sus ojos se posaron en un grajo que, a más de veinte varas de distancia, picoteaba en el suelo del patio. Con un rápido movimiento, Yaser volteó dos veces más su honda y la piedra salió disparada hacia el pájaro. Le acertó de lleno ante las exclamaciones de los presentes.
-¡Bravo, muchacho¡- le felicitó un hombretón enorme mientras le palmoteaba fuertemente la espalda
-Muy bien, zagal. Nunca había visto tanta destreza- sonrió el alcabaz-. Ponte también en ese lado.
El muchacho, muy ufano, se unió a Mustafá. En esto, apareció el alcaide y se dirigió al joven pastor.
-Óyeme, zagal. Nunca había visto nada igual. Acertar a esa distancia a un simple pájaro es algo poco visto.
-Gracias, mi señor- contestó el muchacho doblándose como una bisagra ante el alcaide.
-Dime una cosa, ¿es difícil tirar bien con tu arma?
-Bueno, mi señor, yo llevo toda mi vida practicando, es necesario en mi oficio. Pero con voluntad, en pocos días se puede acertar a esa distancia a un hombre.
Yusuf se quedó pensativo unos instantes y, de repente, se le iluminó la mirada.
-¡Alcabaz!
-Aquí estoy, mi señor- contestó Alí adelantándose un paso.
-Escúchame. Dile ahora mismo al talabartero que venga.
El alcabaz mandó buscarlo dando sus habituales berridos.
-Ven, muchacho- dijo a Yaser-. Dime, ¿podrías adiestrar a estos hombres para que en una o dos semanas fuesen capaces de acertar a un peto a diez o quince varas de longitud?
-Sí, claro que sí, mi señor. Eso no es muy complicado- contestó el zagal sonriente.
El talabartero, un vejete tan reseco y curtido como los cueros que trabajaba, llegó haciendo inclinaciones al alcaide.
-Escucha, talabartero, tengo un encargo para ti. Haz inmediatamente treinta o treinta y cinco hondas como la de este muchacho. Las quiero ya, ¿entendido?.
El viejo, tomando la honda que le tendió Yaser, la examinó brevemente y, asintiendo con la cabeza, dio media vuelta y se metió en su taller.
-Alcabaz, escúchame atentamente. Quiero que estos hombres sean entrenados por el zagal. Que practiquen día y noche. Pueden sernos de más utilidad así que manejando torpemente una espada o una lanza.
-Pero mi señor- objetó en voz baja Alí-, el almocadén ha ordenado que sean distribuidos entre la guarnición.
Yusuf elevó la barbilla desafiante, lo que dejó perplejo a su interlocutor.
-¡Alcabaz, aquí mando yo! ¡Yo soy el alcaide de esta fortaleza! ¡Haz lo que te he ordenado!- vociferó mientras fulminaba al hombre con la mirada.
Alí, dando un paso atrás mientras inclinaba servilmente la cabeza, se sometió a su alcaide. En verdad, pensó, el cambio experimentado por este hombre es algo de magia. Yusuf se acercó a Yaser.
-Zagal, te nombro almocadén de los honderos. Prepara a estos hombres. Os quiero ver entrenando todo el día, y que en dos semanas acierten a un yelmo puesto a quince varas. ¿Podréis hacerlo?- concluyó mirando a los diecisiete hombres restantes.
-Sí, señor alcaide- contestaron todos a una.
-Perfecto. Todos tenemos que arrimar el hombro. Cuando lleguen los rumíes, se quedarán sorprendidos ante la lluvia de piedras y bodoques con que los recibiremos. Poneos manos a la obra.
Yusuf, muy feliz por su idea, siguió su enésima ronda por el castillo. Alí apareció a los pocos minutos tras el almocadén. Al lamebotas aquel le había faltado tiempo para informar a su superior directo, pensó el alcaide. Ismail, tan serio y estirado como siempre, saludó con una breve y brusca inclinación de cabeza.
-Mi señor alcaide, mi alcabaz me ha informado que has dado una serie de contraórdenes. ¿Puedo saber por qué?
-Almocadén, puedes saber el motivo. Pero te agradeceré que abandones ese tono de superioridad conmigo- contestó Yusuf-. Yo soy el que manda aquí, y la responsabilidad es mía.
-Pero tú delegaste en mí, mi señor- insistió el bereber.
-Y continúo haciéndolo. Pero eso no quita que si ordeno algo tenga que someterlo a tu aprobación, almocadén.
-¿Y puedo saber entonces el motivo de pretender usar esos dieciocho hombres que nos son muy valiosos para lanzar piedrecitas?- preguntó cada vez más airado.
-Escucha, Ismail- respondió el alcaide adoptando un tono conciliador-. Bajo ningún concepto pretendo saber más que tú sobre estas cuestiones, pero no soy tonto. No se si sabrás una cosa, y es que hace ya algo más de mil años, los romanos dominaron estas tierras, y esta gente tenía por norma utilizar a los guerreros del lugar para unirlos a sus ejércitos. Una vez leí que los pobladores de las islas que hay a levante del Andalus eran unos honderos magníficos. Los romanos los usaron en beneficio propio y les dieron muy buenos resultados, por lo que nosotros podemos hacer lo mismo. Es fácil enseñarlos en pocos días, pero no tenemos tiempo para que manejen una espada con soltura.
-Pero mi señor, ¿crees que una piedra o un bodoque podrá hacer algo contra los rumíes, que van cubiertos de hierro?
-Ismail, por lo que me has contado en nuestras charlas, van cubiertos de hierro los caballeros, pero los peones no. O por lo menos, en mucho menor grado.
-Sí, así es, alcaide- contestó impaciente el almocadén.
-Pues por eso mismo. Que la guarnición combata contra los caballeros y que los honderos tengan a raya a la tropa. Además, para hostigarlos nos es más favorable arrojar bodoques que podemos estar fabricando continuamente que virotes o flechas, de los que tenemos una cantidad limitada.
-Bien, como tú ordenes, mi señor alcaide. No quisiera que tuvieses que arrepentirte seriamente por la orden que has dado.
-No tendré que arrepentirme, Ismail. Ya verás como nos da resultado.
Diciendo esto, Yusuf, hambriento como nunca se fue a su cámara a desayunar. El cambio que había experimentado era absolutamente increíble. El verse cubierto de armas lo había convertido en un hombre audaz y los temores que había sentido desde su llegada a la fortaleza habían desaparecido. Era como si sus armas fuesen una capa invisible de valor. Ahora comía con apetito de lobo, dormía como un lirón y ya no le impresionaba tanto el almocadén. Dejó el yelmo sobre la mesa y dando sonoras palmadas llamó a su criado.
-¡Yahya, mi desayuno!- voceó mientras se despojaba del tahalí y se acomodaba en su jamuga.
El negro se presentó con los consabidos dátiles y la leche de todos los días. Yusuf miró la bandeja y le dio un manotazo, desparramando su contenido por la sala.
-¡Yahya, estoy de dátiles y de leche hasta el turbante, por Alláh! ¡Tráeme vino y carne, zoquete!
El enorme negro salió de la cámara completamente asombrado y, a los pocos minutos, volvió con un azumbre de vino y unos albondigones de la noche anterior.
-Esto está mejor, Yahya- gruñó complacido el alcaide-. A partir de ahora, me servirás este desayuno. Con tanto dátil se me estaba poniendo ya cara de palmera, demonios.
Yusuf atacó a su colación con ganas. Su mujer, tan asombrada como el resto de los habitantes de la fortaleza, lo miraba desde la puerta de la escalera sin decir ni pío. Ese no era su Yusuf. Ese hombre que devoraba desaforadamente las albóndigas no era su apacible y timorato marido. Alguien le había echado mal de ojo seguro, pensó.
Mientras el alcaide despachaba su desayuno como un chacal que ha encontrado el cadáver de un camello, Ismail, muy enojado, daba órdenes por todo el castillo. Su alcabaz, dando carreras de un lado a otro, procuraba no caer en las iras de su superior. Al cabo de un rato, más aplacado, el almocadén fue a sentarse un rato en la alberca. Alí se le acercó.
-Vaya con nuestro alcaide- terció el alcabaz-. Quizás sea mejor mandarlo de vuelta a Sevilla para sustituir al valí.
-¡Calla, necio! El alcaide tiene toda la razón al ordenar lo de los honderos. Lo que me enfada es que yo no he caído en la cuenta, demonios.
-¿Crees que es acertado entonces adiestrar a esos hombres para que lancen piedras?- preguntó perplejo Alí.
-¡Pues claro, idiota! La idea es genial. Necesitaríamos al menos tres o cuatro meses para poder adiestrarlos en el manejo de las armas, y no disponemos de ese tiempo, pero para lanzar una piedra con tino no hace falta tanto.
-Bueno, si tú lo dices, me quedo más tranquilo.
-Es curioso ese hombre- pensó en voz alta el almocadén-. Hay en él una fuerza que desconocía. Imaginaba que era un simple botarate pero ahora compruebo que no. Y además, piensa, lo cual no es corriente. Veo que me he equivocado de medio a medio. Quizás no sea un mal alcaide, después de todo.
-Tú sabrás, Ismail. Yo, ya lo sabes, te seré siempre completamente fiel.
-¡Alcabaz! ¡ Tu obligación es ser fiel a tus superiores, sean quienes sean! ¡Y no me digas más esas cosas, que ya sabes que detesto tanta zalema!.
Alí, un tanto mohíno por el rapapolvo, optó por no meterse más en los asuntos de los jefes y se largó a seguir con sus obligaciones. Este Ismail, pensó, es más raro que un camello sin joroba. Ansía más ostentar la alcaidía que gozar de mil huríes, pero su sentido del deber es asquerosamente drástico. Bueno, allá se las entienda con ese zoquete de alcaide. Alejando de su cabeza aquellos pensamientos se dedicó a sus asuntos.
Hacía poco rato que había amanecido, y la actividad iba comenzando poco a poco en el patio de armas. Los somnolientos guardias se retiraban a sus cobertizos a descansar un poco, mientras que los que habían dormido a pierna suelta se despabilaban entre bostezos que más bien parecían gruñidos de camellos. Las mujeres, un poco más animadas, charloteaban mientras que restregaban las caras de sus niños con el agua del abrevadero con el mismo ímpetu que se curte un pellejo. En medio del griterío y de las protestas de los críos, se oyó un golpe seco a lo lejos, y todos se quedaron en silencio mirándose unos a otros sin saber a qué se debía aquel extraño ruido. Una de las mujeres miró al cielo y vio que un objeto caía desde las alturas, pero sin saber que podría ser. El objeto se acercó rápidamente hasta que, con un ruido sordo, golpeó el bien apisonado suelo del patio y rodó hasta el brocal del pozo. Todos se acercaron a ver si aquello era maná caído del cielo o un granizo excepcionalmente gordo, pero cuando se dieron cuenta de que los vidriosos ojos de Hussein los miraba con cara de pasmo, un clamor de espanto salió al unísono de todas las gargantas.
Enseguida, y como suele ser habitual, las mujeres empezaron a dar los alaridos de costumbre y salieron corriendo a refugiarse en el cobertizo, mientras que los hombres miraban como hipnotizados la cabeza medio descompuesta del desdichado pastor.
Mariem, que aprovechaba las primeras horas de la mañana para dar un paseo y estirar las piernas, se acercó a ver lo que ocurría, e inmediatamente comenzó a vomitar tan violentamente que su esbelto cuerpo se doblaba por la mitad sacudido por tremendas arcadas. Yusuf, alarmado al ver a su hija, corrió junto a ella para quedarse de piedra y notar que las albóndigas de cordero de la colación recién terminada pugnaban por salir de su estómago, por lo que no dudó un instante en imitar a su hija.
Ismail, con su habitual serenidad, contempló la cabeza sin inmutarse. Con un gesto llamó al alcabaz y enseguida la cabeza fue metida en un saco y quitada de la vista de todos. Yusuf, jadeando del esfuerzo de la vomitona, se apoyó en el abrevadero y metió la cabeza dentro del agua para despejarse. Cuando la sacó, entre resoplidos se dirigió al almocadén.
-¡Ismail, en el nombre de Alláh!- exclamó anonadado-, ¿qué clases de hombres son capaces de hacer algo así?
El militar, imperturbable, se encogió de hombros.
-Los castellanos, mi señor alcaide. Y los aragoneses, y los francos, y nosotros, naturalmente.
No había terminado de quitarse la imagen de la cabeza rodando por el suelo cuando un nuevo golpe seco se oyó fuera del recinto. A los pocos instantes, un nuevo objeto volaba hacia ellos. Mirando hipnotizados como caía cerca de los recipientes del vinagre, no prestaron atención a las cacajadas e insultos que les venían desde fuera. Esta vez era un brazo, evidentemente del mismo cuerpo de donde provenía la cabeza, el que chocó contra el suelo. Mariem empezó a dar agudos gritos y, enseguida, las restantes mujeres no dudaron en hacerle coro, por lo que el griterio fue infernal en pocos momentos. Fuera del castillo, los castellanos se afanaban en cargar las manganas para seguir enviando los trozos que quedaban del pobre Hussein de vuelta con su familia, mientras se relamían de gusto al oír los gritos que salían del interior.
Uno tras otro, los pedazos del desdichado salieron volando ante la ira y la impotencia de Ismail, que no sabía que hacer para acallar el escándalo. Los askaris se daban prisa por recogerlos y meterlos en el saco en cuanto caían, pero el saber que formaban parte del mismo mensaje aumentaba notoriamente el histerismo.
Yusuf, que hacía rato se había despedido definitivamente de las albóndigas, acompañó a su hija al interior de la torre para encontrarse a su mujer Aixa gritando de tal forma que parecía que la bóveda iba a desplomarse de un momento a otro. Llamándo a los dos guardias encargados de su custodia, las envió a la planta superior a toda prisa. Cuando volvió a reunirse con Ismail, el almocadén estaba amoratado de cólera.
-Estos hijos de mala puta rumiyya saben lo que se hacen- bramó-. Antes siquiera de verles la jeta ya han sabido sembrar el pánico entre la gente.
-Pero, Ismail- preguntó asqueado Yusuf-, ¿cómo es posible que seres humanos hagan semejante infamia con un cadáver?
El almocadén miró un poco sorprendido al alcaide antes de responder.
-Mi señor, me temo que aún no has visto nada, de modo que quizá sería mejor para ti y tus nervios que te vayas haciendo a la idea de que esto que acabas de presenciar no es más que un mero anticipo de lo que se nos viene encima.
-Pero debemos responderles de alguna forma, por Alláh- exclamó Yusuf tragando saliva ante la ingrata perspectiva.
-¿Hacer algo? ¿Qué, mi señor?- preguntó iracundo Ismail.
-¡Qué se yo!¡Dispararles flechas, demostrarles que no nos han asustado!
-Están fuera de nuestro alcance, por lo que sólo las desperdiciaríamos. Y en cuanto a demostrarles que no nos hemos asustado, creo que con los alaridos que han estado escuchando han quedado muy convencidos de lo contrario, mi señor.
-¿Qué hacemos entonces, almocadén?- clamó ya desesperado Yusuf.
-Nada. Darle tierra a ese desgraciado en cuanto reunamos sus trozos si es que les queda alguno por enviarnos y esperar.
Yusuf, dominado por el miedo y la cólera al mismo tiempo, corrió hacia la escalera que llevaba al adarve. Se fue hacia la muralla ante la que las dos máquinas disparaban y, sin poderse contener, la emprendió a insultos hacia los castellanos los cuales se desternillaban literalmente de risa.
Una vez terminados los trozos de Hussein, la emprendieron con bolaños de piedra de más de cinco arrobas de peso. El primer disparo cayó un poco corto, porque era evidente que el pedrusco pesaba más que la cabeza del pastor, por lo que tras corregir el tiro lanzaron otro que hizo añicos un merlón cerca de donde el alcaide seguía dedicándoles todo su repertorio de insultos. Yusuf, palidenciendo repentinamente, optó por largarse a toda prisa del adarve.
Los castellanos aumentaron la rechifla al ver salir huyendo al hombre que desde la muralla los insultaba con tanto denuedo, por lo que el alférez, haciendo uso de su poderosa voz, se pitorreó de él.
-¡Eh, morito hideputa, vuelve!- berreó mientras las carcajadas arreciaban- ¡Aún tenemos reservada para ti la verga piojosa de tu compadre!
Aquello hizo que algunos castellanos se revolcasen por el suelo llorando de risa.
Bermudo, con su habitual impasibilidad, miraba hacia la muralla con una sonrisa malévola. Sabía que el efecto que les había causado el inusual bombardeo de trozos de persona les había afectado mucho, y más teniendo en cuenta que dentro no sólo había mujeres y niños, si no posiblemente la familia del infortunado pastor.
-¡Ya basta!- ordenó-. ¡Diego, ven aquí!
El aludido, que a pesar de no ser dado a chanzas iba secándose las lágrimas de los ojos, se presentó ante el adalid jadeando de risa mientras los servidores de las máquinas vertían sobre las crines baldes con agua para aflojar un poco la tensión y evitar que saltasen.
-Dime, mi señor.
-Ya les hemos saludado. Ahora parad y haced acopio de bolaños. Durante el día disparad con una cadencia que les recuerde que seguimos aquí. Pero de noche, quiero que un infierno se desate sobre ellos. Pon a calentar la brea que traemos y, en cuanto el sol se ponga, empezad hasta que raye el alba. Si conseguimos no dejarlos descansar ni un instante, eso minará en pocos días sus fuerzas, y si con un poco de suerte logramos acertar en algún cobretizo y lo incendiamos, mejor que mejor.
-Como tú mandes, mi señor- respondió disponiéndose a cumplir la orden.
Bermudo, sin mediar más palabra, dio media vuelta y, seguido de su escudero y sus dos perros, se marchó a su pabellón muy satisfecho del efecto conseguido. Si aquella gente se habían asustado por lo que acababan de recibir, ya se podían ir preparando para la función nocturna, pensó.
Yusuf se sentó jadeando en la escalera del adarve. Su primer contacto con el enemigo había sido para él una experiencia terrorífica, y negaba en silencio con la cabeza queriendo borrarlo todo de su mente como si fuese un mal sueño. Ismail, que a pesar de su cólera no había perdido su habitual presencia de ánimo, se le acercó.
-¿Te encuentras bien, mi señor?- preguntó solícito.
Yusuf levantó la mirada y afirmó en silencio.
-Ismail, por el santo profeta...
-Mi señor, me temo que el santo profeta debe estar muy ocupado en otro sitio, porque esto no es más que el anticipo.
-¿Y crees que seguirán lanzándonos piedras?
-Por supuesto que sí- afirmó categóricamente-. Esos hijos de perra van a limpiar de bolaños el terreno en una milla a la rendonda para machacarnos día y noche. Pero hay algo a lo que temo más que a las piedras.
-¿Y qué es eso?
-Al fuego griego o a la brea.
-¡Cierto!¡Tenemos que prepararnos para eso!
-Ya lo he hecho, mi señor. Por todo el recinto se han distribuido baldes con arena y agua, en especial en los almacenes. Si esos demonios han traido algo de eso y nos aciertan de pleno, las cosas se van a poner verdaderamente serias.
Yusuf asintió. Tras unos instantes para recuperarse un poco del temblor que le sacudía las piernas, se levantó y se marchó a su torre, dejando al almocadén poniendo orden en el patio de armas. En vista de que parecía que los castellanos se habían cansado de momento, ordenó que dos hombres abriesen una fosa en un rincón del recinto donde metieron el saco con el cuerpo de Hussein mientras los miembros de su atribulada familia no paraban de gemir y echarse tierra sobre la cabeza. La esposa del desgraciado pastor se había rasgado la ropa y se arañaba el pecho con tanta saña que lo tenía totalmente ensangrentado. Pero el paroxismo llegó cuando uno de los hombres tuvo que sacar la cabeza del saco para, según ordena el Corán, ponerla mirando en dirección a la Meca y sujetarla con una piedra para que no se moviese.
Tal como Bermudo había ordenado, en cuanto el sol se puso, dos vasijas de barro llenas de brea hirviente salieron disparadas hacia el interior de la fortaleza. Un trapo empapado en aceite ardiendo servía de rudimentaria mecha lo que hacía que, al hacerse añicos el envase, la brea se inflamase y saliese despedida en todas direcciones. No queriendo agotar su provisión de combustible durante la primera noche, el adalid ordenó lanzar las vasijas alternando con bolaños para tener tiempo de ver por el resplandor de las llamas si habían alcanzado algún objetivo importante. Afortunadamente para los defensores, las vasijas cayeron en mitad del patio o se estrallaron contra el interior de la muralla por lo que, aparte del susto cada vez que una de ellas se rompía y desparramaba su ardiente contenido, la cosa se saldó aquella primera noche con sólo algunas manchas negras sobre los lugares donde habían ardido.
La gente de las alquerías, con los ojos dilatados de pánico, no perdía de vista las bolas ardientes que les llovían desde el cielo, como una auténtica maldición divina, y tanto Yusuf como su atribulada familia no pudieron pegar ojo en toda la noche. Aixa tuvo tal ataque de histeria que hubo que calmarla dándole un poco de hashis que tenían en el rudimentario botiquín de la fortaleza, y afortunadamente le hizo el efecto necesario para que dejase de atronarlos con sus alaridos.
Al amanecer, el bombardeo cesó en intensidad, y sólo caía de vez en cuando un bolaño cuya trayectoria anticipaban los centinelas situados en las torres los cuales, dando un grito del aviso, prevenía a la gente que se movía por el patio.
Pero las cosas tampoco iban de rositas en el campamento castellano. Uno de los hombres de armas había sorprendido a dos almogávares a punto de degollar al encargado de vigilar el cofre hallado en el primer saqueo, e inmediatamente dio la voz de alarma. Bermudo, Diego y los demás acudieron inmediatamente al lugar donde, a duras penas, el hombre de armas intentaba retener a los ladrones. Eran el Tuerto y otro más.
El adalid, cuyos ojos despedían fuego helado, no lo dudó un solo instante.
-Alférez- ordenó una vez que los dos almogávares hubieron sido reducidos-, cuelga a estos dos hijos de puta en la rama más alta que encuentres.
Alvar no se hizo repetir la orden. Señaló a dos peones para que preparasen sendas horcas, y ,en menos de un Ave María, el Tuerto y su compinche se había ido a hacer compañía a Ferrán Ramírez, pataleando furiosamente mientras los orines les resbalaban por sus abarcas de piel de lobo.
A continuación, se encaró con Per Garcés.
-¿De quién ha sido la idea, almogávar?- preguntó con voz gélida.
Garcés, anonadado por la rapidez de la justicia del adalid, no sabía qué decir.
-Mi señor adalid, te juro que tanto yo como mi gente...
-¡Tú y tu gente sois unos hijos de perra salteadores de caminos, bujarrón!- interrumpió Bermudo-. ¡Tú me respondiste de su fidelidad, cabrón!
-Mi señor, te juro que no sabía nada de esto, y yo no...- intentó argumentar.
Pero Bermudo no lo dejó terminar. Un soberbio fustazo cruzó de lado a lado la cara de Garcés, dejándole una línea sangrante que le cruzaba en diagonal su curtido rostro. Humillado por ser golpeado, y más delante de la mesnada, el almogávar apretó las mandíbulas desafiante. Su gente, indignada por el trato dado a uno de ellos, hicieron un movimiento de defensa, pero la abrumadora presencia de castellanos los mantuvo a raya.
-Mi señor adalid, no tienes derecho a pegarme. ¡Yo soy inocente!- exclamó en un tono de ira contenida.
-Óyeme bien, hideputa aragonés- espetó el adalid-, yo tengo derecho a mandarte desollar vivo y a mearme después sobre tu asqueroso cadáver lleno de piojos. Me has fallado. Tú me respondiste de tu gente, y esos dos sodomitas de mierda han querido robar. Que te quede claro, Per Garcés, una sola indisciplina más, y te juro por mi honra que os empalo uno a uno. ¿Me has entendido, almogávar?
Garcés bajó los ojos mientras afirmaba en silencio con la cabeza. Aquella humillación había sido demasiado para él. Los almogávares, a pesar de su aspecto miserable, tenían un elevado concepto de su honor y de sí mismos, y ser fustigado por otro hombre era para ellos una humillación insoportable. Bermudo, dando por terminado el asunto, disolvió el corrillo.
-Señores, aquí hemos venido a tomar ese maldito castillo, de modo que vuelva cada uno a sus obligaciones. Enterrad a esos dos y guardaos de cometer más desmanes- concluyó dirigiéndose a los almogávares, los cuales, echando fuego por los ojos, darían algo por rebanarle el cuello al adalid.
Ismail, que junto a Ibn Beka lo había visto todo desde la muralla, no dejó de sorprenderse al ver los dos hombres colgando de una rama con el cuello muy estirado. El alcabaz sonrió satisfecho.
-Parece que los rumíes no se llevan bien entre ellos, ¿no?
Ismail negó dubitativamente con la cabeza.
-No te confundas, Alí. Tienen un jefe que no duda en ahorcar a dos de sus hombres en pleno asedio y en nuestras propias narices, y ya viste el regalo que nos mandó ayer. No creo por ello que sea precisamente un necio apocado y falto de bríos a quién han mandado contra nosotros, de modo que no te hagas ilusiones. Ese rumí nos va a dar muchos quebraderos de cabeza.
-¿Tú crees?
En ese momento, un bolaño se estrelló contra las almenas de una de las torres, destrozando parte del parapeto. Alí e Ismail se miraron sorprendidos. No imaginaban la prontitud con que los castellanos restablecerían el orden. El almocadén, muy serio, miró hacia las máquinas castellanas y vio como la volvían a cargar, mientras que la otra ya enviaba un nuevo bolaño contra ellos que cayó inofensivamente en el patio de armas. Tras eso, miró a su alcabaz.
-¿Necesitas de verdad que te conteste, Alí?
Alí Ibn Beka negó en silencio con la cabeza.