Capítulo XXIII
Bermudo se sentó jadeando bajo un frondoso olmo tras apearse de su corcel. Junto a él, el alférez y dos hombres de armas más despotricaban de lo lindo. Durante dos días seguidos habían tenido que soportar duras espolonadas por parte de la guarnición del castillo de al-Faray que, si bien habían conseguido rechazar, les habían ya causado algunas bajas, empezando por frey Gonzalo. El joven caballero, muy emocionado con su primer combate, se lanzó sin dudarlo contra varios gazules porque siempre había leído que un caballero honorable debía combatir al menos contra cinco enemigos. A pesar de las advertencias del adalid, el joven freire miró a Bermudo con aire insolente y pasó de los dichos a los hechos, metiéndose en tan desigual lucha que, en breves instantes, su cadáver quedó tumbado en el suelo completamente destrozado. Su impoluto manto blanco quedó enseguida teñido de rojo. Con todo, tuvo aún tiempo antes de morir de darse cuenta de que no debería haber prestado oídos a tanta majadería caballeresca, y sí a las sensatas advertencias del adalid.
Bermudo miró con aire despectivo al cadáver, escupió sobre él y ordenó que se lo llevaran de allí. Dos hombres de armas de la orden lo cogieron y lo depositaron con sumo respeto sobre unas parihuelas para llevarlo al real a fin de darle sepultura entre los suyos. Alvar, muy contento por la muerte de frey Gonzalo, casi organiza una trifulca porque, al cruzarse con el cadáver, hizo un comentario jocoso sobre los jóvenes caballeros que buscan la muerte cuando en realidad deberían buscar buenas hembras y, si no aparece el adalid en aquel momento, las espadas habrían salido a relucir. Una buena bronca de Bermudo aplacó al alférez, que optó por sentarse y mirar con aire apenado un enorme hematoma que cada vez le inflamaba más su antebrazo izquierdo.
-Mi señor adalid- dijo Alvar suspirando-, esto es una mierda. ¿Sabes si piensan enviarnos refuerzos? Porque a este paso, esos hijos de perra nos liquidan uno a uno.
Bermudo tardó unos segundos en responder. Sus ojos miraban al vacío, como siempre que meditaba algo.
-Parece ser que nos van a enviar trescientos caballeros más. Son la gente de Rodrigo Froiláz y Alfonso Téllez. También vendrá con ellos un tal Fernando Yánez. Por lo que me han dicho, son gente bragada. Son los que aniquilaron a la hueste enviada para hostigar desde tierra las naves del almirante cuando remontaban el río.
-Bueno- aceptó Alvar-, espero que por lo menos no sean unos mojigangas como los freires. Son bravos, pero con tanto rezo y tanta gaita me están poniendo ya nervioso.
La jornada la pasaron poniendo un poco de orden. Un falucho evacuó los cadáveres y los heridos, pero no fue hasta el cabo de unos días cuando llegaron los refuerzos. Antes de desembarcar tuvieron que establecer un perímetro defensivo para evitar que los moros, atentos a cualquier circunstancia que pusiese en una situación complicada a sus enemigos, saliesen en espolonada y les diesen para el pelo. Desembarcar trescientos caballos asustados y otros tantos caballeros un tanto inquietos también porque muchos de ellos no sabían nadar, no era cosa para tomarla a broma. Tras algunas horas de chapuzones, coces y berridos consiguieron ponerse en seco. Con ellos venía el maestre de la orden que, muy enojado por las bajas sufridas, creyó oportuno dar un somero escarmiento.
Pelayo Correa se reunió en breve conciliábulo con los tres ricos hombres recién llegados y con Bermudo, y les explicó lo que Fernando había decidido.
-Esto manda el rey- explicó sin preámbulos. Si algo bueno tenía el maestre es no se andaba con interminables preludios-. A unas dos leguas de aquí, río abajo, hay un poblado llamado Gelves que, por las noticias que nos han llegado, cuenta con una mesnada respetable. Mañana será atacado y devastado por nosotros y, a nuestra vuelta, haremos lo mismo en el arrabal de Triana. Así, estos hijos de perra tiñosa sabrán como nos las gastamos. ¿Alguna duda?
Todos negaron con la cabeza esbozando una sonrisa torva. Los tres ricos hombres que llegaron a aquella margen del río venían con ganas de jaleo. Se dispusieron a organizar su campamento y a recobrar fuerzas para la correría del día siguiente.
Yusuf se entrevistó con Ismail e Ibn Mahfuz en unos discretos baños. No quería que, desde aquel momento, su casa se convirtiese en objetivo de las pérfidas miradas de los chivatos de Ibn Suayb, por lo que les dijo a ambos que, a partir de aquel día, no apareciesen por allí para evitar que los relacionasen de forma clara con algún tipo de conspiración.
Ismail asintió muy a su pesar ya que aquello significaba que, mientras durase todo aquel embrollo, sus visitas a Mariem se verían suprimidas. Con todo, ya averiguaría la forma de, cuanto menos, hacer llegar a la hermosa muchacha encendidas cartas de amor donde, gracias al asesoramiento de un amigo muy ducho en lides amorosas, estaba aprendiendo a usar con cierta fluidez frases como “estrella que alumbra mis pensamientos” o “dulce carcelera de mi corazón”.
Tanto Ismail como Ibn Mahfuz dieron antes de nada una calurosa enhorabuena por la milagrosa aparición de su hijo, y sonrieron muy satisfechos cuando Yusuf les comunicó que podían contar con él.
-Bueno- dijo haciendo un gesto con las manos-, ¿tenéis ya algún plan trazado?
-Aún no- respondió el arif en voz baja y mirando en todas direcciones pos si acaso-. O por lo menos, nada definitivo. Aún estamos tanteando a algunas personas de relevancia, pero antes de una semana ya tendremos claro quienes están con nosotros y quienes no, y para entonces saldré de la ciudad y me entrevistaré con Walid Ibn Ganiar. Él, con toda seguridad, nos sabrá trazar un plan para acabar con ese hideputa de Saqqaf.
Yusuf asintió, dando a entender que lo había comprendido todo.
-Bien, tenedme al tanto. Y decidme, ¿cuáles son las últimas noticias?
-Bueno, nuestro amado valí parece dispuesto a cubrirse de gloria- respondió Ismail dándole un tono especialmente venenoso al término “amado”-. Ha llevado a cabo varias espolonadas, fracasando estrepitosamente en todas. Los rumíes lo han hecho correr hacia la muralla en todas las ocasiones. La última fue hace pocos días. Le avisaron de que el monarca de Castilla había cruzado el río para ayudar a la gente que tiene hostigando a Al-Faray y, pensando que sería una victoria fácil, salió con una buena mesnada hacia el campamento de los rumíes. Pero no le salió bien la cosa, porque volvieron con el rabo entre las patas y con la friolera de unos cincuenta gazules y quinientos askaris de menos.
Yusuf empalideció.
-¡Por Alláh!- exclamó espantado-. ¿Quinientos askaris y cincuenta jinetes perdidos en una simple espolonada? Pero si eso son bajas dignas de una batalla campal.
-Así es- asintió Ismail apesadumbrado-. Pero por un lado, ese cretino loco se cree que con redaños se soluciona todo y, por otro, que los rumíes que tenemos ante nuestras murallas son labriegos de frontera, que son con los que él estaba acostumbrado a lidiar en sus razzias. Pero no, estos no son campesinos que se mean encima en cuanto ven aparecer una azaría con cuatro gatos, si no gente profesional de la guerra. Gente habituada a vivir de lo que ganan luchando.
-Cierto- corroboró el arif Ibn Mahfuz, uniendo su experiencia y saber militar al de Ismail-. Es la gran diferencia entre ellos y nosotros. Esa gente llevan ya siglos de lucha por recuperar lo que creen les pertenece, y por sus venas corre la sangre la feroz los bárbaros del septentrión. Nosotros, en cambio, nos hemos hecho a una vida acomodaticia y relajada. Hemos buscado la paz sin prevenirnos para la guerra, y creo que ha quedado claro que lo uno va unido a lo otro.
-¿Cuál es entonces la situación actual?- preguntó muy preocupado Yusuf.
-Básicamente la misma de hace días- respondió Ismail-. Ellos aún no han completado su hueste, ya que les siguen llegando mesnadas concejiles. Hemos tenido muchas más bajas que ellos, pero también somos más. En fin, cuanto antes acabemos con la tiranía de Saqqaf, antes podremos vernos libres de la penuria que se avecina.
-Cierto, cierto- corroboró Yusuf-. Los precios suben como la espuma, se empieza a notar escasez en artículos de primera necesidad, y ese mal nacido no hace nada para evitar que los especuladores aprovechen la situación y se enriquezcan aún más.
-Por eso mismo hay que actuar pronto, amigo mío- afirmó Ibn Mahfuz que, de repente, se quedó callado. Entornó los ojos y miró fijamente en dirección a un rincón-. Vaya, vaya... ¿Quién creéis que nos vigila?
Sus dos acompañantes se quedaron muy callados, sin atreverse a moverse siquiera.
-¿Quién?- musitó Yusuf.
-Mi querido amigo Mustafá, uno de los más asquerosos chivatos del alcázar. He sabido que fue el que franqueó el acceso al jardín a los asesinos de al-Yadd, y parece ser que ahora somos objeto de su atención.
En efecto, Mustafá olisqueaba el ambiente con su repelente cara de comadreja. Desde hacía días había conseguido vigilar al arif sin levantar las sospechas de éste, pero su imprudencia al seguirlo hasta el interior de los baños lo había descubierto. Un tanto perplejo al darse cuenta de que había sido reconocido, miró para otro lado haciéndose el tonto.
Ismail apretó las mandíbulas mirando de reojo al chivato.
-Hay que liquidarlo.
-Por supuesto, pero no sin antes sacarle lo que sabe- musitó el arif con una sonrisa malévola.
Hacía tiempo que esperaba tener ocasión de ajustarle las cuentas a aquel soplón.
-¿Y cómo lo hacemos?- preguntó Yusuf un poco acobardado. La perspectiva que su nombre figurase ya en la lista negra de Ibn Suayb le ponía el vello de punta.
-No aparentéis darle importancia a la presencia de esa rata- dijo el arif simulando disfrutar del agradable baño de vapor-. Cuando salgamos, seguro que nos seguirá. Los llevaremos hasta un lugar apartado y allí nos dirá lo que sabe.
Tras terminar su baño como si tal cosa, los tres hombres se vistieron y salieron con aire despreocupado. Haciendo un gesto con la mirada, indicó a sus compañeros que le siguiesen dando un apacible paseo en dirección a la puerta Hamida, cerca de la cual había un viejo cementerio escasamente frecuentado hasta cuando había un entierro, cosa rara en aquellos lugares que solían ser muy frecuentados por gente de todo tipo, desde contadores de cuentos a adivinos pasando por vendedores ambulantes e incluso por galanes en busca de mujeres a las que seducir.
Con todos sus sentidos alerta, Ismail sentía sobre su nuca los repelentes ojos del chivato. Hizo ademán de despedirse de sus amigos y se ocultó entre unos fardos que había ante la casa de un mercader para dejarse rebasar por Mustafá y ponerse a su espalda, a fin de vigilar sus movimientos. El chivato, en mitad del bullicio, no supo ver la hábil maniobra del almocadén, y pensó que simplemente había tomado por otra calle, por lo que decidió seguir al arif, que era en realidad su principal objetivo.
Ismail, sin perderlos de vista ni un instante, los siguió hasta el cementerio. Ibn Mahfuz y Yusuf simularon ponerse a orar ante una tumba, por lo que Mustafá, viendo que ante la nula concurrencia sería enseguida descubierto, optó por batirse en retirada. Pero no se había dado aún media vuelta cuando se topó con el almocadén que, con ademanes de tigre que acecha a su presa, se había acercado por su espalda sin hacer ni un ruido.
Mustafá dio un grito de espanto al ver clavadas en sus pupilas la mirada de águila del almocadén. Instintivamente echó mano a la gumía que llevaba en su faja, pero una mano de hierro le atenazó la muñeca para, a continuación, sentir como un rodillazo en los testículos lo dejaba fuera de combate. Hecho un ovillo en el suelo y resollando de dolor, vio como los otros dos hombres se acercaban a él con cara de pocos amigos.
Sin decir una palabra, lo cogieron por los brazos y lo llevaron a rastras hasta un declive del terreno que, oculto por varias lápidas, los dejaban fuera de la vista de cualquiera que merodease por allí. Sin mediar palabra, Ismail le propinó un puñetazo en el estómago que le hizo olvidar el dolor que sentía en sus partes, y tras eso, con un gesto brusco, el almocadén le abrió el albornoz y le quitó la gumía. Quiso revolverse, pero el arif y Yusuf lo sujetaban con firmeza. Un nuevo puñetazo de Ismail en pleno rostro terminó de persuadirle para que se estuviese quieto.
-Bien, mi querido Mustafá- le dijo Ibn Mahfuz sonriendo de una forma que al chivato le pareció muy preocupante-. Volvemos a vernos, hijo de perra tiñosa.
Mustafá, escupiendo sangre y algunos trozos de dientes, intentó hacerse el nuevo.
-Pero, ¿a qué viene esto, señor arif?- exclamó haciéndose el ofendido-. ¿Es que no puede uno venir a orar por el descanso de su pobre madre?
-Cuéntale eso a otro, hideputa- le espetó Ibn Mahfuz mientras le soltaba un bofetón, furioso por el cinismo del hombre-. Sé que nunca has tenido familia aquí, que la guarra a la que jodía tu padre te abortó en Málaga, y que allí la diñó. Me he informado sobre ti, gusano asqueroso.
-¿Qué quieres?- interrogó Yusuf poniendo voz de patibulario. Nunca se había visto en una situación semejante, pero quería quedar a la altura de sus decididos compañeros-. ¿Por qué nos sigues?
Mustafá guardó silencio, intentando buscar una respuesta que conformase a sus captores. Pero no pudo pensar mucho porque Ismail, sacando su gumía, le hizo un tajo en la cara. El chivato, dando un grito de dolor, se revolvió de nuevo.
-¡Hazlo callar, Ismail!- suplicó Yusuf, preocupado porque las voces de Mustafá llegasen a oídos de los guardias que controlaban la cercana puerta.
Ismail no tuvo problemas para silenciar al chivato. Le apoyó la gumía en el cuello y apretó hasta que un fino hilo de sangre empezó a resbalar hacia el pecho del cada vez más asustado Mustafá.
-O empiezas a soltar la lengua ahora mismo- le dijo muy cerca de su cara el almocadén-, o por el profeta que te saco las tiras de pellejo.
Mustafá, aterrorizado, negó con la cabeza. Si Ibn Suayb se enteraba, y con seguridad se enteraría, de que había sido descubierto, los expertos torturadores del alcázar lo convertirían en una masa de carne doliente, por lo que prefería arrostrar el castigo que aquellos hombres le infringiesen.
Ismail, sin dudarlo ni un instante, le clavó la punta de su afilada gumía en un ojo, reventándoselo. Antes de que pudiese gritar, el arif le tapó la boca con la mano. El desdichado chivato lloraba de angustia por el ojo que aún le quedaba ante la mirada de asco de Yusuf, que no conseguía acostumbrarse a aquellas brutalidades.
-Te queda un solo ojo, Mustafa- le dijo el almocadén con voz helada mientras lo agarraba por el cuello-, por lo que debes decidir pronto. Pero por si no lo haces, te recuerdo que también te quedan dos pelotas y una verga que cortaré sin dudar en caso de que no nos digas lo que queremos saber. ¿Hablas o te dejo ciego de una vez?
El arif apartó la mano de la boca del chivato al asentir éste con decisión con la cabeza.
-Somos todo oídos, querido Mustafá- se chanceó Ibn Mahfuz.
-Sólo te sigo a ti, señor arif- confesó entre gimoteos-. En el alcázar saben desde hace tiempo de tu fidelidad a al-Yadd y dudan de que seas igualmente leal a Saqqaf. Por eso Ibn Suayb me encargó que te siguiese.
-¿Y qué sabes de estos dos?- interrogó señalando con la mirada a sus compañeros.
-Nada.
-¿Nada?- insistió Ismail pinchándolo en la barriga-. ¿Estás seguro?
-¡Te lo juro por mi santa madre!- exclamó-. De ti sólo sé que eres un naqïb recién llegado al alcázar, y a tu amigo no lo he visto en mi vida.
-Perro, llamar santa a semejante arpía es insultar a Alláh- bramó Ibn Mahfuz con tono amenazador -. ¿Qué sabes de la conspiración?
-¿Qué conspiración?- se sorprendió Mustafá. Un nuevo pinchazo de la gumía del almocadén le recordó que su ojo sano estaba aún pendiente de un hilo-. Bueno, sé que en Sevilla todos conspiran a todas horas, pero no sé a qué complot te refieres.
-Al que intenta enviar a Saqqaf al infierno junto a la zorra de tu madre, bujarrón- le espetó el arif.
Por la expresión de sorpresa que mostró el chivato, se dieron cuenta de que, en efecto, de eso aún no se sabía nada en el alcázar
-Te juro por el ojo que me queda que de eso no sé nada!- exclamó con vehemencia Mustafá.
-Bien, me has convencido- aceptó Ibn Mahfuz viendo como el rostro de Mustafá se relajaba un poco.
Aliviados, decidieron dar por terminado el interrogatorio.
-¿Me dejaréis marchar?- imploró.
-Aún me queda un detalle que resolver contigo, perro- gruñó el arif sacando su gumía y poniéndola bajo la nariz del hombre-. Debes pagar por tu traición a al-Yadd.
Mustafá puso cara de espanto. Sabía que había llegado su hora, por lo que optó por rogar y pedir piedad. Pero el arif no estaba dispuesto a dejar con vida al chivato porque sabía que, si lo dejaba marchar, antes de media hora toda la guarnición del alcázar con Ibn Suayb al frente pondrían Sevilla patas arriba hasta dar con ellos.
-Acabemos de una vez- pidió Yusuf con el estómago revuelto por tanta violencia.
Sin demorar más la cosa, Ibn Mahfuz hundió lentamente la gumía en el bajo vientre de Mustafá, que se revolvía lleno de pánico firmemente sujeto, mientras con la mano libre le tapaba la boca. Mirándole fijamente a los ojos para no perderse ni un instante de su agonía, el arif tiró aún más lentamente hacia arriba hasta topar con el esternón, y dejar al chivato abierto en canal como una res en el matadero. Las tripas del desgraciado cayeron al suelo con un ruido gorgoteante y, a consecuencia de la tremenda herida, murió en seguida sin tiempo más que para patalear un instante en el suelo. Ibn Mahfuz no apartó su mirada de él hasta comprobar que la pupila de su único ojo se dilataba, y a continuación quedaba opaca.
-Larguémonos de aquí- dijo sin inmutarse mientras limpiaba la hoja del puñal en la ropa de Mustafá.
-¿Y el cadáver?- preguntó Ismail-. Pueden relacionar su muerte contigo.
-Es verdad- respondió Ibn Mahfuz chasqueando la lengua-. Córtale la cabeza a ese hideputa y métela en cualquier hoyo. Así no podrán identificarlo.
Sin dudarlo, el almocadén le cercenó el cuello y envolvió la cabeza con el turbante del muerto. La tiró a una vieja fosa medio abierta y la tapó con unas piedras mientras el arif registraba el cuerpo del chivato. De su faja sacó una bolsa con casi treinta dinares, que era lo que le quedaba de los cien con que Saqqaf pagó su traición. Ibn Mahfuz se los guardó riendo mientras decía que se los gastaría en casa de una conocida daifa, muy celebrada tanto por su hermosura como por sus elevados honorarios.
Mientras tanto, Yusuf vomitaba apoyado en una lápida. No conseguiría nunca habituarse a tanta casquería.
Bermudo cayó rendido en su catre, completamente exhausto. La jornada había dado comienzo muy temprano, con los rezos de laudes de los freires, antes de avanzar sobre Gelves. Tras el breve oficio, toda la mesnada salió del campamento cabalgando mientras el naciente día iba iluminando poco a poco los fértiles campos de la ribera del Betis. En poco más de una hora avistaron el pueblo, que se desperezaba aún sintiendo como los rayos del sol veraniego comenzaban a hacer resplandecer las blancas paredes de sus casas.
Tras formar en orden de batalla, el maestre dio orden de lanzarse al ataque dando grandes voces seguido por su gente. La población, bien defendida por una nutrida tropa que hostigaba las naves de Bonifaz cada vez que pasaban por allí, intentó hacer frente a la avalancha de castellanos que, de forma sorpresiva, caían sobre ellos como un alud de acero.
El encuentro fue violento, pero la superioridad de la mesnada del maestre dio en poco rato buena cuenta de los defensores, matando o apresando a buen número de ellos. Luego, durante todo el día, se saqueó a conciencia toda la villa, haciendo acopio de un buen botín. Tras la razzia, la mesnada tornó a su campamento a los pies de la fortaleza de al-Faray.
Había habido algunos problemas entre los hombres de armas seglares y los freires cuando, tras comenzar el saqueo, varios de aquellos, encabezados por el alférez, se lanzaron como garañones en celo contra las aterrorizadas mujeres que, agrupadas como ovejas, aguardaban gimiendo por su triste destino. Alvar se encaró con un freire ya bastante maduro que le afeó su conducta y lo llamó “hideputa fornicador”, y si no lo sujetan entre varios de sus compañeros, habría aplastado la cabeza del monje guerrero sin dudarlo. El hombre, sin alterarse lo más mínimo, le plantó cara y lo desafió, y tuvo que mediar Bermudo para disculparse ante el freire y aplacar la furia del alférez.
El adalid no alcanzaba a comprender aquella incansable lujuria que dominaba a muchos de sus hombres. Él llevaba ya varios meses sin tener contacto con ninguna mujer y, aunque a veces le acometía una tremenda desazón, gracias a su férrea fuerza de voluntad conseguía dominar ciertos impulsos. Sólo en una ocasión estuvo a punto de ceder, y fue cuando tuvo ante sí a la hermosa hija del alcaide. Muy poco faltó para ordenar llevarla a un aposento de la torre y violarla sin descanso, pero su rígido sentido del deber se impuso y olvidó a la muchacha en pocos minutos.
Pensaba que las mujeres sólo podían ocasionar problemas a los hombres, y más estando como estaban en plena guerra. Tenía asumido que el trato carnal sólo provocaba pendencias entre compañeros, desgaste de energías y riesgo de contraer enfermedades.
Su pensamiento, enfrascado con estas cuestiones, voló hacia su mujer. Pocas veces, desde que partió del castillo de don Bastián hacia al-Muqäna, la había recordado. ¿Qué será de ella?, se preguntaba. Cuando se reunió con la hueste de su señor una vez cobrados los rescates, y tras dejar una pequeña guarnición en la fortaleza al mando de Juan Valiente, se limitó a preguntar por ella. Don Bastián lo miró un tanto perplejo, ya que esperaba quizá más interés por parte de su adalid o, incluso, que le pidiese permiso para ir a verla unos días. Pero no. Bermudo Laínez sólo se limitó a preguntar por ella y él a informarle de que se encontraba en perfecto estado de salud tanto de cuerpo como de alma, aunque un poco melancólica por su ausencia.
A veces, hasta el mismo Bermudo se sorprendía del poco apego que le tenía a las personas. Para él, todos los que le rodeaban eran meros instrumentos para alcanzar su meta en la vida, que era ascender socialmente. Sabía que don Bastián había hablado muy bien de él al rey, pero suponía que hasta que no concluyese el asedio a Sevilla no habría reparto de honores y prebendas. Por lo tanto, sólo restaba esperar pacientemente y seguir luchando, poniendo especial cuidado en no caer muerto.
Mentalmente iba repasando a las personas con las que a lo largo de su vida había tratado, y no encontraba una sola a la que hubiese tenido verdadero afecto. Respetó a su padre y le agradeció lo que hizo por él, pero nunca le tuvo verdadero cariño. De su madre, ni se acordaba. A don Bastián le profesaba respeto y cierta admiración y, naturalmente, el agradecimiento por haberle protegido siempre, pero nada más. A Diego Pérez lo tenía en muy buen concepto, y sintió enormemente su muerte, pero no como la de un amigo, si no como la de un estrecho colaborador. Al alférez, que a veces era como un crío pequeño, lo trataba con condescendencia o rigor según la ocasión. Finalmente concluyó en que era a su escudero Iñigo a quién quizá profesaba algo que posiblemente podría ser considerado como cariño, ya que el muchacho representaba para él el hijo que no tenía.
Finalmente volvió a pensar en su mujer, a la que en realidad no quería, porque su matrimonio fue un mero acto de conveniencia y, además, no pudo negarse para no desairar a don Bastián, que buen trabajo se tomó por buscarle esposa. Pero ni la quiso cuando la conoció, ni la quería ahora, después de tanto tiempo. Sólo su espléndida hermosura le atraía de vez en cuando y a veces se dejaba dominar por una oscura pasión, pero, una vez aplacados sus ardores, no era para él más importante que la cocinera de don Bastián. Pensó que quizá ella tampoco se había hecho querer. Su mirada ocultaba algo que nunca supo desvelar, y a veces captaba en ella cierto desdén. Nunca le faltó el respeto, pero veía que ella tampoco le profesaba el cariño lógico entre marido y mujer. Con el paso del tiempo se habituaron el uno al otro y su relación casi se podía decir que se limitaba simplemente a aliviarse mutuamente la necesidad de sexo.
Se giró en su catre buscando un sueño que, a pesar de su agotamiento no venía para aliviarle de aquellos pensamientos, y se sobresaltó un poco cuando alguien entró en su pabellón sin anunciarse. Era Estúñiga que, con un poco te temor por despertar al adalid, asomaba la cabeza por la entrada del mismo
-Perdona que te moleste en tu descanso, mi señor, pero me dan aviso de que mañana volvemos al real.
-¿Y eso?- preguntó Bermudo volviéndose.
-Don Bastián dice que, con los refuerzos que han llegado, hay aquí gente de sobra y ha pedido al rey que sus caballeros se unan al resto de su mesnada.
-¿Y para qué nos quiere allí? Hasta ahora, lo único que han hecho es aguantar las espolonadas de los moros.
-La hueste está ya completa, y el rey levanta el campo para aproximarse más a la ciudad. En breve, el cerco estará cerrado.
Era ya noche cerrada cuando Walid, escoltado por cinco de los gigantescos guardias del emir, salió del campamento y se dirigió con paso cansino hacia la Buhaira. Aquella misma tarde le había llegado una nota de Ibn Mahfuz citándolo en aquel lugar, en el que suponía no habría peligro porque la mesnada del infante don Alfonso la habían estragado hacía dos días escasos y no quedaba allí nada que saquear ni destruir.
El infante don Enrique, que ya parecía haber salido de su estado de congoja tras sus primeras lides, junto a Lorenzo Suárez y los maestres de Calatrava y del Hospital, juntaron a su gente y se lanzaron hacía dos noches contra el arrabal de Benahofar, dejando aquello completamente arrasado. La acción iba encaminada a despejar la zona, ya que el lugar había sido elegido por don Alfonso como asiento de su mesnada. Así podían controlar los castellanos el paso en dirección hacia levante y, especialmente, el suministro de agua que obtenía la ciudad del viejo acueducto romano reconstruido por el emir Abu Yaqub que llevaba el precioso líquido a Sevilla.
Walid tenía por delante un largo paseo de unas dos millas, por lo que no forzó el paso para no agotarse. A pesar del evidente riesgo, prefirió no llevar caballos para no hacer el más mínimo ruido. Las patrullas castellanas que merodeaban por la zona había sido advertidas para que no molestasen a unos árabes que iban a andar por allí aquella noche.
Tras una hora de camino avistó en la clara oscuridad de la noche estival las ruinas del arrabal. El paseo le resultó francamente grato por haberse levantado una suave brisa de poniente que alivió el infernal calor pasado durante el día. Apretó el paso y, en pocos minutos, llegó al palacio de la Buhaira, en el arrabal de Benahofar. Junto a las ruinas de una casa esperaban dos siluetas que, envueltas en finas capas de lino, casi se fundían con el entorno. Hizo una señal a su escolta para que aguardasen lejos de donde iba a tener lugar la entrevista y se reunió con las dos siluetas. El arif que mandaba la escolta hizo un gesto a su gente para que se pusiesen cada uno en un lado, protegiendo la reunión. Al-Ahmar le había ordenado expresamente que cuidase de Walid como si fuese su misma persona se tratase.
Se acercó con recelo a los las dos siluetas con la mano cerrada sobre la empuñadura de la espada que llevaba al cinto y sintiendo el peso de la cota de malla que vestía que, antes de molestarle, le proporcionaba una grata sensación de seguridad. Las dos siluetas, como movidas por un resorte, se pusieron en movimiento y se dirigieron hacia él. Walid se detuvo y esperó, atento a cualquier acción sospechosa por parte de las siluetas. Pero sus temores se vieron desvanecidos en cuanto oyó la voz del arif Ibn Mahfuz que, en voz baja, lo llamaba por su nombre.
-¿Excelencia? ¿Eres Walid Ibn Ganiar?- preguntó deteniéndose un instante a una distancia prudencial.
-Buena noche te deseo, Muhammad Ibn Mahfuz- respondió Walid como un centinela que contesta la contraseña.
Tranquilizados ambos, se acercaron rápidamente y se saludaron con efusión.
-¿Quién te acompaña, Muhammad?- preguntó Walid señalando a la otra silueta, que aún no había abierto la boca.
-Perdona el desliz, excelencia- se excusó sonriendo-, pero estoy un poco nervioso. Llevamos aquí más de una hora esperando y por dos veces han pasado cerca rumíes merodeando.
-Ya lo sé, amigo mío. No te preocupes, están sobre aviso y, en realidad, nos protegen.
-Bien, este hombre que me acompaña es Yusuf Ibn Sawwar al-Nasir. Fue el alcaide de la fortaleza de al-Muqäna hasta que ésta cayó en manos de los rumíes, y es leal a nuestra causa. Es persona influyente en la ciudad y ha convencido al zalmedina Ibrahim de que debe poner al resto de los prohombres de Sevilla a favor nuestro.
Walid frunció el ceño intentando hacer memoria.
-¡Ah, sí!- exclamó recordando-. Tú eres un rico comerciante de sedas, si no me equivoco, pariente de Ibn Jiyyar, ¿no?
-Mi mujer es pariente de Abu Bakr Ibn Sarih, excelencia- corrigió un poco secamente Yusuf. Ver relacionada su persona con los arráeces fieles a Saqqaf no le entusiasmaba.
-Sí, ya te recuerdo. Sé que luchasteis hasta veros desbordados.
-Bueno, el mérito no fue mío, excelencia- respondió honradamente-, si no del almocadén Ismail Ibn Mustafá, que fue el verdadero héroe de la jornada. Yo sólo soy un mercader de sedas que pintaba allí lo mismo que un alfaquí en un harem.
-No importa, Yusuf- dijo Walid poniéndole una mano sobre el hombro-. Saliste de allí con honor, que es lo importante.
-Sí, con honor y esquilmado como un borrego, porque aquel hideputa rumí que mandaba la mesnada me sacó hasta la cera de los oídos en rescates. Jamás he visto un hombre tan cruel y desalmado como ese Bermudo Laínez, que Alláh confunda. Y tras ver lo que vi allí, excelencia, te aseguro que mi concepto del honor a cambiado como cambia la luna. Porque de verlo como el sentimiento que debe regir en todos nuestros actos, ahora lo veo como una cosa vana y un tanto absurda que sólo es excusa para que la gente se mate con más denuedo.
-¿Bermudo Laínez has dicho?- se sorprendió Walid-. ¿Un rumí con unos ojos claros que cuando te mira no sabes si te va a abrazar o a coserte a puñaladas?
-¡Ese mismo!¡No me digas que lo conoces!
-Y tanto que lo conozco, Yusuf. Lo tienes a menos de tres millas de aquí.
Yusuf se puso pálido como un muerto al pensar que el causante de sus desdichas andaba cerca, y que quizá tendría la desgracia de volver a toparse con él.
-¿Está con la hueste de Fernando?- preguntó con voz entrecortada.
-Me temo que sí, pero no te preocupes, hombre. Tú ya estás desde este momento bajo la protección del emir de Garnatath. No te causará más daño.
-Excelencia- interrumpió el arif mirando hacia levante para ver si ya clareaba-, no quiero ser descortés, pero el tiempo apremia.
-Tienes razón, Muhammad- admitió Yusuf-. Perdonadme ambos.
-No te preocupes, amigo mío. Imagino tu angustia al saberle cerca de ti- le consoló Walid-. Bien, a lo que nos ocupa. He hablado con el rey Fernando sobre nuestro asunto y, francamente os digo que no se ha mostrado ni abiertamente a favor, ni del todo en contra. Me da la impresión de que no se fía un pelo, y eso que al-Ahmar le ha dado toda clase de garantías. Pero es evidente que es cauto y prefiere verlas venir. Por ello, creo que lo único que podemos hacer es seguir adelante y ofrecerle la ciudad a hechos consumados.
-¿Crees que merece la pena entonces arriesgarnos sin saber a ciencia cierta si nuestra oferta servirá para evitar nuestra destrucción, excelencia?- preguntó sensatamente Yusuf.
-Mira, Yusuf- admitió Walid-, comprendo tus temores, pero no hay otra opción. Si Saqqaf sigue en el poder, Sevilla caerá tarde o temprano. Desde que vivo con los rumíes, sé que nada ni nadie podrá detenerlos. Contra una sociedad como la nuestra, apática y dedicada desde hace tiempo sólo a la búsqueda del placer, ellos enfrentan una gente fiera y sin temor a morir por lograr sus fines, de modo que no habrá salvación si la cosa sigue como hasta ahora. Pero si eliminamos al valí, cabe la posibilidad de que reconozca nuestra voluntad de ser buenos vasallos suyos y acceda a dejarnos seguir aquí.
-Es mucho el riesgo, excelencia- terció Ibn Mahfuz-. Nos jugamos el pellejo sin saber si nuestro esfuerzo tendrá recompensa.
-Amigo mío, esto es una apuesta fuerte, lo reconozco. Pero no se ganan grandes sumas sin apostar el resto, de modo que vosotros veréis.
-Bien, ya decidiremos eso cuando demos cuenta de esta entrevista a los demás- terció Yusuf-. Pero nos gustaría saber si has planeado algo que pueda ayudarnos a acabar con Saqqaf.
-Lo único que se me ocurre es el asesinato- respondió Walid encogiéndose de hombros.
-Excelencia- objetó Ibn Mahfuz-, sabes que eso es muy difícil, por no decir imposible. Saqqaf no es tan necio como para desconocer que la gente está ya harta de él, y no se mueve del alcázar. Sus salidas en espolonada las hace por la puerta de Jerez, por lo que ni siquiera tiene que cruzar la ciudad. Y los chivatos de Ibn Suayb no paran un instante de indagar. De hecho, hace pocos días tuvimos que dar buena cuenta de un viejo conocido tuyo que me seguía: Mustafá.
-¿Sí?- sonrió torvamente Walid-.¿Has liquidado a ese hijo de perra?
-Así es. Ya ha pagado su traición, porque supongo no sabes que fue el que franqueó el paso a Saqqaf y los arráeces para matar a al-Yadd.
-¡No me digas!- se escandalizó- Así arda por siempre en los infiernos, ese mal nacido.
-Excelencia- insistió Yusuf, que prefería no recordar la escena en que el arif abrió en canal al chivato con cara de comadreja-, debes pensar en alguna fórmula. Algo que nos permita trazar un plan para acabar con ese loco.
-Bien, dadme unos días. Ya pensaré algo. De todas formas, seguiré presionando a Fernando y le comunicaré de vuestra parte que casi toda la gente relevante de Sevilla están deseando ser sus vasallos. Mándame aviso dentro de tres o cuatro días, Muhammad, y para entonces ya habré hablado con el rey y vosotros podréis contarme como van las cosas dentro de la ciudad.
-Bien, así lo haré, excelencia- dijo mirando una vez más hacia levante-. Ya clarea, debemos irnos.
-Cuidaos, amigos míos- advirtió Walid-. Adiós, y que Alláh os guarde.
-Que él te guíe, excelencia- respondieron al unísono.
Se envolvieron en sus capas y se fundieron entre la arboleda de Benahofar camino del alcázar mientras Walid, haciendo un gesto al arif de la escolta, le indicó que volvían al campamento.
Deshizo el camino a buen paso porque no quería que le sorprendiese el día en pleno campo por lo que, a pesar del fresco del alba, ya estaba sudando. Para amenizar su paseo, se dedicó a pensar en Mencía, que a aquellas horas aún estaría hecha un ovillo en su catre, y aceleró aún más el paso deseando pasar las primeras horas de la mañana en su cálida compañía. Se preguntó intrigado por qué los hombres, cada vez que andan bordeando la muerte y el peligro, sienten más ganas de hembra que en otras ocasiones.
Bermudo cabalgaba lentamente al frente de la gente de don Bastián camino del nuevo campamento cuando a lo lejos vio una desordenada tropa de a pie de aspecto extraño. Entornó los ojos y se puso la mano a modo de visera para protegerse los ojos del inclemente sol estival que, a pesar de la temprana hora, ya hacía sentir su fuerza.
Espoleó su montura para acelerar el paso y acercarse a aquellos hombres, porque le dio la impresión de que eran una cuadrilla de almogávares que llegaban para unirse al ejército castellano al olor de un buen botín. Su gente, sin saber el motivo de aquella repentina prisa, le limitaron a seguirle hasta que el adalid frenó en seco su bridón cuando apenas estaba a menos de veinte varas del estrambótico grupo. Su cara mostraba una repentina tensión al escudriñar entre los rostros curtidos de aquellos hombres hasta que, finalmente, clavó sus ojos en uno de ellos.
-¡Per Garcés!- llamó sin querer dar a su voz un tono amenazador.
El aludido, con expresión de extrañeza al oír su nombre, levantó la cabeza buscando de quién había partido la llamada. Cuando vio al adalid plantado ante la formación montado en su enorme corcel, su rostro reseco y moreno se tornó grisáceo. Miró hacia atrás y vio que los hombres de su grupo ya habían reconocido al cruel castellano y, con los ojos como platos, no sabían como reaccionar. El almocadén que mandaba la cuadrilla, extrañado por todo aquello, inquirió a Garcés por su conducta.
-¡Eh, hijo de mala puta!- exclamó dirigiéndose a Per-. Poneos en movimiento tú y tus perros sarnosos antes de que os reviente el culo a patadas.
Pero Bermudo ya se había apeado de su corcel y, espada en mano, se dirigía hacia el espantado Garcés, que lo último que esperaba era encontrarse de nuevo con el adalid, al que suponía aún sitiando la fortaleza de al-Muqäna. Bermudo, ante el estupor de los presentes, que no entendían nada de nada, se abrió paso entre ellos. Cuando llegó hasta el almogávar, se detuvo, lo miró de arriba abajo y finalmente lo taladró con sus frías pupilas antes de hablar.
-Te recuerdo, Per Garcés, que me juraste que no me fallarías- le dijo como si no se viesen desde hacía sólo una hora-. Pero no sólo me fallasteis tú y tus piojosos compinches, si no que, además, os largasteis. ¿Te acuerdas, Per Garcés?
El aludido afirmó en silencio con la cabeza, como hipnotizado por la mirada de Bermudo.
-Bien, me alegro de que te acuerdes, porque así tus compañeros entenderán por qué hago esto- concluyó.
Y, sin mediar más palabra, levantó el brazo y hundió su enorme espada en mitad de la cabeza del obnubilado almogávar. El tajo se la partió en dos como quién cala un melón, y la hoja del arma no se detuvo hasta llegar al cuello. El hombre se desplomó, dejando a todo el mundo boquiabierto por aquella extraña situación.
Bermudo, sin alterarse lo más mínimo, limpió su espada con un puñado de pasto y, envainándola, dio media vuelta como si tal cosa y se dirigió a su montura. Alvar lo esperaba con una sonrisa provocativa, deseando que los almogávares iniciasen una protesta.
Pero ninguno dijo una palabra de lo asombrados que estaban hasta que el almocadén, como saliendo de un trance, se dirigió en plan bravo hacia el adalid, que ya se había montado sobre su corcel y hacía un gesto para reiniciar la marcha.
-¡Eh, tú!- le increpó-. Pero, ¿quién mierda te crees que eres para apiolar a uno de mis hombres sin mi permiso?
Bermudo ni se dignó mirarlo y siguió su camino al paso seguido por su mesnada.
-¡Lárgate, bufón!- le espetó el alférez al pasar junto a él mientras le lanzaba un escupitajo enorme en pleno rostro.
Aquello era demasiado para el orgullo de aquella gente y ver, no ya a un camarada con la cabeza partida en dos, si no además semejante desprecio a su caudillo, empezó a devolverles a la realidad. En seguida empezaron a oírse voces airadas clamando venganza y algunos de sus enormes coltells salieron a relucir de sus burdas fundas.
-¡Eh, hideputa castellano, te hablo a ti!- bramó fuera de sí el almocadén plantándose ante el corcel de Bermudo y blandiendo una azcona con aire amenazador.
Bermudo detuvo su montura mirando a aquel sujeto como si fuera una lombriz que se arrastra por el suelo. Nunca había tenido muy buen concepto de aquellos tipos, pero tras lo vivido con ellos, los despreciaba y los consideraba rebeldes e indisciplinados.
-Escúchame, perro aragonés de mierda- dijo lentamente sin subir para nada su tono de voz-. Apártate de mi camino y procura que no te eche más la vista encima, porque si no, lo que le he hecho a ese bujarrón no será nada en comparación con lo que haré contigo. Y sujeta a tus perros, porque mis ochenta caballeros tienen más facilidad para sacar la espada que tú para soltar tus bravatas.
El almocadén miró un instante a los castellanos y pudo comprobar que, en efecto, parecían deseosos de iniciar una escabechina con ellos. Por un instante, dudó. Ellos eran más de ciento cincuenta, pero enfrentarse a ochenta caballeros le garantizaba que al menos la mitad de ellos caerían muertos en un Avemaría, por lo que, rojo de ira, se hizo a un lado no sin antes echar una furiosa mirada a Bermudo.
-Te juro que esto me lo pagas, cornudo- le amenazó escupiendo.
-Búscame cuando quieras. Mi nombre lo puedes preguntar a los compadres de ese puerco, que igualmente te dirán como se derrainaron en un cerco porque tú y tu apestosa gentuza no sois más que ratas cobardes. Cuando te parezca, arreglamos este asunto entre los dos- replicó Bermudo sin mirarlo siquiera mientras continuaba su camino.
-Ven acompañado de tu novio, bujarrón, así nos divertiremos más- le espetó el alférez mirándolo con una sonrisilla malévola dibujada en su rostro.
La cosa no pasó a mayores porque el almocadén, al interrogar a los compañeros de Per Garcés tuvieron que admitir que lo dicho por el castellano era cierto, lo que aumentó su cólera.
-¡Hijos de la grandísima puta!- rugió dándoles de bofetadas-. Me habéis puesto en evidencia, me la he jugado con ese mierda por defenderos, y lo que habéis hecho es ultrajar el honor de los nuestros huyendo como viejas. Pues sabedlo bien- advirtió señalando uno a uno con un dedo medio amputado-, como a mí me hagáis lo mismo, juro por san Jorge que os empalo y os meto fuego. ¿Entendido?
Era imposible negar que el almocadén se había explicado con una claridad meridiana, por lo que todos asintieron avergonzados y procuraron olvidar el incidente.
En pocos días, el cerco quedó culminado. Con el río a sus espaldas por el lado de poniente, con seis campamentos castellanos que cubrían el resto de las murallas desde el resto de los puntos cardinales, el bloqueo naval y la mesnada de Pelayo Correa que seguía haciendo de las suyas por el Aljarafe, Sevilla quedaba rodeada de enemigos ávidos de hacerse con ella.
Y para mayor desgracia de los sevillanos, no sólo eran ya castellanos los componentes de aquel abigarrado ejército, si no que gente de todas partes se sumó a ellos alentados tanto por la perspectiva de un suculento botín como por las exhortaciones de los curas en las iglesias, que dieron a la expedición aires de santa cruzada. Portugueses, aragoneses, navarros, francos, genoveses, y en fin, caballeros de los lugares más dispares, aguardaban ansiosos ver ondear sobre el alcázar el pendón castellano.