Capítulo XXVI
Ismail no pudo por menos que quedarse sorprendido cuando, tras llegar a casa del bodeguero y preguntar por él, fue conducido a un recóndito zulo en lo más profundo de la bodega. Allí encontró al hombre, con muy mala cara y ojos aterrorizados. El criado, haciendo un expresivo gesto con la mano antes de dejarlos solos, le quiso dar a entender que su amo había perdido el juicio.
Acurrucado en un rincón de la angosta estancia, el hombre miró a Ismail con los ojos dilatados por el miedo y no fue hasta pasados varios minutos cuando por fin, ante la imperiosa insistencia del almocadén, se atrevió a hablar.
-¿Quién eres tú?- preguntó con voz trémula-. ¿Qué quieres de mí?
Ismail, resoplando de impaciencia, se puso en jarras.
-Soy amigo de un hombre que hace poco te entregó una fuerte suma por hacer un trabajo. Vengo a saber si has cumplido con tu parte, porque hasta ahora no tengo constancia de que lo hayas hecho.
El hombre, por toda respuesta, sacó de debajo de su mugriento jergón la bolsa que Ibn Mahfuz le entregó y la empujó con el pie hacia Ismail como si fuese algo impuro.
-¡Toma, llévate tu asqueroso dinero, no lo quiero!- gritó el hombre con voz cascada.
Ismail, cada vez más perplejo y sin saber a qué venía aquello, cogió la bolsa y comprobó que no faltaba ni un dinar.
-¿Qué significa esto, perro?- bramó empezando a airarse ante aquel cúmulo de desatinos-. ¿Por qué me lo devuelves?¿No has cumplido lo pactado, verdad, bujarrón?
Pero no consiguió sacarle una sola palabra más. El enloquecido bodeguero se cubrió la cara con las manos y empezó a llorar desesperadamente mientras pedía perdón a Alláh entre hipido e hipido.
Desconcertado, el almocadén salió barruntando que podría haber pasado para que el hombre no sólo no hubiese cumplido lo prometido, si no que encima le devolviese el dinero de aquella forma tan extraña. Mientras caminaba por la larga bodega, el criado que lo había conducido hasta el zulo se topó con él. Ismail lo llamó y se metió entre unas enormes tinajas para intentar averiguar algo.
-¿Qué demonios le ha pasado a tu amo?- preguntó en voz baja mientras le mostraba un dinar de oro. El criado, con los ojos brillando de codicia, alargo la mano para cogerlo, pero el almocadén, haciendo un rápido gesto, lo hizo saltar en el aire y lo atrapó, cerrando el puño con la fuerza de un halcón-. Primero, cuéntame que ha pasado, y si la información me satisface, igual en vez de un dinar son dos. Habla, que no tengo todo el día.
El criado, mirando en todas direcciones, le indicó que lo siguiese a un lugar más solitario aún. Había algunos operarios en la bodega y era obvio que no quería que supiesen nada de aquello. En silencio, lo guió hasta un pequeño almacén donde guardaban tinajas de reserva. No tenía ventanas, y sólo una puerta, por lo que si alguien se acercaba sería rápidamente visto.
Con un hilo de voz, el criado comenzó a contar a Ismail lo que a su juicio había enloquecido al bodeguero.
-Hace tres o cuatro días, vino un arif del alcázar con el que el amo estuvo hablando un rato. Tras irse, me indicó que la siguiente remesa de vino para el valí debería ir en botas, no en odres, como es habitual, lo que ya me causó extrañeza. Pero aún me amoscó más su actitud cuando fue él mismo el que las llenó, cosa que no hace jamás, y puso una de las botas aparte, ordenándome que tuviese especial cuidado para que nadie bebiese de ella, ni fuese tocada. Para más seguridad, hasta selló con cera los corchos de las espitas.
Ismail iba asintiendo a medida que el hombre hablaba. Todo aquello coincidía con lo que Ibn Mahfuz les había dicho, y hasta ese momento no veía nada en el relato como para hacer cambiar de actitud al bodeguero de forma tan radical.
-No veo en lo que me cuentas nada extraordinario- dijo el almocadén con aire indiferente, intentando sonsacar al criado haciendo saltar la brillante moneda en su mano.
-No, si lo raro viene ahora, mi señor- explicó el hombre bajando aún más la voz hasta convertirla en un tenue susurro. Era evidente que lo que sabía lo había impresionado bastante-. Hace tres días, por la tarde, cuando precisamente estábamos cargando el carro que al día siguiente debía llevar al alcázar la remesa de vino, se presentó aquí un hombre verdaderamente extraño.
-¿Quién era?- preguntó inquieto Ismail, pensando en los chivatos de Ibn Suayb.
-No lo había visto en mi vida, pero te aseguro que jamás lo olvidaré, porque nunca he visto a nadie actuar de una forma tan peculiar, ni cambiar de aspecto como si de dos hombres distintos se tratase- prosiguió el criado con un leve brillo de miedo en los ojos.
-Pero, ¿de qué hablas?- preguntó el almocadén, recordando de repente la descripción de Juan el Mozárabe.
Asustado aún por el relato del arif, no veía la relación entre aquel tipo y el bodeguero, ya que aquel extraño sujeto no sabía nada del complot salvo lo que Ibn Mahfuz le había dicho.
-¡Lo que te cuento es la verdad!- protestó el criado muy nervioso-.¡Te lo juro por las barbas de todos mis antepasados!
-Bueno, tranquilízate y cuéntame lo que hizo ese hombre- intentó serenarlo Ismail, haciendo saltar la moneda de su mano a la del criado, el cual la agarró en el aire con suma precisión a pesar de su atribulado ánimo. El hombre, tras comprobar con un mordisco la buena ley del dinar, continuó con su relación.
-Bien, pues como te digo, aquella tarde apareció aquel individuo. Nunca he visto a nadie de aspecto más asqueroso, y eso que no imaginas el personal que viene aquí a hacer sus compras para surtir las tabernas de la ciudad. Hedía como si todos los cementerios de la ciudad hubiesen sido puestos patas arriba, y aunque mi primera intención fue echarlo a patadas, me miró de tal forma que no pude hacer otra cosa que guiarlo a presencia del amo. Lo llevé hasta la habitación donde almacenamos los odres y, como suponía que en breve el amo me llamaría para echar de allí a aquel piojoso, me quedé cerca y oí cosas que me dejaron de piedra.
-¿Qué cosas?¿Qué pasó?- preguntó muy intrigado Ismail mientras tragaba saliva. Como siempre que oía hablar de aquellas cosas sobrenaturales, su valeroso ánimo se venía abajo.
-Pues el amo, en vez de darle de latigazos y ponerlo de patitas en la calle, se quedó aún más amilanado que yo cuando aquel tipo le habló. Hablaba en voz baja, pero la voz que yo oí era distinta por completo a la que me habló cuando llegó y me preguntó por el amo. Cuando me habló a mí, era una voz repugnante, la típica de un borracho impenitente y, sin embargo, la voz que hablaba al amo era mejor que la del moecín de la mezquita de Ibn Adabbas. A pesar de que hablaba muy bajo, era una voz cálida y bien entonada. Aquello ya empezó a mosquearme, y más cuando escuché que decía al amo no sé qué de que Alláh prohibía matar a traición, de que sería terriblemente castigado, y que ardería en el peor de los infiernos si hacía lo que le habían pedido que hiciese y más, a cambio de dineros.
-¿Y qué pasó entonces?- interrogó Ismail, cada vez más impresionado por el relato.
-No pude oír mucho más, pero al poco rato el amo estaba llorando como una plañidera de entierro de lujo, y se mesaba las barbas. El hombre aquel, poniéndole la mano en la cabeza, le dijo muy dulcemente que había hecho bien en arrepentirse, y que a cambio de su buena acción le iba a dar un buen consejo.
-¿Qué consejo?- balbució ya muy nervioso Ismail.
-Que se fuese cuanto antes de la ciudad.
El almocadén sintió como se le ponía la carne de gallina. Era lo mismo que, según el arif, le habían aconsejado en la apestosa taberna donde había propuesto al mozárabe acabar con Saqqaf.
-¡Por el santo profeta!- murmuró alucinado. El criado, pensando que la exclamación era como consecuencia del relato, y no porque su interlocutor relacionase aquello con algo que ya sabía, siguió su narración.
-Pero lo más extraño viene hora. Al darse la vuelta para salir, vi que la cara de aquel hombre no era la misma que la del que yo guié hasta allí- prosiguió con un hilo de voz-. En vez de toparme con el viejo asqueroso de dientes amarillos y jeta llena de arrugas que recibí hacía poco rato, me encontré con un hombre muy hermoso, de edad indefinida, y una mirada tan apacible como la de Moisés cuando bajó del monte con las tablas de la ley. Yo me asusté mucho, y más cuando me preguntó si había oído algo. Afirmé con la cabeza, incapaz de mentirle, pero no dijo nada. Se limitó a pedirme que lo guiase hasta la salida, aunque me dio la impresión de que aquel tipo tan raro sabía de sobra el camino. Caminaba detrás mía y, cuando llegué a la puerta y la abrí, casi me muero del susto, porque su aspecto volvía a ser el del viejo sarnoso del principio. Aterrorizado, me aplasté contra el muro, pero antes de largarse aún me dijo algo.
-¿Qué fue lo que te dijo?- preguntó Ismail, absolutamente fascinado por todo aquello.
-Aunque su aspecto era de nuevo repulsivo, su voz seguía siendo la que oí cuando hablaba con el amo. Tan agradable era que hasta se me pasó un poco el miedo. Me dijo: “Supongo que habrás escuchado el consejo que he dado a tu amo, ¿no?”. Yo, incapaz de articular palabra, afirmé con la cabeza. Luego me dijo: “Bien, pues hazlo extensivo a ti y a tu familia. Vete de la ciudad cuando antes”. Yo no paraba de mover la cabeza como un títere, más asustado que una puta ante el caíd por haber profanado el ramadán, pero lo que vino a continuación acabó de hundirme. Me dijo con aire apenado: “Sé que eres un buen hombre, honrado y trabajador, Yaqub, pero no te juegues el salario en la taberna, ni cometas más adulterios con mujeres de baja estofa, que tu esposa no merece eso”.
-Pero, ¿no decías que no lo habías visto jamás?- preguntó perplejo Ismail.
-¡Claro que no, demonios!- se exaltó el criado-.¡Esa es la cosa! ¿Cómo sabía aquel tipo mi nombre?¿Cómo sabía que, en efecto, a veces me puede el ansia del juego y, más a menudo de lo que quisiera, me pierdo por una buena hembra? Me dejó muerto, mi señor. Finalmente, salió tan campante, dejándome más pasmado que si viese entrar ahora mismo por la puerta al rey de los rumíes al frente de su hueste.
Ismail se quedó unos momentos pensativo. Verdaderamente, aquello era como para haber hecho perder el seso al que lo hubiese tenido que vivir, y llegó a la conclusión de que el extraordinario relato del arif, que en muchas cosas coincidía con el del alucinado Yaqub, era totalmente cierto. Pensó además en el pánico que el pobre Ibn Mahfuz debía haber pasado. Sacó una moneda más de la bolsa y la entregó al criado, que sudaba aún al recordar todo aquello.
-Toma, buen hombre. En verdad que tu narración lo ha valido, aunque parezca un cuento de viejas- dijo intentando dar a su voz un tono indiferente, para que no se notase lo mucho que le había impresionado-. Desde luego, si es verdad lo que has dicho, entiendo que tu amo se haya vuelto más loco que una cabra. Que Alláh te guarde, y mejor será que no le digas a nadie nada de esto, so pena de que te tomen por un demente o, lo que es peor, te denuncien al alfaquí por brujería.
Sin dejar ni responder al espantado criado, salió a toda prisa, deseoso de abandonar aquel lugar. Le daba la impresión de que Juan el mozárabe había dejado allí parte de sí mismo, y se sentía verdaderamente incómodo de estar en un lugar donde habían tenido lugar hechos tan peculiares. Durante el camino de vuelta, no paraba de pensar en como dar cumplida cuenta de su gestión a sus incrédulos compañeros, por lo que decidió que, antes de nada, se lo contaría todo al zalmedina. El venerable Ibrahim, seguramente, sabría dar a todo aquello una explicación razonable.
La mina que con tanto empeño había ido avanzando día tras día hacia los cimientos de la poderosa fortaleza de Triana había fracasado. Los defensores, que durante el silencio de la noche habían oído el continuo golpear de picos y azadas, iniciaron una contramina. Cuando se encontraron ambos túneles bajo tierra tuvo lugar una espantosa carnicería en la estrechez del corredor y casi a oscuras. Los supervivientes que consiguieron salir, bañados en sangre y fango, estaban como alelados.
-Mala cosa combatir como topos, ¿verdad mi señor?- comentó Alvar al adalid sin perder de vista el horripilante aspecto de los desdichados.
Bermudo asintió sin decir palabra. Si había algo que turbaba su ánimo era la posibilidad de verse enterrado en vida, como quedaron algunos de aquellos desgraciados. Según contaban, al encontrarse mina y contramina se desprendieron del techo algunos de los gruesos maderos con los que entibaban el túnel, cayendo cascotes y tierra sobre ellos. Dos de los peones fueron sepultados y, durante unos minutos, vieron sus manos agitarse entre la tierra mientras morían asfixiados sin poder hacer nada por ellos.
Fernando, al saber la noticia, se vio acometido por uno de sus accesos de furia, ya que además fue informado de que, en cuanto se hacía de noche, docenas de botes cruzaban el anchuroso río para pasar tropas de refresco y a su vuelta ir cargados con víveres para la ciudad.
-¡Esto tiene que acabarse de una vez!. ¡Nos estamos desangrando delante de ese castillo de mierda y mientras no caiga en nuestras manos será un dardo clavado en nuestro costado!- bramó lleno de cólera-. ¿Nadie tiene algo que decir? ¡Venga, señores, soy todo oídos!
Los presentes se quedaron barruntando, buscando una idea que dar. Pero no era nada fácil, ya que en realidad se había intentado casi todo. Celadas contra las espolonadas que salían a diario a hostigarlos, bombardeos constantes con bolaños y pellas de estopa ardiendo, la fracasada mina, asaltos...La fortaleza de Triana, magníficamente concebida para su defensa, no era un hueso fácil de roer, y más teniendo en cuenta que a través del ya destruido puente habían recibido continuamente refuerzos y provisiones que les habían permitido proseguir la lucha sin ver mermados sus efectivos, mientras que los castellanos no podían cubrir sus bajas. La ruptura de aquella vital arteria de comunicación hizo suponer demasiado precipitadamente a Fernando que, en breve, el castillo sería suyo. Pero no contaba con que la desesperación de los sevillanos iba a mantener el flujo de tropas y bastimentos aprovechando las sombras de la noche, que era cuando docenas de pequeñas embarcaciones de todo tipo procedentes del arenal cruzaban el río para reponer lo necesario.
El monarca sabía de primera mano la situación en el interior de la ciudad gracias a los contactos de Walid con los conjurados, y por eso sabía que, aunque aún no había una escasez perentoria, algunas cosas faltaban ya. Pero era obvio que Saqqaf haría todo lo posible por mantener en buen estado los puntos que sabía de sobra que eran vitales para debilitar al ejército castellano.
Como en todos los asedios, se había establecido un pulso de fuerzas. Los cercados resisten a ultranza, esperando que la debilidad del agresor los obligase a levantar el cerco, y los sitiadores procuraban por todos los medios que los sitiados se quedasen sin nada que llevarse a la boca, ya que era evidente que tomar la fortaleza por la fuerza en un período corto de tiempo era prácticamente imposible. Y la cosa es que Fernando se daba perfecta cuenta de que aquello estaba ya durando demasiado tiempo, de que algunas mesnadas concejiles ya empezaban a remolonear ante aquella sangría y, sobre todo, de que era su última oportunidad para culminar su empresa. Sus achaques, cada vez más constantes debido a las privaciones y los esfuerzos a los que se sometía, ya se preocupaban diariamente de recordarle que su tiempo se acababa. Eso precisamente le hacía sacar fuerzas de donde ya apenas quedaba más que un poco de ánimo para levantarse penosamente cada mañana de su jergón de campaña y, haciendo de tripas corazón, salir de su pabellón armado de punta en blanco para ponerse al frente de su gente y combatir como el más esforzado de sus ricos hombres. Por eso, su fogoso carácter le hacía a veces perder los estribos al ver que su voluntad quedaba sometida ante los potentes muros del castillo de Triana, último bastión con el que aquel Saqqaf del demonio contaba para tenerlo a raya de forma indefinida.
Tras un buen rato de silencio, en que cada uno de los presentes de devanaba los sesos buscando algo que decir mientras el airado monarca no paraba de dar vueltas como un león enjaulado, Garci Pérez, tan combativo como siempre, se atrevió a plantear algo.
-¡Un ataque en masa, mi señor!- exclamó golpeándose la mano con el puño-. Reunamos al máximo de gente disponible, sometamos a ese castillo sarnoso a un asalto por todas partes y mandemos las cabezas de sus defensores de regalo al bujarrón de mierda de Saqqaf.
Todos siguieron guardando silencio, rogando que el monarca no tuviese en cuenta la idea de Garci Pérez. A aquellas alturas, un asalto así era una locura porque si fracasaban, ya podían levantar el campo y volver a Castilla más pobres que las ratas. Muchos habían empeñado sus tierras para poder juntar la gente necesaria al olor de un cuantioso botín.
Fernando miró fijamente a su fiel magnate, y esbozó una amarga sonrisa. En otra situación, sabía que habría faltado tiempo para que los demás hubiesen saltado como leones apoyando la idea. Pero veía en los rostros de sus consejeros el agotamiento de tantos días de lucha, la delgadez producida por la escasez de alimentos y el insoportable calor del verano, y tuvo que reconocer que la idea de Garci Pérez no era precisamente la más adecuada.
-Te agradezco mucho tu buena voluntad y tu valor, Garci, pero creo que eso no es lo más adecuado en estos momentos- replicó Fernando poniendo su frágil mano sobre la poderosa espalda del rico hombre.
-Mi señor- protestó aún-, sabéis que contáis con mi gente para eso, y si hace falta dejar el pellejo en el adarve de ese castillo. Dad la orden y enseguida me pongo manos a la obra.
Fernando movió negativamente la cabeza en silencio, mientras que con una sonrisa invitaba a su fogoso paladín a tomar asiento mientras veía en las caras de los demás la expresión de alivio por haber desestimado la propuesta del rico hombre.
-Bien, señores, sigo esperando- insistió el monarca-. ¿No tienes nada que decir, Lorenzo?
El aludido, levantándose en cuando oyó su nombre, se acarició la barba con aire meditabundo antes de responder. Sabía que su opinión siempre era muy tenida en cuenta por el soberano, y no quería decir ninguna tontería.
-Mi señor- comenzó a decir pausadamente-, verdaderamente la situación no es nada fácil de resolver. Pero una cosa sí tengo muy clara, y es que mientras siga el flujo de hombres y provisiones hacia Triana, poco podemos hacer nosotros.
-Eso es muy cierto- terció don Gutier moviendo vigorosamente su enorme cabeza-. Mientras que esos hijos de mala puta puedan reponer sus bajas, se mearán en nuestras calaveras desde su muralla tiñosa.
Los demás corroboraron la opinión de Suárez.
-Bien, eso está claro- admitió Fernando-, pero, ¿cómo podemos evitarlo? El puente que les unía a la ciudad ya no está, y sin embargo no les ha supuesto gran descalabro.
-Mis barcos, mi señor- intervino con voz tranquila Bonifaz, que hasta el momento no se había hecho notar para nada.
Él era hombre de mar, y las cuestiones militares terrestres no contaban para él. Pero en el momento en que había que dilucidar sobre algo relacionado con el agua, entonces su cabeza empezaba a funcionar. Si los problemas eran los esquifes que cruzaban el río, entonces él podía ser la solución del problema.
-¿Pretendes que volvamos a atacar el castillo por el río, Ramón?- preguntó Fernando-. Ya lo intentamos en su momento y no sirvió de gran cosa, salvo para ver dañadas tus naves.
-No, mi señor- respondió levantándose-, nada de ataques al castillo. Eso no servirá de nada. Pero sí podemos mantener una patrulla permanente por el río para evitarlo. Ellos no pueden hacernos apenas daño, ya que no cuentan con navíos de porte, y mis galeras sí pueden machacarlos sin problemas, aparte de acribillarlos a virotazos con una buena hueste de ballesteros en los castillos de las naves.
No está mal pensado- terció Suárez-. Pero, ¿cómo no harás? No puedes quedarte quieto en ese lugar, so pena de que te trituren desde el castillo con pasadores o pellas ardiendo.
-No pienso darles ese placer a esa escoria, mi señor Lorenzo- respondió con aire de suficiencia Bonifaz-.No pienso quedarme quieto a merced de las balistas de esos hideputas.
-¿Qué harás entonces?- preguntó esta vez Fernando-. No dispones de mucho sitio para maniobrar.
-No será complicado. De día es innecesaria mi presencia, ya que sólo actúan en cuanto se pone el sol. Pues bien, a esa hora una de mis naves comenzará a subir la corriente hasta rebasar la ciudad, allá por la puerta de al-Rayyal. Una vez alcanzado ese lugar, desde donde ya no pueden hostigarnos, dará media vuelta y volverá río abajo mientras otra galera comienza a subir de forma que se crucen por el camino. Así, siempre habrá dos barcos cubriendo la zona y les impedirá actuar con total impunidad. Es evidente que algún esquife se nos escapará, pero el solo hecho de saber que ya no pueden cruzar libremente les dará que pensar. Nadie quiere darse un chapuzón en plena noche, y menos en un río tan ancho y con una corriente tan fuerte.
Fernando asintió en silencio, meditando la propuesta.
-No está mal pensado, Ramón- admitió finalmente-. Eso nos evitará seguir con ésta sangría, y sólo tendremos que ocuparnos de contener sus espolonadas a base de celadas. Y una vez que el suministro se les acabe, ya recapacitarán. ¡Bien pensado! Comienza cuanto antes.
Todos los presentes se congratularon con la idea del almirante, ya que les evitaba seguir viendo morir inútilmente a su gente y, de paso, la responsabilidad caería sobre el taciturno burgalés. Todos salvo Garci Pérez, que hubiese preferido encabezar un ataque contra el irreductible castillo.
Ibrahim suspiró cuando el almocadén finalizó el relato de lo ocurrido en casa del bodeguero. Su venerable edad lo había hecho bastante escéptico, especialmente en cuestiones sobrenaturales. Pero aquellos sucesos tan extraños habían sobrecogido un tanto su ánimo, y más viniendo la cosa de hombres jóvenes y valerosos y no precisamente de viejas o críos dispuestos a dar por ciertos los camelos y leyendas que los ciegos contaban en las entradas de las mezquitas a cambio de unas monedas de cobre.
-Bien, Ibrahim- dijo Ismail esperando una reacción-, ¿qué me dices? ¿Qué piensas de todo esto?
El zalmedina bebió un sorbo de vino dulce antes de responder. Con movimientos pausados y elegantes dejó la copa sobre la mesa y se limpió su impoluta barba blanca con el pico del mantel.
-Mira, hijo mío- respondió entornando los ojos-, a lo largo de mi vida he oído cosas más raras, pero reconozco que es la primera vez que toca tan de cerca y, además, de hombres hechos y derechos sobre los que no tengo la más mínima duda sobre su entereza. Si te digo la verdad, no sé que decir.
-Pero, algo te habrá pasado por la cabeza, ¿no?
-Bueno, lo primero que he pensado es que nuestro plan se ha ido al garete y que, para colmo de males, el rey Fernando, tras la ruptura del puente de barcas, no parece muy dispuesto a ceder a nuestras pretensiones. Sabe que el fin está muy cerca, y no tiene sentido admitir nuestras demandas cuando puede quedarse con toda la ciudad para él.
-¡Eso ya lo sé, demonios!- protestó Ismail-. Pero eso no me preocupa tanto ahora como la advertencia que le hizo a ese pelagatos del bodeguero y a su criado, advertencia que previamente ya le hizo a Ibn Mahfuz. Dice que se vayan de la ciudad. Es como un mal augurio. ¿Qué debemos hacer?¿Crees que lo mejor es darnos por vencidos y largarnos antes de que los rumíes nos pasen a cuchillo?
El zalmedina miró apenado al almocadén.
-Muchacho- respondió meneando la cabeza-, para prever eso no hace falta ser ningún fantasma. Desde que al-Yadd cayó muerto en el jardín del alcázar sé que nuestra suerte está echada, y que nuestra presencia aquí tiene los días contados.
-Pero, ¿y esos extraños cambios de apariencia?- insistió Ismail-. No me digas que es algo fuera de lo común.
-Ciertamente, es algo muy peculiar- admitió el zalmedina impasible.
-¿Y crees que deberíamos hacerle caso y largarnos de aquí?
-Idos vosotros si queréis. Aún sois jóvenes, y tenéis toda una vida por delante en cualquier otro lugar. Pero yo, a mi edad, y siendo como soy el jefe de la ciudad no puedo traicionar a mis convecinos. Además, bastante he tenido con meterme a conspirador, que es lo último que imaginaba ser.
-Pero, ¿crees que debemos hacerlo o no?- volvió a insistir tercamente Ismail-. Porque a mí tampoco me gustaría abandonar mi puesto, y ser un traidor a mi ciudad, pero tal como están las cosas y viendo que no hay forma de eliminar a ese hideputa de Saqqaf, creo que ha llegado el momento de velar por la propia seguridad. Cuando la nave se hunde, sólo cuenta la supervivencia.
-¿Y si Yusuf Ibn Sawwar decide quedarse?- preguntó Ibrahim con un brillo pícaro en sus ojos acuosos.
Ismail se quedó de repente cortado. Era evidente que Yusuf lo había puesto al corriente de sus amoríos con su hija, y el astuto zalmedina había puesto con aquella pregunta el dedo en la llaga. Ismail negó en silencio con la cabeza. Por nada del mundo se iría de la ciudad dejando en ella a su amada Mariem. El solo hecho de pensar que pudiese ser esclavizada, o incluso violada por sus enemigos le hacía palpitar las venas del cuello.
-Pobre Ismail- se compadeció el anciano con una sonrisa en la boca-. El león se convierte en un gato en manos de una gentil doncella, ¿no es así?
El almocadén se puso colorado como la grana.
-¡No te burles de mí, zalmedina!- exclamó muy serio-. Mis intenciones con la hija de Yusuf Ibn Sawwar son totalmente honestas, y en cuando acabe todo esto pienso pedirla en matrimonio a su padre.
Ibrahim no puso contener la risa al ver lo azarado que se ponía el fogoso militar. Era increíble como los hombres más arrojados y valerosos en el combate se amilanaban como ratones en presencia de una muchacha de ojos brillantes y mirada prometedora.
-No me burlo, desdichado amante- respondió entre risitas-. Sé lo que estás pasando porque yo pasé por lo mismo, igual que mi padre lo tuvo que pasar, y el padre de mi padre. Así son las cosas, así lo ha dispuesto Alláh. A pesar de que las mujeres no cuentan para nada en nuestra sociedad, no podríamos vivir sin ellas, y muchos hombres darían su mano derecha por poder gozar de los favores de su amada sin necesidad de tanto trámite, ¿verdad?.
-¡Venerable Ibrahim, haz el favor de no cambiar el tema que me ha traído aquí!- protestó nuevamente cuando el zalmedina estalló nuevamente en entrecortadas risas-. He querido consultarte todo esto antes que a nadie, espero tu consejo, y me sales con historias de leones, de gatos y de mujerío.
Tras tener que soportar unos minutos de risas, Ismail, más colorado que antes, aguantó la chanza del jovial anciano sin rechistar apretando fuertemente los dientes. A cualquier otro que no fuese el respetable zalmedina le habría soltado un bofetón por la burla. Finalmente, tosiendo y con los ojos anegados de lágrimas, el anciano recobró su majestuoso aspecto de siempre.
-Perdóname, muchacho- se excusó ofreciéndole más vino-, pero esto me ha traído recuerdos añejos y no he podido resistir el gastarte esta pequeña broma.
-No hay nada que perdonar- respondió Ismail un poco amoscado aún-. Pero te rogaría que me dieses alguna respuesta.
-Te la daré- concedió con aire benevolente el zalmedina-. Antes de nada, decirte que no hables con nadie de esto. Yo me encargaré de comentarlo a quién estime oportuno, ya que de lo contrario te expondrás a que se burlen de ti como hicieron con el joven Ibn Mahfuz. Si la cosa viene de mí lo tomarán de otro modo.
-Bien, sea como tú digas. ¿Y qué más?
-Bueno, como es evidente que queda ya muy poco tiempo para que esto toque a fin, creo que no estaría de más hacer caso de las advertencias de ese sujeto tan peculiar, sea humano o no. Hablaré con Yusuf Ibn Sawwar antes que con ninguno, y no creo que sea complicado convencerlo para que haga las gestiones necesarias ante el hadjib Walid Ibn Ganiar y os podáis poner bajo la protección del emir de Granada.
Ismail le sonrió lleno de gratitud. Pero de repente, su amplia sonrisa se nubló por un pensamiento.
-No quiero ser un traidor, Ibrahim. Haz lo posible para que Yusuf se ponga a salvo con su familia, pero yo me quedo aquí. El almocadén Ismail Ibn Mustafá al-Barbar no huye como un conejo ante la raposa.
-Eso te honra, almocadén- halagó el zalmedina con un brillo de orgullo en la mirada-, y me complace que aún haya aquí hombres que tienen tan alto sentido del honor, dispuestos a sacrificarse por el bien de todos. Si hubiese en las altas esferas del poder de la ciudad más gente como tú, seguramente no estaríamos ahora en esta penosa situación. Pero por desgracia, me temo que tu sacrificio es ya inútil del todo. En breve, los rumíes serán los nuevos amos de Sevilla, y su rey Fernando hoyará con los cascos de su corcel nuestras mezquitas. Ponte a salvo, Ismail. Todo está perdido.
-¿Crees de verdad que ya nada puede salvarnos?- preguntó angustiado. Se debatía entre su sentido del deber y sus ansias de vivir felizmente con su Mariem.
-Que Alláh te guarde, hijo mío- dijo a modo de respuesta Ibrahim-. Anda, vete ya y procura no hacer ninguna tontería mientras llega el momento de partir. Sé que has participado en duras espolonadas, y que tu valor es comentado en todo el alcázar. Pero no te juegues la vida por defender a Saqqaf. No lo merece.
-Pero ten en cuenta mi condición de militar, Ibrahim. En cualquier momento puedo ser llamado para participar en una nueva espolonada y caer en ella. He dejado ya a muchos camaradas tendidos en el campo.
El zalmedina se acarició nuevamente la barba, como hacía cada vez que pensaba algo.
-Pierde cuidado, muchacho. Mañana mismo hablaré con cierta persona. Aún tengo buenas influencias en el alcázar, y me ocuparé de que seas destinado exclusivamente a servicios dentro de la ciudad. Vigilancia y cosas así. Quiero que tú y tu querida Mariem podáis iniciar una nueva vida, lejos de toda esta miseria. Será como el legado de este pobre viejo para que la semilla de Sevilla crezca en otro lugar. Anda, vete de una vez y queda tranquilo. Vivirás para que tu futura mujer te llene la casa de hijos fuertes como tú. Y olvida esas ideas de traición. Tú no traicionas a nadie si procuras ponerte a salvo de una situación que no tiene arreglo ya. El traidor ha sido Saqqaf, que es el culpable de la perdición de Sevilla.
Ismail se levantó más reconfortado. Se despidió respetuosamente del venerable anciano y salió camino del alcázar. Anochecía ya en la ciudad y, a pesar de la gran escasez de casi todo, no faltaba el bullicio callejero. Ismail aspiró el aroma de la ciudad. Era una mezcla indefinible de especias, flores y frituras procedentes de las tabernas que, a pesar de las órdenes al respecto, seguían llenas de parroquianos. Caminaba por las calles bien iluminadas, viendo como la vida bullía por todas partes. Críos peleándose en plena calzada, mujeres gritando llamándolos para la cena, hombres comentando las últimas noticias sobre el asedio...Ver todo aquello y pensar que en pocos meses, o quizás semanas, aquella gente debería salir con lo puesto lo llenó de amargura. Malditas guerras, pensó. ¿Hasta cuando seguirán los hombres recurriendo a ellas para dirimir sus diferencias? Su forma de pensar había cambiado mucho desde su experiencia en el asedio de al-Muqäna. Ya no veía con tanta indiferencia el sufrimiento de los demás, y más aún cuando él mismo había tenido que soportar un cautiverio en manos de los crueles rumíes.
Con paso cansino, llegó al alcázar cuando ya había anochecido del todo. Iba a entrar en el cuerpo de guardia cuando un askari llegó corriendo hacia él.
-Naqïb, llevo dos horas buscándote- jadeó con voz entrecortada por el esfuerzo.
-¿Qué pasa?- preguntó Ismail alarmado. Cada vez que alguien lo buscaba con tanto interés pensaba que algún soplón había dado informes sobre su participación en el complot, y temía en todo momento verse arrestado.
-Debes unirte enseguida a la mesnada que sale a reforzar el castillo de Triana- respondió atropelladamente mientras que a Ismail se le caía el mundo encima.
La recomendación del zalmedina para ponerlo a salvo iba a llegar demasiado tarde. El askari, un tanto perplejo al ver la cara que se le ponía al valeroso almocadén, concluyó su mensaje como presintiendo que estaba dando una pésima noticia
- A medianoche debes estar con tu gente en el arenal para embarcar. Qué Alláh te guíe, naqïb.
Saqqaf apartó de su lado la mesa con la cena que apenas había tocado. Llevaba todo el día encerrado sin admitir a nadie en su presencia, intentando pensar. Por más vueltas que daba a la cosa, no conseguía dar con algo que alejase de allí a los castellanos. A pesar de las numerosas bajas que sus frenéticas espolonadas habían causado entre sus enemigos, estos parecían no acusar los golpes recibidos, y seguían tan pujantes como al inicio del asedio. Sin poder remediarlo, admiraba la animosidad de aquellos hombres que, venidos desde tan lejos, aguantaban las inclemencias del tiempo, las penurias y las enfermedades. Y con todo eso, encima los tenían en jaque desde hacía meses sin dar un solo paso atrás. Antes al contrario, cada vez se mostraban más arrojados y, en las escaramuzas que mantenían a diario en cada sector de los alrededores de la ciudad, hacían todo el daño que podían.
Movió la cabeza, abrumado. Las continuas cartas pidiendo ayuda al emir de Túnez no habían dado resultado. Abu Faris, el delegado del emir, había optado por trasladarse a Ceuta, y si el delegado se había largado de allí a toda prisa era porque sabía que la ayuda solicitada no llegaría nunca. Finalmente, habían optado por recurrir al miramamolín de Marrakex, Al- Muctased Ibn Said. Pero éste, que encima era enemigo acérrimo de Abu Zakariyya, ni se molestó en contestarles. Tenía cosas más importantes que hacer, y eso que Saqqaf hablaba en su misiva hasta de Guerra Santa. Pero era evidente que la Guerra Santa le daba un ardite al miramamolín, que no tenía el más mínimo interés en cruzar el estrecho para enfrentarse a aquellos rumíes que, según le había dicho sus informadores, no tenían nada que ver con los godos a los que echaron a patadas hacia el septentrión hacía más de cinco siglos. Por lo tanto, optó por irse de campaña contra su odiado vecino Abu Zakariyya, cosa que no le salió nada bien porque murió asediando una fortaleza en el Tremecén aquel nefasto verano de 1.248.
Por lo tanto, los posibles apoyos se le habían terminado al fogoso valí y sabía que, desde hacía ya tiempo, dependían de ellos mismos para resolver todo aquel embrollo infernal. Y aunque a veces le asaltaba la duda acerca de si había obrado bien dando muerte a al-Yadd, en seguida alejaba de sí semejantes pensamientos, porque si algo tenía Saqqaf era una testarudez digna de la más contumaz de las mulas, y jamás reconocía, ni siquiera a sí mismo, que había cometido un error.
Sumido en esto estaba cuando alguien llamó a la lujosa puerta de su aposento privado. Tan desganado estaba que ni siquiera había mandado llamar a las esclavas cantantes que solían amenizarle las veladas.
-¿Quién es?- preguntó con voz lúgubre- No quiero ser molestado.
-Soy Ibn Suayb. Es importante, mawla. ¿Puedo pasar?
Con evidente fastidio, Saqqaf autorizó la entrada al arráez. Ibn Suayb no tenía mucho mejor aspecto que el valí. Unas ojeras oscuras daban a su rostro cetrino un aspecto aún más siniestro de lo habitual, y andaba un poco encorvado.
-¿Qué me traes? No me dirás que los rumíes se han marchado de vuelta a sus eriales del septentrión- gruñó en un tono un tanto amargo.
-Me temo que no, mawla- respondió el arráez desenrollando un papel que traía en la mano-. Traigo la lista de bajas, de incidencias, y el parte de lo ocurrido hoy.
Saqqaf movió la mano, malhumorado.
-No me cuentes penalidades, demonios. Llevo todo el día buscando soluciones, y por las barbas de mi abuelo que no he sido capaz de encontrar ninguna. Dime solo si estamos mejor, igual o peor que ayer.
-Bueno, digamos que, de momento, igual. Pero...
-Con eso me basta- cortó secamente Saqqaf-. Y ahora déjame tranquilo.
Ibn Suayb se puso colorado de ira.
-Mawla, tengo que decirte algo más. Y veo improcedente que lleves todo el día encerrado aquí, mientras que fuera se decide la suerte de la ciudad.
Sorprendido por la reprimenda, Saqqaf se incorporó un poco en su montaña de cojines.
-¿Qué estás diciendo?- preguntó con voz amenazadora.
-Digo con todos los respetos que lo menos que puedes hacer es escucharme a fin de tomar las medidas oportunas. Esta noche salen para el castillo de Triana las últimas tropas fiables. Toda la guarnición profesional del alcázar ha sido ya engullida por esa fortaleza, y los que hoy parten son los últimos. El siguiente envío de hombres ya serán de los reclutados entre los ciudadanos, gente que obra de buena fe pero sin apenas preparación militar.
Saqqaf tardó unos momentos en digerir la parrafada.
-¡Pero eso es una mala noticia, mierda!- exclamó finalmente-. ¿Cómo no me has avisado antes de eso?
Ibn Suayb miró al primoroso techo de la estancia antes de responder, intentando contener su creciente ira por la a veces inexplicable desidia del valí.
-¡Llevo todo el día intentando hablar contigo, Saqqaf!- replicó apeando esta vez el tratamiento-. Pero el eunuco de mierda que guarda tu puerta como si fuese la del harem no me ha dejado ni llamar a ella. Sólo cuando lo he amenazado con enviarlo como askari al castillo de al-Faray me lo ha permitido.
Saqqaf se quedó meditabundo. Evidentemente, aquello empeoraba la situación. El castillo de Triana era lo único que mantenía a los castellanos entretenidos, y si caía ya podían preparar la rendición.
-Hay que tomar una determinación, amigo mío- murmuró -. Si esto sigue así, estaremos perdidos antes de un mes.
Ambos se quedaron callados un buen rato. Se abstenían de reconocerlo, y más el uno en presencia del otro, pero no eran tan necios como para no darse cuenta de que la situación solo empeoraría con el paso de los días.
-¿Cómo andamos de suministros? ¿Hay trigo y cebada aún?- preguntó Saqqaf, saliendo de su ensimismamiento.
-Regular, mawla- respondió Ibn Suayb sacando otro papel de entre sus ropas y consultándolo-. En el mejor de los casos, para un par de meses con la ayuda de Alláh. Y eso sin contar la pérdida por lo que se comen las ratas y lo que se echa a perder.
-¿Y armas?
-Eso es lo de menos. Armas tenemos de sobra. Lo que empieza a faltar son quienes las manejen. Como te digo, de askaris profesionales solo nos queda la ya bastante reducida guarnición de alcázar. El resto es gente que en algún momento han servido en la milicia de alguna kora para una aceifa, y poco más. Valen para defender una muralla, pero en campo abierto no son enemigos para los rumíes. Los barrerán a la primera carga que hagan esos monjes del demonio.
Un nuevo silencio se impuso en la estancia, roto solo por el agradable murmullo de las fuentes que a través de las ventanas les llegaba mezclado con el rumor del viento en las copas de los árboles. Saqqaf parecía verdaderamente preocupado y, por primera vez, le dio la impresión a Ibn Suayb de que aquello empezaba a superar al valí.
-¿Se te ocurre algo?- preguntó el arráez rompiendo el ominoso silencio en que se había sumido el hasta entonces arrogante Saqqaf.
-¡No, maldita sea!- bramó negando con la cabeza-. Por primera vez en mi vida me veo sin saber que hacer. No vamos a recibir ayuda de nadie. Ni Abu Zakariyya ni ese mierda del miramamolín de Marrakex han querido saber nada de nosotros. Nos estamos quedando sin tropas, sin alimentos, y sin posibilidad de reponerlos. El puto puente de barcas se pudre en el fondo del río, y los esquifes no dan abasto noche tras noche para traer las escasas provisiones que aún pueden rapiñar en las alquerías de Aljarafe y que esos hijos de puta no han arrasado aún. ¡No sé qué demonios hacer!
-Saqqaf- dijo suavemente Ibn Suayb. Por el tono con que lo dijo, el valí lo miró fijamente, adivinando que algo de gran importancia iba a salir por la boca del arráez-, creo que quizá sería hora de ir pensando en una rendición lo más ventajosa posible. Los rumíes aún nos creen fuertes, y mejor es negociar cuando aún lo parecemos que cuando estemos completamente derrotados.
Al oír aquello, Saqqaf se puso de un extraño color violáceo. Ibn Suayb, creyendo que iba a tener uno de sus ataques de ira, echó mano disimuladamente a la empuñadura de la gumía que llevaba en su faja de seda. Sabía como las gastaba el valí con aquellas cosas, y no estaba de más ser precavidos. De hecho, el asesinato de al-Yadd había sido por mucho menos, ya que el anterior valí había pactado con los castellanos, y él proponía rendirse a ellos. Pero, sorprendentemente, no pasó nada. Saqqaf, respirando hondo, volvió a recuperar su color natural y en cuando pudo articular palabra se dirigió al arráez en un tono bastante normal.
-Perdona, amigo mío- se excusó pestañeando repetidas veces y tosiendo un poco-, creo que me ha venido un golpe de sangre a la cabeza. Será el vino.
Ibn Suayb sonrió levemente. Por lo visto, el iracundo valí también se había planteado lo mismo, pero le había faltado valor para decirlo el primero. Con todo, no pudo disimular el tremendo enojo que le suponía hablar de eso. Pero haciendo un esfuerzo, supo dominarse sin dar rienda suelta a su ferocidad innata.
-No te preocupes, mawla- replicó con tono indiferente Ibn Suayb-. A veces también me pasa a mí.
Saqqaf volvió a recostarse en sus cojines, respirando aún con un poco de dificultad.
-Quizás tengas razón, amigo mío- reconoció finalmente-. Ahora, nuestra posición es aún ventajosa. Es posible que si pactamos una tregua y ofrecemos a ese perro ocupar el alcázar a cambio de dejarnos en la ciudad como vasallos suyos acepte sin dudarlo. Porque igual que nosotros hemos sufrido bajas, ellos no se han ido de rositas y sus efectivos están un tanto mermados. Y el invierno les cogerá aquí con un Aljarafe ya esquilmado por más de un año de saqueos y con el peligro de inundaciones con que cada año nos amenaza el río Grande.
-Así es, mawla- convino Ibn Suayb-. Y no solo eso, si no que él desconoce si recibiremos en algún momento ayuda de Túnez, por lo que querrá liquidar el negocio cuanto antes y volver a sus dominios. Y una vez normalizada la situación, siempre podemos, dentro de un par de años o tres, volver a expulsarlos de aquí, contando ya con la ayuda formal de cualquier emir que nos acepte como vasallos.
-¡Exactamente!- corroboró entusiasmado Saqqaf-. Y para entonces, ese hideputa igual ha reventado de una maldita vez, y como pasa siempre que se muere un rey rumí, los nobles empezarán a hacer de las suyas y el heredero las pasará putas para poner orden en su casa, por lo que no podrá dedicarse a venir por aquí a incordiarnos.
-¡Claro!- exclamó el cada vez más exaltado Ibn Suayb-. ¡Y durante muchos años no podrá hacernos frente, años que aprovecharemos para volver a hacernos fuertes y retomar nuestro proyecto inicial de invadir Castilla!¡Esto no es una rendición, si no sólo ganar tiempo!
-¡Así es!- aplaudió muy contento Saqqaf.
Visto de esa forma, lo que hacía breves momentos era una tremenda humillación se había visto convertido en una magistral jugada para aprovechar la hipotética situación de disturbios civiles que se vivirían en Castilla tras la muerte de Fernando, que con seguridad sería cosa de poco tiempo.
Ambos se estrecharon las manos, felicitándose mutuamente por haber dado por fin con una solución a su pésima situación. Repentinamente animado por todo aquello, Saqqaf hizo sonar las palmas para pedir una cena en condiciones y la compañía de las esclavas cantantes. Como por ensalmo, sus preocupaciones habían dado paso a sus habituales apetitos sexuales, bastante apagados desde hacía varios días ante la extrañeza de todos. Porque Saqqaf, a pesar de ser ya un hombre maduro, seguía manteniendo el vigor de un mozalbete en esas cuestiones. Las malas lenguas decían de él que las fuerzas que se le iban por los bajos eran la consecuencia de su cerrilidad y poco seso.