Huelga
Tengo que volver atrás para decirles que cuando la familia del coronel se marchó a Ilhéus, yo y María éramos buenos amigos. Este libro no tiene continuidad. Y es porque no tiene trama y esas evocaciones sobre la vida en los campos las voy escribiendo a medida que me vienen a la memoria. Antes de empezar Cacao leí algunas novelas y me doy cuenta de que ésta no se les parece. Así es. Sólo quise contar la vida en el campo. A veces tuve ganas de hacer un panfleto o un poema. A lo mejor ni siquiera salió una novela.
Como iba diciendo, María dejó de humillarme y se puso a hablarme con una retórica espantosa. Muchas de las cosas no las entendí. Quería hacerme un buen católico poniéndome como señuelo el cargo de capataz. Yo sólo veía sus ojos y sus cabellos rubios.
Finalmente se fueron. Desde el vagón María agitó el pañuelo para mí. Esa noche reflexioné en el asunto y me encontré idiota y cretino. Sentía que María me gustaba y todas las cosas indicaban que tampoco ella era indiferente. Pero no podía ser… Yo era un trabajador, un simple alquilado, con tres mil reis por día, unos pantalones sucios, uñas rotas y manos callosas. Es verdad que Antonieta estaba engolosinada conmigo. Pero Antonieta era una prostituta de ínfima categoría. María, no. María era la hija del patrón, del hombre más rico del sur de la provincia, del rey del cacao, y a lo menos que podía aspirar era a un diputado, con automóviles, con mansiones, Río de Janeiro y viajes a los cabarets de Europa. Y lo peor es que yo hasta tenía cierta esperanza de que ella aceptase ser la mujer de un trabajador. Porque yo me acordaba de Colodino y no quería volverme rico. Era ella la que tenía que convertirse en mujer de un alquilado…
Cuando pensé bien en todo eso me reí tanto que João Grilo se asombró:
—¿Se enloqueció, sergipano?
Y yo me reía y me reía. Juro que no tenía ganas de llorar.
Nilo se había ido de la plantación y trabajaba para el coronel Domingos Reis, en una propiedad distante. Unos cearenses hambrientos se alquilaron con Mané Frajelo y uno de ellos vivía con nosotros. Contaba cuadros dramáticos de la sequía. La tragedia del nordeste no me impresionaba más. Era la voz del cearense la que me impresionaba. Una voz calma, resignada, perezosa. En los momentos de descanso fabricaba redes que vendía a buen precio en Pirangi. Recién había llegado y sólo pensaba en el regreso:
—Apenas mejore la sequía…
Su guitarra reemplazó a la de Colodino. Y nosotros sentíamos nostalgia del compañero que se había ido y que prometió volver para enseñarnos lo que aprendiera. Nuestra esperanza aumentaba:
—Algún día…
El cacao comenzó a bajar. A medida que se desvalorizaba, el coronel andaba hecho una fiera. Despidió a muchos y los que quedamos trabajábamos como animales. Nos amenazaba con la disminución de los jornales. Los productos de la despensa habían subido de precio. Adiós saldos. Solamente Honorio conseguía sacarle algo de plata al coronel. Pero desde la fuga de Colodino, ya no contaba con los mismos favores. João Vermelho nos trataba con rigidez y Algemiro recorría los cultivos gritándonos para que trabajásemos más.
Por fin, un día rebajó los jornales a tres mil reis. Yo lideré la revuelta. No volveríamos al campo. Arreglamos todo una noche, en la casa del viejo Valentín, que estaba cada vez más viejo, con las arrugas que le marcaban bajorrelieves en el fondo negro del rostro. João Grilo fue el último en llegar. Venía de Pirangi y cuando conoció nuestro plan nos desanimó.
—Ni lo piensen… Llegaron más de trescientos hambrientos que trabajan por cualquier precio… y nos vamos a morir de hambre.
—Estamos vencidos antes de empezar a luchar.
—Nosotros ya nacemos vencidos… —sentenció Valentín.
Bajamos las cabezas. Y al otro día volvimos al trabajo con quinientos reis menos.