Conciencia de clase

Por primera vez, desde que vivía en la plantación, fui a Pirangi montado, a buscar un médico para Osorio. En Pirangi contaban la historia de diversas maneras. Unos decían que habían asesinado al coronel, otros que Osorio había sido baleado. Cuando el médico se retiró, después de hacer las curaciones, caía la noche. Llamaron a Honorio.

En nuestra casa dominaba el silencio. Ni João Grilo contaba sus cuentos ni Honorio se reía. Las ropas de Colodino habían desaparecido como por encanto. Pregunté con los ojos y João Grilo me respondió murmurando:

—Está en la casa del viejo Valentín. A la noche salta el monte hacia Itabuna y entonces, ¿quién lo agarra?

—Si lo agarran acá no quedan ni rastros suyos.

—Debe ser por eso que lo mandaron llamar a usted, Honorio.

—¿Me llamaron? —Honorio se rió—. Ya voy. Es mejor que yo haga el trabajo.

João Grilo y yo nos sonreíamos. Salí con Honorio. Lo conversado en la casa grande fue secreto. Pero cuando estuvimos de vuelta, Honorio nos dijo (su voz sonaba suave y extraña en la oscuridad. Me acordé de la voz de Roberto en mi noche hambrienta en Ilhéus):

—Me pagan quinientos mil reis para acabar con Colodino.

—¿Y?

—Acepté, claro que sí. Quinientos mil…

João Grilo se rió desde su cama. Honorio preguntó:

—¿Vamos?

—Vamos.

La noche era muy oscura y no llevábamos farol. Fuimos a tientas por el monte. La casa del viejo Valentín se escondía detrás de los cultivos. Honorio golpeó. Valentín contestó:

—¿Quién es?

—Honorio.

Valentín abrió la puerta con el arma en la mano. Honorio se divirtió:

—¿Anda con el palo agujereado, viejo?

Entramos. Colodino apareció y nos estrechó las manos.

—¿Para dónde se va a ir? —le pregunté.

—Para Río.

—¿Río do Braço? —se espantó João Grilo.

—No. Río de Janeiro. Siempre fue mi sueño…

—¿Y cómo va a hacer?

—Me meto por el monte, salgo en Pirangi, le doy a las piernas hasta Ilhéus. Allí me escondo en la casa de Alvaro. Salgo el día que viene el barco.

—¿Y el pasaje?

—Alvaro se encarga de todo. Yo sólo salgo y me embarco…

—No vaya por Pirangi —intervino Honorio—. Algemiro lo anda buscando por el camino. Vaya por Itabuna.

—¿Nadie vigila el camino de Itabuna?

—Este servidor —Honorio se rió fuerte con sus dientes blancos y brillantes.

—¿Cuánto se pierde, Honorio?

—Quinientos…, pero no importa.

Colodino nos abrazó y me prometió:

—De Río le escribo, sergipano.

—¿Tiene plata? —le preguntó João Grilo.

—Sí. Saqué mi saldo este fin de mes.

Honorio salió con el revólver para tender trampas. Colodino le dio un largo abrazo. Le avisó:

—Apenas salga, yo meto fuego… Pero ando con mala puntería… El coronel me va a echar pestes. Pero maldición de buitre viejo no alcanza al caballo joven…

Desapareció en la oscuridad de la noche. Al poco tiempo Colodino se despidió. El atado de ropa al hombro, el farol en la mano, el revólver en la cintura. Teníamos el corazón oprimido. Se iba el que sabía más, el que intuía. En los árboles las lechuzas. El extraño brillo del farol. El barro del camino. Lo acompañé un largo trecho. Callados los dos. Por fin, Colodino habló:

—Sergipano, desde Río le voy a escribir. Me parece que allá hay contestación para nuestras preguntas.

—Escríbame, Colodino.

Sacó una cosa del bolsillo. Era un pañuelo bordado por Magnolia.

—Déselo…

—Pobre…

—Sólo lamento no haberlo matado. Pero ese tajo le va a quedar, ¿no?

—Sí, quedó marcado…

Nos despedimos. Él siguió. En medio de la noche se oían los gritos de los animales. Los sapos croaban. A lo lejos se oyó un tiro. La luz encendida de la casa del coronel se apagó. Honorio regresó con la misma sonrisa.

—Están furiosos porque no lo quemé a Colodino con el balazo.

—¿Qué les dijo?

—Que me falló la puntería…

—Y dígame, ¿por qué no quiso matar a Colodino?

—Me gustaba Colodino… Pero no lo maté porque era como nosotros, un alquilado. Matar coroneles me gusta, pero trabajadores no mato. No soy traidor.

Después de mucho tiempo descubrí que ese gesto de Honorio no se llamaba generosidad. Que tenía un nombre mucho más hermoso: conciencia de clase.