El rey del cacao y de la familia
Vinieron a pasar las fiestas de San Juan. Colodino había arreglado la galería, cambió las tablas viejas que las hormigas royeron, encaló el frente y pintó las puertas. Al fondo, esperando las fiestas, crecían el maizal, la canjica, el munguzá, la pamonha[25]. Algemiro y João Vermelho andaban enloquecidos preparando las cosas para la llegada del coronel y de la familia. Manuel Misael de Sousa Teles, el rey del cacao, señor feudal de aquella interminable plantación Fraternidad, llegó con toda la familia una clara mañana de junio. Cinco burros cargaban el equipaje. Doña Arlinda, metida en una increíble vestimenta de amazona, derrengaba al pobre burro con sus casi cien kilos. María montaba como hombre, los ojos claros y los cabellos rubísimos y crespos, agitados por el viento fino que doblaba el maizal y volteaba las hojas de los árboles de cacao. El coronel interrogaba a Algemiro sobre la zafra y a João Vermelho sobre los trabajadores.
—El campo de atrás de los pastos, dio más el año pasado.
—No lo podamos… Pero el de João Evangelista está dando más este año.
—¿Llegará a ochenta mil la zafra, eh?
—Sí, coronel.
—Es necesario. El cacao está bajando —señala a la gente—, esos miserables sólo saben comer. No trabajan casi nada.
—Debemos estarles encima.
El coronel tenía una voz arrastrada, demorada, cansada, de animal sagaz, y unos ojos malos, escondidos en el fondo de la cara arrugada por los años. Como mi tío, cultivaba una barriga redonda, símbolo de su hartazgo y de su riqueza. Se sabía que comía mucho, comía estúpidamente, y que cincuenta años atrás había sido tropero y después, dueño de una taberna. Quizás había sido alquilado y por eso desconfiaba de nosotros. Doña Arlinda, orgullosa de la riqueza de su marido, usaba joyas caras y vestidos de seda hasta para andar por los campos.
Varios de nosotros estábamos sentados frente al almacén cuando pasó la cabalgata:
—Buen día.
—Buen día.
Valentín respondió lento:
—Nuestro Señor Jesucristo le dé buen día, patrón.
Y bajito hacia nosotros:
—El diablo te conjure, peste.
De los extremos de la plantación, de los campos más distantes, salían familias enteras de trabajadores que venían a saludar a doña Arlinda. Traían cestas. Quiabos, jilós[26], tomates y porotos verdes llenaban las cestas. Algunos traían zapallos gigantes, jacas escogidas, cachos de banana. Los seguían las criaturas barrigonas, patinando en el barro y corriendo por el camino:
—Siga derecho, porqueriíta. Dentro de poco la ropa va a estar sucia como un horror. ¿Y así va a pedirle la bendición al padrino?
Entraban y apretaban los dos dedos llenos de anillos que doña Arlinda les presentaba. Los chicos besaban la mano de la madrina, los labios sucios de jugo de jaca. Patrones de los alrededores conversaban con el coronel sobre los negocios. Desde la galería, María miraba el paisaje de oro del cacao, en el cual, nosotros, hombres desnudos de la cintura para arriba, éramos simples complementos.
Doña Arlinda preguntaba a las mujeres:
—¿Cómo anda su marido?
—Enfermo, patrona. Desde que una cobra lo mordió, no volvió a tener salud. Yo hasta desconfío que eso es un hechizo. Pero como no tiene saldo para ir a Bahía a ver al Santo Jubiabá…
—¡Hechizo de qué!… Eso es pereza… Si ustedes trabajaran terminarían enriqueciéndose.
—Uno no hace cuestión de volverse rico, no, señora. Uno quiere tener salud y porotos para comer. Y se trabaja mucho, se trabaja.
Doña Arlinda se miraba las manos pequeñas, de uñas rojas y bien arregladas:
—El trabajo no es tan pesado como dicen…
La mujer se miraba las manos grandes y callosas, de uñas negras y rotas y sonreía con la sonrisa más triste del mundo. No lloraba porque ella, como nosotros, no sabía llorar. Estaba aprendiendo a odiar.
Bebían su trago de vino y se volvían. Los chicos, que tan difícilmente se habían mantenido quietos, salían a todo correr.
En una de esas carreras, un chico golpeó un árbol de cacao y derribó un fruto verde. El coronel, que miraba desde la galería, voló encima del chico que ante el tamaño de su crimen se quedó boquiabierto. Mané Frajelo levantó al criminal por las orejas:
—¿Usted se cree que esto es de su padre, atorrante? Sólo saben destruir las plantaciones, desgraciados.
Una tabla de cajón, tirada por allí, sirvió de chicote. El chico berreaba. Después, dos puntapiés.
Colodino cerraba los ojos y los puños. Todos estábamos parados, sin un gesto. Era el coronel quien castigaba y además, el castigado había volteado un coco de cacao. De cacao… Maldito cacao…
Esa tarde, de vuelta del trabajo, como siempre, nos reunimos a conversar frente al almacén. Comentábamos la llegada del coronel, cuando apareció él, acompañado por Algemiro y por María, que vestía un pijama muy adornado, de seda.
—Buenas tardes.
—Buenas tardes.
—¿Cómo van las barcazas, Colodino?
—Comencé con las últimas.
Honorio jugueteaba con el facón.
—¿Y usted, negro, siempre tan perezoso?
Honorio espiaba con los ojos mansos y sonreía:
—Nunca fui…
—¿Ha robado mucho, João Grilo?
—No sé hacer cuentas…
Mané Frajelo se volvió hacia mí:
—¿Y ése quién es?
—Un sergipano —explicaba Algemiro— nuevo aquí. Todavía no hace un año.
—¿Qué tal su trabajo?
—No está mal.
Le llegaba el turno a Valentín:
—¿Usted no se murió todavía, porquería? No sirve más para el trabajo, vive aquí comiendo de favor.
—De aquí sólo salgo con los pies para adelante. Quien comió la carne que roya los huesos…
Decididamente, el coronel estaba de buen humor. Bromeó con todos. Lo oíamos silenciosos, la cabeza gacha, mirando las plantas de cacao. Nunca odié a nadie como aquel día odié al coronel. Al fin, se volvió hacia María:
—¿Y? ¿No elegiste todavía?
Había llegado la temida hora de la elección. María debía optar por uno para el servicio de la familia. Nos parecíamos a una banda de pollos de los cuales uno, el más pintoresco, sería separado de los otros y llevado a la casa del patrón. Teníamos miedo porque, aunque el trabajo era menor, la humillación era mucho mayor.
Los ojos de María se detuvieron en mí. Bajé la cabeza, sombrío.
—El sergipano, papito.
Algemiro me tocó el hombro:
—Usted queda a disposición del coronel —me felicitaba—. ¿Qué suerte, eh? Ganar casi sin trabajar.
Con una voz arrastrada como la de Mané Frajelo respondí:
—Ajá…
El coronel y la hija se distanciaban. Algemiro los acompañó. Miré a mis compañeros. Honorio se sentó a mi lado:
—Va a sufrir un poco, sergipano. Esa muchacha es una orgullosa. Yo sufrí el año pasado. Pero así es la cosa. Todos son una peste…
Me di vuelta hacia Colodino:
—¿Esto seguirá siempre así, Colodino?
De todos nosotros, él parecía el único que tenía una cierta intuición de que algo, un día…
—Es imposible. Tiene que cambiar.
—¿Cómo?
—No lo sé…
Algemiro había vuelto y opinaba:
—Hay que trabajar para enriquecerse.
—No —Colodino no estaba de acuerdo—, así siempre habrá patrones y alquilados.
—Siempre habrá, sea como sea.
Mirábamos el cacao y no encontrábamos la solución. Si nosotros no estuviéramos muy acostumbrados con la miseria, los suicidios serían diarios. ¿No habría una manera de salir de esa situación?
Las primeras estrellas que aparecían en el cielo no respondían. Ni las cobras que silbaban en los campos.
Cargué agua y partí leña. Ayudé a matar una gallina y traje naranjas y cachos de bananas. El café de la familia del patrón valía más que nuestro almuerzo, café con leche, pan, queso, arroz dulce, aipim[27] y cuanta cosa había… El pijama de María tenía diseños complicadísimos. Me senté a la puerta de la cocina. La cocinera me ofreció una taza de café.
—Gracias. Ya comí.
Se sorprendió de mi excusa:
—Tiene leche. Es del bueno, tonto.
—Gracias.
—Por lo menos un poco de arroz con leche.
—No tengo hambre.
—Para no hacerme un desprecio…
Acepté. Comía lentamente aquel dulce, cuando María se acercó:
—Nunca había comido eso, ¿no?
—En mi tierra hay mucho, señorita.
Me miró asombrada:
—¡Ah!, es de Sergipe, ¿no es cierto? Allá hacen mucho arroz con leche. Yo estuve en Aracaju. Bailamos mucho… ¿Usted sabe leer?
—Sí.
—¿Y escribir?
—También.
—Qué raro… En general, ustedes son unos ignorantes.
—Estamos olvidados del mundo.
—No le pedí su opinión. Venga a buscar la ropa sucia.
Entré, los pantalones de lanilla azul sucios de barro, la camisa de algodón fuera del cinturón, el facón golpeándome en las piernas. María dictaba:
—Seis calzoncillos; doce pañuelos; cuatro pijamas…
Examinó mi letra. Después miró mis cabellos rubios, se sonrió sarcásticamente de mi indumentaria. Yo no estaba confuso. Sentía odio.
—Vaya a llevarle esto a la señora Margarita. Dígale que es para el sábado.
—Sí, señorita.
—¡Ah! A la tardecita prepáreme un burro bueno para dar un paseo.
Salí con el atado. Cuando pasé por el campo que fuera de João Evangelista, me bromearon:
—¡Eh, mucamita!, ¿va a lavar la ropa al río?
Les hice un gesto obsceno sonriendo y allá me fui con mi odio inútil por la hija del patrón.
—¿Están preparados los burros?
—Como la señorita lo pidió.
—¿Y el suyo?
—¿Yo también voy?
—¿Quería que fuese sola? Haga el favor de lavarse la cara…
—Póngale los arreos viejos de Algemiro —me decía el coronel— y no me pise al burro.
Salimos en silencio por el camino. Un sol mortecino de invierno iluminaba los campos.
—Es bonito…
Ante mi silencio; ella preguntó:
—¿No cree que es bonito?
—Es triste. Los que viven aquí sufren.
—¿Piensa darme lecciones sobre la vida de ustedes?
—No. La señorita es la patrona, tiene la obligación de saber.
—La vida de ustedes no me interesa. Nunca tuve vocación de monja…
—Y ninguno de nosotros de esclavo.
—Tengo ganas de hacerlo volver mañana al trabajo en el campo. Lo prefiero a Honorio, que mira con su cara de asesino pero no habla. Lo elegí a usted porque me dio pena. Usted es blanco y joven.
—Gracias.
—¿Por qué nos odian tanto? ¿Nosotros somos culpables de que ustedes no sean ricos?
—Nosotros no queremos ser ricos.
—¿Y entonces qué quieren?
—Vaya a saber…
Paramos. Ella se sentó bajo una jaqueira. Até los burros y esperé. Abrió un libro que había traído.
—¿Usted sabe leer, no?
—Sí.
—Lea en voz alta.
Me dio el libro, una novela de amor, abierto en la descripción de una fiesta. Comencé a leer maquinalmente. Copas de champaña, vasos de vino, bailes, foxtrots y valses, paradojas y delicadezas. Cuando di vuelta la página, ensucié la otra con mis dedos.
—Ensucié el libro, señorita.
—Entonces la descripción de esta fiesta le hizo mal, ¿eh? Le dieron ganas de tomar champaña…
—A mí no me gusta tomar. Tomo cachaça porque aquí es necesario.
—Usted es un mal educado.
—Soy un trabajador, no tengo educación.
Agarró el libro y se puso a leer. Yo recogía nomeolvides. Ella sonrió:
—No es tan mal educado.
—Son flores para Magnolia, la novia de Colodino.
—¡Ah!
Y volvió a leer las escenas de amor de duques y condesas europeas. Me quedé mirando el horizonte de lejos, contento de verme libre de la hija del patrón al día siguiente. Cuando volvimos, alguien gritó desde el campo:
—¿Está haciendo de ama sin leche[28], sergipano?
María se enojó. No podía permitir bromas de los trabajadores, esos animales estúpidos.
—Dígame quién fue, así papá lo despide.
La miré con tal mirada que la asusté por un instante. Enseguida reaccionó:
—No los traiciona, ¿eh? Todos ustedes no valen lo que comen.
No me mandó volver al campo como había prometido. Pero al otro día me trató ásperamente, orgullosamente, digna hija de Mané Frajelo.
—Haga esto. Haga aquello.
Sus cabellos rubios y su piel blanca sobresalían con el pijama rosa.
La cocinera me avisó:
—Es gente bruta. La madre todavía más. El hijo entonces…
El hijo llegaría la semana siguiente. Andaba por Bahía, en la Facultad.
—¿Entonces, usted ahora está de ama sin leche de la coronelita?
—Mala suerte…
—Lo humilla siempre, ¿no?
—Pero yo le contesto, Colodino.
Honorio aconsejaba:
—Es mejor quedarse callado. El trabajo está difícil. Si ella lo despide…
—¿Qué me importa?
Colodino agarraba la guitarra y se iba a la casa de Magnolia. João Grilo cantaba en la noche oscura, llena de misterios. Mis sueños empezaron a turbarse. Soñaba con cacao y después ya no era cacao, eran los cabellos rubios de María.