Alquilado

Bajé en Ilhéus con dieciséis mil cuatrocientos, un atado de ropa y una gran esperanza, no sé de qué.

Un changador me informó que pensión para los que buscan trabajo sólo había en la Isla de las Cobras, un conglomerado de callejuelas escondido al fondo de la pequeña y dinámica ciudad. Y hasta me recomendó la casa de doña Coleta, donde preparaban un sarapatel[5] suculento. De verdad era suculento. Pero con la cama, me costaba un pago diario de dos mil reis. Pasé quince días en la pensión de doña Coleta. Ya debía catorce mil reis, cuando ella me hizo ver que había sido muy benevolente conmigo y lo menos que yo debía hacer era dejar la pieza y la olla a otro huésped que pudiese pagar. Ella era pobre y no podía…

Agarré mi ropa y me fui. Ese año el cacao estaba en baja y no era fácil encontrar trabajo. Golpeé varias puertas sin resultado.

—No hay trabajo.

La respuesta zumbaba en mis oídos. El día que me fui de la pensión de doña Coleta anduve buscando trabajo. Los coroneles se negaban. No había comenzado la zafra y sobraban brazos. Me miraban como si fuese un enemigo que les iba a robar.

Me quedé parado en el puerto. Un barco se marchaba a la capital. El reloj de una casa comercial dio las cuatro. A pesar de todo yo no sentía hambre. Sentía odio. Anduve vagando el resto de la tarde. Los hombres volvían a sus casas cargados de paquetes. Entonces empecé a sentir hambre. Como si un montón de ratones me royera el estómago. Una cosa rara que me daba ganas de llorar y de robar.

La noche cubría la ciudad. Sólo alumbraba el pestañeo de las lámparas eléctricas. Me detuve en una panadería. Muchachos y empleados entraban y salían con paquetes de pan y de bizcochos. Yo entré también. Y me quedé mirando la inmensa parva de pan que subía por la pared hasta tocar la imagen de San José, patrono de la Panadería X del Problema. Pensé en Jesús multiplicando los panes. Pero enseguida dejé de ver a Jesús. Veía el hambre. El hambre con la cabellera de Jesús y sus ojos suaves. El hambre multiplicaba los panes, llenaba la panadería entera dejando apenas un rincón para el empleado. Después de multiplicar, dividía. El hambre tenía ahora un manto de juez y la misma expresión tierna de Jesús. Y le daba todos los panes a los ricos que entraban en procesión con billetes de cien mil reis en los dedos con anillos y le sacaban su lengua a los pobres que en la puerta extendían los brazos escuálidos. Pero los pobres invadían la X del Problema, derribaban la imagen del hambre y se llevaban los panes. Fui entrando con ellos. El empleado me detuvo:

—¿Qué quiere?

Me pasé la mano por la frente. El sudor corría. En el estómago, los ratones roían, roían… Miré y vi que los panes y San José seguían estando en el fondo de la panadería. Murmuré al empleado que se disponía a llamar a un vigilante:

—Discúlpeme. No quiero nada, nada.

Los criados entraban con dinero y salían con pan. Ciudad chica, recorrí todas sus calles. Acostumbrado, es un decir, al hambre. Miraba con aire de espanto a las pocas personas que todavía deambulaban por la ciudad. A veces, ellas también me miraban. Yo sonreía confundido, casi avergonzado de tener hambre.

Debía ser medianoche cuando empecé a conversar con un policía enfrente de la Intendencia. Parecía hacerle el amor al jardín y me ofreció un cigarrillo. No sé qué me pasó, sé que le conté toda mi historia. Y fumaba voluptuosamente aquel cigarrillo, mi primer alimento del día. El policía me llevó a la panadería donde me dieron un pan de quinientos reis. Comí cortándolo en pequeños pedazos. Después di las gracias:

—Gracias, hermano, gracias, viejo.

—No hay de qué. Mire, yo pasé muchas hambrunas. Y es feo el primer día. Después uno se acostumbra… ¿Con qué no se acostumbra uno? Lo peor (el policía miraba las estrellas con un aire extraño) es cuando hay hijos. Usted es soltero, ¿no? Lo que es yo, así como me ve, con ciento veinte mil reis de sueldo, tengo mujer y seis hijos.

Seis. Y abría los dedos, extrañado, el rostro contraído. Tenía odio no sé de quién. Fuimos andando lentamente y él continuó:

—Seis. El más chico no tiene un año. Y mi mujer ya está con la barriga afuera.

Se llevaba las manos huesudas adelante, dando una perfecta idea de cómo estaba la mujer. Ahora hablaba rabioso y escupía:

—Una mierda, una porquería esta vida. A veces, ellos, los ricos, me dicen: ¿Por qué tantos hijos, Roberto? Porque… ¿Qué va a hacer uno sino hijos? Uno no va al cine, no va a diversión ninguna…

Señalaba el morro de la Conquista:

—Vivo allá arriba, compañero. Hay poca comida y muchas bocas. Pero un día de hambruna siempre encontrará algo para comer.

Llegamos al puerto. Un edificio enorme dormía, pesado en la noche.

Roberto explicó:

—Un edificio del coronel Manuel Misael de Sousa Teles. Ricacho de aquí. Abajo tiene un banco de él también.

Escupió:

—Un idiota. No goza de la vida. La alegría de ese miserable es hacer mal a la gente. La madre murió pidiendo limosna y el hermano vive allí, lleno de heridas, vestido que no parece gente. Miserable así nunca vi otro. Tiene dos amantes.

—¿Es joven?

—No. Un viejo de setenta años… Ya debe ser impotente…

—¿Y para qué quiere amantes?

—Chuparlas, a lo mejor.

Escupió de nuevo. Estábamos en el puente. Grandes canoas inmóviles sobre el agua. La luna en el cielo. Roberto se recostó.

—Lo que es yo, aquí como me ve, no fui policía toda mi vida. Tuve plata. Tenía una tienda y lo perdí todo; nunca serví para ladrón. Pasé hambre, hoy gano ciento veinte mil reis. Pero estoy contento, ¿sabe? Es preferible ser pobre a ser rico y vivir como ese miserable. ¿Para qué sirven ellos? Sólo saben robar… Y rezan. Rezan, créamelo. Quieren el cielo. A lo mejor se compran un lugar allá. Hoy en día todo se vende. Vea, yo estoy orgulloso de ser policía. Estoy orgulloso. Un día, un día…

Yo pensaba en aquella esperanza de cada obrero, esperanza que era un poco mía.

—Ese día no va a tardar…

Roberto señaló el edificio del coronel:

—Viviré ahí.

Al mediodía yo todavía andaba al azar por las calles. Andaba sin pensar, medio hambriento. Posiblemente terminaría entrando en uno de aquellos almacenes a robar algo para comer. Entonces me encontré de nuevo con Roberto.

—Vamos a comer, compañero.

Fuimos a una fonda cercana al puerto, en el fondo unos quince hombres almorzaban. Roberto pidió dos feijoadas[6]. Saludó a los hombres que comían. Uno, negro y desnudo de la cintura para arriba, se vino a sentar con nosotros. Llegó la feijoada. Roberto hizo las presentaciones:

—El 98.

—Un sergipano que busca trabajo.

El 98 me miró sonriente.

—El trabajo anda mal ahora. A no ser que usted quiera agarrar algo duro.

—¿Adónde?

—En el campo. Agarrar la azada.

—La agarro. Ya busqué trabajo hasta en las plantaciones…

—El coronel Misael a lo mejor lo toma. ¿Ya fue?

—No.

—Vamos después de comer.

—Gracias, 98.

Después del almuerzo, fuimos al banco de Mané Frajelo. Me miró de arriba abajo:

—¿Cuántos años?

—Veinte.

—¿De qué provincia?

—Sergipe.

—¿Ya trabajó en el campo?

—Sí —mentí.

—Está bien, puede ir para allá. ¿Tiene para el pasaje?

—No, señor.

—Entonces consígalo. Yo no le doy. Tome el tren para Pirangi. Allá puede preguntarle a cualquiera dónde queda mi plantación. Preséntese a mi encargado. Él le dará trabajo. Y trate de no robarme.

Cómo se parecía a mi tío el coronel.

El 98 se dirigió a mí:

—Ya está alquilado al coronel.

Me extrañó la palabra:

—Se alquilan máquinas, animales, todo, pero la gente no se alquila.

—En las tierras del sur, la gente también se alquila.

La palabra me humillaba. Alquilado… Yo estaba reducido a mucho menos que un hombre…

Ellos me consiguieron la plata para el pasaje. Esa noche dormí en la casilla de Roberto, en lo alto de la Conquista. Al otro día a la mañana me embarqué en la segunda clase del ferrocarril Ilhéus-Conquista, rumbo a los campos de Pirangi, el más nuevo y el mayor distrito de la zona del cacao. Pensé en Sinval. Qué diría si supiera que el «niño bien» iba a trabajar con la azada.