EL TIEMPO ES
A las once Nigromante bajó al lobby, donde se en contraban ya Ramón Gómez de la Serna, Mendiola y Melgarejo. Ya todos sabían que Tranquilo no iría a Pie de la Cuesta porque andaba en otros negocios, y Nigro se enteró de que The Boss había llamado a todos temprano para avisarles de sus proyectos de expansión a Estados Unidos. Por otra parte, todos se sorprendieron al ver a Nigro lleno de vendas en la cara, y él tuvo que contarles una versión recortada de lo que ocurrió.
El plan para ese día señalaba ir a la laguna de Pie de la Cuesta a conversar con Demócrito, un viejo que había nacido con el siglo, así es que en esos tiempos del huracán Calvino ya tenía noventa y tres años cumplidos. Con él estarían algunos de los viejos cancioneros. Algunos habían sido maestros normalistas, compañeros de Agustín Ramírez, del trío los Pingüinos y de los Hermanos Arizmendi. Comerían pescado y mariscos, tomarían fotos y regresarían en la tarde. Después de eso, Tranquilo había decidido que Mendiola y Melgarejo en la noche tomaran fotos de las discotecas y volvieran al Distrito Federal al día siguiente.
Salieron a la Costera, una vez más de circulación tortuosa a causa de la lluvia. Viéndolo bien, la tormenta parecía empezar a ceder; aunque la precipitación aún era copiosa ya no mostraba la ferocidad de antes y, como no había viento, se podía ver un poco más. El mar seguía muy picado. Desde que se subieron a la combi, los fotógrafos adelante y Ramón Gómez de la Serna y Nigro atrás, Melgarejo, que iba al volante, puso un caset de la Sonora Santanera, porque era devoto de la Santa, los grupos de ahora no le gustaban, decía, era puro ritmo machacón, sin elegancia, nada como el jefe Carlos Colorado, mártir del guapachá.
- Contén la lágrima, Melgarejo, y retácate de Santanera todo lo que gustes -dijo Nigro.
- Pero, bueno, a ver si después oímos «Las bodas de Luis Alonso» -bromeó Ramón Gómez de la Serna.
- Puta madre, este pinche Acapulco está peor que el Defectuoso -comentó Melgarejo-, en cuanto a tránsito, digo, todo el tiempo que hemos estado aquí han sido puros embotellamientos. ¡Mira nada más a este culero! ¡Ya se me cerró! ¡Saca la lengua, pendejo! -gritó Melgarejo bajando un poco la ventanilla.
- Ni te oyen -dijo Mendiola-, con esta lluvia…
- ¿Qué han hecho, Mendiola? ¿Les ha ido bien? -preguntó Nigro.
- Pues sí, dentro de lo que cabe -dijo Mendiola, y Melgarejo lo interrumpió:
- A usté es al que le cabe, jefe.
- Qué pasó. Más respeto, Julián -indicó Mendiola, quien después se volvió, muy propio, hacia atrás-. Bueno, fuimos a tomarles fotos a todos los de la lista. No hubo ningún problema, sólo el presidente municipal nos hizo esperar como dos horas.
- ¿Ah sí? ¿Y qué les pareció el Quirri?
- Es un mamón -dijo Melgarejo-. Desde un principio nos vio como chinches, luego tardó siglos en maquillarse y además trajo a uno de sus cuates que según él es experto en iluminación. Por supuesto, era un pendejo. Total, que nos la hizo de pedo hasta el cansancio, ¿verdad, jefe?
- Sí, qué chocantito señor -corroboró Mendiola.
- Chale, voy por el carril más lento -comentó Melgarejo, casi desesperado por el tránsito.
- No, vas bien -dijo Ramón Gómez de la Serna-, porque tienes que dar vuelta adelante, en el semáforo.
- Chin. Este culero no se mueve.
- Oye, Ramón, fíjate que anoche, ¿quién crees que nos salvó de los judiciales que nos madrearon? Nada menos que el presidente municipal constitucional el doctor Lanugo Muñúzuri en persona. De pronto apareció, mágicamente, bajo el aguacerazo que estaba cabroncísimo. Venía con siete cuates, todos con gabardinas y sombrerotes vaqueros y paraguas negros. Se veían loquísimos, un poco como The Fields of the Nephilim. Le pregunté qué hacía a esas horas y me dijo que a veces le gustaba patrullar el puerto en la madrugada con sus siete compas.
- Sí, ya me habían contado que veces sale a altas horas, dicen que se dizque disfraza y va a lugares de mucho arrastre. Se cuentan cosas terribles que supuestamente hace.
- ¿Cómo qué?
- Saquen las chelurrias, ¿no? -propuso Melgarejo-, yo ando crudo. Las chelas -insistió mirando a Nigro por el retrovisor- que están en la hielera, allá abajo de tus patotas, Nigro.
- Calmado, Melga, me das miedo cuando te pones así -replicó Nigro abriendo la hielera que, efectivamente, estaba a sus pies; no sólo había hielo y cervezas sino una botella de Johnny Walker y otra de ron añejo cubano. También había vasos desechables y bolsas de papas fritas y de cacahuates. Nigro silbó admirativamente. Sin preguntarle, sirvió un whisky con hielo a Mendiola y él, como Melgarejo, tomó una cerveza. Ramón Gómez de la Serna no quiso. Dijo que era muy temprano y que mejor se esperaba a los mezcales de Pie de la Cuesta.
- Pues cosas muy de a tiro -continuó Ramón Gómez de la Serna-. Como que secuestran gente y luego la obligan a hacer barbaridades.
- Cómo qué.
- Como coger con animales.
- Pus eso no está tan mal -dijo Melgarejo, que había salido ya la avenida Cuauhtémoc y se dirigía, por Ejido, hacia Pie de la Cuesta, ya con un poco de menos tránsito-, yo de chavito me cogía a las gallinas, ¿a poco ustedes no? Todo mundo lo hace.
- El que se cogía a las gallinas era Jean-Paul Sartre -informó Nigro-. Por mi parte, de chavo, allá en Tenango, yo me cogía a una changa -platicó después-, estaba tan peluda que había que decirle: a ver tú, mea para orientarme.
- No mames, ése es un chiste viejísimo -dijo Melgarejo, y tocó el claxon con insistencia-. ¡Me carga la chingada con este idiota! ¡No deja pasar, no va ni por un carril ni por el otro! ¡Muévete, huevón! -gritó.
- También dicen que el Quirri obliga a sus hermanas a acostarse con él y con sus amigos.
- Chale -dijo Melgarejo.
- Igual que Calígula -recordó Nigro-, lo cuenta Suetonio de poca madre.
- Pues yo creo que, quién sabe cómo, él ordenó que nos golpearan anoche. No puedo creer que se haya aparecido así, de milagro. Pero ya no hablemos de ese pendejo.
- Sí, que chingue a su madre -asintió Melgarejo, quien manejaba con eficacia y sin dejar de beber su cerveza.
- ¿Sabes qué, Ramón? -dijo Nigro-, me cayó superbién el Nacho Acacho.
- Sí, es un tipazo, aquí habemos muchos que lo queremos, pero hay otros, muchos también, que lo detestan. Pero es mucha pieza para ellos. No le hacen mella.
- ¡Qué pinches curvas, señores y señoras! -exclamó Melgarejo porque, en efecto, las curvas de la carretera a Pie de la Cuesta eran estrechas y muy cerradas.
- Cuánta basura -dijo Mendiola, dando sorbitos de whisky al ver los montones que se juntaban a los lados de la carretera. No había mucho tránsito porque la parte norte de Acapulco había sido ignorada por el turismo y ahora sólo se veían casas muy pobres por toda esa zona, que veinte años antes fue más popular.
- ¿Y quién es el viejito al que vamos a ver? -preguntó Nigro.
- ¿Don Demócrito Gutiérrez? ¿El Trovador Atómico? -respondió Ramón Gómez de la Serna, riendo-, ya anda cerca de los cien años. Es un viejito muy querido. Y recio. Para su edad se encuentra bastante bien. Es de Pie de la Cuesta, allí nació, junto a la laguna, y siempre ha vivido allí, sólo va y viene por Acapulco y la Costa Grande. Ha visto todo y ha conocido a medio mundo. Se menciona a alguien y él siempre dice: ¡Yo lo conocí! Cuenta unas historias sensacionales, van a ver. Fue cantante y compositor, la mera verdad es que nunca fue un gran compositor pero sí cantaba muy bonito. Toda su vida se la pasó cantando pero ahora ya no puede y ya no sé si toque la guitarra, porque la última vez que lo vi me dijo que tenía artritis. Pero yo creo que nos va a tratar de lo mejor, él y su familia son gente muy buena.
Como había menos tránsito y la lluvia había decrecido, pronto vieron a lo lejos, muy borrosa, la Laguna de Coyuca al fondo, con la playa de Pie de la Cuesta y sus olas, que en ese momento debían ser inmensas. Ramón Gómez de la Serna dio indicaciones a Melgarejo y llegaron a una casa de techo de teja construida sobre gruesos troncos por encima de la laguna. Nigro vio que la lluvia bajaba de intensidad, había más luminosidad, y desde la casa de Demócrito se querían dejar asomar las palmeras y manglares de las orillas de la laguna. La lluvia repiqueteaba en la superficie del agua y se deshacía en pequeños destellos. Se estacionaron junto a una gran cantidad de automóviles, abrieron los paraguas y corrieron a la casa.
En el porche de madera los esperaba el viejito Demócrito en una silla de ruedas. Usaba anteojos de alta graduación y no soltaba un tosco bastón de madera. Estaba completamente encanecido y era muy moreno, así es que Nigro no pudo dejar de pensar en un puro apagado. El viejo era menudo y sonreía con una boca muy grande y dientes casi derruidos; sin embargo, de alguna manera daba la impresión de fortaleza, pensó Nigro al ver las venas saltonas y verdosas que cruzaban sus brazos.
- ¿Cómo le va, don Ramón? -dijo el viejo Demócrito. Trató de ponerse de pie, pero Ramón Gómez de la Serna fue a él para impedirlo. Lo saludó efusivamente y después le presentó a la gente de la revista.
- ¡Mica! -gritó el viejo, con voz rasposa.
Al poco rato de la casa salió una mujer muy morena, robusta, de sesenta años de edad, chongo y anteojos.
- Bueno qué quieres tú -dijo.
- Ven mujer. Quiero que conozcas a los señores de la revista mexicana La Ventana Indiscreta.
La señora se limpió las manos en el delantal y saludó a los recién llegados diciendo:
- Micaela Robles de la O de Gutiérrez, mucho gusto.
Demócrito le pidió a Micaela que lo llevara adentro y Ramón Gómez de la Serna se ofreció a hacerlo.
- No no -dijo Micaela-, a este bruto le gusta que la pendeja de yo sea la que lo mueva a todas partes.
- Esos chamacos que están jugando en los lodazales, allá donde ya salieron los cuches, son mis bisnietos, hijos de mi nieto Cherna, orita lo van a conocer -dijo Demócrito cuando salían del porche.
Entraron en una amplísima habitación en donde se concentraba una sala, un comedor con sillas pintadas de amarillo encendido, televisión, videocasetera, una máquina de coser, una pianola y hasta una cama de latón. En las paredes, cubiertas de numerosas fotografías, la mayoría muy viejas, resaltaba un cromo enmarcado de la última Cena y un mapa de Acapulco. Nigro se acercó a verlo.
- Es el plano que trazó el señor Humboldt -indicó Demócrito desde la silla.
- Sí, sí es cierto -dijo Nigro viendo el fino contorno de las bahías de Acapulco y Puerto Marqués-. No sabía que Humboldt había hecho un mapa de Acapulco. Está padre.
Pero ya todos habían pasado más adentro, por una especie de pasillo con recámaras a los lados que llevaba a una gran cocina, llena de ollas y cacerolas en las paredes, más una mesa y una estufa de carbón junto a una de gas y a un refrigerador. Allí Demócrito les presentó a su nieta Rosalía y a Juana, la esposa de Cherna. Las dos se volvieron a verlos y siguieron afanadas en la preparación de la comida.
- Huele de puros peluches -dijo Melgarejo. Mendiola asintió con parsimonia.
En ese momento apareció un hombre gordito, de pelo lacio y gruesos bigotes. Era Cherna, el nieto de Demócrito.
- Ah ya llegaron los señores de la revista mexicana La Ventana Indiscreta, pásenle, ya los están esperando -dijo haciéndose a un lado-. Yo orita vengo, voy por una bolsa de hielo con doña Guacas.
Qué distribución más extraña, se dijo Nigro al ver que la cocina conducía a una gran terraza que daba a la laguna y que se hallaba llena de gente y guitarras. Pero lo que maravilló a Nigro fue que la lluvia había descendido a tal punto que era prácticamente una llovizna; grandes nubes de vapor se desprendían de la laguna y, aunque el cielo seguía cubierto, las nubes eran más claras y la luminosidad hizo que Nigro entrecerrara los párpados. Fugazmente se dio cuenta de que ya se había acostumbrado a las oscuridades de la tormenta. Más atrás se podía ver, entre los vapores, los manglares verdísimos, goteantes, los grandes árboles y las enredaderas a la orilla de la laguna, cuyo límite se perdía entre el vapor, la bruma y las nubes que se desplazaban con rapidez cambiando de forma y tonalidades. Una emoción viva y quemante, puro placer de vivir, se metió hasta el fondo de Nigromante al aspirar con fuerza el aire fresco, húmedo.
En la terraza un matrimonio de ciegos rasgaba una mandolina y una vigüela rodeado de un grupo de viejitos con instrumentos musicales; la mayoría tenía guitarras, pero había también un bajo quinto y hasta un tololoche que nadie tocaba, salvo los niños que intermitentemente merodeaban por la terraza. Unas señoras de cincuenta años, con rebozos que ya habían hecho a un lado, platicaban juntas en una esquina, cerca de dos músicos treintañeros, con sus debidas guitarras, y tres adolescentes esmirriados, descalzos, sentados en el barandal de la terraza.
Entre Demócrito y Ramón Gómez de la Serna se hicieron las presentaciones, y a la gente de la revista se le ofreció mezcal de Chichihualco con limón y sal. En la gran mesa que habían colocado en el centro de la terraza también había cervezas, tequila, ron para las cubas, refrescos, tuba y, para botanear, camarones fritos, pico de gallo, guacamole y chalupas de mole. Nigro, Ramón y Mendiola aceptaron el mezcal y comentaron que era muy bueno, no raspaba nada; de hecho, agregó Nigro, tenía un sabor que nunca había probado en un mezcal, pero no sabía describirlo y sólo podía decir que era limpio.
- Ah chingó -comentó Melgarejo, quien, cerveza en mano, probaba las botanas de lo más contento.
- A ver, Julián -lo llamó Mendiola-, vete sacando la de treinta y cinco con el lente cincuenta, vamos a trabajar.
- ¿No quiere que mejor saque la de quince?
- Julián, mídete, más respeto. -¿Voy a iluminar? -preguntó Melgarejo.
- No, hombre, la luz se puso increíble. Nada más arma el tripié por si me hace falta.
Mendiola, con dos cámaras al cuello, empezó a tomar fotos. Todos estaban alborozados por las bebidas pero especialmente porque ya sólo lloviznaba y los ruidos de la selva se hacían oír nuevamente en medio de numerosos goteos. Había grandes deseos colectivos de que ya escampara y se abriera el cielo. De cualquier manera, la laguna y sus orillas verdísimas aparecían y desaparecían entre los vapores, y una garza de blancura perfecta se estacionó frente a ellos, lo cual, claro, a todos gustó.
Demócrito pidió a los músicos que le cantaran unas canciones a los invitados de la revista mexicana La Ventana Indiscreta, y el matrimonio de ciegos, dos viejos de setenta años, prendieron el ambiente con canciones de Tadeo Arredondo. A Nigro le gustó mucho aquello de «muévete chiquita como yo me muevo, tú serás la vaca y yo seré el becerro, te llevo al mercado, te doy mi dinero y a la más chiquita yo también la quiero». Después encendió la grabadorita y la acercó a Demócrito cuando éste le decía que la canción se llamaba «Atolito con el dedo» y era muy famosa. También les contó que, treinta años antes, Tadeo cantaba esas canciones allí mismo donde estaban, acompañado muchas veces por Sabino Terán y Alejandro Ramírez, el sobrino de Agustín Ramírez y de Alejandro Gómez Maganda. Todos, incluyéndolo a él, se iban, botella en mano, a ver el crepúsculo a la playa, famosa por sus puestas de sol, y luego regresaban a la terraza a seguir cantando acompañados por grillos y chicharras.
- Por cierto -continuó Demócrito-, a esos bárbaros les daba por llevar serenatas y cantarles a las muchachas: «Cotorra del pico chueco, prima hermana del perico.» Arajo, qué románticos -concluyó, riendo hasta que le brotó la tos y se le humedecieron los ojos.
Los ciegos ahora cantaban, con gran brío, «El toro rabón» y después «Atoyac», ambas de José Agustín Ramírez.
- Ése sí yo sé quién es -dijo Nigro. Por supuesto, Demócrito lo había conocido, al igual que varios de los viejitos. Recordaron que a veces lo veían caminando como perrito sin dueño por la playa. ¿Qué haces?, le preguntaban, y él decía que en la madrugada había enterrado por ahí una botella de tequila y en ese momento le estaba haciendo falta. Pero, hombre, le decían, hubieras puesto una señal, ora va a estar cabrón que la encuentres. Sí la encuentro, decía él, porque ella me llama, me dice muy quedito: aquí estoy, mi amigo, ven a darme un beso. Se acordaron de que Agustín Ramírez había recorrido la totalidad del estado de Guerrero, y que le había compuesto canciones a muchos lugares: Atoyac, San Marcos, bueno: «La sanmarqueña», Ometepec, Olinalá y su fabulosa madera, «Linaloé»; por supuesto Chilpancingo, pero sobre todas las cosas le cantó a Acapulco. En verdad había andado por los caminos del sur y había hecho un gran mapa musical del estado de Guerrero. -Tan bueno o mejor que el del señor Humboldt -dijo Demócrito. -Claro que sí -agregó Nigro, a quien le agradó la idea de la cartografía musical. Demócrito dijo que, de vivir, Agustín Ramírez tendría noventa y un años, porque era del tres, menor que él, que era del novecientos uno. Se acordó de los hermanos de Agustín: Alfonso, que era maestro, luego acabó siendo rector de la Universidad de Guerrero, y Conchita, maestra también, que había fundado el Instituto México; y Augusto, piloto, le decían el Pajarito. Todos ellos se habían ido con su madre, Mamá Pola, a México por los años veinte. Lo invitaban. -Pero yo qué iba a hacer a México, ni loco que estuviera -dijo entre risas y bebiendo sorbitos de mezcal-Pero me convencieron, y ahi te voy yo también de babosote. -Agregó que en esa época era terrible ir a la capital. Sólo había tren hasta Taxco y para llegar allí había que echarse varios días de camino, en mula. -No hombre -dijo-, yo ni a Tierra Colorada llegué. Cuando vi cómo estaba la cosa mejor me regresé. Aquí, a mi vida, porque esto es la vida -añadió, extendiendo los brazos para abarcar todo, la casa, la gente, la música, la vegetación, la laguna, el país y el mundo entero.
Como la pareja de ciegos no dejaba de cantar, los demás viejos y los treintañeros no soportaron estar sólo de público y se fueron metiendo en las canciones, por lo que al poco tiempo eran doce las guitarras, más el bajo quinto y la mandolina, que tocaban las chilenas. Cherna le ofreció una guitarra a Demócrito, pero éste negó con las manos y sólo tarareó las canciones.
- ¡Qué ondón! -decía Melgarejo-, esto es otra cosa, está de lo más jefe. Tocan rayadísimo los ruquitos.
- Sí, son extraordinarios -asintió Mendiola, quien se veía muy relajado, ya con un brillo alegre en la mirada. Él, Melgarejo, Nigro, Ramón Gómez de la Serna, las señoras y las adolescentes aplaudieron con gran gusto cuando los músicos terminaron de cantar «Diamante azul».
- Oye, esto está increíble -le dijo Nigro a Ramón Gómez de la Serna-, no me imaginé que nos iban a dar este conciertazo.
- Ni yo tampoco -respondió el español-, pero, como ves, este Demócrito tiene un tremendo poder de convocatoria. -Se han de haber gastado una lana en esto, a ver si luego nos ponemos a mano, ¿no crees?
- Bueno, Nigro, has de saber que tu inseguro servidor puso el dinero para todo esto, así es que la mexicana revista es la que paga.
- La mexicana revista, es genial. Salucita, Ramón, qué gusto estar aquí contigo.
- Salud, Nigro. Igualmente. Lástima que el jefe Tranquilo se lo perdió.
- No te preocupes, The Boss anda en labores propias de su sexo.
En medio de las canciones y de la bebedera, las mujeres pusieron la mesa, trajeron las tortillas, los guisos, y llamaron a todos a comer. La gente se acercó a la gran mesa y le entraron al caldo de pescado, seviche, huachinango a la talla, camarones de la laguna, arroz morisqueta, aporreadillo de cecina y pozole blanco con sardinas, chicharrón y aguacate. Circulaban las cervezas, el mezcal, la tuba y los refrescos, y las tortillas también volaban. Las guitarras yacían recargadas junto al barandal. Nigro sonrió con simpatía al ver que el viejito Demócrito apenas probaba unos camarones. Después los ojos se le cerraron y se quedó dormido con la respiración acompasada. Los demás lo dejaron en paz y siguieron comiendo, en medio de conversaciones cruzadas. No bien había terminado la mayoría, y circulaban los mezcales de punta para el desempance, cuando de pronto Ramón Gómez de la Serna sacó a colación a Juan R. Escudero. En ese momento Demócrito abrió los ojos.
- Yo conocí a Juan R. Escudero -dijo, con los ojos brillantes, y Nigro le acercó la grabadora en el acto-. Fue el Apóstol. Era un hombre muy alto, fino, bien vestido, con bigotito, pero con los pantalones muy bien puestos. Yo fui de los que lo seguí, porque hablaba con el verbo de Demóstenes.
- Pero ¿qué hizo? -preguntó Melgarejo.
- Fue presidente municipal de Acapulco en los años veinte -dijo Ramón Gómez de la Serna.
- Sí, tú cuéntales -dijo Demócrito, cerrando los ojos.
- No no -exclamó Ramón-, de ninguna manera, tú eres el que sabe, Demócrito.
- Fue el primer presidente municipal socialista que hubo en el país -dijo Demócrito, aún con los ojos cerrados y llenos de arrugas, y contó entonces que de joven Escudero había estudiado en Oakland, donde conoció a los Flores Magón y se entusiasmó con sus ideas. Cuando volvió a Acapulco formó una unión de pescadores y lo corrieron del puerto. Anduvo peregrinando un tiempo y, a los treinta años, volvió a Acapulco y, en un intermedio de la función del cine Salón Rojo, se lanzó contra los gachupines que tenían dominado al puerto, dijo que en Acapulco todavía no había llegado la Independencia. Total, llamaron a los guachos y lo sacaron a culatazos. Pero Juan ya había emocionado a la gente y pasó a la siguiente parte de sus planes: crear el Partido Obrero de Acapulco. Escudero fundó un periódico que se llamó Regeneración, como el de Flores Magón, y se dedicó a denunciar a los grandes comerciantes españoles. Escudero era un hombre bueno, noble, por eso se hizo amigo de los niños, que repartían el periódico y lo voceaban. Entre ellos estaban Jorge Joseph, que después fue presidente municipal y se enfrentó a la federación, y Alejandro Gómez Maganda, que fue gobernador pero también lo tiraron antes de que terminara su periodo. En 1920 Juan se lanzó como candidato del POA por la presidencia municipal. Bien claro dijo que trataría de hacer un gobierno socialista. El periódico lo había hecho popular y además era un orador efectivísimo, así es que ganó las elecciones, pero el gobierno trató de imponer al candidato de las casas comerciales. El pueblo se enteró de todo, rodeó la casa donde se reunió la junta computadora, entonces esos señores vieron que la cosa iba en serio y mejor revocaron el fallo inicial y declararon presidente municipal a Escudero, quien tomó posesión en medio de tensión y provocaciones.
Desde un principio los ricos salieron con que el POA planeaba alzarse en armas y, ya presidente, a cada rato Juan tenía que obtener un amparo en contra de las órdenes de aprehensión que había en su contra.
Al pobre Escudero le hicieron la vida de cuadritos y llegó un momento en que él mismo se metió en la cárcel para que lo sometieran a juicio. Pues lo absolvieron. Se hicieron nuevas elecciones y esa vez Escudero ganó de calle. Los comerciantes y los militares fraguaron un golpe. Un grupo de doscientos soldados llegó disparando contra la presidencia municipal, donde estaba Juan con gente del POA. Ellos resistieron como los buenos, pero los guachos le prendieron fuego a la presidencia. Los de adentro tuvieron que retirarse, pero Escudero cayó a balazos cuando estaba a punto de brincarse la barda. El mayor Flores le dio el tiro de gracia. Pero, para la sorpresa de todos, no se murió. Se fue reponiendo con lentitud, y, en cama, le dictaba fogosos discursos al niño Gómez Maganda, quien los memorizaba y después los decía en las reuniones políticas y por eso decían que él era la Voz de Escudero. Los problemas nunca pararon y a fines del veintidós se hicieron otras elecciones y Juan las volvió a ganar, ahora en silla de ruedas. Nunca lo dejaron en paz. En el veintitrés los comerciantes habían puesto precio a la cabeza de Juan R. y lograron que lo arrestaran. Lo encerraron en el Fuerte de San Diego, y de allí lo llevaron a Aguacatillo para asesinarlo con varios de los suyos. A Juan le dispararon en la nariz y allí murió, en el Aguacatillo, a los treintaitrés años.
Recordar a Juan R. Escudero hizo que en la mesa se hablase de política, aunque Demócrito volvió a cerrar los ojos y varios de los viejos maestros regresaron a las guitarras para seguir cantando, pero constataron con pena que el cielo de nuevo se cubría de nubes muy oscuras. Melgarejo cargó las cámaras y Mendiola no dejó de tomar fotos. En la mesa la mayoría detestaba al presidente municipal Lanugo Muñúzuri, casi todos estaban con el PRD y otros no militaban pero estaban contra el gobierno. Era gente de escasos recursos que cada vez vivía con mayores dificultades. Entre todos comentaron que la situación era muy dura y que por eso había tanto desorden, a cada rato secuestraban a los millonarios, y también había rateros y matones, droga por todas partes, asesinatos a taxistas y violaciones todos los días. Mucha gente andaba armada y con frecuencia había tipos que recorrían la Costera para levantarse a las chamacas que les gustaban.
Ramón Gómez de la Serna dio datos: Acapulco se hallaba entre los primeros lugares del país en el consumo de alcohol, anfetaminas, cocaína, mariguana, heroína y sedantes. En cambio, estaba en los últimos lugares en cuanto a enseñanza universitaria. -La estrategia -decía Cherna, acalorado-, consiste en mantener al pueblo guerrerense ignorante, inculto y desnutrido, pues saben que es valiente, inquieto, cuestionador de injusticias; si a los guerrerenses se nos diera buena educación y buena alimentación, seríamos capaces, en una generación, de cambiar el destino político del país.
El viento de nuevo soplaba y el cielo se cargaba con rapidez de nubes negras. Era claro que la lluvia se reiniciaría en breve y con gran fuerza, y los costeños, que conocían bien su cielo, empezaron a retirarse. Pero hubo varios que con las guitarras y el mezcal se pasaron a la sala-comedor-taller-recámara para seguir allí las canciones mientras Demócrito dormitaba o recordaba en su silla de ruedas. Las gotas arreciaban y la gente se despedía y se retiraba con rapidez. Nigro, Mendiola, Melgarejo y Ramón Gómez de la Serna también salieron corriendo a la combi con los paraguas abiertos porque la lluvia de nuevo caía con furia en medio de truenos y ráfagas de ventarrones.