EL TIEMPO DE UN TESTIGO

Desperté con una desolación que me estremecía. Por supuesto, seguía lloviendo con fuerza. ¡Me lleva la chingada!, dije en voz alta. Hasta ese momento oí que el teléfono timbraba insistentemente. Lo descolgué. ¡Bueno!, grité, molesto. Son las siete de la mañana, señor, me dijo la ofendida voz del empleado de recepción. Odié a Tranquilo con toda mi alma. El hijo de su pinche madre me había pedido que ese día yo me encargara de la chamba mientras él hablaba «de negocios» con Livia. Con toda claridad le recordé que de cualquier manera Ramón Gómez de la Serna había quedado de pasar a las once de la mañana y que a esa misma hora se había citado a Mendiola y Melgarejo. Así estaba perfecto, porque me permitiría dormir un poco, pues eran más de las cuatro de la mañana cuando hablábamos todo eso. No vayas a ordenar que me despierten a las siete, le advertí, y sí, claro, me dijo él. Pero lo hizo. Y ni siquiera era broma, a pesar de que la noche anterior de nuevo éramos Los Grandes Amigos. Más bien se trataba de una conducta compulsiva, enfermiza. Pobre cuate, pensé.

Traté de volver a dormir. Ya no pude. Me regresaron los dolores de la golpiza. Afortunadamente en la madrugada el doctor del hotel nos había limpiado, desinfectado y vendado las heridas. No eran graves, dijo, pero a mí me tuvo que poner dos puntos en la sien derecha, donde el judas greñudo hijo de su puta madre me dio un cachazo. Qué soberana madriza nos alcanzaron a poner. Después de media hora, que se me hizo una eternidad, de tratar de acomodarme en la cama, comprendí que el sueño se me había espantado por completo. Estuve a punto de telefonearle a Nicole, quien seguramente ya estaría despierta, pero me salió un molesto sentimiento de culpa y preferí no hacerlo. Eso acabó de fastidiarme más. Me fastidiaba la idea de no poder llamar a mi esposa si tenía ganas. Pero no, no le podía hablar; Nicole se daría cuenta. Era vivísima la condenada. Y la que podría armar. Bien claro había dicho que no le fuera a ser infiel.

Me bañé pensando que en el fondo era mala suerte haber conocido a la gringa Phoebe. Realmente se me antojaba mucho echármela, pero ése no era el fin primordial. Ya me había hecho bolas, porque ella me preocupaba, me afectaba. En ese momento, por ejemplo, prefería verla a ella y no a Nicole, lo cual me parecía muy mal. En la cresta de estas ideas de pronto me golpeó la sensación desoladora del sueño, sólo que mucho más fuerte porque no la esperaba; me carcomió por segundos toda la piel y después me quedó una reverberación desquiciante. Lo que debía hacer era no pensar en Phoebe e, incluso, negarme a verla en la noche; era preferible ser grosero con tal de parar todo en seco. No importaba que hubiera suspendido su viaje de regreso. A fin de cuentas, la otra lo había decidido. ¿Nos vamos, Livia?, le tuvo que preguntar. No iría a verlas, que Tranquilo dijera lo que quisiera, y, ya solo en el cuarto, con la conciencia más sosegada, entonces sí hablaría con Nicole. En la noche. Y mañana pélate, me dije, a la chingada con todo. Si Tranquilo insistía en seguir con el dizque superreportaje que lo hiciera él solo, yo ya no, ni madres, era absurdo; a huevo tendríamos que regresar cuando el tiempo estuviera bien, todo ese viaje había resultado una soberana pendejada.

Pedí el desayuno por room service. No podía dejar de pensar en Phoebe. Con gran rapidez habíamos establecido un asombroso código de comunicación que entendíamos sin ningún esfuerzo, y en realidad lo pasábamos muy bien, con las emociones en alto porque continuamente nos lanzábamos críticas muy fuertes, duras, pero con un tono y un humor que impedía, ¿o postergaba?, que nos ofendiéramos y nos peleáramos. Se me hacía de lo más normal estar con ella: no tenía que estar pendiente de mi conducta, no quería impresionarla, ni estar a la defensiva, ni fingir en lo más mínimo; hasta pensaba que podía soltar un pedo en su presencia; es decir, podía dejar de sentirme importante, ser yo mismo sin mayor problema y hablar de lo que fuera porque Phoebe no era estúpida; al contrario, era muy inteligente, captaba las cosas con rapidez y poseía una cultura amplia, sólida.

Aunque, claro, tenía sus cosas. Un extraño tic que le entraba de repente en el ojo, como si se le hubiera metido una basura y tratara de expulsarla con ojeadas a los lados y meneando la cabeza. No se relajaba con facilidad. A menudo la descubría con la quijada rígida, casi con los dientes apretados. Relájate, le decía yo, dándole una cachetadita. No te atrevas a tocarme, me decía ella, te odio con toda mi alma porque tu alma es más negra que tu piel. No me digas eso o te golpeo, le advertía yo, bromeando. ¡No te atrevas! Entonces cuéntame lo que haces en un día normal. Okay, el despertador me levanta a las siete de la mañana. Me levanto de un salto, si no estoy cruda o desvelada. Me enfundo el traje de correr y para entonces Livia ya está lista y salimos a trotar al Central Park. Después nos bañamos… ¿Juntas? No tonto, cada quien en su baño. Y desayunamos: yo granola con mucha fruta y jugo de naranja; Livia, que puede comer lo que sea sin engordar, come waffles o huevos a la Denver. Le fascinan los huevos a la Denver. Después, me voy al trabajo.

Oye, lindura, dije con la voz claramente excitada, ¿y tú y Livia nunca han…?, tú sabes, el fiqui-fi qui. Ay claro que no, mente cochambrosa. ¿Entonces por qué mi sexto sentido me dice que ustedes, no siempre, pero de vez en vez, en puntos pedos ó bien pachecotas, se echan sus rounds? Y tú y tu gran amigo The Quiet One, ¿nunca se han sodomizado, nunca han hecho sesentainueves o se han dado besos de lengüita?, preguntó ella, con una sonrisa divertida. ¡Claro que no! ¡Guácala!, exclamé, además, es distinto. Nosotros no vivimos juntos, para empezar y/ Y están Felizmente Casados, dijo ella, con sorna. Pero no contestaste mi morbosa pregunta, insistí, en parte para evadir el tema del matrimonio, que, por cierto, es un sacramento. Ay Necro, eres un negro cochino. Dime, ándale, deja que me convierta en tu espejo y refleje tus miserias. ¿Qué quieres decir con eso? Nada nada, tú nomás háblame de tus actos carnales con Livia.

Phoebe guardó silencio un largo rato, pensativa, hasta que de pronto me dijo: Bueno, pues sí, es casi como lo dices. A veces, después de fiestas, cuando bebimos mucho y tomamos algo más, Liv y yo nos fingimos un poquito más borrachas de lo que estamos y hacemos el amor. Lo habremos hecho unas cinco o seis veces en toda la vida, son momentos muy especiales y nosotras sabemos cuándo. ¿Qué hacen? Tú sabes, nos besamos de lengüita, hacemos el sesentainueve, nos chupamos los senos, nos metemos los dedos, generalmente nos venimos besándonos el sexo, tú ya estás grandecito y debes saber de esas cosas, ahora ya no son ningún secreto. Pues tú te refieres a ellas de la forma más fría y fea del mundo. ¿Ah sí? Pues tú lo que quieres más bien es que te haga un cuento porno porque eres un Necro muy cochinito. Okay. Te daré gusto. Pues mira, como te decía, al día siguiente fingimos locura, las dos no mencionamos nada de lo que ocurrió. Así fue desde la primera vez, cuando éramos casi niñas, teníamos como trece o catorce años, y yo me quedé a dormir en su casa, lo cual hacía con frecuencia. Esa vez Falero no estaba, no había nadie, y nos emborrachamos durísimo con coñac. Nos fuimos a acostar casi arrastrando y al desnudarnos quién sabe cómo nos empezamos a acariciar. Y nos hicimos el amor. Pero después, como te decía, nada, ni quien se acuerde. Un tiempo yo quería hablar del asunto pero Livia nunca me dejó, y me acostumbré. ¡Ya está! Ahí tienes tus revelaciones de diván. ¿Qué más quieres saber? Todo. ¿Todo?, ¿con relación al sexo? Eres un voyeur y un pendejo pervertido, en verdad eres negro, Necro, oscurísimo. Qué va, dije yo, también tengo mis luces, muy presumibles a veces y un tanto mortecinas en otras, pero luces al fin al cabo.

Bueno, para que no llores, te voy a contar atrocidades. Eso quieres, ¿verdad? ¡Sí sí! Está bien. A ver. Un tiempo fui prostituta. ¿De veras?, exclamé, no lo puedo creer. Cómo no, dijo ella. Lo hice muy consciente, científicamente, quería tener esa experiencia, además de que me cayó bien el dinero. Ya trabajaba en la editorial pero ganaba muy poco y recién me había independizado de mis padres. Una amiga me contó que ella lo hacía, ocasionalmente, y me conectó con la señora en cuestión. No veas, al poco rato ahí estaba yo meneando las nalgas. Lo hice exactamente veintidós veces, como las letras del alfabeto hebreo. Y los arcanos del tarot, me vi precisado a decir. Bueno, eso es obvio, Necro. Realmente fue una experiencia apasionante. Tuve suerte de que no me tocaran tipos perversos. ¿Y qué hacías? Pues coger. Ya sé, pero cómo. Pues de todas formas tú, por atrás, por delante, de a perrito, de ladito, acostados, parados, sentados, hincados, con el culo, las tetas, la boca, las manos, el pelo o los pies, porque a uno le gustaba que lo masturbara con el pelo y decía que el semen era buenísimo para el cabello, ¿te imaginas?, que le daba proteínas y vitamina B5. Otro era fetichista de pies y yo tenía que sobarle la verga con los pies. Hubo otro, genial, que no me dio chance de nada y me amarró, y entonces el desalmado se pasó diez minutos haciéndome cosquillas hasta que se vino. Yo creí que me iba a morir de la risa, fue horrible, pero a fin de cuentas me excité. Pero cuando yo quería más acción, el tipo ese simplemente me desató, se vistió muy propio y me despidió. ¿Qué más? Hubo dos que no podían, no pudieron, y no faltaron los que quisieron tenerme para ellos solos y ponerme mi casita feliz.

¿Cuánto cobrabas? Quinientos dólares, aparte la comisión de la agencia. ¡Uf!, exclamé, yo jamás habría podido comprarte. Supongo que no. Eran servicios para gente con muchísimo dinero. Yo por lo general les gustaba, y mucho. No lo dudo en lo más mínimo, dije yo, palpando sus divinas tetas como definición operacional. ¿Y dónde?, pregunté después. Mira, a mí me llamaba Ethel a mi casa y me decía que fuera a tal y tal lado, a veces hoteles, o cuartos semisecretos de edificios de negocios, pero por lo general iba a departamentos que estos señores ponen especialmente para eso. ¿Te venías? Por lo general, sí. Como sabía que era algo pasajero siempre me pareció muy emocionante. ¿Y ya no lo volviste a hacer? No, ya no. ¿Ni se te ha antojado? Un par de veces, generalmente al platicarlo, como ahora, me he dado cuenta de que veo todo con cierta nostalgia, pero nada más. Ahora no lo haría por nada del mundo. Sería muy arriesgado. Bueno, dije, era muy arriesgado entonces. Es verdad, pero yo no lo sabía. Era la maravilla de la inconciencia. Sí, asentí con cierta gravedad, Nietzsche decía que la peor carga del ser humano es la conciencia.

Livia también trabajó un tiempo de call girl, agregó Phoebe. Yo le conté lo que estaba haciendo y primero le pareció el colmo del horror, hasta se enojó, pero después se interesó y al poco rato estaba dispuestísima, así es que la llevé. Pero no le gustó nada, a la tercera o cuarta vez todos se quejaban de ella. ¿Por qué? No hacía nada en especial, pero era la actitud, se portaba altiva, despreciativa y con un aire de ferocidad que a nadie le gustaba, ni a los masoquistas. Simplemente le repugnó todo eso desde el primer instante, y en buena medida yo dejé de hacerlo porque ella me insistió muchísimo. Y todavía no era feminista. ¿Es feminista? Antes era activista, iba a las reuniones, a las manifestaciones, hasta escribió algunos artículos, pero después se le pasó el furor. Es muy cambiante, le pone mucho entusiasmo a las cosas en un principio pero después pierde el interés con relativa facilidad. Sólo le es constante a la publicidad, pero en cierta forma más bien le es constante al trabajo, es workaholic y quiere que todos trabajen a su ritmo. En cierta forma, dije yo, Tranquilo también es así. ¿Y tú?, pregunté después, ¿a ti no te entraron los furores feministas? Por supuesto que sí, dijo ella, has de saber que uno de mis orgullos es la colección que creé sobre cuestiones de la mujer. Es una colección estimable. Se llama El Universo Femenino. También colaboro para una revista que hacemos un grupo de amigas, La Causa de las Mujeres. Como el libro de la Halimi, dije. Exacto. Y como mil más que se llaman igual, agregué, qué imaginación, carajo. Ésa es una mentira flagrante, negro cochino y perverso. Pero podría ser verdad, he ahí la realidad del asunto.

Phoebe y yo habíamos hablado muchísimo, especialmente el día de las discotecas, lo cual, por lo ruidoso del lugar, merecería una mención en The Guinness Book of Records. Hablábamos incluso cuando el baile era más movido. Entre otras cosas me contó que sus padres ya habían muerto; él era un contador que acabó trabajando para Falero, el padre de Livia. ¿Sabía yo que Falero, el padre de Livia, era un notorio mafioso? Qué iba yo a saberlo. Pues el señor tenía varios negocios legales como fachada, pero era uno de los máximos negociantes de heroína en Nueva York. Ya lo habían llevado a declarar a una subcomisión del senado y poco después lo arrestaron y lo sometieron a juicio, pero Falero logró que lo declararan inocente. Pero qué inocente iba a ser. Sobornó a todo mundo, por supuesto. Fue un caso muy ruidoso. Por tanto, el padre de mi Phoebe tampoco era un inocente, aunque a él nunca lo molestaron para nada. El señor Caulfield conoció a Falero a través de las niñas, y no al revés, recalcó Phoebe. Las dos estuvieron juntas en la escuela desde el jardín de niños, en Brooklyn. Cuando fueron a universidades distintas la amistad era entrañable y nada podía llegar a romperla. Ella siempre se entendió mejor con Livia que con sus hermanas, y sin duda la quiso más. En su casa, salvo el padre, sólo había mujeres: Mamá Caulfield y sus hermanitas Malinda y Georgette, menores que ella y muy estúpidas, con vidas espantosamente convencionales y aburridas. Por otra parte, Phoebe quería a su madre, pero también se exasperaba porque ella era de lo más incomunicativa y casi no hablaba.

También me contó de su ex marido, a quien conoció en la universidad. Se llamaba Matthew West y era abogado. Pero más bien era un pícaro, le encantaba jugar con negocios peligrosos, pocas veces enteramente legales, y beber y meterse cocaína hasta ponerse verdaderamente insoportable, muchas veces perdió negocios y oportunidades importantes por no controlar la lengua cuando estaba coco y borracho. En un principio Phoebe y él vivieron relativamente bien, porque a ella la emocionaba el peligro en que vivía Matt. Él era más bien indiferente en cuanto al sexo; lo hacía, y bien, pero no se prendía, porque lo que realmente le apasionaba eran los negocios chuecos, así es que después de un tiempo ella dejó de jugar a la cómplice y la relación se apagó. Por último, se divorciaron en medio de pleitos interminables. Fue la peor etapa de mi vida, dijo Phoebe, enfática. Matthew la había molestado a puntos de refinamiento y tardó años en poder quitárselo de encima. Por eso nunca quiso pensar en casarse otra vez.

¿Sabes qué es lo que en verdad me gusta?, me dijo en un momento en que nos sentamos a beber para refrescarnos. Me gusta quedarme sola un largo rato. Desconecto todos los aparatos. Si es de noche apago la luz. Cierro las cortinas. Entonces deambulo por el departamento. Me acuesto en la alfombra, bocarriba. Me siento en los sillones. Me pongo con las piernas cruzadas. Puedo pasar horas así. Poco a poco mi mente se va yendo. Entro en una zona silenciosa, dulce. A veces me llegan ráfagas de luces coloridas y brillantes, como manchas de autos que pasan a toda velocidad en una carrera. Pero por lo general mi mente se apaga, a veces siento como si tuviera raíces y pudiera quedarme en silencio, sin moverme, para toda la vida. Ya no hago mucho esto, que yo llamo «Merodear la nada», porque la última vez de pronto sentí como que me metía en un túnel de tierra, con raíces colgantes en las paredes, y de pronto me parecía ver que el camino estaba bloqueado por una equis, que es lo mismo que una cruz, y después empecé a sentir una angustia terrible, olía a quemado, a carne quemada, y tuve que pegar un salto y prender las luces, todas las luces, la televisión, el estéreo, y abrí todas las cortinas. Qué susto tan tremendo me llevé.

Con que merodeando la nada, dije, supongo que yo no podría hacer algo así por nada del mundo.

Por su parte, Tranquilo estuvo puntual, a las doce, en el Villa Vera para recoger a Livia. La lluvia bajaba de intensidad notoriamente y el director de la revista La Ventana Indiscreta cruzaba los dedos para que al fin dejara de llover y mejorara el tiempo. Livia bajó al lobby y se sorprendió de verlo con vendas y curaciones en la cara. Tranquilo le explicó brevemente lo que había ocurrido. -Ay hombre, pero qué cosas te pasan a ti -dijo ella, se olvidó del asunto y le pidió que conversaran en el restaurante del hotel. Él accedió, naturalmente. Se sentaron cerca del ventanal y pidieron whisky y tequila. Tranquilo comentó que ahora sí parecía que iba a dejar de llover, a lo mejor en la tarde misma podrían pasear por la playa y ver la puesta de sol. Ella, sin embargo, le preguntó a boca de jarro qué ideas tenía para que se asociaran, cómo sería posible semejante cosa.

Tranquilo se acomodó el cuello de la camisa, carraspeó, se contuvo de decirle a Livia que mejor no fumara y explicó que ya lo había pensado. Creía poder conseguir capital suficiente y, en el marco del NAFTA, pedir facilidades aquí y allá para hacer su revista, inicialmente en español, en Estados Unidos. Allí es donde entraba Livia, por supuesto. Ella podía ser codueña de la empresa y conseguir publicidad a través de su agencia. Él por su parte se encargaría de elaborar una superrevista, perfectamente pensada y concebida. Mandaría a Nigro a Nueva York para que hiciera un análisis del panorama, él iría continuamente a Nueva York también, y crearían una revista que haría época. Rear Window, ¿qué tal, eh? Momento, dijo Tranquilo, aún no terminaba. Ésa era sólo la primera parte del proyecto. Parte número dos. Igualmente bajo el marco del NAFTA, Livia podría poner su agencia de publicidad en México. Él se encargaría de abrirle el camino, de conectarla con el medio, de conseguir clientes y también sería codueño de la empresa.

Livia sonrió. -¿Quién controla las empresas? -preguntó, con una sonrisa irónica.

- Fifty-fifty. En todo caso nos aseguramos de tener juntos, y por iguales, el control. Igual en la dirección. Los dos dirigimos con especial atención a nuestros distintos campos. Pero siempre en igualdad de condiciones. ¿A poco no es un plan formidable? Ahora es cuando debemos conjuntar esfuerzos y expandirnos. Sí se puede.

Tranquilo le explicó que ella se sorprendería de las excelentes condiciones que encontraría en México: salarios que eran una ganga, insumos baratos, repatriación de capital al ciento por ciento, además de que él sería su guía en el laberinto burocrático mexicano, el cual conocía a la perfección; sabía cómo aceitar las cosas y tenía los contactos necesarios.

Sin embargo, Livia le dijo que ella tenía «algo de dinero» en la bolsa de valores de México, porque si había que invertir en México era allí, pues podían retirarse los capitales si las condiciones no eran favorables. Para eso tenía un corredor listísimo y de su entera confianza. En Nueva York, naturalmente. Sin embargo, no le desagradaba la idea de llevar su agencia a México y ver qué pasaba. Por supuesto, tenía que mandar hacer estudios de mercado porque él podía ser el rey de las revistas mexicanas pero la publicidad era otra cosa.

En ese momento sonó el teléfono celular de Tranquilo, quien, molesto, lo contestó. -Orita no puedo -dijo-, yo te llamo más tarde. Sí, sí quiero, pero te llamo más tarde. -Colgó el aparato y después le dijo a Livia que le parecía razonable que lo pensara y lo estudiara, pero estaba seguro de que ella se daría cuenta de lo ventajoso del proyecto y lo emprendería con entusiasmo. Le había entrado la corazonada de que todo iba a salir muy muy bien, iban a ganar mucho dinero y además se divertirían fantásticamente. Para entonces ya habían bebido tres rondas de bebidas y se hallaban achispados.

- ¿Y tú qué vas a hacer con tu esposa? -preguntó Livia repentinamente.

- ¿Cómo qué voy a hacer con mi esposa? -dijo Tranquilo, y casi se atragantó de la sorpresa.

- Tu esposa.

- Pues nada, ella no interfiere, no se interesa en mis negocios. ¿Por qué lo preguntas?

- Por nada. Perdona -respondió Livia con una sonrisa franca.

- Mira -dijo Tranquilo-, ¿te fijaste? Parece que ya casi no llueve, qué maravilla.

Livia propuso que fueran a la terraza, porque a través del ventanal parecía que la luminosidad había subido y que casi no llovía, pero, cuando salieron afuera, la lluvia seguía allí, aunque había perdido toda ferocidad. Regresaron riendo al restaurante y, después de mirar hacia todos lados, Tranquilo abrazó a Livia y le besó el cuello. Ella se quedó quieta, sonriendo. Tranquilo siguió besándola, embriagado por su aroma, y palpó uno de los senos. Ella se removió en la silla y estiró la mano para sentir el pene de Tranquilo, que se hallaba a punto de la erección total. Sonrió, complacida, y suavemente se hizo a un lado. Le dijo que Phoebe se había quedado sola y que ya era hora de que la acompañara. Tranquilo protestó, le pidió que comieran juntos en donde ella quisiera, pero Livia se desprendió de él y se puso en pie.

- Nos vemos más tarde -le dijo-. Ésta será nuestra última noche en Acapulco, porque mañana nos vamos, ya hicimos la reservación. Pero esta noche es para ti, haremos todo lo que tú quieras.

A Tranquilo le brillaron los ojos.

- ¿Todo? -preguntó.

- Todo -respondió ella.