EL TIEMPO LLEGÓ HOY
Desperté con la sensación de que tenía tierra en los ojos. Me los tallé con fuerza y de pronto estaba bien lúcido. Había dormido muy mal, si acaso durante un par de horas, y sin embargo, lleno de excitación, desperté a Nicole acariciándole los pechos, pensando, como siempre: carajo, esta mujer está riquísima. Nos quitamos la ropa interior e hicimos el amor con gran brío y rapidez, así es que en minutos volábamos altísimo y nos tomó otros tantos reintegrarnos. No me vayas a ser infiel, me advirtió ella cuando me bañaba, si te vas con una vieja te juro que te vas a arrepentir. No, mi vida, ¿cómo crees?, contesté pensando, sin embargo, que Tranquilo era un caliente irredimible y que sin duda tendría planeado crapulear en Acapulco; Nicole lo sabía y por eso disparaba sus advertencias.
Tranquilo y yo habíamos vivido en la misma colonia, juntos estudiamos comunicación y allí conocimos a nuestras esposas. Después él, que tenía lana, se fue a hacer un posgrado a la Universidad de Rutgers y yo, sin la guía de una ánima apropiada y del dinero necesario, recorrí el laberinto de los empleos hasta que logré fundar una revista con unos amigos. Nos iba regular, pero era una maravilla tener una empresa propia. Sin embargo, Tranquilo retachó algunos años después y se le metió en la cabeza comprarnos la revista, nos dijo que así como la teníamos nunca íbamos a pasar de pericoperros, pero, con los cambios adecuados y un fuerte incremento en el activo, podía componerse. Entonces nos hizo una oferta que de plano nos noqueó. Se la vendimos, por supuesto, pero entre los tres ex dueños nos quedamos con un treinta por ciento de las acciones y con riguroso salario. La cosa no estuvo mal económicamente, porque Tranquilo tuvo la inspiración de cambiarle el nombre a la revista, y de “Somos Eros” pasamos a “La Ventana Indiscreta”, con lo que el concepto original se modificó y se amplió sustancialmente; también aportó ideas y metió mucho dinero, en especial en anuncios por televisión, porque su padre era dueño de una poderosa casa de bolsa y por lana no se medían en la familia. La revista fue un exitazo, pero Tranquilo se convirtió en El Jefe.
A las cuatro, el Jefe tocó el claxon y el ruidero que hizo seguramente despertó a todos los vecinos, lo cual no me extrañó porque a este cuate la gente le vale madre. Salí corriendo, con el pelo aún mojado, y guardé la maleta en la cajuela del preciadísimo Phantom rojo de mi jefe, socio y amigo. Oye, hace frío, comentó. Yo no siento nada, dije, porque, deveras, me sentía muy bien, a pesar del maldormir.
Subimos en el coche y nos lanzamos por el eje 8 Oriente, que estaba casi vacío, al igual que la calzada de Tlalpan.
Antes de que Tranquilo pudiera poner alguno de sus dudosos discos, yo coloqué uno en el reproductor de compactos del coche: nada menos que el viejo pero infallable Seventeen Seconds, de The Cure. Por supuesto, el Chif protestó: óyeme Nigro, yo traje mis discos, éste es mi coche, ¿no?, está bien que tú eres el gran experto pero lo menos que puedo hacer es poner la música que se me pegue la gana, además, tus pinches disquitos no saben lo que es ser reproducidos en equipos ultra-high-tech como el mío, a ver si no me los descomponen, ¿ya te fijaste en el amp, el preamp, el ecua y el compact disc player? Son Denon, pendejito, y las bocinas son Infinity.
¿Qué te pasa, cuate?, rebatí, tu equipito de cagada es el que se va a redimir con mis discos, que, por cierto, traje como mil. Son Puras Obras Maestras, vas a ver. Pues espero que no salgas con los ruideros que luego te gustan. No no, te digo que todo lo que traigo te va a encantar. Son puras cosas suavecitas, muy finas, como este disco clásico de The Cure, ¿qué pero le pones? Bueno, concluyó Tranquilo, muy bien La Cura pero yo también traigo discazos.
Vi que The Boss traía sus compactos en un estuchito muy cuco, de piel. A ver, me dije, qué oye este hombre, híjole, está jodido: Enya, Stevie Wonder, Paul McCartney, Enigma, Luis Miguel, Andreas Wollenweider, no puede ser. Pobre. Bueno, aquí se compone un poco: cantos gregorianos, que están de moda otra vez, y para la nostalgia los grandes éxitos de Simon amp; Garfunkel e ¡In a gadda da vida, de Iron Butterfly!
En la caseta de pago de la carretera nos detuvimos a comprar café en vasos térmicos. El Tranquilo no quería perder tiempo, así es que, bebiendo sorbitos de ese líquido horrendo, rearrancamos y pronto íbamos a ciento cuarenta kilómetros por hora. Detenme el vaso un segundo, me pidió. Sacó de su bolsillo una tira de pequeñas tabletas, expertamente extrajo una, la colocó en su boca, recogió el vaso que yo le sostenía y bebió un trago de café. ¿No quieres una?, me invitó. ¿Qué son?, pregunté por decir algo, porque ya sabía yo, como todo mundo, que Tranquilo era bien anfeto. Ritalín, respondió. Estoy muy desvelado, agregó, con un tono siniestro de disculpa, y con esto ya puedo manejar sin problemas. Si quieres, propuse, yo te ayudo. Bueno, si hace falta te digo, pero ya sabes que a mí me encanta manejar, y a mi nave no le duele nada, está sensacional, manejarla es un placer orgásmico. Bájele de volumen, doctor. Bueno, Nigro, pues qué quieres; es una chingonada de coche y punto. No pude decir nada más porque en ese momento sonó el teléfono celular de mi socio y él lo contestó misteriosamente, con la voz muy bajita; era claro que no quería que yo lo oyera, así es que no lo pelé y me puse a escuchar a Robert Smith y a ver la larga carretera iluminada por los faros del coche. No habíamos visto a nadie del otro lado del camino.
Poco antes de llegar a Iguala empezó a amanecer. Fue una maravilla ver cómo se aclaraba el perfil de los montes hasta que de pronto ya estaba allí, a ciento sesenta por hora, la sierra del estado de Guerrero, sólo que ahora íbamos por arriba y las copas de los montes no eran tan espectaculares como cuando el camino iba por debajo, entre cañadas, valles y vegetación cerrada y maravillosa.
Había poco tránsito en la nueva carretera, casi siempre recta y de escasas curvas pronunciadas. Pasamos por el puente tubular sobre el río Mezcala y por supuesto Tranquilo pronunció devotamente: Carajo, es una chingonada de ingeniería esta Autopista del Sol. Pues sí, pero es carísima, le tuve que decir. Bueno, Nigro, sentenció, es cara porque lo bueno cuesta, el progreso cuesta.
Nada nos estorbaba y de The Cure pasamos a The Feelies, luego a Peter Murphy y a los Waterboys, The Fisherman's Blues. Tranquilo ni oía la música, gozaba al manejar su auto y no paraba de hablar, con la cuerda que le daba el Ritalín. Yo, la mera verdad, lo dejaba. Tantito porque con todo quiero a este buen hombre y tantito porque me daba hueva arrebatarle la palabra. Qué bárbaro, no soltaba el micrófono. Habló de las mujeres que sin duda recogeríamos en Aca; en el peor de los casos, decía, me contaron que en el mismo hotel te consiguen todo tipo de nenas, fresquecitas, jovencitas, de buena familia; además, tienen shows de gente cogiendo. Hay de todo, es un servicio muy especial que ahora tienen algunos de los grandes hoteles, está duro el bisnes del sexo en Acapulco… Habló de coches, de su Phantom rojo, que era una llamarada; de Coco, su esposa, de sus hijos, de juguetes, de perros, películas, series de televisión, ¡de comerciales!, hágame el cabrón favor, y, como era de esperarse, de la revista, de los que trabajan en ella y que entre otras cosas son mis compañeros, ni modo. Finalmente, The Boss disertó sobre el superreportaje que íbamos a hacer en Acapulco y para el cual yo me había preparado a conciencia: leí libros y revistas, me comuniqué con especialistas y con amigos guerrerenses, quienes me dieron excelentes tips, aunque nadie me dijo lo del bisnes sexual en los hoteles, chance porque eso a ellos no les interesaba.
Va a estar fácil, declamaba Tranquilo, inspirado: Ramón Gómez de la Serna ya hizo los contactos, así que nosotros vamos derechito, tú y yo ya sabemos muy bien lo que hay que hacer, nos echamos primero todo el trabajo pesado y después nos dedicamos al puro foolin' around, dice la tele que el tiempo va a estar perfecto, soleadísimo, imagínate, nos podemos tostar el cuero y pasarla sensacional con las viejas, todo es cuestión de que no te pongas de farmer y de que saques a relucir esa inútil bola de cosas que sabes.
Apenas habían dado las siete de la mañana y, mientras oíamos The Serpent's Egg de Dead Can Dance, ya estaban allí las palmeras y la proximidad del mar. Vámonos por la entrada de siempre, le dije a Tranquilo, para que veamos cómo está el crecimiento de Acapulco por detrás de la bahía, me comentaron que hay muchísima gente, agregué. Pero a mí me dijeron que mejor entrara por la carretera Escénica, repuso Tranquilo, hay que pagar una caseta más pero te ahorras mucho tránsito. Oh qué la canción, me quejé, el hacinamiento del cinturón de miseria es algo que tenemos que ver, ¿o no?, aunque sea de lejitos. Mira, Nigromante, me dijo Tranquilo, a nadie le interesa lo que le pasa a los jodidos, pero nomás por ser objetivos y la canción vamos a ver de todo, which means que te daré gusto, cuatito.
Nos fuimos por la entrada de Las Cruces, pero al poco rato me arrepentí de haberlo propuesto. Había un denso tránsito mañanero que levantaba nubes de humos y aires de aceites, y que avanzaba tortuosamente. Pasamos por la entrada a Ciudad Renacimiento, el ghetto al que el gobernador Rubén Figueroa confinó a los pobretones de Acapulco a fines de los años setenta. Al subir, con una lentitud repugnante, el cerro de Las Cruces, pudimos ver que, efectivamente, el valle que se abría por detrás de los montes del Veladero, atrás de la bahía, se hallaba retacado de casas y casuchas de gente muy pobre. Mira, Tranquilo, le dije a mi amigo, ya no quedan espacios libres. Nunca me imaginé que viviera tanta gente a espaldas del puerto. Me cae que el paisaje hormiguea de tanta casa. Tranquilo prefirió no decir nada porque trataba de ser paciente ante el tránsito que avanzaba con dificultad. Había obras de ampliación de la vía y por eso el movimiento de los vehículos era exasperante. Finalmente, cuando el calorcito hizo que The Boss encendiera el aire acondicionado del Phantom, apareció la sucesión de enormes hoteles ubicados junto al mar. Junto a ellos, los montes que bordean la bahía también estaban apeñuscados de casas y edificios. Más allá de los grandes hoteles se podían ver franjas de mar impasible, lleno de sol, aunque en el horizonte nubes monumentales parecían crecer y avanzar hacia tierra… El mar mostraba cierta agitación y la luz aún oblicua del sol intensificaba lo azul del agua. Descubrí, porque no lo había pensado, que ver el mar de Acapulco me resultaba reconfortante. Tenía tiempo que no lo visitaba y, como a muchísima gente en México, una buena cantidad de buenos recuerdos se hallaban asociados con el puerto y mis años de chavo.
Qué bárbaro, dijo Tranquilo, cuando entrábamos en la avenida Costera, llena de comercios con nombres en inglés; sin contar todo el tiempo que perdimos en la entrada nos echamos tres horas de camino, no me medí, ¿verdad?, un modesto promedio de ciento cincuenta kilómetros por hora… Pues sí, asentí, pero ahora ¿qué chingados vamos a hacer tan temprano?
Desayunar, por supuesto. Usted no se preocupe, mi querido Nigromante, después de desayunar nos ponemos a trabajar luego luego. ¿De plano? Sí, hombre. Sin embargo, seguía diciendo el Tranquilómano, tendrás que excusarme unas dos o tres horas en lo que atiendo un asunto privado, concluyó con un ligero toque de misterio que no me sedujo en lo más mínimo; me valía madres lo que se trajera, tenía la impresión de que se había metido en unas inversiones con sus suegros que vivían en Acapulco y él se los estaba transando o ellos se lo querían transar a él, o a lo mejor yo nada más estaba inventando porque en ciertas cosas Tranquilo podía ser totalmente hermético.
Nos instalamos en el Megahotel Nirvana, junto a la playa, en la zona conocida como Acapulco Dorado. Era un conjunto de edificios con una vaga forma de pirámide, con una gran fuente junto a una rampa pronunciada y tiendas por doquier. Era imprescindible que estuviésemos en el mejor hotel, decía Tranquilo, y aunque había mejores que el Nirvana éstos se hallaban más allá de Puerto Marqués, a la altura de El Revolcadero, en lo que, en un ataque de inspiración, llamaron Acapulco Diamante. A él le dieron una suite y a mí un cuarto normal. Claro. Qué poca madre. Sin embargo, me explicó el estiradísimo tipejo de la recepción, recién graduado de alguna escuela chafa de hotelería, el mío estaría listo hasta las trece horas. No hay problema, intervino Tranquilo el Magnánimo, viendo de reojo a unas nenas sumamente potables que en bikini pasaron por allí, puedes ocupar mi suite en lo que te dan tu cuarto. Aunque supongo que te irás a la playa a ponerte como negrito cimarrón. Pues a lo mejor me echo un sueñito, respondí, ya me está pesando la desmañanada.
Dejamos las cosas en la suite de Tranquilo, que tenía una gran estancia para recibir y una recámara gigantesca. Él conectó su fax con rapidez; después bajamos y salimos a la playa. Casi no había gente. Nos quitamos los zapatos para sentir la arena y los dos, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, nos volvimos para gozar el sol en la cara durante unos instantes. Qué delicia. Las nubes del horizonte ciertamente estaban creciendo; o yo alucinaba, o en verdad las nubes se hallaban más cerca, y eran muy negras además. Nomás falta que se oscurezca, pensé, pero deseché la idea. Lo que me pareció muy mal fue ver basura en la orilla del mar, que por otra parte estaba un tanto picado. Había algunas bolsas desechables, latas, envases, y en ciertas partes flotaban manchas dudosas. No era mucho, pero se notaba. Tranquilo también ya se había dado cuenta. Nos volteamos a ver, con cara de qué-mala-onda. Después debatimos dónde desayunar. Mi socio, aunque «no tenía hambre», proponía los restaurantes del hotel o uno nuevo, muy bueno, que habían abierto en la Costera, con el que naturalmente había un intercambio. Por mi parte, yo quería ir al mercado a ver si la rellena que tanto me habían recomendado efectivamente era un deleite ancestral.
Sí lo era, un tanto grasosa para el gusto de Tranquilo, quien por otra parte nunca dejó de quejarse porque había que comer de pie, cerveza en mano, en uno de los pasillos del mercado, lleno de basura, y entre el ir y venir de infinidad de jodidos. De cualquier manera la carne de cerdo se deshacía, la salsita estaba en su mero punto, y los tacos no tenían desperdicio. Debo reconocer, decía Tranquilo, parsimonioso, que no tiene madre esta rellena… Oye, Nigro, mira qué morenaza, agregó al ver a una acapulqueña. Sin embargo, cuando sabroseábamos el quinto taco, un borracho apareció por el pasillo, trastabillando; Tranq y yo nos miramos, sonriendo, pero, cuando menos lo esperábamos, el borracho, un costeño viejo, prieto, rechoncho, con la barba crecida sobre una enorme papada, parecidísimo a Octavio Paz sólo que en jodido, se detuvo junto al Big Boss Man y, sin más, vomitó copiosamente sobre los pantalones blancos y en los zapatines de piel de cabra de mi viejo amigo y jefe también. ¡Me recarga la chingada!, explotó Tranquilo mientras yo no podía aguantarme la risa, ¡lárguese de aquí, marrano, asqueroso!, ¡y tú no te rías, pendejo!, agregó, porque el Octavio Paz del arrabal, una vez que hubo vomitado, sin más se recargó en The Boss con ánimo de echarse un sueñito. El pobre Tranquilo difícilmente controló los deseos de asesinarlo a patadas, lo hizo a un lado a empujones y me dijo vámonos de aquí, porque toda la gente que se juntó reía abiertamente.
Oye, las nubes se están encimando, y están feas, le comenté cuando me llevaba al hotel por la Costera. No pasa nada, explicó, aún fastidiado por el vómito, que más mal que bien limpió con un periódico y bolsas sucias antes de subir al Phantom. De cualquier manera apestaba horrible. Así es siempre, añadió, en la mañana a veces se nubla, pero se despeja al poco rato y todo el día es soleadísimo, en la noche es cuando llueve. Me lo explicó Ramón Gómez de la Serna, y ya ves que él no se anda con payasadas. No hombre, repliqué, esas nubes están canijas, chance es una tormenta. Cuál tormenta, no eches la sal, ya te dije que decían en la tele que iba a haber puro sol. Pero siempre se equivocan. Ve esas nubes, insistí, cómo de que no va a llover, después de todo en el verano es cuando se dejan venir unos huracanes de su pinche madre.
En el hotel, subimos a la suite, piso veintisiete. Tranquilo se bañó rapidito, se cambió y se fue quién sabe a dónde. Yo me puse traje de baño, con la idea de tirar la hueva en la playa hasta que regresara mi socio. Eran las nueve y media de la mañana. Me asomé a la terraza y en ese momento las nubes acabaron de cubrir todo el cielo; el viento había arreciado, el mar se estaba picando y todo indicaba que llovería en muy poco tiempo. Qué mala suerte, pensé, no quería estar en Acapulco sin sol, no sería justo, me decía al cerrar la terraza porque el viento estaba más bien fresco. Al volverme advertí hasta qué punto se había oscurecido y tuve que encender las lámparas de la estancia. Vi los sofás, la mesa de centro, la alfombra y el televisor empotrado en un enorme mueble de madera que le servía de altar. Lo indicado era leer y oír rock del bueno, por ejemplo, Stationary Traveller, del viejo Camel. Me quité el traje de baño y volví a vestirme antes de sacar el discman y mi libro.
En la recámara estaba el equipaje de Tranquilo: el cabrón viajaba como señorona y para una semana había llevado tres grandes maletas, dos portatrajes, un maletín de cosméticos y una mochila con quién sabe qué. Además del fax, que ya había recibido un documento, y del infallable teléfono celular, también cargó con una poderosa computadora IBM tamaño cuaderno, cuatro megas de memoria, disco duro de ciento veinte y pantalla de color súper VGA. La eché a andar pero me pidió una contraseña, así es que la dejé por la paz. Era típico que The Boss le pusiera una clave para que nadie se asomara a su compu. También había una bella cámara de video Mitsubishi con un hiperzoom, macro y mil jaladas más. Claro, también una equipadísima cámara de fijas Hasselblad, un monitor Sony enano, del tamaño de una cajetilla de cigarros, y un discman Denon con sus audífonos. También cargó con una agenda electrónica y unos poderosos prismáticos.
Con los prismáticos, y un rabioso ánimo voyeurista, fui de nuevo a la terraza y hasta entonces me di cuenta de que afuera llovía fuertísimo; ráfagas latigueantes del aguacero se estrellaban contra la ventana y no se podía ver nada. Me impresionó, la mera verdad. Un trueno pavoroso fue seguido por un rayo que erizó el estrépito de la tormenta y mejor regresé a la recámara.
Qué más traía este loco. En el morral de piel había varios discos compactos y casets de video 8. Algunos contenían películas: Bajos instintos, ajajá, Parque jurásico y Roger Rabbit, qué tierno. Había varios casets vírgenes de video 8 y otros debían ser grabaciones de repugnantes vacaciones familiares: Vallarta, Cancún, Nueva York, Fiesta Lucha, Cumpleaños Tribi. En otro decía: Contabilidad. ¿Contabilidad?, ¿cómo contabilidad?, ¿qué contabilidad puede haber en un video? En un disket, sí. A ver.
Como no había nada que hacer y la tormenta afuera seguía bramando, me tomé la molestia de sacar la cámara del estuche y de conectar los cables a la corriente y a la televisión. Metí el caset, accioné play y en la pantalla aparecieron tomas temblorosas del eclipse de sol de hace unos años. Las escenas no mejoraban así es que oprimí el botoncito del avance rápido y en la televisión el eclipse pasó velozmente hasta que ya no había nada grabado; por alguna razón seguí corriendo la cinta y ya estaba a punto de pararla cuando, oh oh, una mujer apareció en escena.
Ahora habían fijado la cámara, pero la luz estaba horrenda, al parecer simplemente le quitaron las pantallas a las lámparas de la recámara, porque estábamos en una recámara y la mujer era Coco, la esposa de Tranquilo. Se hallaba hiperarreglada, con un peinado elaboradísimo, traje de noche rigurosamente negro, largo, de tela satinada que le lamía el cuerpo, y zapatos de tacón enorme y puntiagudo. Coco no se caía de buena pero estaba transitable; sus grandes tetas siempre se habían hecho notar aunque era de nalga pachaca; los muslos eran llenos y largos, un tanto adiposos eso sí. El rostro no era exactamente bello, pero sí atractivo, con mucha gracia. Aunque apreciaba sus senos, Coco no era mi tipo para nada y jamás me había nacido aventarle el calzón, lo cual sí había hecho, cayéndose de pedo, el ojete de Tranquilo con mi mujer. Qué culero. Pero ahora las cosas eran definitivamente distintas pues la esposa de mi cuate, en la pantalla, sin más se había sentado en una silla y, contorsionándose, se pegaba una cachondeada sensacional, un poco de prisa pero sin que la cámara la intimidara.
No daba crédito a lo que veía. Mi vieja cuata Coco se acariciaba sin inhibiciones, con música de un jazz previsible que sin duda después injertó Tranquilo, quien, supuse, operaba la cámara. La Cócora se había alzado el vestido hasta la cintura. No llevaba pantaleta, sólo un liguero y medias oscuras, y la aparición de su bien peluqueado pubis me pareció de lo más excitante.
Aún no me reponía de la sorpresa cuando vi que mi vieja amiga abrió las piernas frente a la cámara y procedió a masturbarse con gusto e intensidad. Había cerrado los ojos, con la respiración entrecortada y movía su dedo con rapidez por encima del clítoris; se calentó bien rápido la pinche Coco y se masturbaba con ganas, lo cual, caray, empezó a afectarme, pues mi pene se alzó, curioso, como si quisiera ver también.
Entonces Tranquilo apareció en cuadro. Se había quitado la ropa y trataba de sumir la panza, lo cual no impedía que su feo pajarraco estuviera bien erecto. El imbécil se había dejado los calcetines, lo cual me pareció muy mal; ya García Márquez había decretado que la peor ignominia que hay es coger con los calcetines puestos. Y de pronto ya estaba ahí la hard-core-home-movie, que mostraba un buen sesenta y nueve. Era increíble pero el show de mis amigos ya no me sorprendía sino que, a mí, que soy todo un caballero, me estaba excitando, como atestiguaba la flagrante erección que cada vez se endurecía más y se volvía apremiante. Mi boca se resecaba y no podía apartar los ojos de la pantalla. Alcanzaba a pensar que dónde se había quedado mi legendaria y analítica frialdad científica. No es posible, pensaba entre risitas nerviosas, tratando de concentrarme en la celulitis de los muslos cocudos y en la panza que ya no trataba de sumir el buen Boss para distraer la calentura. Carajo, ya había tenido que liberar a mi pobre verguita del pantalón para cachondearla discretamente porque Coco y Tranquilo para entonces cogían con rapidez y fuertes embates. De la vieja posición del misionero pasaron a la también tradicional del perrito y después ella se montó sobre Tranq. Coco oscilaba las nalgas totalmente entregada al acto sexual, ajena a la cámara, y él de hecho se había quedado quieto pues su mujer se movía con verdadera maestría. Era terriblemente perturbadora mientras subía y bajaba. Mas para entonces, ay Dios, yo me estaba haciendo una terrible chaqueta que me hacía perder el equilibrio e irme de ladito al imprimir mayor velocidad a mi mano, hasta que de pronto brotó el primer chorro de mi eyaculación y, con él, un orgasmo oscurísimo me deshizo la realidad, apenas advertía que me seguían brotando chorros de semen y que éstos caían en la alfombra, puta madre, alcancé a pensar, voy a andar bien chaqueto el resto del día.
En ese momento salté sobresaltado. No sé cómo alcancé a darme cuenta de que alguien abría la puerta. Me puse de pie aterrado y apagué la televisión, aún con la verga parada, viendo los chorros de semen en la alfombra. Alguien estaba a punto de entrar en la suite. ¿Quién?, casi grité, tratando de bajarme el susto. Cómo quién, pendejo, se oyó la voz de Tranquilo de lo más ídem, soy yo, agregó, y entonces me vio con la reata de fuera, los pantalones a la altura de los muslos, tratando frenéticamente de apagar y ocultar la cámara al mismo tiempo.
Alcancé a ver que en fragmentos de segundo en Tranquilo se pintaba una gran sorpresa, que ésta se transformaba en una sonrisa burlona, antes de congelarse al ver la cámara de video y comprender como en un relámpago lo que estaba pasando. Quihubo Nigro, me dijo, ya muy serio, qué te traes. Yo quería hundirme en la tierra, me sentía arder de tanta vergüenza mientras me subía los pantalones y afianzaba el cinturón. No supe qué decir. Tranquilo, ya no serio sino sombrío, avanzó a mi lado, vio la cámara, que seguía andando, la detuvo y, en silencio, desconectó los cables y la guardó en el morral de piel. Yo no sabía qué hacer, me había puesto pálido y, para hacer las cosas más absurdas, sólo se me ocurrió encender un cigarro, lo cual le fastidiaba al máximo a Tranquilo, quien podría ser adicto a las anfetaminas y a la coca pero le había declarado la guerra al tabaco porque hacía daño. ¡Apaga esa porquería!, gritó. Estaba fuera de sí y le costaba trabajo hilar las palabras. ¡Mídete, Nigromante, cómo te atreves a agarrar mis cosas sin mi permiso! Hombre, no lo tomes tan a pecho, alcancé a balbucir, es que… ¡Es que nada, hijo de tu chingada madre! ¡Respeta las cosas ajenas! ¡Nada más te dejo un ratito en mi cuarto y tienes que, que, que manosear todo! ¡Esto sí no te lo aguanto, negro resentido, acomplejado! ¡Estúpido! Cálmate, Tranquilo, agarra la onda, alcancé a decir, yo nunca me imaginé… Mira, lárgate de aquí, me interrumpió, tratando de controlarse.
Jamás lo había visto tan oscuro como en ese momento.