SIEMPRE NO ES NINGÚN TIEMPO
Tranquilo Despertó muy mal esa mañana. Fue sabio pedir que lo llamaran a las siete, de otra manera se habría quedado dormido. ¿A qué horas se habían acostado? ¿Las cuatro? Marcó room service y ordenó el desayuno. Estaba crudo. Realmente no se le antojaba bajar al restaurante con el Nigromante. Poor bastard. En realidad eso era: un tonto. No sabe, pensaba Tranquilo, no es que quiera hacer las cosas mal, es que no tiene ni la más remota idea de lo que hace. En realidad es un cuate a todo dar, pero no en este viaje; de que le entran las malas ondas ya no hay nada que hacer. Está loco, en la madrugada, después de dejar a las mujeres, se empecinó en un silencio casi ofensivo, no quiso comentar nada de Phoebe y de plano casi lo calló. Primero se rajan las viejas y luego la altanería de ese baboso. Qué se creía. Asshole. Y, luego, toda esa manía de incomodar a la gente que entrevistaban. Lo hacía como represalia porque Tranquilo no le daba por su lado. Pero no tenía por qué molestar. Estaba bien que se trataba de gente medio bruta, pero allí residía el secreto del profesionalismo, ¿o no? Y estaban trabajando, no de vacaciones, ¿verdad?
Cuando Tranquilo se asomó a la terraza tuvo la impresión de que la lluvia había bajado un poco, pero qué va, el aguacero continuaba intenso. Checó el fax, porque a veces le mandaban documentos en la noche, y sí, ahí tenía el mensaje de que los fotógrafos ya estaban en camino. Chin, qué estúpido, pensó Tranquilo, ayer que hablé la última vez con María Ester olvidé decirle que cancelara el viaje de los fotógrafos. ¿Qué iban a tomar, si todo estaba tan descompuesto? Puro ron y cervezas era lo que iban a tomar los malditos. Pues ya ni modo, pensó, iba a ser un gasto a lo pendejo porque después los fotógrafos tendrían que regresar si querían good pix de Acapulco. Qué contrariedad. Le fastidiaba gastar dinero inútilmente. Marcó el número del Nigro pero, vaya, ya se había levantado.
Mejor tomó la popular cajita de carey y la cuchara de oro y aspiró dos hilitos de coca antes de meterse en la regadera. Se bañó rápido, como siempre, y cuando terminó apenas llegaba el desayuno. Comió rápidamente también, viendo las noticias, antes de que se le quitara el hambre. Allí estaba ya la información sobre el huracán Calvin y seguían los problemas con el NAFTA, que en México era conocido como el TLC o Telecé. Había una verdadera guerra entre los que lo apoyaban y los que lo rechazaban, una minoría muy ruidosa e ideologizada. En Washington, claro, porque en México el presidente Salinas tenía agarrados de los huevos a diputados y senadores, y ni quien dijera nada. Qué barbaridad, nunca se podía estar en paz. Para esas alturas había muchos que decían que el congreso americano no aprobaría el Tratado de Libre Comercio. En cambio, por esos días la Bolsa de Valores estaba padrísima, no tanto como antes del truene de 1987, pero había subido. Sin embargo, y aquí el inevitable pero, de seguir así, calculaba Tranquilo, no tardaría el desplome, quizás a principios del año próximo, año de elecciones. Por el momento, sus inversiones de renta variable le seguirían dejando buenas ganancias si no dejaba que los de la casa de bolsa se archiagandallaran, él no había tenido problemas, pero por nada del mundo quería terminar en una agrupación de inversionistas defraudados como muchos después del 87. Qué bien estaban las gringas, caray, las dos, pensaba, qué suerte haberlas conocido. Pero si se les fueron por un pelito. Esa noche por ningún motivo se les podían escapar. Era una cuestión de honor nacional.
Tranquilo bajó al lobby cuando calculó que Nigromante ya habría desayunado, y, en efecto, lo encontró en el restorán, terminando sus huevos rancheros. Se había bañado y se puso el suéter que trajo de México. Se veía horrendo, crudo y desvelado.
- Oye, Tranq, esta lluvia está del carajo -le dijo a boca de jarro-. No deja hacer nada. Lo de ayer no tuvo madre, digo, la empapada que nos dimos.
- Bueno, no son las condiciones idóneas, pero ya que estamos aquí hay que adelantar algo.
- Pero todo está vacío, sin chiste. A los pobres turistas incautos que vinieron no les dan ganas de salir a ninguna parte.
- Pero hemos hecho ya varias entrevistas buenas, hoy tenemos a los ecologistas, ¿no?
- ¿Por qué no nos retachamos, socio? -propuso Nigromante-, total, regresamos una vez que pase el temporal. Vámonos a México, mano.
- No, Nigro, ya estamos aquí. Además, va a dejar de llover. Vas a ver cómo mañana amanece un sol padrísimo.
- Ése es puro wishfull thinking, mi estimado. No va a dejar de llover en toda la semana, y tú lo sabes muy bien. O más, si a este huracán se liga otro.
- No eches la sal, Nigro.
- Entiende, hijo -insistió Nigromante-. Nomás vamos a hacer un gastazo y después vamos a tener que volver a Acapulco a terminar todo lo que haga falta.
- ¿Y Livia y Phoebe, qué? Anoche no te vi muy enojado que digamos.
- Bueno, esta noche nos las fumigamos, ¿no? Y mañana nos regresamos a México.
Tranquilo no contestó ya porque en ese momento vio entrar en el hotel a Mendiola, el director de fotografía, siempre bien atildado y correcto, y a Melgarejo, su ayudante. Un botones los seguía, piloteando un carrito cargado con maletas metálicas, algunas casi baúles, que contenían el equipo.
- ¡Carajo, qué bueno que los encontramos! -exclamó Mendiola, al verlos-, ¡qué pinche lluvia, señores!
- Cómo están -saludó Tranquilo, y Nigromante sólo alzó una mano y la agitó levemente-, ¿cómo estuvo el camino?
- De la chifosca -respondió Mendiola-, nos llovió todo el tiempo, pero de Chilpancingo pacá fue cuando deveras estuvo siniestro.
- Tuve que ir a cero por hora a pesar de la carreterota -intervino Melgarejo, un joven bajito de estatura y de bigote de aguacero-, y eso que estaba bien sola, nadie la toma por lo caro que cuestan las casetas. Están cabroncísimas.
- Dice el jefe Tranquilo que el progreso cuesta -comentó Nigro.
- Chale, con razón yo no progreso, ¡nunca me alcanza! -exclamó Melgarejo, y todos rieron.
- ¿En qué coche se vinieron? -preguntó Tranquilo, con seriedad, pero satisfecho. Descubrió que se sentía a gusto con más gente de la compañía.
- En la combi -respondió Mendiola-, para que cupiera todo el equipo. Oye jefe -dijo después-, ¿cómo le vamos a hacer? Namás vamos a poder trabajar en interiores.
- O con cámara submarina -rió Melgarejo.
- No te la jales, Melga -le dijo Nigromante.
- No me digas así -pidió Melgarejo, con aire preocupado-, como cuates, se oye muy gacho… Melga -repitió, para sí mismo.
- Suena como nalga, ¿no? -comentó Nigro-. Presta la melga.
- Calmado, pinche Nigro.
- Pues ése es el problema -dijo Tranquilo, procurando no hacer caso a las insensateces preparatorianas que oía-. En realidad ayer olvidé decirle a María Ester que les cancelara la salida. Ahora van a tener que regresar cuando haya buen tiempo.
- Pues al menos -comentó Mendiola-, así valdrá la pena estar en Acapulco. Con lluvia como que no aguanta nada…
- …pero ahora habrá que hacer lo que se pueda… Lo de los interiores está bien. También pueden regresarse el viernes y no el domingo -decidió Tranquilo, quien después los mandó a registrarse y a instalarse-. No se tarden -añadió-, para que salgamos a explorar el terreno. Tú Nigro, tráete el mapa de Acapulco. Vamos a dar una vuelta, aunque sea con la lluvia, por sitios de interés para saber en dónde nos movemos.
- Oye, pero para qué queremos el mapa, todos conocemos Acapulco -rezongó Nigromante.
- Indulge me -pidió Tranquilo, con aire grave.
Nigro se fue a regañadientes, y los demás lo siguieron. Con el teléfono celular Tranquilo llamó a su secretaria por si había novedades. A las nueve de la mañana era difícil que las hubiera, por supuesto, se dijo después con una sonrisita mientras marcaba otro número.
- Bueno -respondió una voz de viejo.
- Habla el doctor Pensamiento, ¿tienen noticias para mí?
- Ah pues sí, que todo está listo como quedaron.
- ¿Nada más? -insistió Tranquilo, y bajó la voz al ver que Nigro se acercaba-, ¿no me dejaron ningún mensaje?
El viejo respondió que no y Tranquilo colgó al ver que su socio llegaba hasta él. Sonrió condescendiente cuando Nigro le planteaba lo absurdo que era dar un rol por Acapulco con el tiempo como estaba.
- Nos puede ir peor que ayer, acuérdate -añadió significativamente.
- Nigro, en serio tienes que mejorar tu espíritu de colaboración. De todo chillas y a las primeras ya quieres salir corriendo. Oye, ésta es tu revista, tú eres uno de los dueños, hazlo siquiera por eso, ¿no? Está lloviendo, pues sí, pero ni modo, ¿no? That's the fuckin' way it is y no lo vas a cambiar. Tienes que darle buen ejemplo a Melgarejo, ya ves que ese chavo tiende bien duro a la hueva. Por suerte Mendiola es muy responsable.
- Ya ya, no te enojes, te van a salir arrugas.
El team de fotografía llegó en ese momento. Mendiola se había cambiado de ropa, a pesar de que había llegado impecable. Melgarejo, por su parte, también se había dado tiempo de ponerse shorts, camisa de playa y lentes oscuros. Además, cargaba una cámara Nikkon de treinta y cinco milímetros, más una Hasselblad de seis por seis, ambas bien cubiertas en sus estuches. También llevaba un maletín con muchos lentes y película.
- Órale -exclamó Nigro-, está fuertísimo el sol.
- A mí me la pela el tiempo. Yo vine a Acapulco.
- Vete a cambiar. Te va a dar frío -le dijo Tranquilo.
- Nel, deveras estoy bien.
Afuera, la lluvia no cedía, los vientos azotaban los árboles y palmeras y transitar era difícil. Habían subido en la combi de la revista y Melgarejo iba al volante, mentando madres, porque, además del agua, había mucho tránsito. -Ve nomás cómo se mete este pendejo, está viendo la tempestad y no se hinca -decía-. Y ora checa a ese baboso, pero qué pinche manera de manejar, puta, por suerte vamos superdespacísimo que si no, le damos. Chale, y ora éste, no se puede, carajo, es taxista, con razón, en todo México los taxistas son unos pinches ojetes, ¿o qué no?, ya ni la hacen. Con dificultades llegaron al centro y luego enfilaron monte arriba hacia la Quebrada-¡Ay hijo de la chingada, esta madre se está derrapando! -chilló Melgarejo, porque, al rearrancar después de un alto, las ruedas de la camioneta patinaron durante unos momentos a causa de los torrentes de agua y basura que bajaban por la calle de la Quebrada.
Cuando llegaron, llovía estrepitosamente. Melgarejo se detuvo frente al mirador. Durante unos instantes todos guardaron silencio y sólo se escuchó el fuerte ruido del motor del desempañador que opacaba todo lo demás. El agua caía con fuerza luminosa sobre la combi y no permitía ver casi nada. Apenas se alcanzaban a distinguir otros autos estacionados. Era una lástima porque a Tranquilo le hubiera gustado ver la agreste pared casi vertical de rocas, el acantilado de cuya cumbre los acapulqueños se tiraban temerariamente. Lo recordaba tan bien. Cuando era niño sus padres vacacionaban con frecuencia en Acapulco y él no se perdía el espectáculo de los clavadistas, algunos con capas, máscaras o antorchas; le gustaba en especial el ambiente que se armaba en la escalinata cada vez más empinada que formaba miradores y donde siempre había ríos de gente, visitantes y vendedores de una legendaria nieve de coco que venía en botes colorados; también vendían paletas, papas fritas, chicharrones, algodones, dulces e infinidad de cosas más. Le subyugaba también la furia con la que el mar arremetía la boca del arrecife y latigueaba la caverna que había en el fondo.
- Pues ahí está la Quebrada -dijo Nigromante, con tono neutro.
- Sí -suspiró Tranquilo.
- No se ve ni chicles -comentó Melgarejo.
- ¿Qué hacemos? -preguntó Mendiola, tratando de ver hacia afuera.
- ¿Saco unas chelas? -propuso Melgarejo-, ahí traigo varios six pack en la hielera. También traemos añejo y Johnny Walker etiqueta negra para mi jefe Mendiola que bebe del fino.
- Cálmate tú -dijo Tranquilo-. Unas chelas… Cómo te atreves…
- Oye, qué bien se atienden -comentó Nigro-, hay que viajar con ustedes.
- Pos ya sabes, mano.
- Espérense, espérense -reiteró Tranquilo-. Vinimos a trabajar, no a pasarla suave. Vamos a bajar a ver la Quebrada -ordenó con la voz un tanto insegura, pues lo menos que quería era mojarse.
- Estás loco -respondió Nigro-, nos vamos a dar una empapada segura, el paraguas no sirve para nada con los ventarronazos.
- Sólo vestido de buzo -dijo Melgarejo.
- Yo no bajo -avisó Mendiola-. Para qué. No se puede tomar ni una sola foto.
- Mejor que Melga saque las cervezas.
- No no, cómo cervezas. Está bien, nadie baja -consintió Tranquilo-. Mejor nos largamos de aquí. Vamos a ver cómo está el Revolcadero. Ahí sí podremos tomar unas fotos.
Nigromante por supuesto protestó. Dijo que iba a ser lo mismo. Los demás no comentaron nada y Tranquilo se dio cuenta de que estaban de acuerdo con el Nigro, pero de cualquier manera le ordenó a Melgarejo que se arrancara. De pronto se estaba sintiendo mal; bueno, no exactamente, pero no se hallaba a gusto. El aguacero afuera taladraba el techo de la vagoneta, pero dentro el aire se había cargado. Se le antojó intensamente sacar la cajita con la coca y darse un pase, darles a todos un pase. Pero no, cómo iba a ser. Lo que ocurría era que andaba cansado, desvelado; la sesión el día anterior había durado casi toda la tarde y después vino la discohopping y la sucking session con las gringas. Cómo se les habían ido. Imperdonable. Claro, la fatiga ya le había calado. Además, la compañía en ese momento no era maravillosa. No podían callarse nunca. Se maldecía por haber propuesto esa salida, le dolía reconocerlo pero el Nigro tenía razón desde el principio. En realidad, detestaba el superreportaje en Acapulco. Qué necesidad tenía de soportar a esa gente y esas lluvias apocalípticas. No podía concebir que Acapulco estuviera tan oscuro en la mañana. Shit, pensaba, eso no era Acapulco.
Todos iban en silencio ahora, mientras la combi descendía muy despacio y se metía en el centro para regresar a la Costera. A pesar del tercer día consecutivo de lluvias torrenciales, en Acapulco la vida seguía su curso, todo estaba abierto, la gente trabajaba en las oficinas y una gran cantidad de autos circulaba por el centro y la Costera. Con frecuencia se veían vehículos abandonados porque se sobrecalentaron o porque el agua había mojado la bobina. Al bajar de la Quebrada, el agua corría con fuerza, y abajo, en lo plano, se anegaba hasta inundar las banquetas. Tras el telón de lluvia se podía ver gente en los portales, donde los puestos de periódicos habían sido cubiertos por grandes plásticos, al igual que algunos intrépidos carros de frutas. La iluminación estaba encendida en los negocios, aunque, a veces, sin que dejara de llover copiosamente, aparecía una luz natural blanca y brillante en el cielo.
Cuando llegaron a la altura del Nirvana, Tranquilo tuvo que reconocer que la perspectiva de ir al Revolcadero no era apropiada e indicó que se detuvieran en el hotel. Pidió a sus compañeros que se instalaran en el lobby y, una vez que regresó, mucho más animado y un tanto moqueante a causa del pase de cocaína que se había dado en el baño, instruyó a los fotógrafos que tomaran fotos de la gente que habían visto y de los interiores a los que habían ido. A Nigro le pidió que les preparara una lista, y le recordó que tenían una cita a las doce con los ecologistas. Ya eran las once y media. Se habían llevado más de dos horas en ir y regresar a la Quebrada. Qué perdedera de tiempo, las cosas en verdad conspiraban para que nada saliera bien. Pero eso no debía de ser. Había que imprimir energía y determinación o el trabajo se iría al hoyo. El Nigromante lo veía irónicamente, como siempre. Parecía morirse de tedio; en el lobby se había derrengado indolentemente en uno de los sillones. The son of a bitch. Daba pésimo aspecto. Bueno, habría que meterlo al orden, pero ah qué difícil era. Paciencia, Dios mío, se dijo Tranquilo con una débil sonrisa.