LA CULPA

Grom-gil-Gorm, rey de Vansterlandia, el hijo más sanguinario de la Madre Guerra, el Rompeespadas y el Hacehuérfanos, entró dándose aires en el Salón de los Dioses junto a su clériga y diez de sus guerreros más curtidos, con la enorme mano izquierda relajada en el pomo de su inmensa espada.

Llevaba una piel nueva sobre sus amplios hombros, por lo que vio Yarvi, y una joya nueva en su enorme dedo índice, y la cadena que le daba tres vueltas al cuello había crecido en unos pocos pomos de espada. Recuerdos de su sangriento paseo por Gettlandia a invitación de Yarvi, robados a inocentes junto a sus vidas, sin duda.

Pero lo más descomunal de todo, mientras pasaba entre las puertas maltratadas y entraba en casa de su enemigo, era su sonrisa. Una sonrisa de conquistador, de quien ve cómo maduran sus planes y cómo caen sus adversarios, de quien siempre saca su número en todos los dados. La sonrisa de quien los dioses favorecen especialmente.

Entonces vio a Yarvi de pie en un escalón de la tarima, entre su madre y la madre Gundring, y su sonrisa se quebró. Al ver quién estaba sentado en la Silla Negra, se desmoronó del todo. Gorm se detuvo inseguro en el centro del amplio suelo, cerca del lugar donde la sangre de Odem todavía manchaba las junturas de las losas, rodeado por las expresiones adustas de los grandes de Gettlandia.

Se rascó una sien y dijo:

—Este no es el rey que esperábamos.

—Lo mismo podrían afirmar muchos de los presentes —respondió Yarvi—, pero aun así es el rey legítimo. El rey Uthil, el mayor de mis tíos, ha regresado.

—Uthil. —La madre Scaer pronunció el nombre entre dientes—. El gettlandés orgulloso. Ya me parecía que me sonaba su cara.

—Podrías haberlo mencionado. —Gorm miró con desagrado a los guerreros y a sus esposas, sus llaves y las hebillas de las capas brillando en las sombras, y dio un profundo suspiro—. Tengo la desagradable sensación de que no te arrodillarás como vasallo mío.

—Ya pasé demasiado tiempo de rodillas. —Uthil se levantó, aún con la espada acunada en los brazos. Era la misma espada sencilla que había recogido de la inclinada cubierta del Viento del Sur y había pulido hasta hacer brillar su filo como la luz de la luna en el frío mar—. Si alguien ha de arrodillarse, eres tú. Estás en mi tierra, en mi salón, ante mi silla.

Gorm levantó las puntas de las botas y las miró.

—Eso parece. Pero siempre he tenido las rodillas un poco entumecidas. Debo rechazar la oferta.

—Es una pena. Quizá pueda desentumecerlas con mi espada este verano, cuando te visite en Vulsgard.

Las facciones de Gorm se endurecieron.

—Ah, todo gettlandés que cruce la frontera tendrá una cálida bienvenida, eso te lo garantizo.

—¿Para qué esperar al verano, entonces? —Uthil bajó los escalones uno por uno y se quedó en el más bajo, desde el que su cara estaba al nivel de la de Gorm—. Lucha contra mí.

La comisura del ojo de Gorm empezó a contraerse y le hizo temblar la mejilla. Yarvi vio que sus nudillos llenos de cicatrices palidecían sobre la empuñadura de su espada, que los ojos de sus guerreros recorrían la sala, que bajaban los ceños de los hombres de Gettlandia.

—Deberías saber que la Madre Guerra me insufló su aliento en la cuna —masculló el rey de Vansterlandia—. Dicen los presagios que ningún hombre puede matarme…

—¡Pues lucha contra mí, perro! —vociferó Uthil, provocando ecos por todo el salón y que todos los presentes contuvieran el aliento como si fuese a ser el último.

Yarvi se preguntó si vería morir a un segundo rey en el Salón de los Dioses el mismo día, y no habría querido apostar a cuál de aquellos dos sería.

Entonces la madre Scaer apoyó con suavidad su mano fina en el puño de Gorm.

—Los dioses guardan a quienes se guardan a sí mismos —susurró.

El rey de Vansterlandia respiró hondo. Relajó los hombros, apartó los dedos de su espada y, sin ademanes bruscos, los entrelazó en su barba.

—Este nuevo rey es muy grosero —dijo.

—Lo es —asintió la madre Scaer—. ¿No le enseñaste la diplomacia, madre Gundring?

La vieja clériga los miró con dureza desde su lugar al lado de la Silla Negra.

—Se la enseñé. Y también le enseñé quiénes la merecen.

—Creo que no se refiere a nosotros —dijo Gorm.

—Podría muy bien ser el caso —respondió la madre Scaer—. Y también la encuentro grosera a ella.

—¿Así es como cumples tus promesas, príncipe Yarvi?

Todos los notables de Gettlandia que llenaban aquel salón habían hecho cola para besar la mano de Yarvi. Ahora tenían aspecto de que la harían encantados para rajarle la garganta. Se encogió de hombros.

—Ya no soy príncipe, y he cumplido las que he podido. Nadie podía predecir que se darían estos acontecimientos.

—Es lo que tienen los acontecimientos —dijo la madre Scaer—, que nunca fluyen del todo por los canales que se labran para ellos.

—¿No lucharás contra mí, entonces? —preguntó Uthil.

—¿A qué viene tanta ansia de sangre? —Gorm sacó el labio inferior—. Eres nuevo en la faena, pero aprenderás que reinar consiste en algo más que matar. Demos su tiempo al Padre Paz, cumplamos los deseos del Alto Rey en Casa Skeken y hagamos del puño mano abierta. Quizá cuando llegue el verano, y en un terreno que me sea más favorable, puedas poner a prueba el aliento de la Madre Guerra. —Dio media vuelta y, seguido de su clériga y sus guerreros, regresó con paso firme a la puerta—. ¡Os agradezco vuestra generosa hospitalidad, gettlandeses! ¡Volveremos a hablar! —Se detuvo un momento en el umbral, convertido en una inmensa silueta negra recortada contra la luz—. Y ese día, mi voz será de trueno.

Las puertas del Salón de los Dioses se cerraron tras ellos.

—Puede llegar el día en que lamentemos no haberlo matado aquí y ahora —murmuró la madre de Yarvi.

—La Muerte nos espera a todos —dijo Uthil, ocupando de nuevo la Silla Negra con la espada aún entre los brazos. Tenía una forma de sentarse en ella, repantigado y cómodo, que Yarvi nunca habría podido lograr—. Y otros asuntos reclaman nuestra atención. —Los ojos del rey se volvieron hacia los de Yarvi, brillantes como el día en que se conocieron sobre el Viento del Sur—. Mi sobrino. Una vez príncipe, una vez rey y ahora…

—Nada —dijo Yarvi, levantando la barbilla.

Uthil se permitió un atisbo de sonrisa triste al oírlo. Una brizna del hombre con quien Yarvi había cruzado trabajosamente el hielo, con quien había compartido su último mendrugo, con quien había afrontado la muerte. Solo un leve vistazo antes de que el rostro del rey volviera a endurecerse como una espada, como un hacha.

—Hiciste un trato con Grom-gil-Gorm —dijo, y despertaron murmullos furiosos por todo el salón. «Un rey sabio siempre tiene alguien a quien culpar», solía decir la madre Gundring—. Invitaste a nuestro peor enemigo a esparcir fuego y muerte por toda Gettlandia. —Yarvi no podía negarlo, aunque sus negativas se hubieran oído entre la furia que se acumulaba en el Salón de los Dioses—. Ha muerto buena gente. ¿Cuál es la pena que exige la ley a cambio, madre Gundring?

La clériga miró a su nuevo rey y a su antiguo aprendiz, y Yarvi notó la presión de los dedos de su madre en el brazo, pues los dos sabían la respuesta.

—La muerte, mi rey —respondió la madre Gundring con ronquera, mientras parecía apoyar más peso en su báculo—. O el exilio, como mínimo.

—¡Muerte! —chilló una voz de mujer desde algún lugar de la penumbra, y los ecos rasposos dejaron paso a un silencio pétreo como el de una tumba.

Yarvi se había enfrentado antes a la Muerte. A aquellas alturas, ya le había entreabierto la Última Puerta muchas veces, y sin embargo seguía dando sombra. Aunque no por ello estaba más cómodo en su helada presencia, había mejorado con la práctica, como ocurría con muchas cosas. Al menos esa vez, incluso con el corazón en la garganta y un sabor agrio en la boca, la afrontó de pie y con voz clara.

—¡Cometí un error! —declaró Yarvi—. Cometí muchos. Lo sé. Pero ¡había hecho un juramento! Lo pronuncié ante los dioses. Un juramento-sol y un juramento-luna. Y no veía otra manera de cumplirlo, de vengar los asesinatos de mi padre y mi hermano, de apartar a ese traidor de Odem de la Silla Negra. Y, aunque lamento la sangre derramada, gracias al favor de los dioses… —Yarvi levantó la mirada hacia ellos para devolverla humilde al suelo, separando los brazos en gesto sumiso—. El rey legítimo ha vuelto.

Uthil contempló pensativo sus propios dedos, apoyados en el metal de la Silla Negra. Un pequeño recordatorio de que se la debía a los planes de Yarvi no podía perjudicarle. Los murmullos furiosos empezaron de nuevo, arreciaron y se intensificaron hasta que Uthil levantó una mano e hizo el silencio.

—Es cierto que fue Odem quien te puso en ese camino —dijo—. Sus crímenes fueron mucho mayores que los tuyos, y ya le has dado su justo castigo. Tenías motivos para hacer lo que hiciste y ya ha habido bastante muerte aquí, me parece. La tuya no sería justa.

Yarvi mantuvo la cabeza gacha y se tragó el alivio. A pesar de las muchas adversidades de los últimos meses, le gustaba estar vivo. Le gustaba más que nunca.

—Pero debes pagar un precio. —Un atisbo de tristeza pareció brillar en los ojos de Uthil—. Lo lamento, de verdad que sí. Pero tu sentencia debe ser el exilio, pues un hombre que se ha sentado en la Silla Negra siempre buscará reclamarla.

—No me pareció tan, tan cómoda.

Yarvi subió un escalón hacia la tarima. Sabía lo que tenía que hacer. Lo sabía desde que Odem estuvo muerto a sus pies y vio la cara del Padre Paz por encima de él. No era que el exilio careciera de atractivos. No debería nada a nadie, no sería nada. Pero ya había vagado demasiado tiempo. Aquel era su hogar y no pensaba abandonarlo.

—Nunca quise la Silla Negra ni la esperé —siguió diciendo. Levantó la mano izquierda y la meneó para que el único dedo se columpiara—. No soy lo que nadie consideraría un rey, yo quien menos. —Se arrodilló en silencio—. Os propongo otra solución.

Uthil entrecerró los ojos, y Yarvi rogó al Padre Paz que su tío estuviera buscando una forma de perdonarlo.

—Habla, pues.

—Permitidme hacer lo que es mejor para Gettlandia. Permitidme renunciar a toda aspiración a vuestro asiento. Permitidme pasar la Prueba del Clérigo, como iba a hacer antes de que muriera mi padre. Permitidme renunciar a títulos y herencias y que mi familia sea la Clerecía. Mi lugar está aquí, en el Salón de los Dioses. No sentado en la Silla Negra, sino junto a ella. Mostrad vuestra grandeza por medio de la piedad, mi rey, y permitidme enmendar mis errores por medio del servicio leal a vos y a la tierra.

Uthil se reclinó, ceñudo, mientras regresaba el silencio. Al cabo de un tiempo, el rey se inclinó hacia su clériga.

—¿Qué opinas de esto, madre Gundring?

—Una solución que aprobará el Padre Paz —murmuró—. Siempre he creído que Yarvi sería buen clérigo. Aún lo creo. Se ha demostrado un hombre astucioso.

—Eso no lo dudo. —Pero Uthil todavía vacilaba, frotándose caviloso la barbilla.

Entonces la madre de Yarvi le soltó el brazo y subió hasta la Silla Negra. La cola de su vestido rojo cubrió los escalones mientras se arrodillaba a los pies de Uthil.

—Los grandes reyes muestran piedad —musitó—. Os lo ruego, mi rey. Permitidme conservar a mi único hijo.

Uthil cambió de postura y abrió la boca, pero no pronunció palabra. Por intrépido que hubiera sido ante Grom-gil-Gorm, enfrentarse a la madre de Yarvi le daba miedo.

—Una vez estuvimos prometidos —dijo ella. En ese momento, una respiración fuerte habría sonado como el trueno en el Salón de los Dioses, pero todos los alientos estaban contenidos—. Se os dio por muerto… pero los dioses os han devuelto a vuestro legítimo lugar. —Posó una mano suave en la de él, llena de cicatrices y apoyada en el brazo de la Silla Negra, y atrapó los ojos de Uthil con los suyos—. Mi más profundo deseo es cumplir esa promesa.

La madre Gundring se acercó y habló en voz baja.

—El Alto Rey ha propuesto matrimonio a Laithlin más de una vez, y no verá con buenos ojos…

Uthil ni la miró. Su voz salió rasposa.

—Nuestro compromiso precede en veinte años al cortejo del Alto Rey.

—Pero hoy mismo la abuela Wexen ha enviado otra águila para…

—¿Se sienta la abuela Wexen en la Silla Negra o me siento yo? —Uthil por fin volvió su reluciente mirada hacia su clériga.

—Os sentáis vos. —La madre Gundring bajó la suya. Los clérigos sabios convencían, adulaban, discutían y aconsejaban, y los más sabios de todos obedecían.

—En ese caso, devuelve su ave a la abuela Wexen con una invitación a nuestra boda. —Uthil movió la mano para sostener la de la madre de Yarvi en su palma encallecida, hecha a la forma de un cepillo—. Llevarás al cuello la llave de mi tesoro, Laithlin, y te encargarás de los asuntos en los que tanta destreza has demostrado.

—Lo haré encantada —respondió ella—. ¿Y mi hijo?

El rey Uthil miró a Yarvi durante un momento eterno. Luego asintió.

—Retomará su puesto de aprendiz de la madre Gundring. —Con un solo golpe, había quedado como un rey severo y piadoso a la vez.

Yarvi exhaló.

—Por fin Gettlandia tiene un rey del que enorgullecerse —dijo—. Daré gracias todos los días a la Madre Mar por devolveros a nosotros de las profundidades.

Se levantó y siguió los pasos de Grom-gil-Gorm hacia las puertas. Sonrió entre las pullas, las burlas y los murmullos, y en lugar de esconder su mano marchita en la manga como acostumbraba hacer, dejó que se meciera bien a la vista y con orgullo. Comparado con las jaulas de esclavos de Vulsgard, con el tormento del látigo de Trigg y con el viento y el hambre del hielo sin caminos, el desprecio de unos necios no costaba tanto de soportar.

Gracias a la ayuda de sus dos madres, sin duda también por sus respectivos motivos, Yarvi salió vivo del Salón de los Dioses. Volvía a ser un paria tullido con aspiraciones a la Clerecía. Como debía ser.

Había cerrado el círculo. Pero se había marchado siendo niño y había vuelto como hombre.

Los muertos estaban dispuestos en las losas heladas de un frío sótano bajo la roca. Yarvi no quiso contarlos. Bastantes. Ese era su número. Allí estaba la cosecha de los planes que con tanto cuidado había sembrado. Las consecuencias de su impulsivo juramento. No había rostros, solo mortajas con cimas en la nariz, la barbilla, los pies. No había forma de distinguir a los mercenarios de su madre de los honorables guerreros de Gettlandia. Tal vez después de cruzar la Última Puerta no había diferencias.

Sin embargo, Yarvi sabía cuál era el cadáver de Jaud. Su amigo. Su compañero de remo. El hombre que había labrado un camino en la nieve para que Yarvi lo siguiera. El hombre cuya voz suave había murmurado «Una brazada cada vez» cuando él gimoteaba al remo. El que había tomado la lucha de Yarvi como propia, aunque no fuese un luchador. Era el cadáver junto al que estaba Sumael, con los puños apretados en la losa y un lado de su tez oscura iluminado por la llama tenue de una candela.

—Tu madre me ha encontrado pasaje en un barco —dijo sin levantar la mirada, con una suavidad en la voz que Yarvi no estaba acostumbrado a oír.

—Siempre hay demanda para una buena oficial de derrota —respondió Yarvi. Los dioses sabían que a él le convendría que alguien le señalara el camino.

—Partimos al amanecer hacia Casa Skeken y luego más allá.

—¿Hacia casa? —preguntó.

Sumael cerró los ojos y asintió, con un asomo de sonrisa en la comisura de sus labios cortados.

—Hacia casa.

Al verla por primera vez a Yarvi no le había parecido atractiva, pero en ese momento le resultó hermosa. Tan hermosa que no podía dejar de mirarla.

—¿Has pensado que quizá… podrías quedarte?

Yarvi se odió a sí mismo por pedírselo, por obligarla a rechazarlo. De todos modos iba a ingresar en la Clerecía y no tenía nada que ofrecerle. Y entre ellos yacía el cuerpo de Jaud, una muralla infranqueable.

—Tengo que irme —dijo Sumael—. Ya casi ni recuerdo quién era antes.

Lo mismo podría decir él.

—Lo único que importa es quién eres ahora.

—Apenas lo sé tampoco. Además, Jaud cargó conmigo en la nieve. —Hizo un ademán hacia la mortaja, pero para gran alivio de Yarvi la dejó en su sitio—. Lo menos que puedo hacer es llevar sus cenizas. Las dejaré en su pueblo. A lo mejor, hasta bebo de ese pozo suyo. Beberé por los dos. —Yarvi la vio tragar saliva y cayó en la cuenta de que, por algún motivo, lo estaba invadiendo una fría rabia—. ¿Por qué no probar la mejor agua del…?

—Decidió quedarse —la interrumpió Yarvi con brusquedad.

Sumael bajó la cabeza despacio, sin desviar la mirada de la mortaja.

—Lo decidimos todos.

—Yo no le obligué.

—No.

—Podrías haberte marchado con él, si hubieras insistido más.

Entonces Sumael levantó la mirada, pero en ella no había ni rastro de la furia que Yarvi sabía que merecía, sino solo su propia porción de la culpa.

—Tienes razón. Será el peso que tenga que cargar.

Yarvi miró a un lado y de pronto se le arrasaron en lágrimas los ojos. Había una sucesión de actos, de elecciones, todas ellas con apariencia de ser el mal menor pero que, de algún modo, lo habían llevado hasta allí. ¿De verdad aquello podía ser el bien mayor de alguien?

—¿No me odias? —preguntó casi sin voz.

—Ya he perdido un amigo; no tengo intención de apartar a otro. —Y le puso una mano con suavidad en el hombro—. No se me da muy bien hacer amigos nuevos.

Yarvi apretó la suya encima de la de Sumael, deseando poder conservarla allí. Era curioso que nunca se supiera lo mucho que se quería algo hasta saber que no podía tenerse.

—¿No me culpas? —susurró.

—¿Para qué? —Sumael le dio un apretón de despedida y se soltó—. Es mejor que lo hagas tú.