UNA MANERA DE GANAR

—Keimdal, un lance contra el rey.

Yarvi tuvo que sofocar una risita tonta cuando oyó al maestro de armas referirse a él con ese apelativo. Seguro que las cuatro veintenas de jóvenes guerreros que tenía enfrente también intentaban contener la risa. Y si no, tendrían que hacerlo cuando vieran pelear a su nuevo monarca. Pero para entonces, la risa sería sin duda lo que menos preocupara a Yarvi.

Ahora eran súbditos suyos, por supuesto. Sus sirvientes. Sus hombres, todos ellos obligados por juramento a morir a su antojo. Aun así, daban incluso más sensación de ser una hilera de enemigos desdeñosos que cuando se había enfrentado a ellos de niño.

Todavía se sentía como un niño. Más como un niño que nunca.

—Será un honor.

Keimdal no puso cara de sentirse particularmente honrado mientras abandonaba la hilera y entraba en el cuadrado de entrenamiento, moviéndose en su cota de malla con la facilidad de una doncella en camisón. El joven cogió un escudo y una espada de entrenamiento, hecha de madera, e hizo silbar el aire con unos tajos terroríficos. Quizá fuese algo mayor que Yarvi, pero aparentaba cinco años más: le sacaba media cabeza de altura, tenía el pecho y los hombros mucho más amplios y ya lucía una pelusilla rojiza en su prominente mandíbula.

—¿Estáis preparado, mi rey? —murmuró Odem al oído de Yarvi.

—Salta a la vista que no —replicó Yarvi con un susurro.

Pero no tenía escapatoria. El rey de Gettlandia debía ser un buen hijo de la Madre Guerra, por pocas cualidades que tuviera para ello. Tenía que demostrar a los guerreros de más edad, reunidos en torno al cuadrado, que podía ser algo más que una vergüenza manca. Tenía que buscar una manera de ganar. «Siempre hay una manera», acostumbraba decirle su madre.

Sin embargo, pese a sus indiscutibles dones, pese a su mente despierta, su empatía y su voz melodiosa, no se le ocurría ni media.

Aquel día habían trazado el cuadrado de entrenamiento en la playa, de ocho zancadas de largo y con cuatro lanzas clavadas en la arena para marcar las esquinas. Cada día buscaban un terreno distinto para entrenar, ya fuesen peñascos, bosques, ciénagas, los estrechos callejones de Thorlby e incluso el río, pues un hombre de Gettlandia debía estar bien preparado para luchar allí donde se encontrara. O mal, en el caso de Yarvi.

Pero las batallas del mar Quebrado se luchaban sobre todo en sus irregulares costas, por lo que era en ese lugar donde más practicaban, y donde en su día Yarvi había tragado suficiente arena para hacer encallar un barco de guerra. Los veteranos habrían estado dispuestos a entrenar con salmuera hasta las rodillas mientras la Madre Sol caía por detrás de las colinas, pero la marea había dejado solo algunos charcos brillantes al retirarse, y la humedad procedía únicamente de la punzante espuma que traía el aire salado y del sudor que provocaba a Yarvi el desacostumbrado peso de la cota de malla.

Dioses, cómo odiaba esa malla. Cómo odiaba a Hunnan, el maestro de armas que había sido su torturador jefe durante tantos años. Cómo odiaba las espadas y los escudos, cómo detestaba el cuadrado de entrenamiento, cómo despreciaba a los guerreros que lo consideraban su hogar. Y sobre todo, cómo aborrecía su propia mano de chiste, que le impediría para siempre unirse a ellos.

—Vigilad la posición de las piernas, mi rey —dijo Odem en voz baja.

—La posición no es lo que me dará problemas —respondió Yarvi con brusquedad—. Dos pies sí tengo, al menos.

Llevaba tres años sin apenas tocar una espada, pasando la jornada entera en las habitaciones de la madre Gundring, estudiando los usos de las plantas y los idiomas de parajes lejanos. Memorizando los nombres de los dioses menores y cuidando en extremo su caligrafía. El tiempo que él había empleado en aprender a curar heridas, aquellos muchachos —aquellos hombres, comprendió con un regusto amargo en la boca— lo habían dedicado a esforzarse en provocarlas.

Odem le dio ánimos con una palmada en el hombro que estuvo a punto de derribarlo.

—Mantened alto el escudo. Esperad vuestra ocasión.

Yarvi dio un bufido. Si tenía que esperar su ocasión con cada guerrero, estarían allí hasta que la marea los ahogara a todos. Le sujetaron el escudo con firmeza al antebrazo atrofiado mediante un lastimoso embrollo de correas, y Yarvi asió la manija del escudo con un pulgar y un muñón de dedo mientras ya empezaba a notar cómo le ardía el brazo hasta el hombro solo por el esfuerzo de dejarlo muerto con aquel trasto atado.

—Nuestro rey lleva tiempo sin pisar el cuadrado —advirtió el maestro Hunnan, y luego movió la boca como si las palabras le supieran amargas—. Hoy id con calma.

—¡Intentaré no hacerle demasiado daño! —gritó Yarvi.

Hubo algunas risas, pero le dio la impresión de que tenían un matiz burlesco. En la guerra, los chistes eran mal sustituto de unos tendones fuertes y de una buena mano de escudo. Yarvi miró a Keimdal a los ojos, vio en ellos una confianza despreocupada y trató de convencerse de que hombres con músculos había muchos, pero que los sabios escaseaban. Hasta en el interior de su propio cráneo, la afirmación sonaba hueca.

El maestro Hunnan no había sonreído. No existía chiste ingenioso, crío adorable ni mujer atractiva capaz de curvar aquellos labios de hierro. Se limitó a fijar la mirada en Yarvi igual que había hecho siempre, tan llena de mudo desdén hacia su rey como lo había estado hacia su príncipe.

—¡Empezad! —ladró.

Si la rapidez podía considerarse piedad, fue sin duda un lance piadoso.

El primer golpe cayó sobre el escudo de Yarvi y arrancó la manija de su débil sujeción, de modo que el borde le dio en toda la boca y lo dejó trastabillando. La segunda acometida la desvió con la espada porque debía de quedarle alguna pizca de instinto, aunque rebotó contra su hombro y le entumeció el brazo, pero la tercera ni siquiera la vio venir. Solo sintió un dolor intenso cuando Keimdal le barrió un tobillo del suelo, cayó de espaldas y sus pulmones soltaron todo el aire con un gemido de fuelle roto.

Se quedó tendido un momento, parpadeando. Aún se oían historias de las hazañas sin par que había protagonizado su tío Uthil en el cuadrado. Por lo visto, era posible que las de Yarvi perdurasen el mismo tiempo en el recuerdo, aunque desgraciadamente por motivos muy distintos.

Keimdal clavó su espada en la arena y le ofreció la mano.

—Mi rey.

Lo estaba disimulando mucho mejor que en los viejos tiempos, pero a Yarvi le pareció captar un sesgo burlón en la comisura de sus labios.

—Has mejorado —se obligó a responder con los dientes apretados mientras sacaba la mano mala de aquellas correas inútiles para que Keimdal no tuviera más opción que cogerla si quería ayudarlo a levantarse.

—Vos también, mi rey.

Yarvi notó la repugnancia de Keimdal cuando tocó aquella cosa retorcida, y se aseguró de hacerle unas cosquillas de despedida con el muñón de dedo. Quizá fuera una mezquindad, pero los débiles tenían que contentarse con las pequeñas venganzas.

—He empeorado —murmuró al tiempo que Keimdal regresaba con los suyos—. Por increíble que parezca.

Se fijó en el rostro de una chica que había entre los discípulos más jóvenes. Tendría unos trece años, la mirada pugnaz y un cabello oscuro que le llegaba a la altura de los marcados pómulos. Yarvi supuso que debía agradecer a Hunnan que no la hubiera elegido a ella para darle una paliza. Quizá sería lo siguiente en su ristra de humillaciones.

El maestro de armas movió la cabeza con desprecio mientras daba media vuelta y entonces la rabia se apoderó de Yarvi, implacable como una marea de invierno. Su hermano podía haber heredado toda la fuerza de su padre, pero a él le había tocado una buena porción de la furia.

—¿Va otro lance? —preguntó en tono áspero hacia el otro lado del cuadrado.

Keimdal enarcó las cejas, pero enseguida se encogió de hombros y recuperó la espada y el escudo.

—Si vos lo ordenáis…

—Ya lo creo que sí.

Los hombres más viejos murmuraron entre ellos y el entrecejo de Hunnan se arrugó aún más. ¿Tendrían que soportar más tiempo aquella farsa indigna? La vergüenza de su rey era la vergüenza de todos ellos, y en Yarvi encontraban vergüenza más que de sobra para padecerla hasta el día en que murieran.

Notó que su tío le cogía el brazo con suavidad.

—Mi rey —dijo en voz baja, suave y reconfortante. Su tío siempre era suave y reconfortante como la brisa en verano—. Quizá no deberíais forzaros demasiado.

—Tienes razón, por supuesto —respondió Yarvi.

La madre Gundring le había dicho una vez que los necios son esclavos de su furia, pero que la furia de un hombre sabio es su herramienta.

—Hurik, lucha en mi nombre.

Se hizo el silencio mientras todas las miradas se volvían hacia el Escudo Elegido de la reina, sentado en la banqueta tallada que lo distinguía como uno de los luchadores más respetados de Gettlandia. El hombretón tenía una gran cicatriz que le bajaba por toda la mejilla y acababa en una línea rala en la barba.

—Mi rey —dijo con voz atronadora a la vez que se levantaba.

Hurik pasó un brazo por la maraña de cintas del escudo caído. Yarvi le entregó su espada; en la mano enorme y llena de cicatrices de Hurik, parecía un juguete. Sus pasos rompieron el silencio mientras ocupaba su puesto enfrente de Keimdal, quien de pronto aparentaba de verdad los dieciséis años que tenía. Hurik se agachó, hundió las botas en la arena, enseñó los dientes y soltó un gruñido belicoso, profundo y palpitante, que fue ganando sonoridad hasta que el cuadrado entero pareció temblar con él, y Yarvi vio la incertidumbre y el miedo en los ojos de Keimdal, como siempre había soñado.

—Empezad —dijo.

El lance fue incluso más rápido que el anterior, pero nadie podría haberlo llamado piadoso.

Había que reconocer que Keimdal se lanzó al ataque con valor, pero Hurik contuvo el golpe con su espada y, mientras los bordes de madera se raspaban, lanzó la pierna como una serpiente a pesar de su tamaño y levantó a Keimdal del suelo. El muchacho gritó conforme caía, pero solo hasta que el borde del escudo de Hurik dio contra su frente con un impacto sordo y lo dejó medio inconsciente. Hurik, con el ceño fruncido, dio un paso adelante, plantó la bota sobre la mano de la espada de Keimdal y la aplastó contra el suelo. El guerrero gimió, con media mueca rebozada de arena y la otra media ensangrentada por el corte en la frente.

Tal vez las chicas discreparan, pero Yarvi nunca le había visto mejor aspecto.

Entonces dirigió al grupo de guerreros una mirada furibunda, como las que su madre dedicaba a quienes la contrariaban.

—Punto para mí —dijo.

Pisó al otro lado de la espada caída de Keimdal para salir del cuadrado, por una ruta calculada para que el maestro Hunnan tuviera que apartarse con torpeza.

—Habéis estado poco magnánimo, mi rey —dijo su tío Odem ajustándose al paso de Yarvi—. Pero no poco divertido.

—Me alegro de haberte hecho reír —refunfuñó Yarvi.

—Más que reír, me habéis hecho sentir orgullo.

Yarvi miró de reojo y vio que Odem le devolvía la mirada, apacible y atemperada. Su tío siempre era apacible y atemperado como la nieve recién caída.

—Las victorias gloriosas inspiran grandes canciones, Yarvi, pero las victorias sin gloria son igual de buenas una vez que los bardos han terminado con ellas. Las derrotas gloriosas, en cambio, son solo derrotas.

—En el campo de batalla no hay reglas —dijo Yarvi recordando lo que le había dicho su padre cierto día que estaba borracho y aburrido de gritar a los perros.

—Exacto. —Odem pasó su fuerte brazo por los hombros de Yarvi, quien se preguntó cuánto más feliz habría vivido si su tío hubiera sido su padre—. Un rey debe ganar. Todo lo demás es polvo.