LA MUERTE ESPERA
Yarvi cayó, se dio un golpe en el hombro, otro en la cabeza, rodó sobre unos sacos y se estrelló de cara contra el suelo.
Humedad en la mejilla. Estaba en la bodega.
Rodar le costó un esfuerzo terrible, pero se arrastró hasta las sombras.
Estaba oscuro allí abajo, muy oscuro, pero un clérigo debe conocer el camino, y Yarvi se orientó con las yemas de los dedos.
Ruido sordo en los oídos, opresión en el pecho, terror que invadía hasta la última brizna de su ser, pero debía sobreponerse y pensar. «Siempre hay una manera», le decía a menudo su madre.
Oyó los gritos de los guardias mientras miraban por la escotilla, demasiado cerca, demasiado pronto. Tiró de su cadena tras él, colándose entre los cajones y los toneles de la bodega, buscando los reflejos de luz de las antorchas que llegaban desde arriba en flejes y remaches para que lo guiaran hacia el depósito de provisiones.
Cruzó el umbral bajo y chapoteó entre las estanterías y las cajas, con los pies metidos en el charco gélido que habían rezumado los tablones aquel día. Se pegó al frío casco del barco, con la respiración sibilante y entrecortada, ya con más luz desde que los guardias habían bajado con antorchas para perseguirlo.
—¿Dónde está?
Tenía que haber una manera. Seguro que no tardarían en aparecer también por el otro lado, desde la escotilla de popa. Su mirada se desvió un momento hacia la escalerilla.
Tenía que haber alguna manera. No había tiempo para hacer planes; todos sus planes se habían esfumado. Trigg estaría esperando. Trigg estaría furioso.
Sus ojos seguían cada sonido, cada destello de luz, buscando a la desesperada alguna forma de escapar, algún lugar donde esconderse, pero no había ninguno. Necesitaba un aliado. Se volvió a apretar impotente contra la madera y notó su helada humedad, oyó el goteo de agua salada. Y la voz de la madre Gundring acudió a él, suave y mesurada junto al fuego.
«Cuando a un clérigo sabio no le quedan más que enemigos, vence a uno con otro peor».
Yarvi se abalanzó hacia la estantería más cercana, deslizó la mano debajo, palpó y sus dedos se cerraron sobre la barra de hierro que guardaba para hincar los clavos.
«El peor enemigo de un marinero es el mar», no se hartaba de repetir Shadikshirram.
—¿Dónde te has metido, chico?
Buscó los contornos del parche de Sumael, introdujo la barra de hierro entre el casco y los tablones nuevos e hizo palanca con todas sus fuerzas. Apretó los dientes y clavó más la barra y rugió dejando salir toda su furia y su dolor y su desespero y rasgó como si la madera fuese Trigg y Odem y Grom-gil-Gorm todos juntos. La hundió más, tiró de ella, pasó la muñeca de su mano inútil por detrás e hizo crujir la madera torturada mientras tiraba frascos y cajas al suelo al zarandear los estantes con el hombro.
Ya podía oír a los guardias, cerca, y veía el brillo de sus lámparas en la bodega, sus siluetas agachadas en el umbral bajo, el brillo de sus espadas.
—¡Ven aquí, tullido!
Chilló al hacer un último esfuerzo que amenazó con rasgarle los músculos. Los tablones cedieron con un repentino crujido y Yarvi cayó hacia atrás dando manotazos al aire mientras, con el siseo de cólera de un demonio liberado del infierno, la Madre Mar invadió el almacén.
Yarvi tumbó una estantería al caer, quedó calado hasta los huesos de agua helada, rodó jadeando hacia la escotilla de popa, se levantó chorreando agua salada y con el rugido de los hombres gritando y el mar enfurecido y la madera astillándose en los oídos.
Llegó a la escalerilla dando trompicones, con el agua ya hasta las rodillas. Le pisaba los talones un guardia que intentaba asirlo en la oscuridad. Yarvi le arrojó la barra de hierro a la cabeza y el guardia retrocedió trastabillando hasta el chorro de agua, que lo proyectó al otro lado de la bodega como si fuera un juguete. Habían aflorado más grietas y el mar entraba ya en una docena de ángulos, tan estrepitoso que apenas dejaba oír los lamentos de los guardias.
Yarvi subió penosamente un par de escalones, abrió la escotilla de un empujón, apoyó el abdomen para impulsarse y se levantó, desequilibrado y preguntándose si algún tipo de magia lo había transportado a la cubierta de otro barco, en plena batalla.
La pasarela que había entre los bancos estaba atestada de hombres que forcejeaban a la luz estridente del aceite ardiendo que una lámpara rota debía de haber esparcido por el castillo de proa. Las llamas bailaban intermitentes en el agua negra, en los ojos negros de los esclavos atemorizados, en los filos desenfundados de los guardias. Yarvi vio que Jaud agarraba a uno de ellos, lo alzaba a pulso y lo lanzaba por la borda.
Se había levantado de su banco. Los esclavos estaban sueltos.
O al menos algunos. La mayor parte ellos seguían encadenados en sus bancos, apretados contra el luchadero para alejarse de la violencia. Unos estaban sangrando en el suelo del pasillo, otros saltaban del barco, optando por jugársela con la Madre Mar en vez de con los hombres de Trigg, que repartían tajos a diestro y siniestro sin la menor clemencia.
Yarvi vio a Rulf dando un cabezazo a un guardia en la cara, oyó partirse la nariz del hombre y su espada rebotar una y otra vez en la cubierta.
Tenía que ayudar a sus compañeros de remo. Abrió y cerró los dedos de su mano buena. Tenía que ayudarlos, pero ¿cómo? Los últimos meses solo habían reforzado la opinión de Yarvi de que no era un héroe. Estaban superados en número y desarmados. Hizo una mueca cuando un guardia acabó con un esclavo indefenso al abrirle una herida inmensa con su hacha. Notó cómo se inclinaba la cubierta a medida que el mar entraba a borbotones más abajo y tiraba del Viento del Sur hacia el fondo.
Un buen clérigo afrontaba los hechos y salvaba lo que podía. Un buen clérigo aceptaba el mal menor. Yarvi se izó como pudo sobre el banco más cercano y avanzó hacia la borda y las aguas negras del otro lado. Se preparó para saltar.
Ya tenía medio cuerpo fuera cuando alguien tiró de su argolla. El mundo cayó de lado y Yarvi se estrelló contra la cubierta, boqueando como un pez recién sacado.
Trigg se alzaba sobre él, con el extremo de su cadena en el puño cerrado.
—Tú no vas a ninguna parte, chico.
Se inclinó y agarró el cuello de Yarvi con la otra mano, justo por debajo de la argolla, que se le clavó en la mandíbula, y esa vez el cómitre apretó más fuerte. Levantó a Yarvi en vilo hasta que sus botas solo pudieron arañar la cubierta y le volvió la cara para que viese la carnicería en que se había convertido el barco. Hombres muertos, hombres heridos, dos guardias apaleando a un esclavo que tenían en medio.
—¿Ves cuántos problemas me has dado? —chilló, con un ojo aún rojo y lloroso por el dedo de Yarvi.
Los guardias no dejaban de darse voces unos a otros:
—¿Dónde están Jaud y ese cabrón de Rulf?
—Han saltado al muelle. Pero ahí fuera se congelarán, seguro.
—¡Dioses, mis dedos!
—¿Cómo se han soltado?
—Sumael.
—La zorra de mierda tenía una llave.
—¿De dónde coño ha sacado esa hacha?
—¡Me ha cortado los dedos! ¿Tú los ves?
—¿Qué más da? ¡Ya no valen para nada!
—¡El tullido ha roto el casco! —exclamó un guardia jadeante y empapado que subía por la escotilla de popa—. ¡Está entrando agua!
Y como subrayando sus palabras, el Viento del Sur volvió a sacudirse y la cubierta se inclinó aún más, obligando a Trigg a agarrarse a un banco para no caer.
—¡Que los dioses nos ayuden! —chilló un esclavo que seguía encadenado mientras se llevaba las manos a la argolla.
—¿Nos hundimos? —preguntó otro, mirando al suelo con los ojos como platos.
—¿Cómo vamos a explicar todo esto a Shadikshirram?
—¡Joder! —bramó Trigg, y estrelló la cabeza de Yarvi contra el extremo del remo más cercano, llenándole el cráneo de luz y la boca de un vómito abrasador, para luego bajarlo a la cubierta y empezar a estrangularlo con más ganas que nunca.
Yarvi se resistió sin pensar, pero tenía encima todo el peso del cómitre y no podía respirar, no veía nada más que la boca rugiente de Trigg y hasta eso empezaba a emborronarse, como si estuviera al final de un túnel por el que era arrastrado sin remedio.
Había engañado a la Muerte media docena de veces en las últimas semanas, pero, por fuerte o listo que alguien fuese, por mucha suertedearmas o suertedeclima que tuviera, nadie podía engañarla para siempre. Tanto los héroes como los Altos Reyes y las abuelas de la Clerecía terminaban cruzando su puerta, y la Muerte no iba a hacer excepciones con chicos mancos, bocazas e iracundos. La Silla Negra pertenecería a Odem, su padre quedaría sin vengar y el juramento de Yarvi incumplido…
Entonces, por encima del estruendo de sangre atrapada en sus oídos, Yarvi oyó una voz.
Era una voz cascada y susurrante, rasposa como un cepillo de fregar. No le habría sorprendido que fuera la voz de la Muerte, de no ser por lo que dijo.
—¿Es que no oíste a Shadikshirram?
Yarvi necesitó de las pocas fuerzas que le quedaban, pero logró mover los ojos llorosos en su dirección.
Nada estaba en el centro de la cubierta. Se había echado hacia atrás el pelo grasiento, y Yarvi le vio por primera vez el rostro, disparejo e inclinado, cicatrizado y partido, torcido y hueco, con los ojos muy abiertos y brillantes de humedad.
Llevaba su pesada cadena enrollada en torno a un brazo, y el pasador colgaba de su mano cerrada con un trozo de madera astillada y los clavos aún sujetos. En la otra mano llevaba la espada que Rulf había hecho soltar a un guardia.
Nada sonrió. Fue una sonrisa rota llena de dientes rotos y que revelaba una mente rota.
—Te dijo que nunca me dieras un filo.
—¡Tira esa espada al suelo! —Trigg ladró la última palabra, pero en su tono rechinó algo que Yarvi nunca le había oído antes.
Miedo.
Como si fuese la misma Muerte la que se alzaba frente a él en aquella cubierta.
—Ah, no, Trigg, no. —La sonrisa de Nada se ensanchó y ganó en locura, y las lágrimas rebosaron de sus ojos y dejaron surcos brillantes en sus mejillas huecas—. Creo que te voy a tirar a ti al suelo.
Un guardia se abalanzó sobre él.
Mientras fregaba la cubierta, Nada parecía un anciano dolorosamente lento. Una frágil sombra. Un hombre hecho de ramitas y cordel. Pero espada en mano, fluía como el agua y danzaba como el fuego titilante. Era como si la espada tuviera mente propia, rauda y cruel como el relámpago, y tirara de Nada tras ella.
La espada se movió como una exhalación, su punta asomó entre los omóplatos del guardia que cargaba contra él y desapareció al instante, dejándolo trastabillando, jadeando y con una mano apretada contra el pecho. Otro guardia atacó con un hacha, y Nada se apartó con agilidad, permitiendo que hiciera saltar astillas de la esquina de un banco. Cuando el hacha volvió a ascender, hubo un chasquido metálico y el brazo que la sujetaba salió volando hacia la oscuridad. El guardia cayó de rodillas, con los ojos a punto de abandonar sus órbitas, y Nada lo derribó con una patada de su pie descalzo.
Un tercero lo asaltó por la espalda, con la espada en alto. Sin volver la mirada, Nada extendió su propio filo, atravesó el cuello del guardia y lo dejó sangrando a borbotones para apartar un garrote con su brazo envuelto en la cadena y hacer saltar los dientes a su propietario con el pomo de la espada, y luego agacharse sin el menor ruido para dar un tajo a las piernas de otro hombre y hacerlo caer rodando bocabajo en la cubierta.
Todo ocurrió en el tiempo que habría costado a Yarvi respirar una vez. Si hubiera podido respirar.
El primer guardia seguía en pie, manoseándose el pecho perforado, intentando hablar pero articulando solo una espuma rojiza. Nada lo apartó con el dorso del brazo al pasar, con suavidad y sin que sus pies descalzos hicieran el menor ruido. Bajó los ojos hacia los tablones empapados de sangre y chasqueó la lengua.
—La cubierta está muy sucia. —Alzó la mirada desde un rostro demacrado, manchado de negro y salpicado de rojo—. ¿Quieres que la limpie, Trigg?
El cómitre retrocedió a la vez que Yarvi daba inútiles arañazos a su mano.
—¡Si das otro paso, lo mato!
Nada se encogió de hombros.
—Pues mátalo. La Muerte nos espera a todos. —El guardia con las piernas destrozadas estaba gimoteando mientras intentaba arrastrarse hacia arriba por la inclinada cubierta. Nada le atravesó la espalda al pasar—. Hoy te espera a ti. Ya busca su llave, Trigg. Ya quita el cerrojo a la Última Puerta.
—¡Vamos a hablarlo un momento! —Trigg retrocedió con una palma alzada. La cubierta estaba cada vez más inclinada y ya brotaba agua de la escotilla de popa—. ¡Hablemos!
—Hablar solo trae problemas. —Nada levantó la espada—. El acero siempre es la respuesta. —Y giró el suyo para que el filo reflejara la luz y bailaran en él el rojo y el blanco y el amarillo y todos los colores del fuego—. El acero no hace halagos ni concesiones. El acero no dice mentiras.
—¡Dame una oportunidad! —lloriqueó Trigg cuando ya el agua empezaba a entrar por la borda del barco y a inundar los bancos.
—¿Por qué?
—¡Tengo sueños! ¡Tengo planes! ¡Tengo…!
Se oyó un chasquido hueco y la espada partió el cráneo de Trigg hasta la nariz. Su boca siguió componiendo palabras un momento, pero no había aliento que las hiciera sonar. Se derrumbó de espaldas, sus piernas aún dieron unas últimas patadas, y Yarvi se liberó de su mano flácida, resollando, tosiendo e intentando desatascarse el collar de la mandíbula para poder respirar.
—A lo mejor no debería —dijo Nada mientras hacía girar la espada para sacarla de la cabeza de Trigg—, pero así me siento mucho mejor.
Alrededor de ellos los hombres gritaban. Si había algún guardia vivo, había preferido el mar a la espada de Nada. Algunos esclavos trataban de trepar por sus remos, que se estaban hundiendo, y pasar a los más secos de detrás, al tiempo que otros tiraban de sus cadenas a medida que el agua ascendía y ascendía, y a otros apenas se les veían ya las caras, aspirando aire con el terror reflejado en sus ojos muy abiertos. Y Yarvi supo que habría otros ya bajo la superficie negra, conteniendo la respiración unos momentos más en un fútil forcejeo contra sus candados.
Cayó a cuatro patas entre arcadas, con la cabeza dándole vueltas, y registró la ropa ensangrentada de Trigg en busca de su llave, procurando no mirar su cara partida pero aun así captando un atisbo de unos rasgos distorsionados y una pulpa carnosa que brillaba dentro de la inmensa herida, y se tragó el vómito, siguió hurgando en busca de la llave y trató de no oír los gemidos de los esclavos atrapados.
—Déjalo. —Nada se había acercado a él y parecía más alto que lo que Yarvi había imaginado jamás, con su espada manchada de sangre apuntando al suelo.
Yarvi lo miró parpadeando, y luego se volvió hacia los esclavos que se ahogaban más abajo en la cubierta inclinada.
—Pero morirán. —Su voz era un tenue gañido.
—La Muerte nos espera a todos.
Nada agarró a Yarvi de su collar de esclavo, lo levantó en el aire y lo arrojó por la borda, y de nuevo la Madre Mar lo acogió en su gélido seno.