ENEMIGOS Y ALIADOS
No sorprendió a nadie que Yarvi tuviera mucho más talento para la bodega que para los remos.
Al principio casi no pudo ni entrar en sus nuevos, sombríos y chirriantes dominios bajo la cubierta por el caos de barriles, cajas, cofres rebosantes y sacos que se balanceaban colgados del techo. Pero al cabo de un par de días tenía todo tan organizado como lo habían estado las estanterías de la madre Gundring, aunque los tablones nuevos y más claros con que se había reparado el casco no dejaban de rezumar agua salada. Cada mañana tenía que emprender la desagradable tarea de achicar el charco salobre que se había acumulado la noche anterior.
Pero seguía siendo mucho mejor que remar.
Yarvi encontró un trozo de hierro doblado y lo usó para hincar cualquier clavo que amenazara con soltarse, intentando no imaginar que al otro lado de aquella piel tensa de madera mal serrada estaba apoyado todo el peso apabullante de la Madre Mar.
El Viento del Sur renqueó en dirección sur y, aun herido y con bajas en la tripulación, en unos días llegó al gran mercado de Roystock, un centenar de centenares de tiendas apiñadas en una isla pantanosa cerca de la desembocadura del río Divino. Las embarcaciones pequeñas y rápidas quedaban atrapadas en el enredo de muelles como moscas en una telaraña, al igual que sus escasas tripulaciones, de piel quemada por el sol. Después de haber pasado trabajosas semanas remando contracorriente y otras aún peores tirando del barco en el curso alto del río, los tripulantes se dejaban robar de sus extraños cargamentos para una noche o dos de placeres sencillos. Mientras Sumael maldecía y se desvivía para parchear las filtraciones de agua, Yarvi descendió con Trigg a tierra firme, al final de una corta cadena, para buscar suministros y galeotes que sustituyeran a los que se había llevado la tormenta.
En las callejuelas atestadas de personas de toda forma y color, Yarvi negoció. Había observado cómo lo hacía su madre, la Reina Dorada, cuyos ojos perspicaces y lengua rápida no tenían rival en todo el mar Quebrado, y descubrió que los trucos de Laithlin le salían sin pensar. Regateó en seis idiomas con comerciantes horrorizados al comprobar que sus idiomas secretos se les volvían en contra. Se deshizo en halagos y en fanfarronadas, rebufó ofendido por los precios y desdeñoso con la calidad, se marchó dando zancadas y regresó ante los ruegos de los vendedores, empezó las negociaciones flexible como el buen cuero y las terminó firme como el hierro, y dejó una estela de mercaderes sollozantes a su paso.
Trigg lo llevaba con la cadena tan suelta que Yarvi estuvo a punto de olvidar que no era un hombre libre. Pero cuando hubieron terminado de comerciar y las piezas de plata ahorradas tintineaban en la bolsa de la capitana, un susurro del cómitre hizo cosquillas a Yarvi en la oreja y le puso todos los pelos de punta.
—Eres un tullidito muy, pero que muy espabilado, ¿verdad que sí?
Yarvi esperó un momento a reponerse de la impresión.
—Tengo… cierto entendimiento.
—No lo dudo. Está claro que nos entendiste a Ankran y a mí, y que le fuiste con ese entendimiento a la capitana. ¿A que tiene una vena de lo más vengativa? Puede que las historias que cuenta de sí misma sean mentiras, pero yo podría explicarte algunas verdaderas que te dejarían igual de pasmado. Una vez la vi matar a un hombre por darle un pisotón. Y el hombre era una mole.
—A lo mejor por eso le hizo tanto daño en los dedos de los pies.
Un tirón de Trigg hundió el collar en el cuello de Yarvi y le arrancó un gañido.
—No cargues mucho la mano con mi naturaleza bondadosa, chico.
En efecto, la naturaleza bondadosa de Trigg parecía demasiado endeble para cargarle nada.
—Jugué la mano que me habían repartido —logró sisear Yarvi.
—Como hacemos todos. —La voz de Trigg pareció un ronroneo—. Ankran no supo jugar la suya y pagó el precio. Yo no tengo intención de hacer lo mismo. Así que te ofrezco el trato que compartí con él: la mitad de lo que robes a Shadikshirram tienes que dármela a mí.
—¿Y si no me quedo nada?
Trigg soltó una carcajada seca.
—Todo el mundo se queda algo, chico. Una parte de la que me des a mí se la pasaré a los guardias, y así todo el mundo está contento. Sonrisas por todas partes. Como no me des nada, vas a ganarte enemigos. Enemigos que no te conviene tener. —Dio una vuelta a la cadena de Yarvi en torno a su manaza y lo atrajo hacia sí aún más—. Recuerda que los niños espabilados y los bobos se ahogan exactamente igual.
Yarvi tragó saliva una vez más. La madre Gundring solía decir: «Un buen clérigo nunca dice que no, si puede decir que tal vez».
—Tengo a la capitana muy encima. Aún no se fía de mí. Debes concederme un poco de tiempo.
Un empujón de Trigg envió a Yarvi trastabillando en dirección al Viento del Sur.
—Pero que sea poco.
A Yarvi le pareció bien. Sus viejos amigos de Thorlby, por no hablar de sus viejos enemigos, no iban a esperar para siempre. Por adorable que fuese el cómitre, Yarvi deseaba con toda su alma separarse de Trigg antes de que pasara mucho tiempo.
Al zarpar de Roystock pusieron rumbo norte.
Pasaron frente a tierras sin nombre, marismas de esteros brillantes como espejos que se extendían en la distancia, con miles de fragmentos de cielo esparcidos en aquella progenie bastarda de tierra y mar, aquella desolación sobrevolada por aves solitarias que gorjeaban mientras Yarvi se llenaba los pulmones con aquel helor salado y añoraba su hogar.
Pensaba mucho en Isriun e intentaba recordar el aroma de la chica cuando se había acercado a él, intentaba recordar el roce de sus labios, la forma de su sonrisa, el sol brillando a través de su cabello en el umbral del Salón de los Dioses. Sus escasos recuerdos daban vueltas y más vueltas en su mente hasta quedar tan finos y desgastados como ropas de mendigo.
¿Estaría comprometida para casarse con un marido mejor? ¿Sonreiría a algún otro hombre? ¿Besaría a algún otro amante? Yarvi apretó los dientes. Tenía que volver a casa. Dedicaba todo su tiempo libre a tramar planes de huida.
En un puerto comercial de edificios tan bastos que clavaban astillas solo por pasar cerca, Yarvi llamó la atención de Trigg sobre una sirviente joven y, mientras el cómitre estaba distraído, adquirió algunos productos además de la sal y las hierbas. Entre ellos, la suficiente hoja de enredapiés para volver lentos y pesados a todos los guardias del barco, o incluso para hacerlos caer dormidos si acertaba con la dosis.
—¿Qué me dices del dinero, chico? —siseó Trigg mientras regresaban al Viento del Sur.
—Tengo un plan en mente. —Y Yarvi sonrió con humildad mientras soñaba con empujar a un somnoliento Trigg por la borda.
Como sobrecargo, Yarvi, estaba mucho mejor valorado y respetado que en sus tiempos de rey, y, por qué no decirlo, hacía mucho mejor su trabajo. Los remeros comían lo suficiente y llevaban ropa de más abrigo, y le murmuraban su aprobación si pasaba entre ellos. Podía recorrer el barco entero cuando estaban surcando sal, pero, igual que un usurero con sus ganancias, aquella libertad solo le aguzaba la avidez de más.
Cuando Yarvi pensaba que no lo miraba nadie, dejaba caer mendrugos de pan cerca de la mano de Nada, quien los escondía raudo entre sus harapos. Una vez intercambiaron una mirada después, y Yarvi se preguntó si el limpiador podía sentir gratitud al ver que apenas parecía quedar nada humano tras aquellos ojos extraños, brillantes y hundidos.
Pero la madre Gundring siempre decía: «Los buenos actos se hacen por el propio bien», así que Yarvi siguió dejando caer mendrugos siempre que podía.
Shadikshirram reparó complacida en el peso aumentado de su bolsa, y todavía más complacida la mejora de su vino, alcanzada en parte porque Yarvi podía comprarlo al por mayor y en grandes cantidades.
—Este caldo es mucho mejor que el que me traía Ankran —musitó mientras apreciaba su color en la botella.
Yarvi hizo una inclinación profunda.
—Como corresponde a vuestras muchas proezas. —Y tras la máscara de su sonrisa, meditó la forma de clavar la cabeza de la capitana en una estaca sobre la Puerta de los Alaridos y reducir su condenado barco a cenizas cuando hubiera recuperado la Silla Negra.
En ocasiones, cuando caía la noche, Shadikshirram extendía una pierna hacia él para que le quitara la bota mientras le repetía una y otra vez los relatos de sus glorias pasadas, en los que los nombres y los detalles oscilaban como el aceite con cada nueva narración. Al terminar, le decía que era un chico bueno y útil y que con un poco de suerte ese día le caerían sobras de su mesa, antes de confesar que su corazón tierno sería su ruina.
Cuando podía resistirse a devorarlas allí mismo, Yarvi pasaba las sobras a Jaud, que a su vez las compartía con Rulf mientras Ankran miraba ceñudo a la nada entre ellos, su cuero cabelludo lleno de cortes por los afeitados y su cara costrosa con un contorno muy distinto al que había tenido antes de topar con la bota de Shadikshirram.
—Por los dioses —refunfuñó Rulf—, ¡quitadnos del remo a este idiota con dos manos y devolvednos a Yorv!
Los remeros de alrededor rieron, pero Ankran permaneció inanimado como un hombre de madera, y Yarvi se preguntó si estaría formulando su propio juramento de venganza. Levantó la vista y vio a Sumael mirándolos con la frente arrugada desde su sitio en el alcázar. Siempre estaba observando, evaluando, como si todo fuese un rumbo del que no estaba muy convencida. Aunque los dos pasaban la noche encadenados a la misma argolla, fuera del camarote de la capitana, la oficial de derrota no cruzaba palabra con Yarvi más allá de algún monosílabo de vez en cuando.
—¡Toma palo! —exclamó Trigg al pasar junto a él mientras lo empujaba contra su antiguo remo.
Por lo visto, se había ganado enemigos además de amigos.
«Pero los enemigos —como decía su madre— son el precio del éxito».
—¡Botas, Yorv!
Yarvi se encogió como si el grito fuese un bofetón. Sus pensamientos se habían alejado a la deriva, como tenían por costumbre. Habían llegado a la colina que se alzaba sobre el barco en llamas de su padre, al juramento de venganza que había hecho ante los dioses, a la cima de la torre de Amwend y al olor a quemado en su nariz. Habían vuelto al rostro tranquilo y sonriente de su tío.
«Habrías sido un gran bufón».
—¡Yorv!
Se desembarazó de las mantas, agarró su cadena y pasó por encima de Sumael, acurrucada en su propio montón, que hizo una mueca silenciosa en sueños. Hacía cada vez más frío a medida que avanzaban hacia el norte, y la noche les traía motas de nieve arremolinadas en el viento cortante que manchaban de blanco las pieles bajo las que se hacinaban los galeotes. Los guardias habían renunciado a patrullar y los únicos dos que quedaban despiertos estaban encogidos cerca de la escotilla de proa sobre un brasero que les iluminaba de naranja las caras enjutas.
—¡Estas botas son más valiosas que tú, me cago en la leche!
Shadikshirram estaba sentada en la cama, con los ojos húmedos y relucientes, intentando alcanzar una bota, pero tan borracha que fallaba en cada intento. Al ver entrar a Yarvi se dejó caer sobre la cama.
—Échame una mano, anda.
—Mientras no os hagan falta dos… —dijo Yarvi.
La capitana soltó una risotada rasposa.
—Eres un pequeño tullido listo y cabroncete, ¿lo sabías? Estoy segura de que te han enviado los dioses. Te envían… para que me quites las botas.
Las risitas se parecieron cada vez más a ronquidos y, cuando Yarvi le hubo quitado la segunda bota y hubo subido la pierna a la cama, la capitana ya dormía como un tronco, con el cuello relajado y el pelo revoloteando sobre su boca con cada sonoro aliento.
Yarvi se quedó petrificado. La camisa de Shadikshirram se había abierto por arriba y dejó salir la cadena. Junto a su cuello, reluciente entre las pieles, estaba la llave que abría todos los candados del barco.
Miró hacia la puerta, que permitía ver una rendija de nieve en el exterior. Abrió la lámpara y apagó la llama de un soplido, sumiendo el camarote en la oscuridad. Era un riesgo tremendo, pero, a veces, cuando se tenía el tiempo en contra, había que jugársela.
«Los sabios esperan su momento, pero nunca lo dejan pasar».
Se acercó a la cama palmo a palmo, con la carne de gallina, y pasó su mano de un solo dedo bajo la cabeza de Shadikshirram.
La levantó con toda la suavidad del mundo, sorprendido del peso muerto, con los dientes apretados por el esfuerzo de moverse tan despacio. Encogió el rostro cuando la capitana se tensó e inspiró de golpe, seguro de que abriría los ojos y temeroso de cómo aplastarían su cara aquellos tacones, igual que habían hecho con la de Ankran.
Yarvi tomó aire y lo retuvo. Acercó su mano buena al otro lado de la mujer para coger la llave, iluminada por una esquirla del Padre Luna que se colaba por un tragaluz. Extendió el brazo hacia ella… Pero sus dedos ansiosos se quedaron cortos por muy poco.
Notó una presión asfixiante en el cuello. Se le habría enganchado la cadena con algo. Se volvió pensando en soltarla y allí, en el umbral, con la mandíbula marcada y la cadena de Yarvi agarrada firmemente con las dos manos, estaba Sumael.
Se quedaron quietos los dos un momento. Luego ella empezó a recoger sedal.
Yarvi dejó caer la cabeza de Shadikshirram con tanta delicadeza como pudo, agarró la cadena con su mano buena e intentó recuperar terreno, con una exhalación sonora. Sumael se limitó a tirar con más fuerza, y la argolla arañó el cuello de Yarvi, los eslabones le hicieron cortes en la mano y tuvo que morderse el labio para no soltar un chillido.
Fue como las competiciones de cuerda a las que jugaban los niños en la playa de Thorlby, solo que uno de ellos con dos manos y el otro extremo atado al cuello de Yarvi.
Se retorció y plantó cara, pero Sumael tenía demasiada fuerza para él y fue acercándolo a ella en silencio, cada vez más. Las botas de Yarvi resbalaron por el suelo, enviaron una botella rodando a un rincón y al final Sumael lo agarró por el collar y lo sacó a la noche de un tirón para luego acercarlo a su cara.
—¡Serás imbécil! —rugió con un susurro—. ¿Es que pretendes que te maten?
—¿Y a ti qué te importa? —replicó él, con sus nudillos blancos en torno a los de Sumael, intentando apartarlos de su collar.
—¡Me importa si cambian todas las cerraduras porque has robado la llave, zopenco!
Hubo un largo silencio mientras se miraban uno a la otra en la oscuridad, y Yarvi cayó en la cuenta de lo cerca que estaban. Lo bastante para que le distinguiera las arrugas de furia en el caballete de la nariz, para que captara el brillo de sus dientes por la muesca de sus labios, para que sintiera su calidez. Lo bastante cerca para que oliera su aliento acelerado, un poco amargo pero agradable de todos modos. Lo bastante cerca, casi, para besarla. Sumael debió de pensar lo mismo al mismo tiempo, porque soltó el collar como si quemara, se apartó y giró la muñeca para soltarse de él.
Yarvi dio un par de vueltas a sus palabras, las miró desde todos los ángulos y por fin comprendió.
—Que cambiaran los candados solo perjudicaría a quien ya tuviera una llave. ¿A alguien que hubiera encontrado una copia, quizá? —Se sentó en su sitio de siempre, se frotó las rozaduras y las viejas quemaduras del cuello con su mano buena y metió la mala en el calor de la axila—. Pero el único motivo para que un esclavo quiera una llave es escapar.
—¡Cierra el pico!
Sumael se dejó caer a su lado y se quedaron en silencio otra vez. La nieve fue posándose en el pelo de ella, en las rodillas de él.
Cuando Yarvi ya estaba perdiendo la esperanza de que volviera a dirigirle la palabra en la vida, Sumael por fin habló, en voz tan baja que casi no llegó a oírla entre el viento.
—Una esclava con la llave podría liberar a otros esclavos. A lo mejor, a todos. En medio de la confusión, ¿quién sabe quién podría escabullirse?
—Podría derramarse mucha sangre —murmuró Yarvi—. En medio de la confusión, ¿quién sabe la de quién? Sería mucho más prudente dejar dormidos a los guardias. —Sumael le lanzó una mirada, y Yarvi vio el brillo en sus ojos, la neblina en su aliento—. A un esclavo que supiera de plantas y que sirviera la cerveza de los guardias y el vino de la capitana podría ocurrírsele la forma de hacerlo. —Era un riesgo, estaba claro, pero con la ayuda de Sumael resultaría todo mucho más fácil, y a veces, cuando se tenía el tiempo en contra, había que jugársela—. A lo mejor, dos esclavos juntos podrían lograr…
Sumael terminó la frase:
—… lo que uno solo no. Sería mejor escabullirnos del barco cuando esté atracado.
Yarvi asintió con la cabeza.
—Yo diría que sí. —Llevaba días sin pensar en otra cosa.
—Casa Skeken podría ser la mejor ocasión. Es una ciudad bulliciosa, pero los guardias son perezosos, la capitana y Trigg pasan mucho tiempo fuera del barco…
—A no ser que alguien tuviera amigos en algún lugar del mar Quebrado. —Yarvi dejó el cebo en el agua.
Sumael se lo tragó entero.
—¿Amigos que podrían dar cobijo a un par de esclavos fugados?
—Exacto. En… ¿Thorlby, digamos?
—El Viento del Sur volverá a pasar por Thorlby dentro de un mes o dos.
Yarvi captó el gallo de emoción en su bisbiseo.
Y no pudo evitar que adornara también el suyo.
—Llegado ese punto, la esclava que tuviera la llave… y el esclavo que supiera de plantas… podrían ser libres.
Se quedaron sentados en silencio, en medio del frío y la oscuridad como tantas otras noches. Pero, mirando de reojo, aquella vez a Yarvi la pareció que la blanca luz del Padre Luna caía sobre un raro atisbo de sonrisa en las comisuras de los labios de Sumael.
Y pensó que le quedaba bien.