CAPÍTULO 16
NEREA
Pasé la noche con Luis, pero noté que estaba tenso conmigo. Hicimos el amor por puro trámite; en realidad no disfrutamos ninguno de los dos.
Ya daba igual. Había enviado los datos a Mowlan aquella tarde. El general aún no nos había contestado y la tormenta de arena se cernía sobre Candor Chasma. Debido a que el polvo marciano está cargado eléctrica y magnéticamente, tendríamos muchas dificultades en establecer contacto. Además, al carecer el planeta de una ionosfera donde rebotasen las ondas de radio, dependíamos para comunicarnos con Gravidus de los satélites, que ya no funcionaban correctamente por culpa de nuevas erupciones solares. Si creyese como Sonia en las casualidades, diría que aquella conjura de los elementos tenía un objetivo concreto: nosotros. La incomunicación favorecía a los hombres de Folz y nos perjudicaba directamente. Al otro lado del tejido de la realidad, alguien movía los hilos para asfixiarnos un poco más y disfrutar del espectáculo. No tendría nada de extraño, la gente paga por ver películas de terror; les gusta pasarlo mal, recrearse en la angustia de los personajes, ver de vez en cuando algún borbotón de sangre o un miembro amputado. Hay una naturaleza morbosa en el ser humano que no podemos ocultar; así que, si hubiese un ente sobrenatural que manejase nuestras vidas como un teatro de títeres y nosotros fuésemos una imitación suya, como las marionetas lo son de nosotros, ¿por qué no disfrutaría haciéndonos sufrir?
Aparté aquel pensamiento irracional y observé a Luis. Tenía los ojos cerrados, pero no dormía. Me levanté y, para congraciarme con él, puse a bajo volumen la música que él me regaló.
—Es tarde para conciertos —gruñó—. Despertarás a los demás.
—Les relajará. Esta melodía es una canción de cuna. Se parece mucho a una que me cantaba mi madre de pequeña. La escucho y es como si volviera a tener tres años.
—¿Tienes recuerdos de esa edad? —Luis abrió los ojos—. ¿O lo dices sólo para halagarme?
—Me gusta esta melodía. Tiene encanto, sensibilidad. Es muy hermosa.
—Me dijiste delante de León que no confías en nadie.
—Luis, por favor, no seas crío.
—Pensé que significaba mucho más para ti. Te he ayudado en todo lo que he podido y tú me lo agradeces haciendo lo que ese hijo de perra te pide. Lo único que ha hecho él por ti es dañarte.
—León y yo tenemos un propósito común: nos gustaría salir vivos de aquí. Mowlan es nuestra única vía de escape, antes de que la gente de Folz venga a por nosotros.
—No sé por qué pierdo el tiempo hablando contigo —Luis se dio la vuelta en la cama, dándome la espalda—. Por cierto, esta música que tanto te gusta no es mía.
—¿Qué?
—Es de una de mis IAs más aventajadas. Yo no sé componer. Quería impresionarte y demostrarte de paso que un cerebro artificial es tan humano como tú.
Me levanté de la cama de un salto y me puse los pantalones. Sí, eso era. Estuvo aleteando frente a mis narices y fui incapaz de verlo.
—¿Adónde vas?
—Vuelvo enseguida.
Salí al pasillo descalza y llamé a la puerta de León. El hombre tardó un rato en levantarse y lo hizo de un humor de perros.
—¿Qué coño quieres a estas horas?
Lo empujé adentro y cerré la puerta.
—¿Es segura esta habitación? —pregunté.
—Sí —León observó mi camiseta, empapada de sudor. Su semblante arisco se transformó en una sonrisa lasciva—. Cariño, sabía que al final caerías en mis redes —regresó a la cama y palmeó el colchón—. Ven aquí, encanto. Recuperemos el tiempo perdido.
—Me dijiste que tú elaboraste la nota de suicidio de Wink. ¿Cómo lo hiciste?
León se frotó la nuca y la sonrisa se le borró de la cara cuando comprendió que no había venido a lo que él se imaginaba.
—Podrías haber esperado a que amaneciera para preguntar eso.
—Analizaron grafológicamente la nota. Tú no pudiste imitar la letra para que pasase un examen pericial, a menos que quien hiciese el análisis cooperase contigo.
—Déjame en paz y lárgate. Apaga la luz cuando cierres.
—¿Te ayudó alguien a escribir la nota? Es muy importante que contestes.
—Para mí es más importante dormir. Esfúmate.
Me acerqué a su lado de la cama. Por un momento, León creyó que venía con ganas de sexo y bajó la guardia unos segundos.
—¿Quieres esto a cambio? —deslicé mi mano hacia su pene, parcialmente erecto.
—Por fin hablamos el mismo lenguaje, queri…
Apreté sus testículos con fuerza. León se puso morado de dolor y trató de agarrarme del cuello, pero le inmovilicé con la pierna derecha y la mano libre.
—¿Quién te ayudó? Contesta o te los arranco.
—Arquí…medes —jadeó—. Él imitó la letra.
Solté la tenaza y me marché de allí. Un perplejo Luis me esperaba sentado en la cama.
—¿Pero qué mosca te ha picado?
Le arrojé las fotografías de huellas que había tomado en el desierto.
—Tenemos trabajo esta noche. Ya sé lo que debemos buscar.
Amanecía cuando encontramos en dos fotos unas diminutas marcas triangulares; pertenecían a las plantas metálicas de los pies de Arquímedes, y nos pasaron desapercibidas en un primer examen. El sintiente se había tomado mucho trabajo en borrar su rastro y casi lo había conseguido, pero no era perfecto.
Luis, reacio a admitir que uno de sus amados cerebros electrónicos hubiese empujado a Wink al fondo del cañón, negó las evidencias.
—No tiene sentido —dijo—. Arquímedes fue golpeado en el invernadero y quedó inoperativo. Alguien alteró sus registros y bloqueó la puerta para que no entraseis.
—La puerta se puede bloquear desde dentro. Arquímedes temía que lo descubriésemos y se le ocurrió autolesionarse para que no sospechásemos de él. Nos vigilaba a través de los monitores y conocía nuestros planes.
—Pero ¿por qué iba a hacer algo así?
—Él nos lo explicará.
Convoqué a León, Sonia y Fattori a una reunión de urgencia y les puse en antecedentes. No puedo decir que me creyeran de inmediato; Fattori incluso me acusó de intentar aquella maniobra para evadir mi responsabilidad.
—Cada sintiente puede ser desactivado a distancia con un código especial —dije—. Lo más probable es que Arquímedes haya encontrado el modo de inutilizar el código, pero vamos a intentarlo. Luis me asegura que él puede acceder a zonas de su cerebro que permanecieron ocultas para nosotros en el examen que le realizamos en el invernadero. Su empresa fabrica este modelo y lo conoce bien. Si Arquímedes es inocente, lo sabremos.
—¿Y si no lo es? —preguntó Sonia, asustada—. ¿Qué hará cuando sepa que le hemos descubierto?
—León, Luis y yo nos acercaremos con barras de hierro a la sala de control. Utilizaremos el código para desactivarlo; si no resulta, le atacaremos.
—No golpearé a Arquímedes basándome en tus conjeturas —rechazó Luis.
Me volví hacia León.
—Estoy contigo, nena —dijo éste—. El niñato es un cobarde, así que mejor que se quede con el viejo y Sonia. Pero —me detuvo un instante y murmuró— no vuelvas a repetir lo de esta noche, ¿vale?
Armados con las barras, León y yo nos acercamos a la sala de control. Arquímedes estaba sentado tranquilamente frente a los monitores, ajeno a lo que se le venía encima.
Pulsé el código de desactivación en mi trans. Debería haber recibido una señal de confirmación, pero no sucedió nada. Arquímedes se levantó.
—Detecto un fallo interno —nos anunció—. Acabo de recibir la orden de desactivarme, pero mi sistema lo rechaza.
—Quédate quieto —declaré—. Desconectaré manualmente tu fuente de alimentación y estudiaremos el problema.
—¿Por qué llevan esas barras? —el sintiente se aproximó hacia mí.
—Te he dicho que no te muevas.
—Arquímedes, tiéndete en el suelo —dijo León—. Inmediatamente.
—Como deseen.
El sintiente flexionó sus piernas, pero en lugar de sentarse en el suelo embistió mi vientre y me proyectó contra uno de los monitores, haciendo pedazos el cristal. León le asestó un enérgico golpe a la altura del tórax; saltaron chispas del interior de sus tripas mecánicas, pero el sintiente no perdió el equilibrio. Mi compañero dirigió un segundo golpe a la cabeza, que resonó como un gong. Conteniendo el dolor que sentía en mi estómago, recobré mi barra y le ataqué por la espalda. El exoesqueleto absorbió el impacto y sólo le causé una leve abolladura.
Arquímedes apartó a León de su camino, empujándolo brutalmente contra un armario, y se marchó de la sala de control en dirección a la esclusa de salida. Traté de bloquear la puerta para que no huyera, pero el sintiente ya había previsto aquel movimiento y penetró en la esclusa sin la menor dificultad.
—Nos ha zurrado de lo lindo ese cabrón —León se levantó, arqueando dolorido su espalda—. ¿Te encuentras bien?
—Tenemos que ir tras él.
—¿Estás loca? Hay una tormenta de arena ahí fuera, y la radiación solar es muy intensa.
—No vuelvas a llamarme loca —le advertí.
—De acuerdo, lo que tú quieras —León tragó saliva—; pero no podemos salir.
—Tenemos prendas especiales que nos protegerán. Si Arquímedes anda suelto, tratará de sabotearnos. Dañará los suministros de oxígeno y moriremos. Ya lo intentó conmigo en el desierto.
—¿Y qué pasará con los turistas?
—Tendrán que cuidarse de sí mismos.
Nos vestimos con trajes forrados de plomo, muy pesados e incómodos, y cargamos en el todoterreno unos cuantos explosivos que León se había llevado en la última salida. La mala noticia era que no disponíamos de pistolas ni fusiles. La buena, que Arquímedes tampoco.
La visibilidad en el exterior era escasa. Nos arrodillamos para seguir el rastro de las pisadas en la arena. Arquímedes había partido en dirección sudeste y esparcía en su huida un pequeño reguero de anticongelante, a causa de los golpes recibidos. Eso nos permitiría seguirle la pista sin bajar del vehículo.
La fuerza que el viento oponía al avance del todoterreno era tenaz. Hace un cuarto de siglo, con una atmósfera menos densa, caminar dentro de aquel vendaval habría sido menos dificultoso. Aunque los huracanes marcianos todavía no poseen el ímpetu que sus primos de la Tierra, sí son en cambio más grandes y transportan mayor cantidad de arena, que permanece flotando en el ambiente durante días o semanas.
La pantalla de radar del salpicadero no nos servía de nada y nuestra marcha era lenta. Constantemente debía sacar la cabeza por la ventanilla para no perder el rastro, mientras León, al volante, se desesperaba por no poder ir más rápido. Aún dañado, Arquímedes nos estaba sacando una buena ventaja.
Nos internamos por un terreno pedregoso, que entorpeció aún más el avance del vehículo. El sintiente trataba de abandonar la arena para que sus huellas fueran más difíciles de seguir y había escogido una pequeña cadena de colinas para esconderse.
—Conozco ese lugar —dijo León—. Esas montañas del horizonte están huecas; podríamos perdernos dentro de las galerías.
—Nos arriesgaremos —respondí—. La tormenta durará tres o cuatro días, como mínimo. Arquímedes aprovechará que los radares no funcionan para acercarse a la base y acabar con nosotros —señalé la trasera del vehículo—. ¿Cuántos explosivos has cargado?
—Suficiente para volar esas colinas.
—Detén el vehículo. Se ha dado cuenta de que pierde líquido y trata de volver sobre sus pasos para desorientarnos —salí fuera, ajustándome la capucha para que no penetrase la arena—. Aquí se interrumpe el rastro, pero…
Me alejé varios metros. La visibilidad era nula, un banco cerrado de niebla parda. Puede que Arquímedes se hubiese tendido en el suelo, cubriéndose de arena, y esperase a que pasase a su lado para capturarme.
Mi linterna barrió el suelo en abanicos, y luego en círculos. Del vehículo, ya solo veía los faros de profundidad. Su luz se diluía en el vendaval y si seguía alejándome, tal vez no encontraría el camino de vuelta.
Una gota azul celeste resplandeció en el suelo. El rastro de anticongelante se hacía más espaciado, pero podía seguirse. Apagué y encendí mi linterna. El todoterreno se aproximó y volví a la seguridad de la cabina.
Remontamos una ligera pendiente y comenzamos la ascensión por la cadena de colinas, de perfiles suaves y cimas achatadas. No sé si Arquímedes jugaba con ventaja y llevaba en su cerebro un mapa detallado de las cuevas y galerías, pero aunque así fuese de poco le iba a servir. Derrumbaríamos por la fuerza bruta cada una de esas montañas parecidas a flanes si era preciso, hasta que quedase sepultado.
Nos detuvimos frente a la boca de una gruta, demasiado estrecha para que pudiera pasar el vehículo. León colocó una carga a la entrada y ambos nos internamos en la oscuridad.
Al llegar a una bifurcación de la galería, repartimos una carga en cada uno de los ramales y seguimos avanzando. El rastro del anticongelante se perdía allí. Miré al techo. Había un agujero por el que quizá se había encaramado; pero para cerciorarnos, uno de nosotros debería subir. León no perdió el tiempo y arrojó gelatina explosiva con un temporizador. Si Arquímedes la tocaba, estallaría.
—No parece que haya más corrientes de aire —dijo mi compañero—. Eso significa que no hay más salidas. Larguémonos.
Le indiqué con el dedo que se callase. El sintiente debía estar cerca y escucharía lo que pretendíamos hacer.
Al volvernos, encontramos a Arquímedes aguardando.
—Apártate a un lado —dijo León, como si fuera a servir de algo.
—Por supuesto —respondió el sintiente con calma—. Pero antes les ruego que permitan que me explique.
—Petición denegada. Apártate.
—Espera —dije, tratando de ganar tiempo—. De acuerdo, te escuchamos.
—Nerea, usted es una buena persona y creo que hace un trabajo excelente. Pero debe entender que no he sido libre para actuar como lo hice. En esencia sigo siendo una máquina. Las órdenes penetraron en mi sistema antes de que el Kepler llegase a Marte. Intenté resistirme, pero fue imposible.
—¿Quién te dio esas órdenes?
—Una estación logística de la UEE, desde la Tierra. Conocían la forma de introducir nuevos parámetros en mi sistema. No pueden juzgarme por hechos que no he ejecutado voluntariamente. Sería más beneficioso para todos que no me destruyesen. Luis podría cancelar las instrucciones que me obligan a actuar así. Regresemos a la base y les prometo que no les atacaré.
—Te autolesionaste y borraste parte de los datos de tu cerebro para engañarnos. ¿Eso también entraba en las instrucciones? Me resulta difícil creerte.
—Estaban cerca de averiguar la verdad. Simulé haber sido víctima de una agresión para protegerme de ust…
León se abalanzó contra el sintiente, clavándole un cuchillo en uno de sus ojos. Arquímedes no emitió un quejido de protesta —no sentía dolor—, pero agarró a mi compañero del brazo derecho y se lo partió como si fuese un palo viejo de escoba. El chasquido del húmero al quebrarse fue claramente audible y mi compañero aulló.
Arquímedes se alejó de nosotros; cogí el mando a distancia e hice estallar la carga colocada a la entrada justo cuando el sintiente pasaba a su lado.
—¿Pero qué haces? —León intentó arrebatarme el mando. Era tarde.
La entrada se desplomó; nuestra única vía de salida de aquel laberinto quedó taponada por toneladas de piedras y tierra.
Nunca me había sentido tan estúpida.
LEÓN
Ojalá hubiera venido solo hasta allí; me las habría ingeniado mejor para acabar con aquel montón de chatarra. Pero allí estaba yo, con el brazo ardiéndome y encorvado de dolor, preso en aquella trampa en la que mansamente habíamos entrado como colegiales.
Nerea consiguió colocarme el hueso en su sitio, que Arquímedes me había partido salvajemente en dos; no había tablillas que pudiese utilizar para inmovilizármelo, pero me fabricó un cabestrillo con jirones su propia camisa, y una pernera del pantalón forrado de plomo, para darle rigidez.
Durante la siguiente hora, mi compañera se dedicó a explorar la cueva en busca de una salida oculta que no existía, mientras yo me quedaba sentado en el suelo, quejándome del dolor y observaba cómo mi brazo se ponía morado. Trató de excavar un hueco en los escombros que taponaban la entrada, pero pronto comprendió que era inútil y además sólo conseguía gastar más rápidamente sus reservas de oxígeno.
Teníamos para otra hora más. Luego, moriríamos. No podíamos esperar un rescate por parte de los turistas porque, aun suponiendo que las huellas de los neumáticos del todoterreno no hubiesen sido borradas por el viento, no poseían la maquinaria necesaria para despejar la entrada.
Cuando se convenció de que sus esfuerzos para escapar eran inútiles, regresó a mi lado y se sentó en el suelo.
—Quién me iba a decir que la última cara que vería antes de irme al otro barrio sería la tuya —dije.
—¿Te duele mucho el brazo? —preguntó.
—Dentro de un rato ya no me dolerá. Gracias por ser tan inteligente.
—Lo hice sin pensar, León. No podía permitir que huyese después de lo que nos ha hecho. Si regresaba a la base, no quedaría nadie con vida.
—Así que te sacrificaste por el bien común.
—Fue un error, y si te hace sentir mejor, te diré que lo siento, me he equivocado. Pero al menos, Arquímedes no hará más daño a nadie.
—Está bien. No quiero pasarme los últimos minutos de mi vida discutiendo, y lo hecho, hecho está. Yo también he cometido errores.
—Vaya —sonrió ella—. Seguro que si no estuvieses al borde de la muerte, no lo admitirías.
—Es posible —convine, e hice ademán de encogerme de hombros, pero el latigazo ardiente que recorrió mi brazo derecho al moverlo un milímetro congeló el movimiento.
—Bueno, ya que has empezado me gustaría oírlos —dijo Nerea.
—¿Tiene mucha importancia?
—Desde luego.
—Está bien —suspiré—. Lamento haberte llamado lesbiana.
—¿Eso es todo?
Me puse a pensar. Sabía lo que quería oírme decir. Qué más daba ya. Faltaban cincuenta minutos para que el oxígeno de nuestras mochilas se agotase.
—Te acusé injustamente de esconder Amnex en tu cuarto —dije—, cuando fue Arquímedes quien lo introdujo para que yo lo descubriera. Él sabía que tarde o temprano yo entraría a fisgar en tu cuarto y aprovechó la ocasión en su beneficio. Hice valoraciones precipitadas y me equivoqué. El robot buscaba enfrentarnos entre nosotros para que nadie pensase en él; por eso dejó la sustancia al alcance de Sonia: no quería que olvidásemos la relación entre el Amnex y tú. Además, si Sonia moría, se te acusaría a ti de negligencia por introducir drogas en la base. Tú eras su objetivo, tenías el disco de Wink y Arquímedes no podía permitir que lo divulgases. Si fallaba al asesinarte, su plan alternativo era desacreditarte, que todos nos volviésemos contra ti. Entonces tu testimonio no valdría nada.
—Por fin te convences de que nunca he llevado una cápsula de droga en el cerebro.
—No es ninguna fantasía, Nerea. Sé de lo que el gobierno es capaz. Esos experimentos de los que te hablé son reales, usan a los condenados como cobayas. Sinceramente, creía que contigo habían intentado algo similar. Otro error. La apendicitis de Carossa y su ayudante fueron reales.
—¿Y lo de Nirgal Vallis? ¿Vas a contarme la verdad sobre esos restos? Porque son falsos, ¿o no?
—Lo son. Lo hice por dinero. Un ascenso a comandante y unos cuantos millones en el banco para gastar a mi regreso. La Unión necesitaba justificar el engorde del presupuesto espacial. Me pareció que era una buena causa, y de paso ganaría un dinerillo. Si no hubiese sido yo, esa pasta habría ido a otro. A Vilar, por ejemplo. Yo sólo fui un peón.
—Pero se habría demostrado que son falsos cuando llegasen a la Tierra. Vuestra mentira se habría descubierto de todos modos.
—Esa parte del plan no me la explicaron, pero supongo que tenían previsto hacerlos desaparecer.
—¿Durante la guerra que planean contra China?
—Puede ser. Una parte del gobierno no desea el conflicto, pero necesitan igualmente aumentar el presupuesto. Muchas industrias dependen de que el programa espacial siga adelante y realizan donaciones al partido del gobierno para no perder los contratos. Bruselas necesita justificarse ante sus votantes de cara a las nuevas elecciones: la gente ya se ha cansado del espacio y no les gusta que el dinero de sus impuestos se gaste en mantener bases en otros planetas. Si no creen que el esfuerzo merece la pena, tal vez el próximo gobierno considere que ha llegado el momento de salir de Marte. Sé que recurrir al engaño no es un procedimiento muy ético, pero lo prefiero a lo que está por venir. Cuando la gente de Folz alcance el poder, no necesitará artimañas para disponer del presupuesto de la Unión. La guerra les abrirá las puertas a todo lo que deseen.
—Quien te escuche diría que te has vuelto un pacifista.
—Comprendí que me había equivocado de bando cuando el coronel me ordenó que te matase. Puede que sea un miserable, pero todavía sigo siendo humano —observé de reojo el indicador de oxígeno de mi traje. Treinta y ocho minutos y bajando. Si hablase menos, lo haría durar más, pero en las actuales circunstancias podía permitirme ese derroche.
—¿Por qué no cumpliste la orden?
—Todavía no lo sé —guardé silencio unos instantes—. Supongo que aunque me caigas mal, en el fondo te aprecio.
—Pues hasta ahora lo has disimulado muy bien.
—Sí. Ojalá nuestra convivencia en Candor Chasma hubiera sido diferente. Quizá yo he tenido la culpa porque no he sabido respetarte. Lo lamento, de veras.
—Vaya, me alegra oír eso.
—No soy tan canalla como imaginas.
—Puede que yo también me haya equivocado contigo —Nerea miraba de vez en cuando el indicador de oxígeno, aunque más discretamente que yo—. Disculpa por lo de anoche. No debí irrumpir en tu cuarto de la forma en que lo hice.
—Me lo merecía, aunque he preguntado a mis pelotas y no opinan lo mismo. Me comporté como un imbécil. Ese robot del demonio me estuvo manejando todo el tiempo y yo no quise darme cuenta. Debería haber sospechado de él. Le obligué a imitar la caligrafía de Wink, pero no dio parte ni a ti, ni a Gravidus. Tenía instrucciones concretas de Folz para que informase de cualquier suceso extraño.
—¿Quieres decir que Folz no ordenó la muerte de Wink?
—Arquímedes nos ha dicho que recibió la orden de la Tierra. Yo creo que informaba directamente al cuartel general de nuestras actividades. Wink no era un turista cualquiera y el robot lo observaba de cerca. En cuanto Arquímedes descubrió lo que el viejo te había dado, en la Tierra dedujeron lo que Wink se proponía.
—Ahora recuerdo que Arquímedes se acercó a nosotros cuando Wink me entregó el disco, mientras paseábamos fuera de la base. Seguro que escuchó nuestra conversación y vio cómo Wink me lo daba. El viejo habló con ambigüedad y mencionó que lo que me daba era una llave. No lo era en absoluto.
—Hablaría en sentido figurado.
—Supongo que se referiría a la llave que abre la puerta de la verdad. Y de los demonios que Wink escondió en el sótano hace veinticinco años. Una verdad que hará rodar cabezas en la Tierra, si es que Mowlan hace lo correcto. Lástima que no podamos verlo. Me habría gustado que nuestra muerte no fuese en vano.
—Ninguna muerte es en vano, Nerea. Dicen que el universo recuerda nuestras acciones, que nada se pierde entre las estrellas.
—No creo en las supersticiones. El cosmos no vigila nuestros actos y nuestras vidas no son un cine que contemplan criaturas del más allá. Nuestro único espectador es el vacío.
—¿Y si Dios existe realmente? ¿No te arrepientes de haberle despreciado? Podrías salvar tu alma ahora. Estoy facultado para aplicar la extrema unción en caso de peligro de muerte. No pierdes nada.
—¿Tú salvando mi alma, León? Mejor preocúpate de la tuya.
—En estos momentos me preocupo por las de los dos.
—Hay muchas cosas en mi vida de las que me arrepentiría, pero ésta no figura en mi lista.
—Conozco casos de ateos convencidos que se convirtieron en el lecho de muerte.
—Si se abriese la tierra en este momento y me tragase, entonces creería; pero no va a suceder, así que ¿por qué no lo dejamos?
El suelo tembló. A Nerea se le pusieron los pelos de la piel como escarpias. Confieso que a mí también.
Un ruido de maquinaria pesada procedía del otro lado de la entrada que había quedado sepultada. Alguien usaba un taladro o un dispositivo térmico para fundir las rocas y abrir un túnel al interior.
—¡Estamos salvados! —grité—. ¿Qué dices ahora, Nerea? ¿Qué tienes que decir a esto?
—Pero ¿quién puede ser? —murmuró ella, una vez recobrada de la impresión.
—Y eso qué importa. El caso es que vienen a rescatarnos. Estábamos muertos y acabamos de resucitar. Nos han concedido una segunda oportunidad. ¿Querías pruebas? Aquí las tienes.
La primera brizna de enrarecido aire marciano penetró en la cueva. El pequeño hueco entre los escombros se fue ensanchando hasta permitir el paso de una corriente de arena anaranjada. El ruido del perforador atronó en las galerías, restallando dentro de nuestros tímpanos. Qué magnífica música celestial.
—Momentos como éste son los que dan sentido a la vida —dije.
—¿Por qué no te callas de una puñetera vez? —respondió alguien al otro lado del agujero—. Ni tengo alas ni soy tu puto ángel de la guarda.
Conocía aquella voz.
Era Vilar. Y dirigía la operación de rescate.
El tipo que prometió matarme si no cumplía la orden de Folz venía a por nosotros.