CAPÍTULO 5
NEREA
La vara metálica estaba hecha de praseodimio, protegido por una película rígida de plástico. Este elemento se usa en la industria para teñir los cristales protectores de los soldadores, pero en estado puro se corroe en aire húmedo. Aquella vara pesaba más de un kilo y el metal era de una pureza extraordinaria. Hicimos las consultas pertinentes y verificamos que ninguna sonda enviada a Marte contaba con praseodimio en su estructura, fuera de pequeñas cantidades incorporadas a algún instrumento.
El descubrimiento causó un gran revuelo entre los turistas. León aconsejó prudencia hasta que no tuviésemos más datos. Llamé a base Gravidus y le expuse al general Mowlan cuál debía ser la actitud a tomar. No se harían declaraciones mientras no estuviésemos seguros de la procedencia del objeto. Mowlan estuvo de acuerdo y prometió que sus hombres se ocuparían del asunto. Un pequeño destacamento y media docena de robots peinarían la grieta de Nirgal Vallis en busca de más restos o datos que arrojasen luz a aquel extraño hallazgo.
El mensaje que transmitimos a los turistas fue rotundo: no podrían hablar de aquello con nadie en la Tierra. Si la vara formaba parte de un artefacto alienígena perdido en Marte era algo que estaba por demostrar, pero por el momento no se comentaría el asunto con personas ajenas a la base.
El análisis al microscopio electrónico reveló unas curiosas inscripciones que recordaban a la escritura cuneiforme. Tal vez se trataba de algún sistema de cifrado, o incluso era posible que países a los que se les suponía una deficiente tecnología espacial hubieran enviado sondas a Marte en un pasado reciente. Las inscripciones, sin embargo, no se correspondían con ningún idioma conocido, lo que daba pie a que la fantasía de los turistas, y en especial de Sonia, testigo directo del descubrimiento, se desbocase.
Personalmente no pensaba que aquella cosa fuera de manufactura alienígena. Más bien tenía todas las trazas de ser una broma que alguien nos quería gastar, quizá como parte de un show televisivo que la UEE preparaba a nuestras espaldas para sacar dinero. León se había mostrado muy prudente desde el principio, pero podía ser una pose estudiada para desviar la atención. No me gustaba León, sabía que escondía algo, esa manía suya de encerrarse en la sala de control para consultar sus mensajes no me gustaba. No sabía qué estaba tramando, y aquél podría ser el primer acto de un plan mayor que yo aún no podía imaginar.
Abordé a Wink en los alrededores de la base, tomando un paseo. Si había otra persona allí además de León que coleccionaba secretos, ése era él. Me acerqué a sondearle.
—Sería emocionante que fuese un artefacto extraterrestre —dijo el anciano, cerrando un diario donde tomaba notas de su puño y letra—. Solo que yo no creo en los extraterrestres. Suponiendo que existan, el universo es tan grande que sería muy difícil que hubiesen traspasado distancias de miles de años luz y nos hubiesen encontrado.
—Hemos enviado una sonda a Próxima Centauri. ¿Por qué le parece increíble?
—Próxima está muy cerca de nosotros, y por lo que sabemos, no tiene planetas aptos para la vida. La inteligencia es un fenómeno extremadamente improbable, puede que sólo se haya dado una vez en el universo.
—Me está exponiendo el principio antrópico, Wink. Los creacionistas a los que usted combatió piensan igual: Dios creó el cosmos para la especie humana; ése es su fin y su explicación.
—No. El homo sapiens surgió por casualidad. Un meteorito aplastó a los dinosaurios y ya ve, aquí estamos preguntándonos qué nos hace especiales. Las cosas serían distintas si los diplodocus todavía caminasen por la selva. Hay una gran diferencia entre sostener que estamos aquí porque alguien manipuló la historia, y creer que debemos nuestra existencia a una tirada de dados. Somos fruto del azar, pero nuestro cerebro se resiste a aceptarlo porque está condicionado a buscar sentido a todo.
—Ah, Wink, así que ya tiene las Grandes Respuestas.
—No hay grandes respuestas; quizá sí Grandes Preguntas, pero las respuestas no son lo que desearíamos descubrir. ¿Cree que no me gustaría tener la certeza de que viviré después de muerto? Míreme, he disfrutado de poder y dinero durante mi vida, pero de nada me va a servir ya. Mi cuerpo está al límite de aceptar más recambios. Es angustioso ser consciente de que habrá cosas que no volveré jamás a repetir. Hoy podría ser el último día de mi vida y…
—Y lo está desperdiciando hablando conmigo.
—De ninguna manera, Nerea. Su charla es muy estimulante para mí. Verá, he estado pensando en lo que hablamos ayer en el gimnasio —Wink vaciló.
—Le escucho.
El hombre se limpió el sudor de la frente, y eso que no hacía precisamente calor fuera de la base. Apartó una piedra de un puntapié y miró al cielo color vainilla.
—No sé qué consecuencias tendrá el hallazgo de la vara de praseodimio, Nerea, pero no me gusta. He formado parte de la administración durante años y conozco sus métodos.
—¿De qué trata de advertirme?
—Usted es una investigadora competente. Siga con su trabajo y no deje que esto le perjudique.
—No veo de qué modo podría hacerlo.
—Si se trata de un fraude, alguien se ha tomado muchas molestias para prepararlo. Ignoro qué persiguen, aunque no me costaría demasiado descubrirlo. La cuestión es que todo lo relacionado con Marte se lleva en la UEE con sigilo. El porqué es algo que aún no está capacitada para saber, y me gustaría que nunca tuviese que averiguarlo —Wink sacó un microdisco de uno de sus bolsillos—. No le diga a nadie que se lo he dado.
—¿Qué es?
—Lo sabrá a su debido momento. Si ese momento llega. Por ahora, guárdelo en lugar seguro y no lo comente con nadie. Ni León, ni Fattori, ni Sonia. Nadie.
—¿Por qué supone que puede confiar en mí?
—He seguido su currículum. Además, antes de salir de la Tierra hice algunas visitas a personas en quien usted confía.
—Me resulta difícil hacerme cargo del microdisco sin saber para qué sirve.
—Es una llave. Las llaves abren puertas. Prefiero que no sepa más.
Lo acepté. Maldito viejo maniático, ¿en qué estaría metido? ¿Temía que sus compañeros de viaje se lo robaran y acudía a mí para que se lo guardase?
Si Wink estaba fingiendo, era un actor condenadamente bueno. Debería haber partido por la mitad aquel disco, no era asunto mío ni tenía por qué esperar nada bueno de un desconocido. Sus antecedentes presagiaban lo peor: tráfico de influencias, sobornos, venta de armas. ¿Cómo si no había logrado reunir el dinero para venir a Marte? Puede que desde aquí, lejos de la Tierra, se sintiese más seguro para chantajear a alguien y el microdisco contuviese información comprometedora.
Estas posibilidades pasaron por mi mente cuando lo cogí, pero mi curiosidad pesó más en la balanza. Wink quería contarme algo y no se atrevía, o todavía no era el momento. Yo era la única en la base que le inspiraba confianza, y eso también me halagaba. Aunque Wink hubiese sido la clase de tiburón que yo le suponía, la edad le había podrido los dientes, despojándolo de su capacidad depredadora. Ahora era un pacífico anciano con remordimientos que se gastaba su fortuna en un capricho romántico.
—Ha mencionado que habló con amigos míos antes de partir —observé.
—El profesor Doré y la doctora Rilke.
Yo mantenía contactos por vídeo con ambos una vez por semana. Alguien del control de misión le había filtrado aquellos datos.
—¿Por qué me ha elegido a mí en lugar de a León?
—Es un hombre brillante, y también muy ambicioso. Quizá demasiado. Le miro y me veo a mí mismo cuarenta años más joven.
—Por eso no se fía de él.
—Cierto.
—¿Ha venido a Marte a expiar sus pecados, Wink?
—Ya le dije el motivo de mi viaje.
—Aquí no encontrará redención. Puede viajar al otro extremo de la galaxia si quiere. Será inútil.
—No la hallaré mientras estoy vivo, pero…
Wink se interrumpió. Nuestro robot Arquímedes se había acercado a hablar conmigo.
—Acaba de recibirse un nuevo informe de base Gravidus —dijo el sintiente—. Sería conveniente que fuese a verlo.
—Vaya usted, Nerea —dijo Wink—. Yo me quedaré por aquí contemplando estas fascinantes rocas.
Regresé a la base. No hallé a nadie en la sala de control. Arquímedes había avisado por radio a León, pero se encontraba con Sonia en alguna excursión por las cercanías y tardaría unas horas en volver.
—Quédate —le pedí a Arquímedes—. Quiero hacerte unas cuantas preguntas.
El informe aludía a nuevos hallazgos de material supuestamente alienígena en la grieta de Nirgal Vallis, catalogada como yacimiento Nirgal 1 —me daba la impresión de que ese número daba por hecho que se encontrarían más—. En concreto se habían desenterrado dos planchas de platino, de unos treinta centímetros por quince. No tenían remaches ni restos de soldadura en sus bordes. Al examinarlas al microscopio se descubrieron los mismos signos cuneiformes que figuraban en la vara de praseodimio.
—¿Qué opinas? —le pregunté.
—Son hallazgos muy interesantes que merecen un análisis profundo —respondió Arquímedes con entonación neutra. Lo malo de los robots es que no puedes estar segura de si han aprendido a ironizar y te están tomando el pelo. Ninguna inflexión de su voz o rubor facial los delata, a menos que voluntariamente simulen vacilaciones o temblores en el habla.
—Pues yo no me creo nada de este asunto.
—Nerea, su escepticismo es comprensible, pero ¿cómo cree que debería ser un artefacto alienígena, si nunca ha encontrado uno?
No supe qué responder a eso. Arquímedes cabeceó ligeramente y contempló la pantalla vacía del ordenador.
—León está metido en esto —dije—; noto un comportamiento extraño en él, recibe llamadas desde la Tierra y se encierra aquí para que no le moleste.
—Considerando que las relaciones entre ustedes son distantes, es comprensible.
—Tiene miedo de que lo descubra, y podría haberte utilizado para sus fines sin que tú lo supieses. Arquímedes, necesito analizarte la memoria para asegurarme que León no te está manejando.
El sintiente no puso objeciones, así que conecté un cable de fibra óptica al puerto de comunicaciones de su ojo izquierdo y uní el otro extremo al ordenador central de la base. La descarga de la información del sintiente duró un par de minutos y ocupó diez holodiscos, pero el análisis del código en busca de alteraciones y programas ocultos sería más laborioso. Además, quería analizar los registros que Arquímedes guardaba de conversaciones con León, en busca de indicios que confirmasen mis sospechas.
—Cuando salgas de esta habitación, borrarás los ficheros de actividad de los programas ejecutados en los últimos diez minutos y luego te reiniciarás.
—No quiere dejar rastros de esta conversación.
—Muy listo.
—Sin embargo, si usted tiene razón me gustaría saber qué clase de alteraciones ha introducido León en mi sistema.
—Caso de que las encuentre, te las diré.
Pero no se las diría, porque entonces tendría que explicarle por qué sospechaba que León le había manipulado, y de ese modo el borrado de la información reciente de su cerebro no serviría de nada.
Cometí un error: tratar a Arquímedes como una máquina. Y lo era, no cabía duda, pero reiniciar un sistema de inteligencia artificial de última generación no era pulsar el botón y esperar. Arquímedes siguió mis instrucciones sin rechistar y entró en un módulo vacío, donde comenzó a borrar fragmentos de su memoria. Luego, la oscuridad le invadió y su conciencia emigró al limbo electrostático, a la espera de ser reclamada por el sistema.
Lamentablemente, alguien metió las narices donde no debía. Y, qué casualidad, se trataba de la única persona en todo Marte con conocimientos avanzados en sintientes. Luis Tello no tardó mucho en aparecer por la sala de control a pedirme explicaciones.
—¿Qué le has hecho a Arquímedes? Lo he encontrado tirado en un rincón, balbuceando, y no recordaba qué hacía allí.
—Lo he reiniciado —dije—. Y ahora vete, estoy ocupada.
—¿Crees que un sintiente es una tostadora a la que basta con tirar del enchufe para borrar la RAM? Mi empresa los fabrica, conozco todo lo que hay que saber sobre ellos.
—¿Tu empresa? Querrás decir la empresa de tu padre. Me parece que el señor Tello sigue vivito y coleando.
—Son seres conscientes —o Luis no se dio por aludido, o no se inmutaba cuando comenzaba un ataque—. ¿Te gustaría que alguien te durmiese para robarte pedacitos de memoria? ¿Cómo te sentirías al despertar? Sabrías que alguien ha violado tu mente y no podrías hacer nada por impedirlo.
—Escucha, no es culpa mía que te aburras, así que no busques una bronca a mi costa para distraerte.
—No te interesa nada de lo que te digo.
—Bingo.
—Eres como los demás.
—Qué decepción. ¿No tienes nada mejor que hacer?
—Montones de cosas, estoy atareadísimo aquí, encerrado entre cuatro paredes. En cambio Sonia, que no ha pagado un cred para venir a Marte, ya ha hecho tres salidas con León. Me gustaría sobrevolar los volcanes de Tarsis, por ejemplo, pero a este paso lo dudo mucho.
Niñato malcriado. ¿Cómo podría quitármelo de encima?
—Tenemos un planeador en reparaciones, y el otro lo necesitamos para el trabajo. Además, hay una explicación para la amabilidad de León; si fueras una mujer ya te habrías dado cuenta.
—He venido a conocer Marte, no a quedarme encerrado entre cuatro paredes.
—Eso ya lo has dicho antes.
—¿El qué?
—Lo de las cuatro paredes.
—A lo mejor soy un robot, atrapado en un bucle de memoria —sonrió; no sé qué encontraba de divertido en su discurso monocorde.
—Hay una definición más simple: pelmazo.
—Sí, podría ser un robot y no saberlo, enviado para… —su magra imaginación patinó—… para negociar nuevas condiciones de colaboración con los humanos.
Cerré los ojos con la esperanza de que al abrirlos, aquella pesadilla se hubiese marchado. Pueden suponer que ese truco jamás resulta.
—Si las IAs exigiesen derechos civiles, nuestra civilización se colapsaría —continuó—. Tarde o temprano, ese escenario se producirá. Tratarlas como esclavos nos perjudicará a largo plazo.
—Millones de seres humanos viven en la pobreza más absoluta y tú te preocupas por los derechos de los robots. A lo mejor en tu idea de mundo futuro los humanos somos un estorbo.
—Tal vez no haya humanos en el futuro, pero las IAs no serán las culpables. Incluso la nueva iglesia católica ha admitido que el hombre sólo es un paso en la evolución. Me sorprende que, siendo bióloga, te resulte molesta la idea.
—Lo que me molesta es que la gente como tú conceda más importancia a las máquinas que a las personas.
Puede sustituirse «máquinas» por cualquier otra palabra y el resultado es el mismo. Ése es el inconveniente de nuestra civilización tecnológica, hemos construido un mundo virtual para la población rica, que así no tiene que enfrentarse a la realidad. El resultado son jóvenes como Luis, pero ¿se les puede culpar por lo que son? Si acaso a sus padres, o a los padres de sus padres. Seguramente a los tres años Luis ya se tostaba las pestañas con videojuegos, mientras sus progenitores se dedicaban a asuntos más importantes que educar a un hijo.
—Lo triste es que además no tienes la culpa —murmuré, sin darme cuenta de que Luis me oía.
—Me consideras un electroencefalograma plano, ¿verdad?
Había inocencia en su expresión. Él creía lo que estaba diciendo y se sentía frustrado porque aquí, fuera de su ambiente, nadie le escuchaba. Las IAs eran lo más importante de su universo y no entendía cómo los demás ignorábamos olímpicamente esta gran verdad.
—No, pero tu cerebro necesita hornearse un poco más. Eso lo consigue el tiempo, no vayas corriendo a meter la cabeza en el microondas.
Conseguí arrancarle una sonrisa, y ambos nos pusimos a reír sin saber por qué. Aquel joven era atractivo; un cuerpo decididamente varonil, torso musculado y anchos hombros, que casaban mal con un rostro ambiguo que se resistía a abandonar la adolescencia: nariz pequeña, pómulos sonrosados, orejas diminutas y profundos ojos negros que cuando mirabas a su interior, huían con timidez.
—No soy un electroencefalograma plano —dijo—. Puedo demostrártelo.
—Ah, bien.
—Ven a mi módulo y lo entenderás.
—Luego. Antes tengo que acabar el trabajo.
No quería que Luis me viese recuperar los holodiscos del ordenador; probablemente deduciría lo que eran y no me apetecía darle explicaciones.
Puse los datos a buen recaudo, para analizarlos tranquilamente desde el ordenador de mi cuarto. Después fui a buscar a Arquímedes.
Lo encontré en el invernadero, contemplando fijamente un cultivo de tomates hidropónicos que ya estaban maduros. Cogí uno y le di un bocado; había desayunado poco aquella mañana y estaba hambrienta.
—¿Cómo te sientes? —le pregunté.
A Arquímedes le costó un segundo más de lo acostumbrado identificar mi tono de voz y volverse en mi dirección.
—Confuso —dijo—. Ha debido producirse un fallo en mi sistema. Es la primera vez que se reinicia, y lo extraño es que no logro descubrir el motivo.
—Bah, olvídalo; seguramente carece de importancia.
—No conservo recuerdos de los diez minutos anteriores al reinicio. Deberían revisarme.
—¿Dices que es la primera vez que te ocurre? —intenté simular una curiosidad aséptica.
—Sí.
—¿Qué experimentaste?
—De pronto, todo se volvió oscuro.
—¿Desagradable?
—Ningún estímulo de dolor. Nada en absoluto.
Arquímedes intentaba comprender la muerte y la resurrección de su conciencia, y evidentemente no podía. Yo era la causante, y eso no me hacía sentir bien.
—Anotaré esta incidencia —dije—, pero no la comentes con los demás. Podría inquietarles que un sintiente presente fallos cuando ellos están cerca.
—Lo entiendo.
—Eso incluye también a León. Especialmente a él.
—Bien.
—Si no descubro el problema por mí misma, consultaré a Luis. Pero solo si no me queda otra alternativa.
Abandoné el invernadero antes de que Arquímedes me pusiera en otro brete del que no pudiese salir con tanta facilidad y me dirigí al módulo que ocupaba Luis, mordisqueando el tomate por el camino. Tenía cierto interés en saber cómo me demostraría que no tenía serrín en la cabeza.
El joven no había cerrado por dentro, así que entré sin llamar. Luis estaba sentado frente a un piano electrónico, tocando una melodía.
Se trataba de un nocturno de Chopin, que interpretaba con notable sensibilidad. Permanecí en una esquina de la habitación sin interrumpirle hasta que terminó la pieza y se quedó mirando la partitura en silencio.
Le recompensé con un aplauso.
—Reconozco que me has sorprendido —dije—. Desconocía tu talento musical.
—Desconoces todo de mí. Piensas que soy un niño rico que no ha hecho nada para merecer estar aquí.
—¿Y no es cierto?
—El dinero es necesario para mantener abierto este lugar. Macro es una de las firmas que más invierten en tecnología espacial. Sin el apoyo del sector privado, la presencia humana en Marte sería imposible.
—En tal caso debería darte las gracias.
—Al menos intenta tratarme como un adulto aunque sea sólo unos minutos cada día —dijo, recogiendo la partitura—. Me conformo con eso.
Al levantarse, nuestras miradas se cruzaron. No sé qué había venido a buscar a Marte. Aventura no, desde luego, la mayoría del tiempo permanecería dentro de la base, con muy pocas diversiones en qué distraerse. A lo mejor su padre lo había engañado para quitárselo de encima una temporada, o para darle alguna lección de misterioso significado masculino.
—Está bien —sonreí—. A partir de ahora te trataré como un adulto. ¿Quince minutos al día es una buena oferta?
Luis me entregó un disco en un estuche de plástico. No sé por qué aquella mañana todo con el que me cruzaba me iba dando discos de contenido sospechoso.
—Ampliarás la oferta cuando escuches esto —dijo.
LEÓN
Quedaba un par de horas de luz solar. Nuestro aeroplano de reserva tenía menos autonomía que el planeador en el que viajamos a Nirgal Vallis, y aunque teóricamente podríamos regresar a la base utilizando el depósito de combustible de emergencia, no quería arriesgarme. Pasaríamos la noche en los módulos de la estación científica Darwin, a setecientos kilómetros al noroeste de Candor Chasma. Periódicamente debíamos viajar allí para ensamblar los componentes que los muchachos del general Mowlan arrojaban en paracaídas. En un principio, la base Darwin debería contar con doce módulos y mantener a media docena de personas, sin turistas mirones. Pero los recortes presupuestarios entorpecían la construcción de las instalaciones, que llevaban un retraso de dos años sobre el plan previsto.
Aunque todo tiene sus ventajas. Aquella base estaba lo bastante lejos para ser un refugio ideal a prueba de miradas indiscretas, lo más parecido a una cabaña en el bosque si no fuera porque aquí no hay árboles ni nada que se le parezca.
No suelo venir a este lugar si no tengo un poderoso motivo para ello. Bien, ahora lo tenía.
Sonia.
Había invertido mucho tiempo en ella. Exactamente dos días. Tengo mis necesidades, y evidentemente Sonia también, no importa cuánto se esfuerce en disimularlo. Salvo que se hubiese ido a la cama con Luis en el Kepler —la cópula en gravedad cero es engorrosa y precisa de un cooperador que aguante a la pareja, pero en los periodos de aceleración y desaceleración, estas dificultades desaparecen— Sonia llevaba tres meses sin hacer el amor. Eso baja las defensas de cualquiera que no se llame Nerea ni esté hecho de metal.
Por si acaso, tenía un as bajo la manga. Iba escondido entre los fardos de material que rodeaban la base, y me lo había vendido mi «amigo» de base Gravidus a cambio de una insultante suma de creds que no revelaré. Al aterrizar el aeroplano, me dispuse a buscar ese as entre unas cajas de alimentos, acompañados de los ingredientes para una cena opípara.
Arrastramos la provisiones a la entrada del primer módulo y aguardamos a que el interior se llenase de aire. Fuera, el sol lamía la línea del horizonte con un tono rosado, parcialmente cubierto por nubes preñadas de arena.
De los doce módulos proyectados sólo había dos ensamblados, y no muy grandes, por cierto. El primero albergaba un equipo de comunicaciones, una modesta cocina y un cuarto de aseo diminuto. El segundo se dedicaba a dormitorio y almacén. Contacté con Candor Chasma y Arquímedes me facilitó amablemente las últimas novedades. Se habían encontrado dos planchas de platino en Nirgal Vallis. Sonia se puso muy contenta con la noticia.
—Estamos viviendo un momento histórico, cariño —dije, abriendo una caja de alimentos. Había carne, pescado, pan integral, fruta en almíbar, dos botellas de vino y una de whisky—. Todo gracias a ti. De no ser por tu curiosidad, nunca habríamos encontrado aquella vara.
Ella observaba con recelo las botellas, consciente demasiado tarde de que había caído en una encerrona.
—¿De dónde las has sacado?
—Vinieron del cielo —sonreí, llenando dos copas de vino—. Por Sonia Alba, la descubridora.
No me desdeñó el brindis. De hecho, apuró la copa de un trago.
—Propondré que bauticen las cuevas con tu nombre —rellené su copa.
—Está bueno este vino. ¿De dónde es?
—De tu país.
—¿Cuánto tiempo llevabas planeando esto?
—El qué.
Ella señaló a su alrededor.
—Vamos, no pensarás que te he traído aquí a propósito —dije.
—Por supuesto.
—Está bien. ¿Carne o pescado?
—¿Qué?
—Lo que prefieres de cena.
Prefirió carne. Al terminar la primera botella de vino ya se habían disipado sus reticencias y era un dechado de simpatía. Aunque no todo iba a ser bueno; también se desató su locuacidad, que degeneró en verborragia. Tuve que soportarla con mi mejor cara, asintiendo a su febriles reflexiones sobre su trabajo, sus amigos, los alumnos detestables a quienes debía educar o la edad de hielo que asolaba Europa y América, provocada por el cambio de temperatura y salinidad de las corrientes marinas que ascendían de los trópicos al norte. La típica mujer concienciada que iba al trabajo en coche, compraba cosméticos hechos con grasa de animales y usaba desodorante en aerosol. Para pasar de lo general a lo concreto hacen falta más que palabras. Sonia sólo era una ecologista de opereta que en el fondo adoraba el sistema que criticaba.
Abrí la botella del whisky y ella siguió desgranando su personalidad, confesándome que era adicta a los libros de autoayuda, esos patéticos manuales para fracasados que prometen mejorar la vida —del autor, se entiende; la felicidad no se aprende en ningún manual— con consejos de tanto fundamento como los que ofrecen los horóscopos. Sonia creía en las coincidencias, en la predestinación; el cosmos le enviaba de vez en cuando señales secretas para insinuarle lo necesaria que era y, claro, el hallazgo de la vara era la confirmación de que aquel plan cósmico se hacía realidad. Sonia había nacido para vivir aquel momento, de alguna forma siempre lo había sabido, pero no encontró las pruebas hasta ahora. En su cerebro ingenuo no consideraba la posibilidad de estar siendo utilizada, porque eso habría roto la magia, arrojando por tierra sus sueños donde ella dejaba de ser comparsa y se convertía en la estrella. Pero aunque encontrase las pruebas, las rechazaría, se aferraría a su mundo fantástico donde las personas grises, rebozadas en ilusiones, se transforman en novas.
Accedió a practicar el sexo casi por caridad al necesitado. No me agradó su actitud, pero la poseí igualmente. Anestesiada y somnolienta, Sonia apenas emitía alguna risa idiota y jadeos ocasionales, no sé si de placer o fatiga. Su mente estaba más allá de aquella habitación, había encontrado la pieza que daba sentido al rompecabezas y no iba a distraerse ahora en pasatiempos mundanos. Ah, si yo pudiera hacer trizas aquellos sueños con una sola frase. Pero no podía. Había alcanzado el punto de no retorno y la maquinaria ya estaba en marcha. A las tuercas de esa maquinaria se las podía reemplazar o tirar a la basura, pero no se toleraban fallos.
Lo sabía muy bien.