CAPÍTULO 13

NEREA

León no me había contado toda la verdad, sino la pequeña parte que le convenía. Puede que me equivocase y me hubiera embaucado una vez más en sus mentiras, pero tenía razón en una cosa: no nos sobraba el tiempo. Vivíamos en un mundo hostil y dependíamos de nosotros mismos; la información del microdisco que habíamos descifrado nos revelaba que base Gravidus era, más que una ayuda, una amenaza para nosotros, posiblemente la mano que instigó mi intento de asesinato. Aunque León lo negase, les envió una copia, y a estas horas debían haber reventado el código. Gravidus no quería testigos; si tenía que matarnos uno a uno para asegurarse de que aquella información no trascendería, lo haría.

Aun así, eso no aclaraba la muerte de Wink. Si en ese momento aún desconocían la existencia del disco, ¿para qué matarlo? Quizá intuyeron lo que pretendía hacer y para evitarlo lo arrojaron al fondo del cañón. O podría ser que el asesino de Wink y el que trató de matarme fueran distintos, lo que complicaría más la situación.

En resumidas cuentas: no sabía por dónde empezar.

De momento me apliqué a las fotografías que había sacado, obteniendo copias en carbón de los pies izquierdo y derecho del calzado de todos los que nos hallábamos en la base. Luego visité a Muriel y obtuve una impresión de sus botas. Su marido estaba ausente, pero las huellas de éste alrededor de base Quimera eran abundantes y conseguí diferenciarlas a la primera: Félix calzaba un cuarenta y cuatro y Muriel un treinta y ocho; además, las de él tenían un pequeño mellado en la suela que las identificaba plenamente.

De regreso a Candor Chasma, pasé varias horas ampliando fotografías y comparándolas con las impresiones que había digitalizado. No tenía en la base programas que cotejasen automáticamente ambas huellas, así que tendría que revisar manualmente unas doscientas fotografías.

Arquímedes podría echarme una mano. Tal vez su vista electrónica reconociese los detalles con más rapidez.

Pulsé el código de llamada. Pasaron unos minutos sin que el sintiente acudiese.

Qué extraño. Si Arquímedes no podía venir de inmediato, ya debería haber contestado. Volví a repetir la llamada. Mi comunicador indicaba que se había recibido el mensaje, pero seguía sin haber respuesta.

Fui a la sala de control para localizarlo a través del satélite. Encontré allí a León, frente una consola.

—Arquímedes no responde —dije—. ¿Sabes dónde está?

—No lo he visto desde hace una hora.

—El posicionador me dirá si se encuentra en la base —ocupé el ordenador adyacente y activé el programa de búsqueda—. ¿Cómo puede ser tan lento este cacharro? Se supone que la localización debería ser instantánea.

—Estamos en Marte, nena. Aquí todo es más lento. Hasta los años duran más.

Apareció una cuadrícula marcada en un mapa. Arquímedes fue hallado dentro de las instalaciones. Al ampliar la retícula, el invernadero apareció parpadeando en rojo.

—¿Ocurre algo? —inquirió.

—Será mejor que vengas conmigo.

El invernadero se negaba a abrirse. Tecleé el código de emergencia en la cerradura electrónica, pero ésta se mostraba contumaz, y el sistema de apertura manual estaba atascado. León trajo una barra de acero del taller y con ella forzamos la puerta.

Encontramos a Arquímedes tendido en el suelo, junto a unos cultivos de zanahorias y tomates que había arrastrado en su caída. El sintiente presentaba una abolladura en la cubierta metálica del cráneo, en la zona que en un humano sería el hueso parietal.

—Voy al taller a por las herramientas —dijo León—. Mientras, intenta probar si responde.

No reaccionaba a órdenes verbales ni a estímulos visuales, táctiles u olfativos. Le abrí el panel torácico y el craneal para examinar la circuitería interna.

León regresó con un carrito cargado de componentes electrónicos, células de energía y un ordenador de diagnóstico, que conectó al puerto de comunicaciones del ojo izquierdo. Un fichero corrupto en memoria mantenía a Arquímedes en un estado comatoso, del que era incapaz de salir por sus propios medios. León limpió la memoria y reinició al sintiente, observando los programas que cargaba antes de volver a la seudoconsciencia electrónica.

Los miembros metálicos de Arquímedes se estiraron y contrajeron; las manos se abrían, cerraban, giraban ciento ochenta grados y volvían a su posición original. El sintiente se sentó en el suelo, nos observó con el ojo que le quedaba libre y evaluó su alrededor.

—Arquímedes, no te levantes. Soy León. ¿Me escuchas?

—Perfectamente. También veo a Nerea. ¿Por qué estoy en el suelo? No recuerdo haber entrado al invernadero. ¿Qué ha ocurrido?

—Es lo que tratamos de averiguar. Voy a volcar tu memoria reciente en el ordenador de diagnosis para examinar tus registros.

Arquímedes asintió y se quedó quieto. León obtuvo una relación de aplicaciones abiertas, ficheros ejecutados y fragmentos de memoria. No se conservaban registros de la última media hora. El reloj interno de la unidad se había atrasado y a todos los efectos, era como si esos treinta minutos no hubieran existido.

—Tienes la cubierta posterior del cráneo abollada —dije—. ¿Te lo hiciste accidentalmente al caer al suelo o te golpearon en la cabeza?

—Ni siquiera sé cómo he llegado hasta aquí, Nerea —y añadió, sombrío—. Ha vuelto a ocurrir.

—De qué estás hablando.

—Vuelvo a presentar otra laguna de memoria. La primera duró sólo diez minutos. Ésta ha sido más larga.

—Yo provoqué el primer borrado, Arquímedes.

—¿Por qué lo hizo?

—Temía que León te hubiese manipulado. Analicé tu cerebro para descubrir alteraciones, pero no encontré nada. Quise asegurarme que no se lo contarías a León y por eso te ordené que lo borraras.

—Hombre, muchas gracias por tu confianza —dijo León—. Así que trasteando con la memoria de Arquímedes has provocado un fallo general.

—No he tenido nada que ver en esto. Para empezar, la puerta estaba atrancada. Alguien entró aquí, golpeó a nuestro sintiente y alteró sus registros. Al marcharse bloqueó la puerta para que tardásemos más tiempo en encontrarle.

—¿Y por qué iban a hacer todo eso?

—Pareces tonto, León. Es evidente que Arquímedes tenía información para localizar al asesino. La única manera de evitarlo era eliminando de su memoria los datos que le comprometiesen.

—Si la tenía, ¿por qué no nos la entregó de inmediato?

Silencio.

—Te estoy preguntando, Arquímedes.

—No sé a qué asesinato se refieren.

—El de Wink.

—Según mis datos, se suicidó.

—Tus datos están anticuados. Hay nueva información.

—Quizá. ¿La compartieron conmigo?

—Directamente no, pero…

—Ayer por la noche tuvimos una discusión en el comedor —intervine—. Tratamos ese tema.

—No lo recuerdo.

—¿Tampoco que intentasen matarme en el desierto?

—Lo lamento. No conservo registros de que se hablase de ese incidente en presencia mía.

—Limpieza por asociación —dije—. El agresor eliminó también aquellos recuerdos que indirectamente pudieran provocar en Arquímedes una reconstrucción de los datos borrados.

—Un trabajo muy complicado —intervino León—. En esta base sólo tú y yo estamos cualificados para ello. Espera —los engranajes mohosos de su cerebro rechinaron débilmente, despertando a la vida—. ¡Luis! Reparó el sistema de navegación del planeador.

—¿Has visto a Luis últimamente, Arquímedes? —quise saber.

—Hará unas dos horas —contestó la máquina.

—¿Qué hicisteis?

—Jugar al ajedrez. Luis es muy bueno. Le dejé ganar, pero creo que no se dio cuenta. Fue una partida reñida.

—No sigas el interrogatorio por ese camino —zanjó León—. Si el que hizo esto fue capaz de borrar recuerdos por asociación, dudo que encontremos un rastro de migas de pan que nos conduzca a él.

—Luis no pudo hacerlo —rechacé.

—Dices eso porque estás liada con él.

—Trata a las IAs como si fueran humanas. Jamás le haría daño a Arquímedes.

—Lo único que sabes de él es lo que te ha querido contar. Ni tú ni yo conocemos realmente la razón por la que vino a Marte —León extrajo el cable del ojo izquierdo de Arquímedes, y cerró su maletín de diagnóstico—. Si notas algo raro, avísanos —dijo al sintiente—. No salgas al exterior a menos que te lo pidamos. Ahora, levántate.

Arquímedes se incorporó. Caminó normalmente por el invernadero y se puso a recoger las zanahorias y tomates despanzurrados que había por el suelo.

Lo dejamos ocupado en esa tarea y regresamos a la sala de control, desde donde podía monitorizarse cualquier dependencia de la base. Las cámaras de las habitaciones de los turistas estaban desactivadas para preservar su intimidad, pero León sugirió que debíamos echar un vistazo para salir de dudas.

—No servirá de nada si nuestro enemigo es ajeno a la base —dije—; alguien enviado por Gravidus o…

—Félix —completó León.

—O Félix, sí. Tendríamos que descartar estas posibilidades antes de contravenir la ley y espiar a los turistas.

—¿Y qué sugieres? No podemos cruzarnos de brazos.

—Sacaremos las cámaras de seguridad fuera para cubrir el perímetro exterior de la base. Allí nos serán más útiles que dentro. Cambiaremos la clave de la esclusa de entrada cada día. Si alguien se acerca, lo veremos desde aquí.

—Tendríamos que organizar turnos de vigilancia para cubrir día y noche.

—Dejemos que Arquímedes se encargue de los monitores.

—¿Crees que sería prudente después de lo ocurrido?

Tuve que admitir que no había seguridad al cien por cien de que quien le borró parte de sus registros no hubiera camuflado algún programa viral que lo desactivase a distancia la próxima vez que pretendiese entrar en la base.

—No podemos permitirnos el lujo de prescindir de él, pero incrementaremos la seguridad con detectores radar alrededor de la base. En cuanto alguien se acerque, la alarma saltará.

Acordamos instalar estos dispositivos y restringir los movimientos de los turistas, que no podrían salir sin la compañía de uno de nosotros. Cuando esto sucediese, el otro se quedaría dentro con los demás, atento a la entrada.

Notificamos las nuevas normas de seguridad a los turistas. Bueno, a Luis, y Fattori, porque Sonia no estaba en la base, y tampoco había avisado de su salida.

Nuestras medidas, lamentablemente, llegaban tarde.

LEÓN

Nerea se quedó en la base con Luis y Fattori, y yo salí en el todoterreno con Arquímedes para buscar a Sonia. Hubiera preferido compañía de carne y hueso antes que aquel trozo de chatarra, en cuyos sesos electrónicos había hurgado una mano anónima, pero podría necesitarlo si las cosas se ponían feas. Quiero decir, más feas de lo que estaban.

La pantalla del salpicadero mostraba que la mujer se había alejado unos seis kilómetros; desde hacía rato caminaba en círculo, posiblemente desorientada, aunque me costaba creer que, llevando su trans encima, fuera incapaz de encontrar el camino de vuelta. Sus reservas de oxígeno debían estar a punto de agotarse, pero aún seguía viva. La señal se movía de vez en cuando en la pantalla.

En Bruselas no había gustado mi propuesta de colocar un chip subcutáneo a cada uno. No sé qué les importaba más, si la seguridad o la dignidad de los turistas. Quizá ninguna de las dos.

Traté de comunicarme con Sonia, pero no respondía. Por un momento pensé que aquel punto luminoso al que me dirigía podía no ser ella, sino alguien que había robado su localizador y me tendía una trampa para obligarme a adentrarme en el desierto. No teníamos armas en Candor Chasma, salvo explosivos para labores de prospección geológica; aunque yo siempre llevaba encima una navaja multiusos y un cuchillo. No sabía si me sería de ayuda en esta situación, y tampoco cómo reaccionaría Arquímedes. ¿Me defendería? ¿Agrediría al atacante? ¿O quizá me sujetaría para que el otro acabase conmigo antes? Es posible que Folz quisiera eliminarme también, porque no ejecuté de inmediato su orden de matar a Nerea. Yo era un testigo molesto de sus planes, y mis vacilaciones me habían colocado también en peligro.

Era la primera vez que sentía temor ante un robot. Comencé a explorar disimuladamente su anatomía, tratando de recordar qué cables eran vitales para desactivarlo en caso de emergencia. Por las articulaciones de los hombros se veían un par, y otros a la altura de la pelvis, pero iban muy bien protegidos. Lo más seguro sería clavarle el cuchillo en sus ojos artificiales y cegarlo; eso me daría margen de maniobra suficiente.

—¿Algún problema, León? —Arquímedes se había percatado de las miradas que le dirigía.

Tú eres el problema, pensé, pero no quería ponerle sobre aviso. Viendo que no le contestaba, el robot continuó:

—¿Qué cree que le ha pasado a Sonia para que saliese sin decir nada? Después de lo que le sucedió a Nerea, tendría que haber sido más precavida.

—Si todo el mundo hiciera lo correcto, no habría problemas. Pero nuestros cerebros no siempre funcionan por la lógica. Las emociones son importantes para tomar decisiones.

—He notado que Sonia muestra cierta inestabilidad en su comportamiento. ¿Se refiere a eso?

—Bueno… sí.

—Mientras jugábamos Luis y yo al ajedrez, Sonia entró a observarnos unos minutos. Percibí en su aliento un olor etílico. No entiendo cómo ha conseguido alcohol en Candor Chasma.

—Arquímedes, no te hagas el tonto. Sabes que tengo en mi cuarto una reserva oculta. Me volvería loco si no echase un trago de vez en cuando.

—Los turistas lo tienen prohibido.

—Conozco los reglamentos. Sonia estaba deprimida y pensé que una copa le elevaría el ánimo. Lo hice por ella.

Si Arquímedes tenía su propia opinión de nuestras relaciones, se la guardó para él. Ésa era una de las ventajas de tratar con una máquina: jamás te reprocha tu cinismo.

—Ahí está —el robot extendió un dedo metálico al frente.

Sonia contemplaba con expresión de pánico la aproximación de nuestro vehículo. De la parálisis inicial pasó a la huida desesperada, como si temiese que fuésemos a atropellarla. Aceleré y me puse a su altura, haciéndole señas para que se detuviese; ella giraba nerviosa la cabeza hacia mí y seguía corriendo. Detuve el todoterreno y le di alcance a unos treinta metros. Sonia gritó dentro de su mascarilla y se revolvió, intentando escaparse.

—Eh, calma, calma, soy yo. Ya estás a salvo, tesoro.

Sonia estaba empapada de sudor y presentaba signos de deshidratación. Suavemente la conduje al interior del vehículo y allí recargué su mochila de oxígeno, que estaba en la reserva. Le refresqué el rostro y le di de beber. Cuando se convenció de que mis intenciones eran buenas, la mujer se relajó en el asiento.

—¿Cómo he llegado aquí? —dijo—. ¿Qué es este lugar? ¿Quiénes sois vosotros?

—Estás en el desierto marciano. Te escapaste de la base y viniste hasta aquí por tu propio pie. ¿No recuerdas eso?

—No —Sonia me miraba fijamente—. ¿Quién eres?

—Me llamo León. Éste de aquí es Arquímedes, nuestro sintiente.

—No nos reconoce —dijo el robot.

—¿Recuerdas lo último que hiciste antes de salir?

Sonia negó con la cabeza.

—Aparecí en el desierto —dijo—. Llevaba esta mascarilla en la cara. Me la quité, pero me asfixiaba y tuve que ponérmela de nuevo. No sé cuánto he caminado.

Le registré los bolsillos. Encontré un puñado de cápsulas verdinegras que me resultaron vagamente familiares.

—Vaya, vaya, mira qué tenemos aquí —se las mostré a Arquímedes.

—Amnex 100 —confirmó el robot—. El mismo fármaco que encontramos en el módulo de Nerea.

—¿De dónde las sacaste, Sonia?

Ella se encogió de hombros.

—No pudo traerlas en el Kepler —dije—. Conozco a su capitán y cumple las ordenanzas a rajatabla.

—Debió hallarlas en el módulo de Nerea —dijo Arquímedes—. Y las ingirió con alcohol.

—Sí, probablemente. ¿Sabes para qué son?

—Me tomé la libertad de investigarlo después del registro que me ordenó hacer —me informó el robot—. El Amnex 100 es un fármaco experimental que únicamente produce un laboratorio en la Tierra. Su sede está en París y el ejército de la Unión compró la patente. No he podido acceder la fórmula completa.

—¿Qué efectos produce?

—Pérdida de memoria reciente, alteración de recuerdos; la información facilitada por el fabricante es confusa e incompleta.

Arranqué el vehículo, de regreso a la base. Había encontrado un nexo en común: primero, Nerea reinicia a Arquímedes para borrarle diez minutos de su memoria; días después encuentro al sintiente tendido en el suelo del invernadero, sin recordar qué ha sucedido. Y ahora, a Sonia le sucede algo parecido.

¿Para qué quería Nerea un fármaco que borraba la memoria? Ah, ya empezaba a verlo claro.

Nerea había simulado su intento de asesinato para eximirse de culpa, y posiblemente se tomó Amnex para convencerse a sí misma de que la patraña era real. ¿Quién podría acusarla de matar a Wink cuando ella también era víctima? Evidentemente, nadie.

Excepto yo, que había descubierto el truco. Nerea podía cometer un delito y luego tomarse una cápsula de Amnex para no recordar haberlo hecho. El mejor asesino es aquel que desconoce su condición. Representó su papel perfectamente, tanto que ella misma estaba convencida de su inocencia.

Todo encajaba; Nerea recibía la orden de empujar a Wink al fondo del cañón; una vez cumplido el objetivo, me encargaban a mí que la matase. El siguiente paso sería que me hiciesen desaparecer también, tanto si cumplía la orden como si no. El cerebro de aquel plan no dejaba cabos sueltos.

Nerea visitó por primera y única vez la base Gravidus hace un año, se supone que para operar a Carossa y su ayudante de apendicitis, pero ¿fue ese el verdadero motivo? Podrían haber usado drogas hipnóticas con ella, implantándole órdenes en el inconsciente que se activarían con una palabra o un sonido determinado meses después de abandonar Gravidus. Nerea regresaría convencida de que había salvado la vida de los cirujanos, cuando en realidad le habían borrado con Amnex los recuerdos verdaderos, introduciéndole vivencias falsas.

Eso si no había colaborado voluntariamente desde el principio. Vaya, cómo me había engañado. Un trabajo admirable, de no ser porque el autor de aquel plan me quería a mí muerto.

El problema era que nadie creería mi historia. Demasiado traída por los pelos. Sonaba a autojustificación para evadir responsabilidades. Incluso a mí me lo parecía. Otro punto a favor de su método magistral; aunque descubriese la verdad, me iba a servir de poco. ¿Hipnosis? ¿Recuerdos falsos? ¿Órdenes implantadas en el inconsciente? ¿Qué has bebido hoy, León?

Ni una gota, lo juro. De todas formas, Sonia bebía por los dos, y con los precios que me cobraba aquel sinvergüenza de Gravidus, tenía que racionar mis existencias.

Al llegar a Candor Chasma examinamos a Sonia en el laboratorio para averiguar si presentaba otras alteraciones del comportamiento. El efecto se diluyó poco a poco; por la tarde ya nos reconocía a cada uno, estaba orientada y se había estabilizado su temperatura, ritmo cardíaco y tensión arterial. Sin embargo, no recordaba lo sucedido durante un lapso de dos horas y media.

Durante la cena salieron a relucir las cápsulas de Amnex, y de qué forma habían podido llegar a manos de Sonia. La interesada no daba explicaciones y Nerea, por supuesto, guardaba silencio, con una estudiada pose de preocupación muy convincente. Era una maestra en el arte de fingir. Tenía que aprender mucho de ella.

—Las cápsulas estaban en el cuarto de Nerea —dije—. Arquímedes es testigo de que lo que digo es verdad.

—Es cierto —corroboró el sintiente—. León me ordenó que registrásemos su módulo. Halló un frasco del fármaco en el fondo de un cajón.

—No son mías —dijo Nerea—. Yo no tomo drogas.

—Quizá León se las dejó olvidadas en ese cajón —intervino Luis—. Sería muy propio de él.

—¿Me estás acusando de haberlas escondido adrede? —estallé.

—Tienes un armario lleno de licores en tu habitación. Sonia me lo ha dicho.

—Y qué.

—Te saltas las prohibiciones cuando te da la gana.

—Es posible que Sonia las encontrase en la base Darwin —intervino Fattori, para calmar los ánimos—, y se las trajo aquí sin que León lo supiera.

—En ese caso tendría que recordarlo —observó Sonia.

—No necesariamente —dijo el italiano—. Supongamos que consumió una pastilla en Darwin. Dado que sus efectos son precisamente el borrado de la memoria reciente, no recordaría haberla tomado.

—No pudo cogerlas en Darwin porque la base está la mayor parte del año vacía —dije.

—Eso usted no lo sabe —respondió Fattori—. Podrían haberla visitado recientemente soldados de base Gravidus.

—Hay una explicación más sencilla: estaban en el módulo de Nerea, ergo son de Nerea —concluí—. ¿Nadie ha oído hablar de la navaja de Ockam? Ante distintas explicaciones a un suceso hay que elegir la más simple.

—De acuerdo, sigamos el razonamiento simple —dijo Nerea—. Yo no tomo drogas. Aprovechando mi ausencia, tú entras ilegalmente en mi habitación y descubres el frasco.

—Continúa.

—¿Es que no lo ves? Quien intentó matarme trata de confundirnos. Introdujo esas pastillas a sabiendas de que alguien las encontraría, para que las sospechas se centrasen en mí.

—Nerea, si tiene problemas con las drogas debería admitirlo ahora —dijo Fattori.

—Oiga, no le tolero que me hable así.

—Me temo que no hay otra forma de expresarlo más suavemente —le replicó el italiano; cada vez me caía mejor aquel vejestorio—. Por culpa de esas pastillas, uno de nosotros ha estado a punto de morir. El frasco estaba en su cuarto y usted es la responsable de dejarlas al alcance de cualquiera.

—Ni siquiera sabía que las tenía.

—Puede ser. Tomando Amnex, hasta podría haberlo olvidado.

—Si he olvidado que las tengo, ¿cómo las iba a tomar?

—Recurriendo a notas que se deja a sí misma.

—¿Esa es la explicación más simple? Vamos, no me haga reír.

—No es mi pretensión, se lo aseguro.

—Fattori, me sorprende usted. Casi nunca participa en nuestras discusiones y de repente se muestra sospechosamente participativo. Para acusarme a mí.

—Ayer era usted la que acusaba a León. Todos la creímos.

—Yo no —declaré.

—Cambiáis de opinión de un día para otro, dependiendo de cómo se levante León por la mañana —dijo Nerea—. Ayer me confesó en privado que él fabricó la nota de suicidio de Wink, pero que si os lo contaba a vosotros lo negaría.

—¿Es eso cierto? —Fattori arrugó el ceño.

Añadir otra mentira me perjudicaría más que si hablaba claro, pero declarar lo que Nerea quería era firmar mi culpabilidad de cara a un expediente por negligencia.

—¿Es eso cierto? —repitió Fattori.

—¿Por qué no quieres contestar? —me desafió Nerea—. ¿Tienes miedo de que descubran tus trampas?

Sin embargo, la posibilidad de un expediente ya me parecía menos terrible, porque implicaba que viviría lo suficiente para regresar a la Tierra y someterme a un comité disciplinario.

—Lo que dice Nerea es verdad —admití, y sentí que el asiento cedía bajo mi peso y me hundía hacia las entrañas del planeta.

Nerea no esperaba esa muestra de sinceridad y se quedó con la boca entreabierta. Le acababa de romper su estrategia.

—¿Por qué lo hizo? —inquirió el anciano.

—Para salvar el pellejo —respondí—. Si se sospechaba que Wink había sido asesinado, me procesarían por negligencia. Yo creía honestamente que Wink se arrojó al cañón, y pensé que la nota calmaría los ánimos y alejaría a Folz de mi trasero —me volví a Nerea—. Ya tienes mi cabeza en bandeja de plata. ¿Estás contenta?

—Lo estaría si te marchases de Candor Chasma para no volver.

—Tengo más ganas que tú de largarme, pero Gravidus no lo autoriza.

—Sabía que eras un mentiroso —la lengua de Luis habría restallado como un látigo, si hubiese sido un poco más larga—. Has tratado de involucrar a Nerea desde el principio, hablando mal de ella y humillándola. Sinvergüenza.

—No hables muy alto, chaval. Sólo tres personas en esta base han podido borrar sectores concretos de la memoria de Arquímedes. Bien, Nerea y yo somos las dos primeras, pero adivina quién es la tercera.

—Tonterías.

—La Unión compra a tu empresa los robots que se usan en Marte.

—Tu táctica de acusarnos a todos para confundirnos es patética —dijo Nerea—. Cállate ya.

—¿Por qué iba yo a golpear a Arquímedes? —dijo el muchacho—. Es absurdo, no tengo ningún motivo.

—Eso es lo que aún no sabemos.

Sonia se levantó de improviso.

—Me duele la cabeza y esta discusión no conduce a nada —dijo—. Voy a acostarme.

—Te acompaño —me ofrecí.

—Déjalo —Sonia rechazó vigorosamente con la cabeza, y añadió con una punzada de rencor—: Todavía recuerdo el camino.

Buena la había hecho. Eso me pasaba por seguirle el juego a Nerea: la muy canalla me había enredado otra vez.

—Arquímedes, asegúrate de que no le falta nada —le indiqué.

El sintiente se marchó en pos de Sonia. Luis y Nerea también se levantaron, dedicándome una mirada de desprecio y dejándome los platos sucios en la mesa.

Me quedé a solas con el viejo, quien tampoco me ofreció su cara más amable, suponiendo que la hubiese utilizado alguna vez en los últimos setenta años.

—Me ha decepcionado —murmuró el anciano—. No esperaba de usted una exhibición de torpeza como la que nos acaba de obsequiar.

—¿Por qué lo dice?

—Habla usted demasiado.

—Y usted demasiado poco.

—Su falta de discreción es lamentable.

—No discutiré con usted porque Folz me ordenó que le tratase bien.

—Si cumpliese todas las órdenes que se le dan, esto no habría sucedido.

Así que Fattori estaba al tanto del mensaje que el coronel me había enviado, suponiendo que la idea de eliminar a Nerea no hubiese partido del viejo, claro; en cuyo caso, el poder que ostentaba Fattori sería superior al del propio Folz.

—Hablará de esto a sus misteriosos socios, ¿verdad? —pregunté.

—No será necesario. Tengo libertad para tomar decisiones —Fattori se levantó.

—Después de Nerea me tocará a mí. Vamos, admítalo, ésa será su próxima decisión.

—No sé de qué me habla.

—Por supuesto, señor Fattori; soy un lenguaraz y debe medir sus palabras delante de mí. ¿Le preparo un vaso de leche antes de ir a la cama?

El anciano se marchó del comedor, sin molestarse en contestar. El zumbido del aire acondicionado se quedó a mi alrededor como única compañía. Uno se acostumbra y deja de oírlo hasta que, inesperadamente, se hace presente junto con una orquesta de cámara integrada por silbidos, chasquidos y murmullos de las máquinas que nos permitían vivir en aquel erial, recordándonos con su discreto rumor lo frágil de nuestra existencia.

Aquella noche me di cuenta más que nunca lo cerca que estaba de la nada.