CAPÍTULO 15
NEREA
Había visto a León muy raro a su regreso a la base. Más tarde coincidí con Sonia y me contó de lo que estuvieron hablando. Para que él pidiera perdón, algo grave debía haberle sucedido. ¿Se habría encontrado con alguien ahí fuera? ¿De qué habrían hablado?
Sonia me expuso con todo lujo de detalles su teoría del espíritu alienígena, que según ella había poseído a uno de nosotros. Yo era, al parecer, la candidata con más posibilidades. Lo lamentable es que hablaba convencida de que llevaba razón. Me relató casos de apariciones fantasmales que había visto en programas de televisión y comprendí que era una adicta de lo paranormal. Bien, sé que el mundo es demasiado crudo para que admitamos que somos fruto del azar, y que nuestras vidas sólo son la lucha contra el caos descarnado. Cuando la muerte sobreviene, los tejidos entran en descomposición, la actividad neuronal se apaga, la conciencia desaparece. No hay ninguna evidencia científica de que una sustancia intangible abandone nuestro cuerpo cuando llega ese instante, pero los hechos son incómodos, nos recuerdan que somos mortales y que estamos en el mundo de paso. No sé si algún día nuestra consciencia será casi inmortal; por ahora el estado de la tecnología no lo permite, pero quizá las IAs son el próximo paso de nuestra civilización. Es posible que en el futuro, la información de nuestro cerebro sea transferida a un soporte electrónico, fotónico, o completamente nuevo. La conciencia podría sobrevivir a la muerte de la Tierra; quizá una agrupación colosal de conciencias cree nuestro propio Dios al final de los tiempos, como sostienen los adeptos del punto Omega, una rama del neocatolicismo cuyos postulados desarrolló Tipler en el siglo pasado. Sin embargo, ese dios seguiría siendo una máquina limitada por el propio universo y sometida a la segunda ley de la termodinámica. En el fin del tiempo, tanto si el cosmos se colapsa en un big crunch como si se expande en un abanico infinito y se desintegra en una sopa fría de partículas, esa máquina divina también moriría. La entropía no conoce amigos, es la ley definitiva del universo. Todo lo que nace, morirá. No hay gloria eterna ni reinos de felicidad ilimitada. La alegría tiene un fin. Incluso la desgracia lo tiene.
Se han pensado trucos para evitar ese final; tan fantásticos que probablemente jamás estén a nuestro alcance, como emigrar al interior de un agujero negro, donde el tiempo se detiene —eso dicen—, o transcurre muy despacio. Sería la mayor aproximación de la eternidad que podríamos conseguir, pero aún así el propio agujero negro acabaría descomponiéndose. La radiación Hawking drena lentamente su energía; partículas cuánticas escapan del pozo de gravedad, sin prisas pero constantemente, evaporándolo antes de la muerte térmica del universo. Si una civilización tecnológica se hubiera refugiado allí para burlar la entropía, la destrucción de la singularidad acabaría con ellos. Otro truco derivado del anterior utiliza el agujero como estación de paso, al suponer que conecta con otro universo y que se puede transitar por él como una red de metro. Pero no tenemos garantías de que haya otros cosmos aparte del nuestro, y aunque fuera así, que sus leyes físicas sean compatibles con las nuestras. Bastaría una pequeña variación en la fuerza nuclear débil para que nuestros intrépidos fugitivos de la muerte se convirtiesen en aerosol nada más asomar por la otra boca del agujero.
Nos queda un consuelo: faltan billones de años para que el universo termine. Hay problemas más inmediatos de qué ocuparse mientras tanto. En Candor Chasma, por cierto, no nos faltaban.
Luis había logrado descifrar el resto del microdisco de Wink. Ahora que sabíamos lo que contenía, quizá deberíamos haber continuando en la ignorancia. Atrapar al asesino de Wink ya no me parecía un asunto prioritario. En realidad, aquel sinvergüenza encontró una muerte benévola.
Hace un cuarto de siglo, Estados Unidos y Gran Bretaña desarrollaron un sistema de misiles nucleares capaces de destruir asteroides de mediano tamaño. Decidieron probarlo con el cometa Musso, para desviarlo de su trayectoria —que pasaba lejos de la órbita terrestre— y lograr que se estrellase en Marte. Inyectarían grandes cantidades de agua en la superficie de este planeta y aumentarían la presión por el polvo que se quedaría flotando en la atmósfera a consecuencia del choque.
El experimento fue en principio un éxito, el cometa cayó sobre la región de Tarsis, una zona de volcanes apagados que el impacto consiguió despertar parcialmente. Sin embargo, algunos fragmentos rocosos escaparon de la débil gravedad marciana y fueron proyectados al espacio, con tan mala fortuna que unos cuantos se dirigieron hacia la Tierra y llegaron a la órbita cinco años más tarde.
Ingleses y americanos conocieron con antelación que uno de esos fragmentos impactaría en algún lugar del continente europeo. Por aquel entonces, las relaciones entre Gran Bretaña y el resto de Europa eran difíciles; los intereses geoestratégicos enfrentaban a la Federación Europea con los americanos, quienes sospechaban que la revuelta creacionista padecida en su territorio fue alentada desde el viejo continente, para desestabilizarles. Los ingleses se beneficiaban de su asociación con Europa en todo lo que les convenía, mientras colaboraban con América en un programa armamentístico capaz de someter a Europa y a cualquier otro adversario que se les opusiera.
Cuando los cálculos determinaron que el asteroide caería sobre Alemania —el núcleo duro de la Federación Europea—, los angloamericanos prefirieron no actuar. Podían haberlo interceptado en el espacio y evitar un millón de muertos, pero no lo hicieron. Martin Wink, por aquel entonces ministro de Defensa británico, tomó la decisión de no usar las ojivas nucleares bajo su control, sin informar al canciller británico de la realidad de los hechos. Una palabra de Wink y Munich no se habría convertido en una necrópolis.
Los europeos fueron doblegados. La Unión para la Exploración del Espacio nació bajo la excusa de conjurar el peligro de que otros fragmentos del cometa Musso, que habían quedado en órbita, colisionasen con la Tierra en un futuro cercano. El programa armamentístico angloamericano recibió por fin el espaldarazo definitivo y las naciones europeas hipotecaron sus economías para siempre.
Wink ordenó a sus servicios secretos que eliminasen aquellos funcionarios que, acuciados por su mala conciencia, tratasen de divulgar el escándalo. De los que callaron y sobrevivieron todavía ocupaban cargos en la actualidad un puñado de hombres —ninguna mujer, por cierto—; uno de ellos era vicepresidente y otro ministro de Economía de la UEE; ambos personajes apoyaban la guerra contra China y figuraban en la lista de Wink. Por qué éste se decidió a hablar dos décadas después, era un misterio que se había llevado a la tumba. Puede que incluso un monstruo como él albergase en el fondo un rastro de humanidad, que le hubiese roído las entrañas durante años hasta que, consciente de que su vida llegaba a su fin, quiso ponerse en paz consigo mismo.
Los temblores que ocasionalmente advertíamos en Marte formaban parte de aquel experimento de tiro al blanco; aunque los que ahora lo continuaban no sabían quién inició aquello y por qué. La detonación de bombas de hidrógeno a gran profundidad perseguía desatascar las chimeneas de los volcanes de Tarsis, que apenas registraban actividad en la actualidad, y abrir nuevos caminos de magma en otras regiones hacia la corteza para crear artificialmente calderas volcánicas. Con ello se pretendía estabilizar la presión atmosférica y conservar el agua líquida en la superficie, al tiempo que se mantenía en circulación una capa de polvo estratosférico que sirviese de filtro a la radiación solar. Una excusa más para ensayar en Marte armas nucleares de última generación, como si de un polígono militar se tratase. A nadie le preocupaba el daño que las explosiones causasen en las colonias de bacterias que medraban en el subsuelo del planeta, la destrucción de formas de vida más evolucionadas que aún no habíamos descubierto, o fósiles que llevaban enterrados miles de millones de años. Asistíamos a un nuevo asalto de los bárbaros a la biblioteca de Alejandría, a la pérdida de conocimientos de valor incalculable sobre el surgimiento de la vida y la evolución. El subsuelo de Marte era un templo de sabiduría que apenas habíamos comenzado a arañar, y la turba venida desde el otro lado del océano en barcos de metal lo estaba destrozando sistemáticamente.
¿Por qué Wink me eligió a mí para darme el disco? El viejo conocía el modo de actuar de los militares porque él mismo los había dirigido en su etapa al frente del ministerio de Defensa británico. Cómo logró embarcar con él en el Kepler, no nos lo contaba; puede que untase a alguien de control, o que camuflase el disco de algún modo, bajo una apariencia inocua. No podía arriesgarse a que cayese en manos de los militares, y obviamente no se lo iba a confiar a León, que era capitán del ejército. Se llevaba mal con Fattori, Luis era un chaval inexperto y la afiliación de Sonia a un partido extremista la convertía en una mujer sospechosa. Yo era su única opción. Me lo entregó a sabiendas de que intentaría descifrarlo, pero no me lo puso fácil. Él quería dar la información desde Marte. Podría haberlo hecho en la Tierra, pero allí era una presa fácil. Atentar contra él en Marte era más complicado y a la UEE no le interesaba la mala propaganda. Wink pensó erróneamente que en el planeta rojo estaría seguro.
Ahora yo tenía aquella información en mis manos, y no sabía qué uso darle. Habían asesinado a Wink por tal motivo y trataron de matarme a mí porque sabían que yo la tenía. Hiciera lo que hiciese, estaba perdida.
—Bien, ya conocemos el móvil —dijo Luis, apagando su ordenador—. Pero no quién lo mató.
—Me importa un pimiento quién lo hizo —estallé—. Ese canalla es responsable de la muerte de un millón de personas.
—A mí sí mi importa, porque tú eres la siguiente en su lista. No estaré tranquilo hasta descubrir quién es.
—Luis, lo siento, tenías razón; deberíamos habernos olvidado de este disco. Tú también estás en peligro.
—Lamentarse por hechos pasados es lo más inútil que podemos hacer, Nerea. ¿Qué hay de esas fotos que tomaste en el desierto?
—Nada concluyente. Hay huellas mías y de León, pero nosotros estuvimos allí.
—¿Habéis encontrado alguna más?
—No. Puedo decirle a Arquímedes que vuelva a estudiarlas.
—No lo hagas. Tienes que examinarlas manualmente; yo te ayudaré.
—Eso nos llevará mucho tiempo.
—Después del incidente del invernadero, las capacidades de Arquímedes no son fiables al cien por cien. Créeme, sé de lo que hablo. En otras circunstancias enviaría la información a la Tierra para que mis propias IAs analizaran las fotos, pero no me parece prudente.
—¿Y qué hacemos mientras tanto con el microdisco?
—Nada.
—¿Qué?
—¿Se te ocurre una idea mejor, Nerea?
—Radiar la información a la prensa.
—La UEE puede bloquear indefinidamente nuestras comunicaciones. Además, eso les obligaría a actuar sin delicadezas. Pueden acabar con nosotros cuando quieran, solo tienen que enviarnos un par de soldados con metralletas. El motivo de que no lo hayan hecho todavía es que no les interesa armar jaleo. Pero podrían tomar medidas drásticas si tú intentas divulgar esa información.
—De todos modos estamos muertos, Luis. ¿Qué más da lo que hagamos? Al menos, me gustaría que la gente conociese la verdad.
—La Unión sólo sabe que tú tienes el disco, pero no le consta que lo has descodificado.
—¿Cómo que no? Analizan nuestras transmisiones, saben que recibimos datos de un centro de proceso de Macro en la Tierra.
—Pero no el contenido de esas transmisiones. Al menos eso espero.
Luis abrió un cajón y me mostró un diminuto cristal del tamaño de un pendiente.
—No quise decírtelo antes para no alarmarte, pero lo encontré esta mañana pegado al techo.
Examiné el objeto. Era una cámara miniaturizada.
—Desmontamos el circuito de vigilancia interno para colocarlo en el exterior —dije.
—Lo sé.
—Pero aunque no lo hubiésemos hecho, las cámaras de los módulos privados estaban desactivadas para garantizar vuestra intimidad.
—Me temo que funcionaron todo el tiempo, Nerea. Cuando las sacasteis fuera, la persona que las usaba se quedó ciega, y tuvo que instalar precipitadamente una de estas cámaras miniatura en cada módulo.
—Esto agrava nuestra situación.
—No necesariamente. Desconocen que hemos desencriptado la segunda parte del disco porque encontré la cámara a tiempo.
—Y eso qué importa, Luis. Saben que tenemos una lista de personajes que quieren declarar la guerra a China y hacerse con el poder en la Unión. Vendrán a por nosotros, no sé si con metralletas o cañones, pero vendrán. No quiero que cuando llegue ese momento…
Llamaron a la puerta. Era León.
—Tengo que hablar contigo, Nerea —mi compañero miró receloso a Luis—. Dile que se largue.
—Esta habitación es mía —protestó el joven.
—Aunque él se vaya, te advierto que luego le contaré todo lo que me digas —le previne.
—Después haz lo que te plazca, pero que nos deje solos.
Le pedí a Luis que se marchase. A regañadientes, el joven accedió, no sin antes aconsejarme que mantuviese los ojos bien abiertos, no se tratase de un truco.
—Te concedo un minuto —dije secamente, mirando mi reloj.
—Me han ordenado que te mate, pero no voy a obedecer —León contempló mi reacción con una media sonrisa—. Bien, me han sobrado cincuenta segundos. ¿Quieres que me marche ya, o deseas que continúe?
LEÓN
Sé que me lamentaría el resto de mi vida —que probablemente sería corta—, pero no podía convertirme en un vulgar matarife. Folz tendría que buscarse otro, porque yo renunciaba.
Le conté a Nerea la verdad. Aunque sorprendida al principio, aceptó mi relato. Era curioso con qué facilidad me creía cuando yo admitía mi culpabilidad. Si era tan mentiroso y enredador, no sé por qué se creía de mí lo que me perjudicaba y rechazaba el resto.
—Lo que no comprendo son esos escrúpulos hacia mí —dijo ella—. No los tuviste con Wink.
—Eh, eh, no tan deprisa. Yo no maté a Wink. Te lo he dicho una y mil veces.
—Tuviste que ser tú.
Me iba a costar mucho que entendiera.
—Te diré quién fue —suspiré—, aunque te negarás a aceptarlo. Está en esta habitación y yo no soy.
—Otra vez la historia del Amnex; no por favor.
—No lo hiciste conscientemente; déjame explicarte.
—No hay nada que explicar —su enfado aumentaba.
—Sí lo hay, escúchame de una vez. No tienes ni idea de lo que desarrollan en secreto los militares. Ofrecen libertad condicional a los condenados a muerte a cambio de colaboración. Les inyectan todo tipo de mierda, los convierten en zombis. No vuelven a ser lo mismos.
—Cuéntale esa historia a quien le interese.
—Han descubierto nuevos fármacos que actúan sobre el inconsciente, garrapatas que se pegan bajo tu corteza cerebral y liberan la sustancia a voluntad. Una pequeña cápsula alberga la droga y se activa y desactiva por radiofrecuencia. Es biodegradable y se diluye en la sangre cuando se vacía el contenido. Te convierten en una marioneta.
—Te lo estás inventando —su tono, sin embargo, ya era menos escéptico.
—Esos reclusos salen de la cárcel, pero jamás vuelven a ser libres. Siguen experimentando con ellos aún estando en la calle, les provocan flashbacks con una simple llamada de teléfono en medio de entrevistas de trabajo preparadas por Defensa, o cuando van a fichar la cartilla del paro o les visita el funcionario de la libertad condicional. Hay mil ocasiones. Se ponen como locos, tienen alucinaciones, deliran durante horas, sufren convulsiones, vomitan, y luego no se acuerdan de nada. Podrían hacer cualquier cosa en una de esas crisis y no lo recordarían. Serían unos perfectos asesinos.
—Una pastilla de Amnex no puede hacer eso.
—Quizá. Hace un año fuiste a Gravidus por primera y única vez.
—Y qué.
—Tu memoria te dice que operaste de apendicitis a Carossa y su ayudante.
—Desde luego. Porque eso ocurrió. Contrajeron una infección viral.
—¿Que sólo les afectó a ellos?
—Estaban expuestos en el laboratorio a cultivos de riesgo. ¿Qué tiene de extraño?
—Por favor, piensa. ¿Para qué iba Gravidus a permitir la entrada de una civil?
—Yo era la única que podía salvarles.
—Te llevaron allí para manipularte. Te metieron una cápsula en el cerebro. El Amnex continúa el tratamiento de manipulación iniciado hace un año. Puede que la carga de la ampolla se agotase y se haya diluido en tu sangre. Por eso te obligan a tomar la droga por vía oral. Está muy claro, Nerea.
—Tu explicación es lo más increíble que he escuchado en años. ¿Ya has olvidado que la solución más simple suele ser la verdadera?
—Todo encaja. Primero, planifican el asesinato de Wink con un año de antelación y te eligen a ti porque eres la persona inocente de la cual el viejo no sospecharía. Lo empujas al cañón, Wink muere y ahora tú te conviertes en un personaje molesto que podría en el futuro atar cabos y averiguar la verdad. De modo que me encargan a mí que te mate.
—Lo que ocurrió en el desierto desmonta tu tesis. Niegas que tú me enviaras el mensaje. Entonces, ¿quién lo hizo?
—Querían asegurarse de que te mandaban al infierno. Yo era su primera opción, pero urdieron un plan alternativo por si yo les fallaba.
—Supongo que ese plan alternativo continúa en marcha.
—Me temo que sí, Nerea. Y acabo de incluirme en él al no obedecer a Folz. Me he convertido en un traidor.
—Ellos son los traidores. Lo único que has hecho es negarte a ejecutar una orden ilegal.
—La legalidad depende de quién dicta las leyes. El poder en la Tierra va a cambiar; no te imaginas de qué modo.
—Estoy enterada de lo que ocurre.
—¿Qué?
—Un golpe de estado. Los moderados serán sustituidos por los partidarios de la guerra. La Unión extenderá su influencia por toda Asia y se apropiará de los recursos que necesita para sus industrias.
—¿Cómo sabes eso?
—El microdisco, León. Aquél que me copiaste mientras yo estaba fuera, para llevárselo a Folz.
—Se hallaba cifrado. Ni siquiera yo pude…
—Es evidente que tu talento es mediocre.
—Ah, ya veo. El niñato te ayudó.
—Quizá. De momento, alguien de esta base nos ha colocado cámaras ocultas para reemplazar las de circuito cerrado que trasladamos fuera. Creo que están al tanto de lo que ocurre —Nerea me mostró un diminuto cristal que parecía una pieza de joyería—. Lo encontró Luis pegado al techo.
—Esto no me gusta —dije, pero antes de que pudiese cogerlo, Nerea me lo retiró.
—A mí tampoco. El tiempo se nos agota y no sé qué podemos hacer.
Reflexioné. ¿Cuánto tardaría Folz en cumplir su amenaza? Nos estaban vigilando de cerca y pronto descubriría que no iba a obedecerle. No habría más avisos. Vilar hablaba completamente en serio.
—Podemos hablar con Mowlan —sugerí.
—Sí, claro; sólo tenemos que ir a Gravidus y pedir cita.
—Nos arriesgaremos y le enviaremos una transmisión cifrada. Si Mowlan es inteligente, nos ayudará.
—¿Por qué tendría que hacerlo? Él es militar, como tú. Cumple órdenes.
—No todos los militares somos iguales. Tanto Mowlan como el general de la base lunar Copérnico se niegan a participar en la guerra. Folz planea arrestar a Mowlan y asumir el mando de Gravidus. Si avisamos al general, detendrá al coronel y a sus hombres antes de que sea tarde.
—Y como recompensa por el chivatazo, nos protegerá —Nerea seguía sin fiarse.
—Tampoco te lo garantizo, pero Mowlan parece un hombre honesto. Para que nos crea, debes enviarle descifrada la información que Wink trajo a Marte. Folz ya la tiene y debemos proporcionársela también al general.
—Si lo hago, será para que la divulgue. La gente debe saber lo que está pasando. Eso podría parar la guerra.
—Dejemos que él lo decida.
—No lo dejaré a su antojo. Dices que Mowlan se opone a la guerra, pero a mí no me bastan las palabras. Quiero que se comprometa a difundir la información. Es la única forma de parar los pies a los que alientan el conflicto.
Recibimos una llamada de la sala de control. Arquímedes requería nuestra presencia.
—Descuiden, no es urgente —nos tranquilizó al vernos pasar—, pero pensé que deberían estar informados. Se aproxima una tormenta de arena que cubrirá la región dentro de seis horas. Además, acabo de recibir el parte de actividad solar. El funcionamiento de los satélites se resentirá y quedaremos incomunicados un tiempo. Se nos aconseja que nos mantengamos dentro de la base hasta que las comunicaciones se restablezcan.
—Gracias por el aviso —dijo Nerea—. Sal fuera y revisa que los equipos estén bien protegidos. Cubre lo que puedas con plásticos y revisa que los compartimientos quedan estancos. No quiero filtraciones de arena.
Arquímedes se marchó de inmediato a cumplir las instrucciones de Nerea.
—Llamaré a Luis —dijo ella—. Quiero que compruebe que la sala de control es segura.
—Eh, espera.
No se quedó a oír mis objeciones y poco después regresó con el muchacho, que con un aparato cuyo funcionamiento no se molestó en explicarme, se puso a dar vueltas y a fisgar por los rincones.
—Podemos hablar —anunció el joven, una vez se dio por satisfecho.
—No estás invitado —dije—. Fuera.
—Se quedará, León. Colaboraremos los tres en esto, o no hay trato.
—¿Qué es exactamente lo que te ha propuesto? —Luis me miraba con cara agria.
—Se nos acaba el tiempo y no voy a discutir contigo, Nerea. Cuando llegue la tormenta nos quedaremos aislados. O envías a Mowlan esa información ahora, o no habrá otra ocasión.
—No le habrás contado… —empezó a decir Luis; Nerea asintió—. Oh, por favor, es el mayor error que podías cometer.
—Cállate ya, niñato. Nerea, espero tu respuesta.
—¡Te está pidiendo que envíes a la base militar lo que hemos descifrado! ¿Cómo te has dejado engañar? ¡No puedes hacer eso!
—Luis, no te pases —le advirtió ella.
—Trabaja para ellos, ¿es que no te das cuenta?
—Trabajaba —le corrigió mi compañera.
—Eso, trabajaba —sonreí—. Ahora, cierra el pico y deja a los adultos hacer su trabajo.
—¿Qué… qué está pasando aquí? —insistió el muchacho—. ¿Cómo puedes todavía confiar en él?
—No confío en nadie —admitió ella—. Ni siquiera en mí misma.
—No lo dirás en serio —el muchacho estaba nervioso—. ¿Qué forma de hablar es esa?
—Le he contado la verdad —dije—. Por fin la he entendido.
—¡La verdad! —ironizó Luis—. ¿Cuál de ellas?
—Te lo explicaré luego —intentó calmarle Nerea.
—Tú escondiste el Amnex en su cuarto —me acusó con el dedo—. Porque el único que lo usa eres tú.
—¿Qué demonios dices? —traté de contenerme para no estrangularle. Aquel niñato me resultaba cada vez más odioso.
—Es un medicamento de fabricación militar. Te lo dieron para manejarte mejor y asegurarse de que cumplías las órdenes —se volvió a Nerea—. No sé qué te ha contado mientras yo estaba en el pasillo, pero sigue trabajando para Gravidus aunque él no sea consciente.
—Entre los dos vais a sacarme loca —bufó Nerea.
—Debes decidirte —dije—. Pero ten en cuenta una cosa: Folz ya tiene una copia del disco porque yo se la di. Aunque les lleve tiempo, descifrarán la información, suponiendo que no lo hayan hecho ya. Si lo que dice Luis fuese cierto, ¿para qué querrían que les volviese a enviar lo que ya tienen? No perdemos nada enviándosela a Mowlan; caso de que él esté implicado, nos matará, pero con eso ya contábamos, ¿verdad?
El muchacho boqueó, incapaz de encontrar un argumento para rebatirme. Ambos nos volvimos a Nerea.
—La peor forma de morir es quedarnos aquí sin hacer nada —insistí—. Tal vez eso es lo que pretende Luis desde el principio.
Nerea se derrumbó en un sillón, confusa.