CAPÍTULO 3

NEREA

La angulosa mole del Kepler pasó por delante del disco solar con el tren de aterrizaje extendido. Parecía un pajarraco feo y cansado que se hubiese olvidado de volar y vacilase en posarse en el suelo. Pero sólo era apariencia, el piloto conocía su oficio y aterrizó en el centro de la pista sin desviarse un centímetro. Los retrocohetes levantaron una buena polvareda y tuvimos que volvernos y taparnos el rostro con la capucha del anorak, hasta que el Kepler dejó de vomitar fuego. En la baja gravedad marciana, las partículas permanecen en suspensión más tiempo y son doblemente molestas.

La escotilla de entrada se abrió renuente, desplegándose la rampa de descenso como una lengua burlona: aquella gente no había venido aquí porque lo mereciera, sino —con excepción de Sonia— por su dinero. Un joven y una mujer bajaron con caminar cauteloso, señal de que habían asimilado bien las lecciones. Más rezagados aparecieron Fattori y Wink, el primero auxiliado por el capitán y el segundo por el piloto. Fattori se dejó ayudar, pero Wink se zafó del brazo del piloto y bajó por sí mismo la rampa. Sus piernas temblaban por el esfuerzo; habían pasado casi tres meses en gravedad cero, salvo unas semanas de aceleración y desaceleración que coincidieron con el inicio y el final del viaje. Un joven puede aclimatarse pronto, pero no Wink o Fattori, y eso que habían seguido el programa de ejercicios durante el vuelo y tomaban suplementos de calcio.

Mientras trataba de sonreír y mostrarme una anfitriona cortés, me pregunté qué se les había perdido en Marte a ese par de carcamales. León se acercó a Fattori y le ofreció servilmente su brazo de muleta, acompañándolo hasta la base. El capitán le cedió los honores con sumo gusto; evidentemente no le agradaba hacer de enfermero.

En cuanto al turista joven, llevaba una cámara en la montura de sus gafas de protección que le servían a la vez de visor integrado. Se trataba de Luis Tello, hijo de un empresario informático. Durante el viaje se había dedicado a atosigar al pasaje con su cámara hasta que Wink se la hizo trizas. Luis llevaba otra de repuesto que se había apresurado a sacar nada más pisar suelo marciano.

—Encantado de conocerte —Luis me tendió la mano. Su cámara apuntaba directamente a mis ojos—. En persona eres más encantadora que por televisión.

—Puedo dejar de serlo si me sigues grabando —dije.

Adiviné lo que Luis pretendía de mí echándole un vistazo superficial. Sé lo que significa ese brillo en la mirada de un hombre y lo previsible de la conducta posterior.

—Vaya, qué hospitalidad —protestó Luis, desconcertado—. Creí que por el dinero que he pagado merecía un recibimiento mejor.

—Lo único que usted merece es una patada en el culo —gruñó Wink, acercándose a nosotros. El anciano caminaba con seguridad creciente y ahora que lo contemplaba de cerca, era más fuerte de lo que parecía—. Nerea, siento que nuestra visita le distraiga de su trabajo y que tenga que soportar tipos como nosotros. Por desgracia, los turistas somos un mal necesario para mantener bases científicas fuera de la Tierra. Durante mi etapa de senador traté que la UEE no recurriese a esta financiación, pero ya ve, al final ellos ganaron.

—Si somos una carga, ¿por qué no se quedó en casa, abuelo? —le provocó Luis—. Ahora mismo se está beneficiando del sistema que tanto criticó.

—Es mi forma de vengarme de él por no haberme hecho caso —replicó Wink.

Una vez que descargaron suministros, el capitán y el piloto del Kepler despegaron con rapidez, ansiosos de desembarazarse de los turistas, poniendo rumbo a base Gravidus. Allí debían vaciar el resto de las bodegas antes de volver a la Tierra.

Les mostramos a los visitantes los módulos que les habíamos habilitado, y que serían su hogar durante los próximos tres meses. Sonia era la única que no podía pagar un suplemento para tener derecho a habitación individual, y se alojaría en mi módulo. Aunque León se había ofrecido a acogerla en el suyo, no me fiaba de que su hospitalidad fuera desinteresada.

Sonia estaba impresionada por todo lo que veía, y articulaba balbuceos de asombro. Llevaba su pelo castaño recogido en una coleta y se movía de un modo lento y desconfiado, temiendo que fuera a desequilibrarse y caer por algún movimiento descompensado con la gravedad marciana.

—Todavía no puedo creer que esté aquí —dijo la mujer.

—He oído que el control de misión no quería que embarcases.

—Me ofrecieron dinero. Supongo que me habrían chantajeado si hubiesen podido, pero no tengo ningún pasado oscuro que airear —sonrió, sentándose en el colchón y botando sobre él para comprobar lo mullido que era.

—Todos tenemos secretos inconfesables. Tal vez no dispusieron de tiempo para encontrarlos.

Sonia se encogió de hombros.

—Les habría dado igual. No cambiaría estas vacaciones por nada. En Marte está ocurriendo algo especial, lo sé.

—¿El qué?

—La atmósfera.

—Es irrespirable, Sonia.

—Pero es más densa que hace veinticinco años; lo suficiente para que haya agua líquida en la superficie.

—Marte ha atravesado en su historia por ciclos de actividad volcánica —me esforcé en explicarle.

—Un cometa cayó en la región de Tarsis hace un cuarto de siglo; si se hubiese estrellado contra la Tierra, ni tú ni yo estaríamos hablando ahora. Pero tuvo la cortesía de caer en Marte, y al hacerlo despertó los volcanes y fundió el agua congelada. Nos dio otra oportunidad. Es curioso que un cometa administre vida o muerte según donde impacte.

—Esos sucesos siempre han ocurrido. Lo que los hace especiales es que ocurran durante nuestras vidas.

—No creo en las casualidades, Nerea. Primero ese cometa, cinco años después el meteorito de Munich. No estaríamos en Marte si esto no hubiese sucedido. Llámalo un guiño del destino o como quieras, pero algo nos reclamó para que viniésemos aquí. Y lo hizo por un motivo. No sé cuál, pero algún día lo descubriremos.

—La idea de que alguien ahí fuera mueve los hilos es tan atractiva como irracional. No hay nadie entre bastidores, ni en el patio de butacas. Sólo nosotros en el escenario.

—¿Qué sentido tiene una representación sin público?

—Si los actores disfrutan de la función, no necesitan más.

—Ojalá siempre fuese así —Sonia arrugó la nariz.

Recordé que en su expediente figuraba que era profesora de instituto y se lo mencioné para ver qué más podía averiguar de ella.

—Oh, vaya, ¿es por estas arrugas? —se señaló las patas de gallo que le culebreaban hacia las sienes como plantas trepadoras—. Lo llevo grabado en la cara.

—Nos mandaron informes de vosotros.

—Lo sé —sonrió Sonia—. Estaba bromeando.

—Marte no es tan maravilloso como crees. Después de los primeros días de novedad, os aburriréis de dar vueltas por las dunas.

—Cualquier sitio es mejor que un instituto. Ya no son centros de enseñanza, sólo guarderías para niñatos. Limpian las calles de jóvenes ociosos y nos los envían a nosotros. Ahora, las asociaciones de padres presionan para que la universidad también sea obligatoria. ¿Para qué quieren hijos, para tenerlos fuera de casa tanto como puedan?

—¿Preferirías que estén fuera y no aprendan nada?

—Están dentro y no aprenden nada, Nerea. A las autoridades no les importa la educación, sino la escolarización. En mi centro hay seis profesores de baja por depresión, y otros cuatro han solicitado la jubilación anticipada. Somos carne de psiquiatra, pero a quién le importa. Cuando supieron que había ganado el sorteo, mis compañeros me hicieron una fiesta. Envidiaban mi suerte, nueve meses lejos de esos mocosos; no puedes tocarles y esos bastardos lo saben muy bien, pero ellos pueden pegarte una paliza, rajarte los neumáticos, escupirte a la cara y ¿qué castigo tienen? Terapia con psicólogos. Mira, no me importa que Marte sea aburrido, sólo que durante una temporada no tendré que soportar chillidos, pedorretas, risitas y bostezos.

Iba a preguntarle por qué no dejaba el empleo, pero Luis entró en ese momento. Venía a disculparse por sus modales.

—Wink tiene razón —dijo—. Os prometo que no volveré a grabaros sin vuestro permiso.

El joven se quedó allí de pie, como un perro faldero jadeando a la espera de perdón.

—Ayuda a León a preparar la comida, y aceptaré tus disculpas —le dije.

Cuando antes aprendiese que éste no era un hotel con servicio de habitaciones, mejor.

Sorprendido con la guardia baja, Luis obedeció sin rechistar y se marchó a la cocina.

—Bien hecho —dijo Sonia—. Que no olvide cuál es su sitio.

Una hora después, nos congregamos en la cocina en torno a una fuente de puré de patatas, filetes de microproteína y algo de verdura cultivada en nuestro invernadero. Nada de alcohol en la base. Los turistas fueron advertidos que estaba prohibido su consumo, y que si se sorprendía a alguien bebiendo, fumando o tomando cualquier otra droga, todas sus pertenencias serían confiscadas. No sé por qué mi foco de atención se desvió hacia Luis; el joven todavía no había hecho nada, pero antes de que León —que se pasaba aquellas reglamentaciones por el trasero— le pervirtiera, preferí advertirles. En teoría sus equipajes habían sido inspeccionados dos veces, una en la Tierra, antes de subir a la lanzadera, y otra en la estación orbital de embarque. Pero el dinero suaviza al funcionario más quisquilloso, y esa gente podía arrojarlo a su alrededor como confeti.

Arquímedes pasó a la cocina con una cesta de pan que ofreció a los invitados. Luis se molestó porque tratásemos al sintiente como un criado. El joven pertenecía a una ONG que reivindicaba los derechos de las inteligencias artificiales. Acallaba su mala conciencia de chico rico con actividades supuestamente altruistas, sin sospechar que su padre, dueño de la multinacional informática Macro, financiaba a través de terceros aquella organización para llamar la atención sobre sus productos de gama alta. Si el cliente creía que una IA era casi un ser humano, se venderían mejor.

—Hay frigoríficos que te riñen si los abres a deshoras para picar —dijo León—. ¿También queréis para ellos derechos cívicos?

—Los emuladores de comportamiento no son programas inteligentes —contestó Luis, mordiendo un trozo de carne gomoso que masticó resignadamente.

—Un frigorífico puede contestar a su dueño y seguir una conversación —insistió León—. Desde tu punto de vista, sería inteligente.

—Sólo da la impresión de que lo es. Analiza las frases de su dueño, las compara con su base de datos y vectoriza la respuesta con arreglo a unos algoritmos muy simples. No hay inteligencia en eso.

El joven respiró con aire de suficiencia. Aquél era su campo y se sentía cómodo en él manejando aquella jerga oscura, que los demás comensales encajaron con suspicacia. León cometía un error si seguía por el mismo camino.

—Los sintientes representan un salto cualitativo sin precedentes —continuó Luis, al ver que su oponente callaba—. Son el siguiente paso en la evolución de la consciencia —se volvió hacia Fattori—. ¿No opina así el nuevo Papa?

Fattori no parecía muy dispuesto a que Luis le obligase a tomar partido, y declinó contestar. Era perro viejo para caer en triquiñuelas de salón. Tenía una mirada oscura y extraña; me daba la impresión de que sus ojos nos evaluaban en silencio, pesando nuestros pecados en una balanza.

Nadie derivó a tiempo el tema de conversación; supongo que estaban concentrados en tragar aquella carne dura en un discreto silencio para no parecer remilgados. En consecuencia, Luis continuó. Su ONG había llegado a curiosos acuerdos de colaboración con la iglesia vaticana para defender los derechos de las IAs. Juan XXVI insistía en sus encíclicas en que el conocimiento era el camino verdadero para llegar a Dios. Así expresado, no parece un giro muy impresionante, pero vaya si lo era. La fe cedía el primer lugar de las herramientas teológicas a la razón. Si la inteligencia aumentaba, más nos acercábamos a comprender el plan cósmico, la idea divina de la creación. ¿Por qué habría que discriminarse a la inteligencia en virtud de que su soporte físico camine erguido, a cuatro patas o sus venas fuesen de fibra óptica? La evolución demostraba que el ser humano es un eslabón en la historia del universo; no el principio ni el vértice donde las líneas de la causalidad convergerían. Sólo una estación de paso hacia un destino desconocido. Alguien nos sucedería, los aranos eran un tímido paso de los bioingenieros hacia la adaptación de la especie a un medio extraterrestre, pero habría más intentos. Los humanos seríamos sustituidos. Dentro de cien, de mil o de diez mil años acabaríamos siendo historia.

Juan XXVI, con una visión de futuro encomiable, se había percatado de que el catolicismo quedaría desfasado si no se amoldaba a los cambios. El hombre no es el fin, sino un medio de la creación, un instrumento más del plan divino. Si no podemos entender ese plan es porque la inteligencia no se ha desarrollado lo suficiente. Las IAs podían teóricamente vencer esas limitaciones. Son creación humana, y por ende, creación de Dios. Cuando hubiesen alcanzado la capacidad de proceso que se negaba al cerebro humano, acabarían comprendiendo los designios del ser supremo.

Si éste existía. Si había designios que comprender. Si el universo tenía alguna lógica. Demasiados si por resolver.

Con una sólida formación en física y biología, el nuevo pontífice había traído vientos revolucionarios al cristianismo. Quienes se escandalizan con sus encíclicas olvidaban que el cristianismo nació como un movimiento revolucionario frente al imperialismo romano. Tenía el germen del cambio en sus raíces, pero muy pocos papas lo utilizaron en beneficio de su fe. Por eso, cuando ocasionalmente surgía una figura como Juan XXVI, su propia gente lo tildaba de hereje.

Observé a Fattori tratando de buscar algún signo de desaprobación, asentimiento o reacción al discurso de Luis. No lo encontré. Fattori era una máscara de plomo opaca a las emociones. Tal vez en alguna de sus múltiples operaciones le habían extirpado la sensibilidad facial, la capacidad de ruborizarse o de ponerse nervioso.

No lo sabía, pero me hubiera gustado averiguar qué pensaba en aquellos momentos de nosotros.

Y especialmente, por qué había venido a Marte.

LEÓN

Parte de los suministros desembarcados del Kepler iban destinados a base Quimera. Sonia quería ser la primera en visitar aquel lugar e insistió en acompañarme en el todoterreno. Aunque le advertimos que las visitas en Quimera estaban muy restringidas, por deseo de sus dos habitantes, eso sólo consiguió aguijonear su curiosidad.

—Quiero ver a Muriel —dijo—. He traído regalos para su futuro bebé.

Le expliqué que los aranos eran casi iguales que los humanos, y que las diferencias fisiológicas se concentraban en su sistema respiratorio. Ella parecía saberlo todo de ellos e insistió en la visita. Cargamos los contenedores en la trasera y emprendimos el camino.

—No te quites las gafas ni la capucha del anorak —la previne, cuando habíamos recorrido un par de kilómetros por el desierto—. Aquí no hay protección contra los rayos ultravioleta. Salvo el techo de este vehículo y el tejido especial de tu prenda, no hay más barreras entre el sol y tu cuerpo.

—Lo sé —dijo ella—. Pero esta prenda da mucho calor.

Sonia no era joven, rozaba los cuarenta y su rostro empezaba a arrugarse, pero todavía conservaba su atractivo. Culo respingón, pechos generosos y un vientre firme. Yo no necesitaba más.

—¿Qué tal te va con Nerea? —quise saber.

—Es muy agradable.

—No le gustan los tíos, ¿lo sabías?

Ella me miró extrañada.

—¿Cómo?

—Llevo un año aquí con ella.

—Bueno, ¿y por qué me cuentas eso a mí?

—Te alojas en su módulo.

—No puedo pagarme uno independiente.

—Es cierto —esquivé un pedrusco que se había interpuesto en el camino—. Por eso pensé que debía prevenirte.

Noté que fruncía los labios bajo la mascarilla transparente de oxígeno. Temí que estuviese metiendo la pata.

—¿Te lo ha dicho ella? —preguntó con cierto morbo de interés.

—Hay cosas que no necesitan hablarse —dije—. Lo lleva impreso en su cuerpo. Es un tío en el cuerpo de una mujer y eso la disgusta. Pero en mi módulo hay espacio de sobra, así que si quieres instalarte en él, no tienes más que decírmelo.

Debió ser muy evidente mi expresión de caimán hambriento, porque se apresuró a replicar:

—Estoy segura de que se esforzó el doble que tú para venir a Marte. A igualdad de condiciones eligen a los hombres, y a diferencia de condiciones, también. Si está aquí es porque demostró que daba cien vueltas a sus rivales masculinos —y añadió, murmurando—. Hay que ser muy dura para sobrevivir en este lugar.

—Sí, reconozco que se ha amoldado bien al desierto —dije—. Tan bien como un cactus. No necesita que la rieguen.

Su trasero respingón se removió en el asiento, buscando una postura más cómoda. Admití que no estaba siendo muy brillante para ganármela.

—Tú sí lo necesitas, supongo —dijo.

—Claro —la mascarilla arruinó mi sonrisa seductora—. Constantemente.

—Pues empieza con una ducha de agua fría.

Como siguiese con esta suerte no iba a tener otra opción. Me tragué mi orgullo de macho herido y declaré una tregua estratégica. La paciencia es una llave que abre muchas puertas.

Pasamos el resto del trayecto en silencio. Sonia le contaría aquella conversación a su compañera de cuarto en cuanto estuviesen a solas. Mis tácticas arteras quedarían al descubierto y Nerea buscaría ansiosa mi yugular. Pero qué diablos.

La silueta de base Quimera se destacó en el horizonte, un oasis artificial en medio de aquel pedregal austero. Plantas transgénicas y humus importado de las simas antárticas se abrían paso con timidez en un puñado de kilómetros cuadrados alrededor de Quimera. No había palmeras ni dátiles, pero un poco de verde en el paisaje daba una sensación refrescante y hasta transgresora. Una torre de perforación mantenía húmedo el ambiente, bombeando el agua atrapada en el permafrost del subsuelo para formar un estanque sin peces, en el que algas adaptadas a ambientes ácidos habían echado raíces. Aquel pequeño jardín injertado en el desierto costaba cientos de miles de creds al año y la verdad es que no servía para nada. Los sueños de algún biólogo megalómano presagiaron que la implantación masiva de árboles en Marte devolvería el óxido atrapado en las rocas a la atmósfera, pero hasta la fecha no se había logrado que creciesen plantas al aire libre de más de dos centímetros de altura. Los daños que la radiación causa en las células vegetales acaba rompiendo sus paredes, vaciándolas de savia. Sólo los hongos o las algas que medran bajo el agua tienen alguna posibilidad de sobrevivir.

Aparqué el vehículo a la entrada de la base. Sonia contemplaba con admiración aquella pequeña extravagancia, y estuvo tentada de tocar lo que creía que era césped con sus propias manos, pero la detuve.

—Liberan toxinas que te pueden causar sarpullidos —le expliqué—. Segregan una sustancia pegajosa que las protege del sol.

—Vaya, no tenía ni idea. Gracias por advertirme.

El fino manto parecido a césped era una variedad inspirada en el deinococcus radiodurans, una bacteria terrestre que crece en los depósitos de refrigeración de las centrales atómicas. La bacteria posee un ADN redundante contra fallos. Si su estructura genética principal resulta dañada, estas copias adicionales de su ADN le permiten repararla en poco tiempo.

Muriel salió a recibirnos, luciendo con orgullo su barriga de siete meses y medio. Su marido no salió a darnos la bienvenida ni a ayudarnos a pasar las provisiones al almacén; aunque nuestra presencia, desde luego, no le había pasado inadvertida.

Sonia hizo amago de darle un beso en la mejilla a Muriel, pero se dio cuenta de que allí, nosotros éramos los extraterrestres que cargaban a cuestas su propio aire incluso dentro del recinto. La turista entregó a Muriel los regalos que ella y sus compañeros habían traído desde la Tierra para el bebé, cachivaches inútiles de los que Félix se libraría en cuanto tuviese oportunidad, no fueran a contagiarle algún germen a su retoño.

Ya que Sonia había hecho el viaje, le pedí a Muriel que nos enseñase los módulos dedicados a laboratorios, donde se ponían a prueba las especies nacidas en probetas que los científicos de la Tierra enviaban a Marte para evaluar su adaptación. El primer laboratorio hacía las funciones de banco de órganos; contaba con suministro de oxígeno para los animales, que eran mantenidos con vida en estasis para que sus vísceras sirviesen de repuesto a los humanos, si surgía una emergencia que requería intervención quirúrgica.

Sonia se aproximó a una jaula que contenía tres ratas rayadas. Sólo una de ellas daba muestras de actividad. En su lomo había crecido un abultamiento ovalado que parecía una galleta, pero que al fijarse bien resultaba ser una oreja de seis centímetros de longitud. Las otras ratas poseían genes fluorescentes que las hacían brillar a la luz del día. El investigador controlaba a simple vista su sistema vascular y la posible aparición de tumores, mediante un marcador que resaltaba el color de las células que requerían mayor riego sanguíneo.

En una urna acristalada adyacente estaban tumbados un par de cerdos en coma inducido, conectados a tubos que les alimentaban y evacuaban sus heces. Contemplar aquellos bichos era repugnante, y para calmar a la turista, Muriel le aseguró que ninguno de los animales sufría, y que aplicaban todos los protocolos de la UEE para evitarles padecimientos. Había otra solución, claro, crear torsos humanos sin cabeza ni extremidades, manteniéndolos en estasis hasta que algún receptor necesitase sus órganos. Pero estaba prohibido, por lo menos para cualquier laboratorio que recibiese fondos públicos. En la Tierra, sin embargo, había miles de empresas privadas dedicadas a este mercado y era difícil controlar si todas cumplían la ley. Sea como fuere, la esperanza de vida se había elevado y no merecía la pena perderse en consideraciones éticas acerca de unos cuantos cochinos. A todos nos gusta el solomillo, ¿verdad? Y comerlo no nos crea conflictos morales.

El segundo de los módulos estaba destinado a la experimentación en especies que toleraban el aire rarificado de Marte. No era tan impresionante como el que dejábamos a nuestras espaldas; en su mayoría se trataba de plantas y pequeños animales como pájaros y cobayas, a los que nuestra presencia no animó demasiado. Las aves no cantaban y los cobayas nos daban la espalda, medio adormilados en un rincón. Una de las jaulas mayores estaba vacía: había sido el hogar de dos chimpancés jóvenes. El primero murió al poco de llegar a Marte después de varios infartos, por fallos de uno de los bioimplantes que le permitían respirar y purificar su sangre de las sustancias tóxicas de la atmósfera. El segundo duró unos meses más, aunque acabó falleciendo por insuficiencia renal y hepática. A ambos se les habría podido salvar la vida si hubieran sido operados a tiempo, pero eso era más caro que reemplazarlos por monos nuevos, así que se les dejó morir.

Sonia se quedó mirando la enigmática jaula vacía. No podía saber qué había sido de los chimpancés. La muerte de los ejemplares se había mantenido en secreto por motivos obvios —aunque si de mí dependiese, no lo habría ocultado; al fin y al cabo, se trataba de animales criados para la experimentación—. Pero no se necesitaba un cartel de neón para anunciar que algo se había ido al cuerno. De hecho, en el suelo de la jaula vimos un neumático gastado, un palo de madera y unos cartones pintarrajeados. O mucho me equivocaba o Muriel y Félix, encariñados con los monos, dejaron esos juguetes allí para que los visitantes se marchasen intranquilos, con un montón de preguntas sin contestar.

—Llega tarde para echar cacahuetes a los chimpancés.

Félix había hecho acto de presencia, sin avisar. Su aspecto era escuálido, unos miembros delgados y alargados, endebles para un ambiente de gravedad terrestre, pero suficientes —sólo suficientes— para el planeta rojo. Ojos grandes y saltones, como queriendo huir de su dueño, nos observaban con una mezcla de interés y desdén. Pómulos hundidos, orejas de soplillo y cabello pajizo y escaso, arremolinado en una coronilla de fraile que le daba un aspecto engañosamente santurrón. Pero Félix no era un santo, ni siquiera una buena persona. Pese a sus veinte años, parecía haber vivido demasiado y su rostro era un mapa en relieve de lo que el dolor podía hacer a un ser humano, o lo que diablos fuese ahora. Llevaba bata de laboratorio estéril, manos enguantadas y una mascarilla quirúrgica. Sus ojos de insecto nos contemplaban como si fuésemos dos bidones de basura con una nube de moscas a nuestro alrededor, y se mantenía una distancia de tres metros, no fuera que le contagiásemos alguna enfermedad.

—¿Qué les ocurrió? —quiso saber Sonia.

Me había equivocado. Félix no tenía intención de dejarla partir con preguntas que pudiera reiterar en nuevas visitas.

—Murieron. Todo lo que se trae a este planeta acaba muriendo. Marte nos odia. A usted también.

Félix hablaba como un viejo y se encorvaba al caminar. No sentía lástima por él, pero me molestaba que se hubieran gastado tanto dinero en criar una pareja de aranos enfermizos, una burda imitación de seres humanos condenada al fracaso.

—¿A mí? —se sobresaltó Sonia.

—Su ADN sufrirá mutaciones irreversibles que mostrará sus efectos años después de que regrese a la Tierra. Aquí el sol muerde como una víbora, pero es un veneno de acción retardada —Félix alzó las cejas—. Oh, ¿no lo sabía? Debería haberse informado antes de venir.

—No la asustes —intervine—. Sabes que eso no ocurrirá.

Félix se volvió hacia mí, como si acabase de reparar en mi presencia, pero me ignoró y volvió su atención a la turista.

—Los chimpancés y nosotros teníamos muchos puntos en común, ¿sabe? Los sometieron a toda clase de torturas para que se aclimatasen a este mundo. Ahora, ellos están muertos —Félix tosió forzadamente para darle un efecto melodramático a aquella pantomima—. ¿Cuánto tiempo cree que nos queda? —Sonia guardó silencio, incapaz de contestar—. Más de lo que se imagina. No nos permitirán morir hasta que encuentren unos sustitutos —se volvió a la jaula vacía—. Entonces nos meterán en un horno y esparcirán las cenizas en el desierto.

Muriel no interrumpía a su marido. Contagiada por su fatalismo, había empezado a pensar como él.

—Bueno, tenemos que irnos —dijo Sonia—. Encantados de conocerles.

—Estas vacaciones no serán lo que usted imagina —Félix alzó un dedo como si fuera a añadir algo, pero cambió de opinión y se marchó sin completar la frase.

Volvimos al todoterreno y arranqué el motor. Si algo tenía que agradecer a Félix de aquella visita era que cuando Sonia volviese a Candor Chasma y lo contase todo, a los demás no les quedarían ganas de venir a Quimera.

—Qué tipo tan desagradable, ¿verdad? —pisé el acelerador y dejamos una buena estela de polvo.

—¿Cómo es posible que sólo tenga veinte años? Muriel aparenta treinta, pero él… es… es increíble su deterioro físico. Hasta hablando parece un anciano.

—Tuvieron que madurar rápido. Por cierto, su coeficiente intelectual es de ciento setenta y están licenciados en física y biología.

—Demasiado rápido. Si ése es el aspecto que tienen ahora, ¿qué pasará cuando cumplan los treinta?

—Para entonces vendrá una pareja de recambio. No son los únicos aranos de que dispone la UEE. La idea es construir una nueva raza humana que colonice este planeta en unas décadas. Se les cría en una estación orbital terrestre que reproduce las condiciones de Marte, y cuando cumplen la mayoría de edad se les manda aquí.

—Después de haber visto a Félix, no me parece que esa idea sea viable. O ética.

—Ellos son los primeros y la técnica no estaba perfeccionada cuando nacieron. Los próximos que lleguen serán más fuertes.

—Por Dios, León, son seres humanos. Hablas de ellos como si fueran animales de crianza.

—Ésa es su función, crecer y multiplicarse.

—¿Y si no quieren?

—Eso qué más da. Te aseguro que hay ocupaciones peores —observé por el rabillo del ojo cómo su indignación iba en aumento—. Llamarán Abel a su futuro bebé. Tiene gracia.

—Por qué.

—El primer hijo que tuvieron Adán y Eva no fue Abel, sino Caín.

—Disculpa que no me ría.

—Aunque no lo parezca, son seres afortunados. Están marcando un comienzo y mucha gente los envidia.

—¿Qué quiso decir con que mis vacaciones no serían lo que yo imaginaba?

—No le hagas caso. Está chalado.

—Parece que trataba de advertirme de algo.

—Intentaba asustarte. Le gusta martirizar a las visitas.

Sonia entornó los ojos, nada convencida. Empecé a temer que Félix supiese algo, pero si así fuese tendrían que haberme advertido.

Desde luego, si alguien en la Tierra había confiado en Félix, había cometido un gran error.