Capítulo 2

Estaba imponente, sentada allí en la terraza, decidió Jake mientras se acercaba al jardín privado en el que habitualmente tomaban el desayuno los Strand. La cálida luz del sol hacía resplandecer el pelo castaño claro de ella, perfectamente peinado, haciendo que él lamentara no hacer cedido a la tentación de acariciárselo la noche anterior.

Heather llevaba pantalones color crema, plisados y amplios en la cintura, estrechos en los tobillos. El estilo acentuaba de forma elegante la intrigante redondez de su trasero y la delicadeza de sus pantorrillas. La blusa de igual color, de cuello cerrado y mangas plisadas, le confería a Heather un aire desenvuelto que le sentaba bien.

No era de extrañar que la gente se sintiera instintivamente atraída hacia ella, pensó Jake. Aquellos vivaces ojos color avellana podían hacer que cualquiera se creyese único y muy importante. La boca sorprendentemente suave se curvaba fácilmente en una sonrisa de genuina amabilidad. Sin embargo, se reflejaba algo más que una insinuación de firmeza en el sólido trazo de la barbilla y la mandíbula, insinuación que, unida a su seguridad en sí misma, era cuanto Jake necesitaba saber. Heather podía haber sido una rebelde de adolescente, pero eso no era nada comparado con lo que sería si se le impedía hacer su voluntad.

Inconscientemente, Jake dio un suspiro de determinación y se adelantó a saludar a Ruth y Paul Strand y a su hija. Llevaba el acuerdo prematrimonial asido con fuerza en las manos.

Heather levantó la mirada y, al ver aproximarse a Jake que cruzaba la terraza pavimentada en ladrillo con soltura y familiaridad, dejó sobre la mesa el vaso de zumo de naranja que se estaba tomando. En las dos últimas semanas, había tenido ocasión de darse cuenta de lo a gusto que Jake se sentía con sus padres, pero cada vez que veía una manifestación de dicha soltura, algo se agitaba en ella. Ya tendría que haberse acostumbrado a que él solía ir a tomar café con Paul y Ruth, pero aquella mañana le costaba asimilar hasta qué punto él formaba parte de su familia.

Quizá, decidió en un arranque de sinceridad consigo misma, ésa era la razón por la que ella estaba dispuesta a casarse con él. Parte de sí misma anhelaba recuperar su posición dentro de la familia. Casarse con un hombre al que ellos aprobaban era una forma de cimentar la nueva relación.

—Buenos días, Jake —dijo amablemente Ruth Strand, agarrando la cafetera de plata y sirviendo un poco de café en una taza de delicada porcelana inglesa. Sin molestarse en preguntar, añadió crema de leche. Evidentemente estaba acostumbrada a servirle café a Jake.

—Buenos días, Ruth. Paul. —Jake saludó con la cabeza a los dos Strand mayores y se dirigió con paso resuelto hacia la silla en la que estaba Heather y, con posesividad desenfadada, se inclinó y la besó firmemente en la boca.

La caricia marcadamente familiar fue toda una sorpresa para Heather. Antes de que tuviera tiempo de asimilar la sensación de la boca masculina, Jake retiró una silla vacía y tomó asiento en torno a la mesa redonda. El crujido de un papel hizo que ella bajara la vista hasta su regazo, donde él había dejado el acuerdo que llevaba. Cuando ella levantó la mirada con expresión interrogante, él simplemente le correspondió con una sonrisa medio burlona.

—Lo leí anoche. Fue una lectura muy interesante.

—¿De veras? —preguntó ella en tono distante, consciente del interés que habían despertado en sus padres. Ellos nada sabían del acuerdo prematrimonial pero estaban evidentemente encantados al ver la confianza que había entre su hija y Jake Cavender.

—Sólo hice un pequeño cambio —continuó Jake, apartando la servilleta blanca que cubría la panera para tornar un croissant—. Todo lo demás parece en orden. Seguí adelante y firmé.

Heather, con expresión concentrada, se puso a leer el documento por encima. Olvidándose de ella, sus padres y Jake se pusieron inmediatamente a hablar del tiempo.

—Las tormentas han sido bastante más fuertes este año —comentó Paul—. De las peores que recuerdo en mucho tiempo. ¿A Heather y a ti os pilló la de anoche?

De gran estatura, que lo mismo podía ser muy amable que dejarse llevar por la ira, Paul Strand había disfrutado de sus años de hotelero. Sin dejar de ser un hombre guapo, tenía una calva regia y una cierta pesadez en la quijada. Pero se encontraba en excelente forma física y jugaba al golf varias veces por semana. Heather había heredado de él los ojos color avellana y el temperamento decidido y enérgico. Se sentía encantado de la nueva actitud de su hija; habían sido muchos los años en los que ella se había negado a contar con su aprobación.

A la madre, Ruth, le debía Heather el color bronce de su pelo. Aunque en Ruth ya era atractivamente canoso y lo llevaba corto. Las dos hermanas de Heather habían heredado los vivaces ojos azules y la delicada estructura ósea de su madre. Liz y Ann, casadas y establecidas cerca de allí, eran jóvenes calcos de su menuda madre. Heather era más alta, más fuerte y no tan bonita como Liz y Ann. En pocas palabras, la mayor había heredado mucho de su padre.

—Estábamos a cubierto cenando y hablando de… nuestro matrimonio cuando descargó la tormenta de anoche —le dijo Jake a Paul—. ¿Me acercas la mermelada, Ruth?

—Desde luego, querido. —Ruth, con una mirada afectuosa, le entregó el pequeño recipiente de plata—. Ahora que ya está todo decidido, podemos empezar a organizar la ceremonia. Estaba pensando que diéramos la recepción aquí, en los jardines. ¿Qué te parece, Heather?

Heather sólo oyó a medias la pregunta de su madre. Acababa de encontrar el «pequeño» cambio de Jake. El párrafo relativo al aspecto físico del matrimonio profusamente tachado.

—Heather, ¿me has escuchado? Te decía que podíamos dar la recepción aquí mismo. A tu padre y a mí siempre nos ha encantado esta terraza. Está lo bastante lejos del hotel como para no molestar a los huéspedes. Pondríamos una barra a lo largo de… ¿Heather?

—¿Dime, mamá? —Heather por fin levantó la cabeza, pero aunque respondió obedientemente a su madre, miraba a Jake con expresión desconfiada.

—Estaba hablando de la boda. Realmente, querida, deberías esperar a casarte antes de empezar a ocuparte del Hacienda Strand. Sabes que tu padre y Jake han tratado de mantenerte al margen de la oficina hasta que todo esté listo. Has trabajado mucho en San Francisco. Tienes que tomarte las próximas dos semanas libres para dedicártelas a ti. Piensa en lo mucho que te divertirás planificando la boda.

—¿Divertirme? —Heather apartó los ojos de Jake, que parecía no darse cuenta del mensaje de la mirada color avellana—. Mamá, las bodas no son para divertirse. Al menos no para que se diviertan la novia y el novio —dijo—. Las bodas son una forma antigua de formalizar un contrato entre dos personas. Los invitados son las únicas personas que cuentan en una boda, son los testigos del contrato. Es un error romántico creer que la novia y el novio deben disfrutar. Después de todo, no es más que el cierre de un trato comercial, ¿no?

En cuanto hubo pronunciado aquellas palabras, Heather se arrepintió. La expresión de desilusión en el rostro de su madre fue suficiente reproche. No hizo falta la incómoda desaprobación de Paul Strand para que Heather se diese cuenta de que había cometido un error. Ya no solía cometer ese tipo de errores. Pero había cierta callada arrogancia en la forma en que Jake había modificado el acuerdo prematrimonial que la había sacado de quicio. Ella había expresado una irritación que debía haber dirigido a él, no a sus padres.

Fue Jake quien le dio la oportunidad que necesitaba para subsanar el error.

—¿Ni siquiera puedo tomar una copa de champán y un poco de tarta en mi boda? —se quejó él, llevándose un trozo del crujiente bollo a la boca—. ¿Me vas a arruinar toda la diversión?

Heather se volvió hacia él. La expresión de dolido desencanto de Jake recordaba tanto a un chiquillo al que se le hubiera dicho que no podía comer tarta en su cumpleaños, que ella no pudo resistir la tentación.

—Una copa de champán y medio trozo de tarta —accedió Heather simulando desgana, como si le estuviera haciendo un enorme favor—. Si quieres más, tendrás que portarte bien.

—¡Caray! —Paul Strand le sonrió al hombre más joven mientras Ruth soltaba lo que parecía una carcajada de alivio—. Espero que te des cuenta de que te vas a casar con una mujer de carácter fuerte.

—Se parece a su padre, me han dicho —dijo Jake, asintiendo con la cabeza—. Pero me temo que soy tan víctima de su encanto como todos aquí, por lo que supongo que la dejaré llevarme al altar aunque no me deje comer tarta.

—Si quieres tarta, tendrás que ceder en unos cuantos puntos. —Heather se levantó y señaló a Jake con el documento—. Si me excusáis, tengo que ir a las cocinas. Me he prometido a mí misma dar una vuelta por allí hoy y toda esta charla sobre tartas me ha abierto las ganas de hablar con el chef y su personal.

—Heather, como tu madre acaba de decir, no hace falta que te des prisa en ponerte a trabajar antes de la boda. Ya tendrás tiempo de sobra de conocer el Hacienda Strand después de la luna de miel. —Paul miró a Jake—. ¿No te parece?

—Todo el tiempo del mundo —asintió Jake con calma, terminando el croissant—. Por otra parte, puede que una vuelta por las cocinas le evite problemas. Ayer la vi mirando la moto que uno de los ayudante de camarero acababa de comprar.

—¡Una moto! —Por un instante, Ruth pareció afligida.

Heather vio la sombra de angustia que pasó por los ojos de su madre e inmediatamente se detuvo junto a ella para darle un beso afectuoso en la mejilla.

—Ahora soy una empresaria, ¿recuerdas? A punto de casarse con un hombre respetable. Ya no cometo locuras —tranquilizó a Ruth con suave ironía—. Estoy en casa.

Las últimas palabras parecieron quedar suspendidas por un momento en el aire y luego Ruth Strand sonrió cariñosamente y le tomó la mano a su hija.

—Sí, estás en casa, ¿verdad? Hecha toda una mujer, una empresaria de éxito por derecho propio que está a punto de casarse con un hombre maravilloso. ¿Puede haber algo más perfecto?

—Jake se está poniendo colorado —interrumpió en tono alegre Paul Strand—. Eso de que es maravilloso se le va a subir a la cabeza. Más vale que vayas a dar esa vuelta a las cocinas, tesoro.

—No te preocupes por mi vanidad —expresó Jake con un gruñido, tomando a Heather del brazo—. La sólida respetabilidad nunca ha sido un gran cumplido. No es probable que una frase como esa de boca de mi futura esposa se me suba a la cabeza.

—Pero no es sólo tu respetabilidad lo que yo admiro —le contestó con cierto remordimiento Heather—. También estoy enormemente impresionada por tus grandes talentos para los negocios.

—Eso, desde luego me tranquiliza —dijo él irónicamente—. Vamos. Demos esa vuelta por las cocinas antes de que me hagas perder la cabeza por completo.

El comentario satisfecho de Paul Strand cuando Heather abandonaba la terraza del brazo de Jake llegó hasta sus oídos:

—Te dije que formarían un equipo estupendo, Ruth.

Junto a Heather, Jake torció la boca en un gesto burlón.

—Creo que se refiere a un equipo de gestión perfecto —murmuró de modo que sólo ella pudiera oírlo—. ¿Tú qué crees?

—Que puede tener razón. Siempre que ambos integrantes del equipo recuerden quién es el máximo responsable —dijo ella en tono ligero pero dando a su comentario un énfasis marcado que no podía pasar inadvertido.

—¿Ésa es la razón de que hayas vuelto a casa, Heather? ¿Para responsabilizarte del hotel de la familia?

Mientras caminaban por los lujosos jardines, Jake echó una mirada en torno al elegante complejo. El edificio principal, así como los chalés e instalaciones que lo rodeaban estaban construidos en armónico estilo español. Gruesas paredes de estuco blancas acentuadas por vigas oscuras y ventanas de atractivos arcos. Los terrenos constituían un oasis en el desierto de Tucson, exuberantes y verdes gracias a años de intensos cuidados. Paseos de grava triturada recorrían sin aparente orden los jardines del hotel y por ellos se encontraban huéspedes que disfrutaban del aire de la mañana.

No era temporada alta para el Hacienda Strand. La temporada alta era en invierno y primavera cuando los vientos fríos y el manto de nieve del norte llevaba a los que podían permitírselo a tomarse unas vacaciones en el templado clima de Arizona. Era el mejor momento para organizar una boda y aprender a llevar las riendas del hotel, había decidido Heather. Cuando llegara la temporada de más actividad ella estaría completamente instalada en su nueva vida.

—No vine a casa sólo para llevar el Hacienda Strand —lo informó ella en tono tranquilo—. Podía buscar esa oportunidad en más de un hotel de California. Estoy aquí porque… porque estoy lista para estar aquí.

—Y cuando tenías dieciocho años no estabas lista, ¿eso es lo que quieres decir?

—Exacto —agitó el documento que llevaba en la mano, ansiosa de cambiar de tema antes de que él siguiera por aquel camino—. Jake, sobre esa cláusula que tachaste… creo que debemos discutirla inmediatamente y llegar a un acuerdo.

—¿Discutir qué? —dijo él sin alterarse—. He dado mi conformidad a todas las demás cláusulas. Con la que estipula que en caso de disolución de la unión cada uno se quedará con lo que era de su propiedad antes de la boda. Con la que dice que la mitad de lo que adquiramos conjuntamente durante el matrimonio se dividirá al cincuenta por ciento en el momento de un divorcio. Con la que dice que todo lo que se compre independientemente durante el matrimonio será de la exclusiva propiedad del que lo adquirió en caso de que el trato se disuelva. Habiendo accedido a eso, no entiendo que tengas motivo de queja sólo porque he tachado una pequeña cláusula.

—¡Una pequeña cláusula más bien importante!

Él la miró.

—¿Crees que un hombre respetable y sólido como yo se va a lanzar sobre la novia la noche de bodas para exigir sus derechos, Heather? ¿Temes que te viole, Heather?

—Claro que no.

—Entonces, ¿para qué necesitas una cláusula que te dé seis meses para decidir si pasamos del nivel platónico? —preguntó él.

—Quiero que nuestra relación tenga tiempo para crecer y desarrollarse. Tú y yo apenas nos conocemos, Jake. En las escasas ocasiones en que he venido a ver a mis padres durante los dos últimos años, hemos charlado de cosas intrascendentes, y siempre ha sido como resultado del afán casamentero de mi madre. Si no se retrasan las cosas, estaremos casados a finales de mes. Cuatro semanas apenas da tiempo para reconstruir la relación con mis padres, mucho menos para desarrollar una contigo. Necesitamos tiempo para llevar este matrimonio a un plano superior al de los negocios, y esa cláusula es una forma de garantizarnos ese tiempo a los dos. Saber que no estamos obligados a consumar el matrimonio en los próximos seis meses nos quitará un peso de encima a los dos.

—Gracias, pero creo que puedo soportar la tentación de hacerle el amor a mi esposa —replicó sardónicamente él—. De acuerdo, no cualquier hombre puede soportar semejante carga, pero cuando el deber llama…

—No es cosa de bromas —le dijo ella con acritud.

A él se le endureció la expresión.

—No estoy bromeando, Heather. Cuando la semana pasada me hiciste esta propuesta, acepté partiendo de la base de que sería un matrimonio con todas sus consecuencias. Como tú misma te molestaste en señalar anoche, tenemos mucho que ofrecernos mutuamente. Pero no tengo el menor interés en contraer un acuerdo puramente comercial. Quiero un matrimonio real.

—Oh, será real, de acuerdo. Mi madre está haciendo una lista con más de doscientos invitados y mi padre les ha dicho a todos sus amigos del golf que habrá tres marcas de champán y toda clase de bebidas a discreción. Mis hermanas me llamaron ayer para decirme que habían encontrado el traje perfecto y que mi sobrino pequeño llevaría los anillos. Créeme, toda esa pompa y ceremonia hace que todo sea muy real.

Jake se detuvo y le puso las manos sobre los hombros, de modo que quedaron cara a cara. A él se le suavizó un tanto la expresión.

—Estás nerviosa, ¿verdad?

—No estoy nerviosa —ella trató de zafarse de sus dedos pero le fue imposible. Molesta, permaneció en silencio y levantó el mentón en gesto retador.

—¿Estás segura de que no empiezas a preguntarte en dónde te has metido volviendo a Tucson a representar el papel de hija pródiga? —insistió Jake.

—No estoy representando ningún papel. He vuelto a casa, Jake, porque es aquí donde quiero estar. Llevo en la sangre este desierto y estas hermosas montañas. Siempre han formado parte de mí. Igual que mi familia y el Hacienda Strand. Tuve que irme a los dieciocho años o todas estas cosas que son parte de mi me habrían asfixiado. No sé qué batallas valió la pena librar ni las que no eran importantes. Tuve que rebelarme contra casi todo porque no sabía qué factores podían dominarme y cuáles podía dominar yo. Entonces no podía aceptar el dinero de mi padre porque tenía que demostrarme que podía valerme por mí misma. Entonces no podía demostrar que me lo merecía. No podía aceptar el amor de mi familia porque no sabía cómo evitar que mi familia me dominara.

—¿Y ahora puedes manejar todo eso? ¿Eso es lo que quieres decir?

—Ahora soy una mujer, no una niña. Me lo he demostrado a mí misma.

—Y ya sabes qué batallas valieron la pena.

—Sí.

Jake la miró fijamente.

—Heather, esa batalla sobre la cláusula que taché no vale la pena.

—¿Y si yo opino de forma distinta?

—Entonces tendré que declinar tu amable oferta —le sonrió con aire más bien nostálgico—. No eres la única que ha vuelto a casa, Heather. El Hacienda Strand es también ahora mi casa. Tus padres me han hecho sentir parte de la familia. Tu padre confía plenamente en mí. Tu madre cree que voy a ser un excelente esposo para ti. Tú misma piensas trabajar conmigo día a día llevando el Hacienda. Y a menos que pienses volver a marcharte con algún punkie con moto, estamos comprometidos, tú y yo. Estamos juntos hasta el fin. Pero si voy a atar mi vida y mi carrera a la tuya, quiero un compromiso total, al cien por cien. No quiero una ridícula farsa de matrimonio. Quiero algo real. Un hogar y una familia. A cambio de acceder a todas tus condiciones, espero que des tu consentimiento a la mía.

Heather contuvo el aliento, súbitamente consciente de la fuerza de las manos y la intensidad de la mirada del hombre. El sol de la mañana daba sobre los jardines, haciendo aflorar el olor a tierra mojada. Olor que parecía mezclarse con el limpio aroma masculino de Jake y que hacía que ella fuese abrumadoramente consciente de él. Instintivamente, supo que aquello era peligroso. Se le hacía difícil pensar con lógica.

Pudo haber dicho muchas cosas, debió haberlas dicho. Debió haberle señalado que su trabajo en el Hacienda Strand podía terminar en cuanto ella quisiera. Podía haber argüido que no tenía intención de eliminar la intimidad del matrimonio, sólo posponerla. Tendría que haberle recordado que se negaba a traspasar ciertos límites. Después de todo, los hijos pródigos estaban dispuestos a cooperar hasta cierto punto, pero sólo hasta cierto punto.

En cambio, se oyó decir en tono tajante:

—Hablaremos de eso más tarde. Se me hace tarde para esa vuelta por las cocinas y sé por propia experiencia que los chefs de primera categoría detestan que se los haga esperar.

—Vamos a hablar ahora, Heather. También hablamos de mi futuro. Quiero dejar bien claro ese aspecto.

La testarudez de él amenazaba con disparar el instinto de rebeldía que ella tenía ahogado. Haciendo gala de una fuerza de voluntad sobrehumana, Heather se recordó que no había nada importante contra lo que rebelarse. Ella era la que mandaba allí. Ella decidiría cuánto terreno cedería.

—Eres tú el que está nervioso, ¿verdad? —dijo en tono levemente provocador—. Es tu futuro aquí, en el Hacienda, el que está en juego, no el mío. Eso puedo entenderlo. No eres un miembro de mi familia. Sólo casándote conmigo obtendrías esa condición.

—Digamos que estoy dispuesto a hacer cuanto haga falta por tener la sensación de tener raíces, una familia y un lugar al que llamar mi hogar. Todas las cosas que tú abandonaste una vez y que has vuelto a reclamar.

—No me había dado cuenta de que casarse conmigo representaba tanto esfuerzo.

—Estoy empezando a creer que es el trabajo más difícil que haya aceptado jamás —pero estaba sonriendo de nuevo y Heather empezaba a darse cuenta de lo mucho que le gustaba aquella media sonrisa.

—Una razón más para no añadir la carga extra de obligarte a cumplir con tus deberes de esposo —respondió enérgicamente ella.

Él se puso serio.

—Heather, no voy a obligarte a que me des nada que no estés preparada para darme. Lo único que pido es que no pongamos plazo a algo tan personal e íntimo como ese aspecto del matrimonio. Te doy mi palabra de que no voy a exigir eso que llaman mis derechos. A cambio te pido que dejes que las cosas se produzcan de forma natural, sin restricciones ni cláusulas contractuales. ¿Es mucho pedir?

Ella se quedó mirándolo fijamente, sorprendida por la genuina sinceridad de su voz. Lo tenía tan cerca, era tan insistente, que ella no sabía cómo manejar la situación. Necesitaba tiempo.

—Jake…

Heather no pudo seguir. Jake bajó la cabeza, los ojos velados, y lo siguiente que Heather supo fue que su boca estaba siendo lenta y deliberadamente consumida por la de él.

El beso no fue exactamente lo que ella esperaba. Desde luego ella no esperaba aquel grado de hambre controlada. Ligeramente mareada por la experiencia, hundió los dedos en la tela de la camisa que él llevaba. La boca de él se movía sobre la de ella, explorándola, saboreándola, deleitándose en al sensación increíblemente íntima.

Ella sintió que él le rodeaba la cintura con las manos hasta llegar a la suave curva al final de la columna vertebral. Entonces le aplicó una presión firme, estrechándola contra sus muslos. Ella se llevó una pequeña impresión al tropezar con la promesa de calor y dureza que la aguardaba. Apartó los labios para exhalar un suave gemido de incertidumbre, gemido silenciado cuando él le invadió lujuriosamente la boca con su lengua.

Heather se aferró a él, el cuerpo vibrante por el calor del día unido al del hombre que la abrazaba. Sus instintos respondieron a ambos y ella curvó los dedos en torno a los amplios hombros en un pequeño gesto de excitación. Él la deseaba. Y la sensación de hormigueo que se desencadenó en los lugares más profundos de su cuerpo le recordó a Heather que Jake podía conseguir que ella lo deseara.

Lentamente, con infinita desgana, Jake levantó la cabeza. Siguió moldeando con su cuerpo el de ella. El velo gris de su mirada reflejaba el deseo anhelante y reprimido que sentía.

—No luches, Heather. No hay razón para que no nos deseemos mutuamente, ¿no? —murmuró él persuasivamente—. Después de todo, vamos a casarnos.

Heather trató de hablar, tragó en seco y volvió a intentarlo.

—No, no hay razón. Sólo que… bueno, que apenas nos conocemos —las palabras empezaron a atropellársele, y la consciencia de ello la alarmó y la irritó. Después de todo, tenía casi treinta años y varios años de experiencia en el trato con hombres de todas clases. Los había conocido como amigos, compañeros de trabajo, patronos y empleados.

Pensándolo bien, no los había tratado mucho como amantes.

—Heather, no necesitamos esa cláusula en el contrato. Confía en mí, ¿lo harás? Un poco de confianza es un valioso ingrediente en una relación, ya sea de trabajo o de matrimonio.

—¿No me meterás prisa?

—No te meteré prisa.

—¿No me harás exigencias?

—No te haré exigencias.

—¿No te pondrás de malhumor ni pelearás ni dejarás de hablarme si necesito tiempo para decidir lo que quiero?

—Puedo asegurarte que no me pondré de malhumor —parecía divertido.

Heather le respondió con igual humor.

—Entonces creo que me conformo con un acuerdo verbal sobre esa parte del contrato —declaró en tono de sentencia.

—Eres dura de pelar.

—Mi padre ha sido un excelente maestro. —Heather se soltó del abrazo y enfiló por el sendero que conducía a las cocinas. Cuando él la alcanzó, emparejando su paso con el de ella, Heather tuvo la placentera sensación de haber resuelto un tema incómodo.

—Considéralo un compromiso, Heather —sugirió amablemente Jake.

—Mi madre no ha dejado de darme sermones sobre la necesidad de llegar a compromisos en el matrimonio —admitió Heather con una sonrisita.

—Has tenido mucha paciencia con los intentos de Ruth de organizar nuestra boda. Significa mucho para ella.

—Lo sé.

—¿Intentas compensarla por la forma en que te fuiste hace once años?

—Puede ser.

Jake consideró aquello en silencio mientras cruzaban la puerta lateral de las deslumbrantes cocinas del Hacienda Strand. Lo que hubiera podido decir se le olvidó cuando se enfrentaron a la actividad frenética que había allí. Las cocinas habían sido reformadas dos años antes y eran un modelo de eficiencia y limpieza en acero inoxidable. Heather recordaba aquel sitio como un refugio de su infancia. Allí se dirigía al llegar del colegio para que le dieran un vaso de leche con galletas. Allí, también, era donde se escondía cuando su padre estaba enfadado con ella. Por alguna razón, él nunca la buscaba en las cocinas. Y había sido alguien de allí quien le enseñó a montar en moto durante el último curso de bachillerato.

—¡Señorita Strand, bienvenida! Hemos esperado mucho su visita. Pase, pase.

—Hola, Julián —dijo Heather con una sonrisa cuando el robusto jefe de cocina, Julián Richards, se acercó a ellos—. Después de esos croissants del desayuno, nada me impediría venir a verlo. Nunca creí que encontrase nada igual fuera de San Francisco. Y los fetuchini a la salsa de anchoas de la otra noche fueron algo supremo. Habría vuelto mucho antes a Tucson de haber sabido que usted formaba parte de esta casa.

El hombre de mediana edad resplandeció bajo el espléndido elogio y estaba a punto de responder cuando se dio cuenta de que Heather no había ido sola.

—Señor Cavender. Me alegro de que haya decidido acompañarnos en el recorrido. No lo vemos mucho por aquí —había respeto y reproche en sus palabras.

Heather se percató de que desapareció parte de la amabilidad de la voz del chef cuando se volvió a saludar a Jake. Seguía siendo cortés, pero de una forma más cauta y distante.

No era la primera vez que Heather había visto una reacción similar por parte del personal en las dos semanas que llevaba allí. Como si no se sintieran seguros con Jake Cavender, como si caminaran sobre ascuas. Había respeto en su forma de dirigirse a él, pero no se parecía en nada a la cordial relación que la mayoría de los empleados tenían con Paul Strand, más jovial. Cordialidad y amabilidad que hacían extensiva a su hija, y que había aumentado enormemente la sensación de vuelta a casa de Heather.

—Ninguno de los huéspedes se ha quejado —dijo Jake en tono amable—, así que no había razón para interferir.

Julián se encogió de hombros con resignación gala, aunque Heather sabía que el hombre no tenía antepasados franceses. Se lo había preguntado directamente la noche en que él le había servido un magnífico plato de mejillones en salsa de azafrán. Se había estremecido de emoción al saber que ella creía que había aprendido a cocinar en las rodillas de una madre francesa.

—Esperamos que usted, señorita Strand, no venga a la cocina sólo cuando las cosas salen mal —declaró en tono digno Julián, ofreciéndole galantemente el brazo para acompañarla a la sección de repostería.

—Carlos, dale a probar a la señorita Strand uno de esos mantecados que hiciste esta mañana.

El joven que blandía un rodillo hizo una pausa y con una sonrisa ofreció a Heather una muestra de los mantecados todavía tibios.

—Créanme, si cada vez que venga a verlos me ofrecen un par de bocados como éste, tendrán que echarme de aquí —consciente de la silenciosa presencia de Jake detrás de ella, Heather tomó la mitad del rico dulce y cedió al impulso de darle la otra mitad a él.

Él pareció un tanto sorprendido por la oferta pero vaciló sólo una milésima de segundo antes de aceptar. Sin embargo, no estiró la mano para agarrarlo. Heather se sintió un tanto desconcertada al meterle en la boca el trozo de dulce. La inesperada intimidad del pequeño gesto hizo que se ruborizara un poco.

Cuando apresuradamente se giró para continuar con la ronda, se dio cuenta de que todos disimulaban la sonrisa. Hasta Julián parecía atónito y divertido. El personal, presumió Heather, no estaba acostumbrado a ver cómo daban de comer al distante mago de las finanzas del Hacienda Strand. Heather tuvo que sofocar su propia risa cuando Jake la siguió hasta la sección en donde estaban lavando las verduras.

Heather escuchó atenta hasta que Julián la condujo hacia una plancha en la que estaban a punto de cocinar varias hamburguesas.

—Para los chicos, ya sabe. Muchos de los huéspedes del Hacienda traen a sus hijos y los jóvenes siempre quieren hamburguesas. Incluso a las diez y media de la mañana. Este pedido acaban de hacerlo de la piscina.

—Desde luego —dijo Heather riéndose—. Nadar les abre el apetito a los chicos. Personalmente, siento especial predilección por las hamburguesas. No hace mucho las preparaba a menudo. Me pregunto si todavía sé cómo hacerlo. Deme la espátula.

—Señorita Strand, se va poner perdida de grasa —protestó Julián al verla dirigirse a la pila de hamburguesas preparadas, separadas por finas hojas de papel.

—No creo que usted compre carne grasosa, Julián. No podemos olvidar los panecillos. Jake, lávate las manos y ocúpate de los panecillos.

Se hizo un silencio de sorpresa detrás de Heather y no era sólo Jake el que se había quedado sin habla. Todo el personal se quedó de repente muy callado y tenso. Heather miró en torno.

—¿Jake? ¿No vas a ayudarme? Hay un montón de chicos hambrientos en la piscina. No podemos hacerlos esperar.

Él la miró fijamente mientras Julián Richards se hacía disimuladamente a un lado. Era evidente que el chef no sabía cómo manejar las cosas llegados a aquel punto. Luego, para gran sorpresa de todos, Jake se dirigió obedientemente hacia el fregadero más cercano y se lavó las manos.

—Tendrás que explicarme cómo se hace —dijo tranquilamente cuando se colocó junto a Heather—. Nunca antes he hecho esto.

—Un fallo de tu educación que vamos a corregir. Utiliza esa brocha para untar de mantequilla fundida a los bollos. Luego, los colocas en la plancha detrás de las hamburguesas. Estará listo todo a la vez… como por arte de magia. Si hace falta puedo preparar casi cinco veces esa cantidad.

—Por lo que veo tu educación ha sido más completa que la mía —con tímidas pinceladas, Jake se puso a pintar los bollos de dorado con la mantequilla fundida, luego, con cuidado de las salpicaduras, los colocó boca abajo junto a las hamburguesas. A espaldas de él, el personal contemplaba fascinado la escena.

Unos minutos después, las ocho hamburguesas dentro de los bollos estaban listas para mandar a la piscina. El chef Richards exhaló un profundo suspiro.

—Una cosa es cierta —dijo riéndose entre dientes—. Ninguno de los dos pasará nunca hambre. Siempre pueden encontrar trabajo en cualquier hamburguesería. Por cierto —siguió en tono más formal—, aprovecho la oportunidad para felicitarlos de parte del personal de cocina y de mí mismo. Todos nos alegramos mucho al saber de su próximo matrimonio.

—Gracias —respondió Jake de modo igualmente formal, pasándole el brazo a Heather por la cintura en un gesto posesivo.

—Y gracias por el recorrido, Julián —añadió inmediatamente Heather mientras Jake la acompañaba hacia la puerta—. Volveré.

—Siempre que quiera, señorita Strand, siempre que quiera.

—Como de costumbre… —murmuró Jake cuando salieron al calor creciente del día de verano— has hecho otra conquista. Desde ahora, el personal de cocina está a tus órdenes.

—En realidad, tú mismo te pusiste a mis órdenes bastante bien. Me cuesta creer que nunca antes haya preparado unas hamburguesas a la plancha.

—Tus instrucciones fueron muy precisas —dijo irónicamente él.

—Y tú las seguiste muy bien. Empiezo a creer que todos tienen razón.

—¿En qué?

—En que formamos un buen equipo.

Jake se detuvo.

—No he dejado de decirte lo mismo.

—Me lo has dicho tú. Me lo ha dicho mi padre. Me lo ha dicho el resto de la familia. —Heather sonrió—. ¿Estás seguro de que no te importa trabajar para una mujer?

Él vaciló, como si estuviera escogiendo cuidadosamente sus palabras.

—Creo que puedo trabajar contigo, Heather.

Ella le dedicó una resplandeciente sonrisa.

—Sé que si me empeño, soy una estupenda jefa.

—¿Y qué clase de esposa serás?

Ella se encogió de hombros, en gesto fatalista.

—¿Quién sabe? No tengo experiencia. ¿Cuáles son tus credenciales como esposo?

Jake negó lentamente con la cabeza.

—Mi experiencia directa es bastante limitada. Me casé una vez, Heather. Hace mucho tiempo. Los dos éramos muy jóvenes y no teníamos dinero. Creíamos que el matrimonio sería la cura de todos esos males. Fue una fantasía romántica que no duró año y medio. Al final seguíamos siendo jóvenes y pobres, pero éramos un poquito más sensatos.

A Heather se le suavizó la expresión al recordar sus propias pasiones y fantasías juveniles.

—¿Qué pasó, Jake?

—Ella encontró a alguien que podía proporcionarle el estilo de vida al que quería acostumbrarse —lo dijo sin amargura—. Cuando me comunicó que quería el divorcio, lo que más sentí, me temo, fue alivio. En el fondo era lo mejor para los dos. Ella conseguía la seguridad que necesitaba y yo tendría la libertad de disponer de cada céntimo que ganase para mis estudios. Cuando obtuve el título de Empresariales, estuve demasiado ocupado en labrarme un futuro con mi carrera para pensar en el matrimonio. Puede que no encontrara a nadie que anhelara las mismas cosas que yo. No lo sé.

—Lo que sí sé —añadió con calmado énfasis— es que vuelvo a estar preparado para el matrimonio, y esta vez tengo la intención de que funcione.

—Pareces muy seguro.

—Me acostumbraron a obtener de la vida lo que quiero, Heather. Aunque sea por las malas. No me rindo fácilmente.

Ella no supo muy bien cómo tomar aquella declaración. No parecía un voto de amor. Pero no estaba interesada en un matrimonio de romance y fantasía. Quería un socio en el trabajo y Jake parecía dispuesto a trabajar, por el Hacienda Strand y por el matrimonio.

—Bien —dijo sarcásticamente, por buscar la forma de aligerar el rumbo de la conversación—, al menos esta vez, si terminamos casados y sin dinero podemos hacer lo que sugirió Julián, trabajar en una hamburguesería. No pasaremos hambre.

Para sorpresa de ella, él se tomó en serio su comentario.

—Si es necesario, eso haremos.

Heather miró hacia otro lado con expresión un tanto desconcertada. La energía y la determinación eran cualidades que solía admirar en la gente y que ella también poseía. Pero en Jake Cavender esos atributos destacaban con tal intensidad que a veces le producían escalofríos por la espina dorsal.