ALARICO
EL BÁRBARO QUE SOÑÓ SER EMPERADOR

En un tiempo decadente en el que se presagiaba el fin del mundo antiguo, surgió la figura de un hombre que consiguió unificar el poder de los godos occidentales, se proclamó su rey y condujo la osadía bárbara hasta las mismísimas puertas de la trémula Roma.

Alarico nació en 370 d.C., en Perice, un bello paraje enclavado en la desembocadura del río Danubio. Aquel niño descendía del gran jefe Baltha, que en lenguaje godo significa «audacia»; desde luego, oportunidades no le iban a faltar para acreditar un linaje tan épico.

El muchacho fue instruido con el ánimo de liderar algún día a su pueblo, se formó en las artes de la guerra y la diplomacia y pronto su capacidad le hizo destacar sobre otros jóvenes de la tribu. Era bien parecido, de cuerpo musculado y rubio, con pelo trenzado en barba y melena.Todo un ejemplar germano.

Con veinticinco años, su innegable carisma le alzó como rey de todas las tribus visigodas. En ese año nacía Atila y moría el gran emperador romano Teodosio.

Los visigodos mantuvieron una extraña relación con el Imperio: Roma necesitaba de los bárbaros para sus guerras intestinas o exteriores y los godos negociaban gustosos a cambio de prebendas y territorios. El joven rey Alarico I supo obtener beneficio de las querellas romanas, pero el emperador de Occidente, Honorio, cometió la torpeza de menospreciarlo, y el resultado no se hizo esperar.

En el otoño del año 400 d.C. una horda compuesta por miles de guerreros visigodos entró en estampida por la península italiana: sólo la fortuna y la estrategia del

magister militum
Estilicón frenaron la combatividad de los invasores; fue un primer aviso de lo que se avecinaba.

Honorio soñaba con volver a unir el Imperio de su padre Teodosio; a tal efecto, ordenó reclutar un poderoso ejército integrado por legiones traídas de provincias como las Galias o Hispania. Además, contó con la valiosa aportación de Alarico y los suyos bajo la promesa de pagarle 1.814 kilos de oro a cambio del esfuerzo bélico. Empero, la proyectada campaña se frustró y

Honorio —una vez más— cometió el error de no cumplir el pacto acordado con el jefe visigodo. Alarico, más irritado que nunca, volvió a internarse en los otrora inexpugnables bastiones romanos.

A sangre y fuego, los bárbaros fueron asolando ciudad tras ciudad y en el verano de 410 d.C. el líder visigodo tenía a su merced la ciudad más importante del mundo. ¿Por qué no dominarla y ser su emperador? Lo primero que hizo fue exigir un cuantioso rescate que los romanos pagaron sin dudar. Con cinco mil libras de oro, treinta mil de plata, tres mil de pimienta y cuatro mil piezas de seda en sus alfoijas, se fue a negociar con Honorio la entrega de tierras para establecer a su pueblo nómada; ésa era en principio su única aspiración, pero el inepto Augusto volvió a fallar y, sin más tiempo para charlas, el orgulloso héroe lanzó sus tropas contra Roma. Antes del asalto final Alarico ordenó a sus hombres que no destruyeran ningún monumento emblemático de la ciudad, así como ningún templo cristiano.

En la noche del 24 de agosto los visigodos abrieron brecha por la puerta Salaria, sita en el noreste de Roma, y entraron por allí, dando paso a seis días con sus noches llenos de incendios, masacre y rapiña. Tras saciar el apetito de venganza, capturar importantes rehenes y cubrir los carros con objetos de valor, Alarico dio la orden de marchar hacia el sur. En el equipaje godo iban tesoros muy preciados como la mesa de Salomón, o el

menorah
, candelabro judío de siete brazos con alto valor simbólico.

Alarico soñaba con ser el hombre más importante de su tiempo; a sus cuarenta años se lo podía permitir, aunque para sustentar esa ambición necesitaba alimentar a un pueblo hambriento. La siguiente empresa se fijó en la conquista de las tierras norteafricanas, donde crecía el trigo en abundancia; con ese fin, los visigodos intentaron fletar una potente escuadra en Sicilia; sin embargo, la mala climatología impidió llevar a término dicha acción, al desarbolar la mayor parte de las naves. Fue entonces, llegado el otoño del 410, cuando la virulenta malaria se apropió del cuerpo y mente de aquel rey tan carismático y capaz.

La muerte del líder se produjo en Cosenza. Los generales visigodos no podían permitir que el cadáver de su jefe cayera en manos enemigas, así que, con el propósito de evitarlo, concibieron un plan faraónico para que nadie encontrara jamás a su gran caudillo. El lugar elegido fue el río Busento: allí pusieron a trabajar a miles de esclavos para construir un enorme muro de contención que desviara el curso del río; finalizado esto, los oficiales más cercanos depositaron el cuerpo de Ala-rico en un sepulcro situado dentro del lecho fluvial; le acompañaba en el último viaje un inmenso tesoro que nadie se atrevió a cuantificar.

Terminado el ritual, los generales ordenaron destruir el muro, permitiendo que las aguas del Busento ocuparan de nuevo su cauce natural.

Finalmente, asesinaron a todos los esclavos partícipes en la obra y proclamaron al príncipe Ataúlfo nuevo rey de los visigodos, dejando para la leyenda y las especulaciones si la mesa de Salomón quedó para siempre en el Busento o partió con los visigodos en su ruta hacia las Galias. Eso nunca lo sabremos; lo cierto es que Alarico, desde entonces, sería el héroe eterno de un pueblo que ocuparía, por méritos propios, un lugar destacado durante tres siglos en la historia de Europa.