Epílogo

Domingo 22 de febrero de 2009

Camino por Marylebone Hight Street, no en sueños como de costumbre, sino en la vida real, porque he quedado con una mujer a la que no conozco. En la mano llevo una bolsa que aferro con tanta fuerza que bien podría contener las joyas de la corona.

—«Tenía la fantasía de que algún día entregaría a Monique el abrigo…».

Paso por delante de la mercería.

—«… y, ¿puedes creerlo?, todavía la tengo».

Cuando Lena me llamó para decirme que se alojaba en un hotel que se encontraba en pleno centro de Marylebone, me dio un vuelco el corazón. «He visto una cafetería muy bonita justo al lado de la librería —había dicho—. Podríamos quedar ahí; se llama Amici’s. ¿Te parece bien?». Estuve a punto de decir que prefería ir a otro lugar porque esa cafetería en particular me traía recuerdos dolorosos, pero de pronto cambié de idea. La última vez que había estado allí había ocurrido algo triste. Pero ahora tendría lugar algo positivo…

Cuando abro la puerta, Cario, el dueño, me saluda cariñosamente con la mano, y veo a una mujer delgada y elegante, de cincuenta y pocos años, que se levanta de la mesa y se acerca a mí con una sonrisa vacilante.

—¿Phoebe?

—Lena —digo con tono afectuoso. Mientras nos damos la mano, observo el rostro risueño, los pómulos marcados y el pelo moreno—. Te pareces a tu madre.

Ella se muestra sorprendida.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo entenderás en un segundo —digo. Voy a por los cafés, intercambio unas palabras con Cario y llevo las tazas a la mesa. Con su suave acento californiano, Lena me explica el motivo de su viaje a Londres: mañana se casa una amiga suya en el registro civil de Marylebone. Dice que le hace mucha ilusión, pero que todavía no se ha recuperado del desfase horario.

Una vez que hemos cumplido con las formalidades sociales, pasamos a lo que nos ha traído aquí. Abro la bolsa y entrego a Lena el abrigo, cuya historia conoce casi por completo.

Desliza los dedos por la tela azul cielo, acaricia la suave pelusa de la lana, el forro de seda y las perfectas puntadas.

—Es precioso. Y lo confeccionó la madre de Thérèse… —Me mira sonriendo con cara de sorpresa—. Era muy buena costurera…

—Sí. Está muy bien hecho.

Lena acaricia el cuello del abrigo.

—Es increíble que Thérèse no abandonara jamás la idea de entregárselo a mi madre.

—«Lo he conservado durante sesenta y cinco años, y lo conservaré hasta el día que me muera».

—Quería cumplir la promesa que le hizo —digo—. Y ahora, en cierto sentido, la ha cumplido.

El rostro de Lena trasluce tristeza.

—Pobre niña… tanto tiempo sin saber qué había ocurrido… sin poder vivir en paz… hasta el final.

Mientras tomamos el café, le cuento a Lena con más detalle lo que ocurrió. Le explico que aquella fatídica noche Thérèse se entretuvo con Jean-Luc, y que jamás se perdonó haber desvelado el escondite de Monique.

—La habrían descubierto de todas formas —afirma Lena. Deja la taza en la mesa—. Decía que era tan duro estar todo el día en ese granero, en silencio y sola (para consolarse recordaba las canciones que le cantaba su madre), que casi fue un alivio que la descubriesen. Claro está que no tenía ni idea de lo que le esperaba —añade Lena con amargura.

—Tuvo mucha suerte —murmuro.

—Sí. —Lena clava la vista en su taza de café y se queda absorta en sus pensamientos durante unos segundos—. Fue… un milagro que mi madre sobreviviera, lo cual convierte en un milagro mi existencia; jamás lo olvido. Y a menudo pienso en ese joven oficial alemán que la salvó aquel día.

Entrego a Lena el sobre acolchado. Lo abre y saca el collar.

—Es precioso —dice alzándolo hacia la luz. Desliza un dedo por las cuentas de cristal color rosa y bronce—. Mi madre nunca me habló de este collar. —Me mira—. ¿Qué papel tiene en la historia?

Mientras se lo cuento, imagino a Thérèse buscando desesperada las cuentas entre la paja. Debió de encontrarlas todas.

—Creo que el broche funciona —digo, y Lena lo abre—. Thérèse dijo que hace unos años mandó que cambiaran el hilo del collar. —Lena se lo pone y las cuentas relucen sobre su jersey negro—. Y esto es lo último. —Le paso el sobre color ocre.

Lena saca la foto, busca entre el mar de caras y señala con el dedo a Monique. Me mira.

—Por eso sabías que nos parecemos.

Asiento.

—Y la que está a su lado es Thérèse.

A continuación señalo a Jean-Luc, y el rostro de Lena se ensombrece.

—Mi madre guardaba rencor a ese chico —dice—. Jamás entendió que siendo un compañero de colegio la hubiera traicionado. —Entonces le cuento a Lena la buena acción de Jean-Luc en la guerra, una década después. Ella menea la cabeza sin saber qué decir—. Cómo me gustaría que lo hubiera sabido mi madre. Pero cortó todos los lazos con Rochemare, aunque decía que soñaba a menudo con la casa. Soñaba que corría por las habitaciones buscando a sus padres y a sus hermanos, y pidiendo ayuda a gritos.

Siento un escalofrío.

—Bien… —Lena abraza el abrigo y luego lo dobla—. Lo guardaré como un tesoro, Phoebe, y, a su debido tiempo, se lo entregaré a mi hija, Mónica. Tiene veintiséis años; solo tenía cuatro cuando murió mi madre. La recuerda y muchas veces me pregunta por su vida; esto la ayudará a conocerla mejor.

Cojo una servilleta de papel; tiene la palabra «Amici’s» impresa.

—Hay otra cosa que la ayudará a conocer la historia —digo. Y le hablo de Annie y de la obra de teatro.

A Lena se le ilumina la cara.

—Es estupendo. ¿Y dices que la ha escrito tu amiga? —Pienso en el tremendo cariño que he tomado a Annie en los seis meses que hace que la conozco.

—Sí, es una buena amiga mía.

—Puede que vuelva a Londres para verla —dice Lena—. Con Mónica. Si podemos, vendremos. Pero, ahora… —Mete con sumo cuidado el abrigo y la foto en la bolsa—. Ha sido un verdadero placer conocerte, Phoebe. —Sonríe—. Gracias.

—Me alegro de haberte conocido —digo.

Nos levantamos.

—¿Hay algo más? —pregunta Lena.

—No —respondo contenta—. No hay nada más.

Cuando me alejo, suena mi móvil: es Dan.