Capítulo 6
A la mañana siguiente, mientras caminaba hacia Village Vintage, pensé en mi padre. Por lo visto había iniciado su aventura con Ruth sin tener ni idea de lo que se le venía encima. Mi madre creía que él no la había engañado hasta entonces, a pesar de las oportunidades que había tenido durante años con atractivas estudiantes de arqueología que bebían sus palabras mientras escarbaban la tierra y desenterraban emocionadas restos de fenicios, mesopotámicos, mayas o de quienesquiera que fuera. La ineptitud con que mi padre había llevado su relación con Ruth inducía a pensar que no era un adúltero experimentado.
Cuando se fue de casa, mi padre me escribió. En su carta decía que todavía quería a mi madre, pero que, al quedarse embarazada Ruth, consideró que debía estar a su lado. Añadía que estaba enamorado de ella y que yo debía entenderlo. No lo entendí. Y seguía sin entenderlo.
No me costaba entender por qué Ruth se había sentido atraída por mi padre, pese a que se llevaban veinticuatro años. Mi padre era alto, apuesto, de rostro curtido y facciones marcadas, además de inteligente, cordial y considerado. Pero ¿qué había visto él en Ruth? No era ni dulce ni bella como mi madre. Era fría como el acero e insensible. El trauma de ver a mi padre llevarse sus cosas del hogar conyugal se vio agravado por el hecho de que Ruth, ya en avanzado estado de gestación, lo esperaba fuera, sentada en el coche.
Aquella noche mi madre y yo nos quedamos sentadas en la sala, intentando no mirar los huecos que habían dejado en las estanterías los libros y tesoros de mi padre. Su objeto más preciado, una figurita de bronce de una mujer azteca dando a luz —regalo del gobierno mexicano—, ya no estaba sobre la repisa de la chimenea de la cocina. Dadas las circunstancias, mi madre dijo que no la echaría de menos.
—Si no hubiera ningún bebé… —se lamentó entre sollozos—. No quiero ser mala con una criatura que ni siquiera ha nacido, pero desearía que ese bebé no existiera, porque entonces podría hacer de tripas corazón… ¡pero ahora me pasaré sola el resto de mi vida!
Se me encogió el corazón al pensar que yo pasaría el resto de la mía intentando animarla.
Traté de convencer a mi padre de que no la abandonase. Le hice ver que, a la edad que tenía mamá, no era justo.
—Me siento fatal —dijo mi padre por teléfono—, pero me he metido en… esta situación, Phoebe… y considero que debo hacer lo correcto.
—¿Y por qué abandonar a tu esposa después de treinta y ocho años es lo correcto?
—¿No estar cerca de mi hijo es lo correcto?
—No estuviste cerca de mí cuando yo era pequeña, papá.
—Ya lo sé… y eso ha influido en mi decisión. —Lo oí suspirar—. Tal vez sea porque me he pasado la vida estudiando el pasado y ahora, con este bebé, se me ofrece la oportunidad de disfrutar de un fragmento del futuro; a mi edad, eso es una bendición. Además, quiero estar con Ruth. Sé que no te gusta oírlo, Phoebe, pero es la verdad. Tu madre se quedará con la casa y la mitad de mi pensión. Tiene su trabajo, sus compañeros de bridge y sus amigos. A mí me gustaría que fuéramos amigos —añadió—. ¿Cómo no vamos a ser amigos después de tantos años de matrimonio?
—¿Cómo vamos a serlo, si me ha abandonado? —exclamó mi madre entre sollozos cuando le repetí la frase de mi padre. Comprendí cómo se sentía…
Subí por Tranquil Vale deseando que yo también pudiera sentirme tranquila. Annie no llegaría hasta media mañana porque tenía una prueba. Cuando abrí la puerta pensé, con cierto sentimiento de culpa, que ojalá no consiguiera el papel, porque tendría que irse de gira durante cuatro meses. Me gustaba tener a Annie conmigo. Era puntual y siempre estaba sonriente, sabía tratar a los clientes y cambiaba de lugar el género por iniciativa propia para que la tienda tuviese siempre un aspecto distinto. Era valiosísima para Village Vintage.
Empecé el día con una venta, como supe al leer los correos electrónicos. Cindi me había escrito desde Beverly Hills: quería el vestido de Balenciaga para que una de sus clientas más famosas lo luciera en la entrega de los premios Emmy, y me llamaría a última hora de la tarde para acordar el pago.
A las nueve en punto le di la vuelta al letrero de «Abierto» y llamé a la señora Bell para preguntarle cuándo quería que pasara a recoger la ropa que iba a comprarle.
—¿Puedes venir esta mañana? —preguntó—. ¿A eso de las once?
—¿Qué tal a las once y media? Mi ayudante ya estará aquí a esa hora. Iré en coche.
—Muy bien, te espero.
De pronto sonó la campanilla de la puerta y entró una rubia delgada de treinta y tantos años. Se puso a mirar la ropa con aire ensimismado, como distraído.
—¿Buscas algo en particular? —le pregunté al cabo de unos minutos.
—Sí —respondió—. Estoy buscando algo… alegre. Un vestido alegre.
—Bien… ¿De día o de noche? Se encogió de hombros.
—Da igual. Tiene que ser colorido y alegre.
Le enseñé un vestido sin mangas de algodón con estampado de acianos de mediados de los cincuenta. Pasó los dedos por la falda.
—Es muy bonito.
—Horrocks diseñaba unos vestidos de algodón maravillosos. Antes costaban el salario de una semana. ¿Y te has fijado en éstos? —Señalé los vestidos pastelito.
—¡Oh! —Abrió los ojos de par en par—. Son fabulosos. ¿Puedo probarme el rosa? —preguntó, casi como una niña—. ¡Me encanta el rosa!
—Claro. —Lo bajé de la pared—. Es una cuarenta.
—Es maravilloso —dijo con entusiasmo cuando lo colgué en el probador. Entró y corrió la cortina. La oí bajarse la cremallera de la falda, y luego el frufrú de las enaguas cuando se puso el vestido—. Es muy… alegre —la oí decir—. Me encantan las faldas con muchas capas… me siento como un hada de la primavera. —Asomó la cabeza por la cortina—. ¿Puedes subirme la cremallera? Es que no llego… Gracias.
—Estás muy guapa —le dije—. Te queda como un guante.
—¿Verdad que sí? —Se miró en el espejo—. Es justo lo que quería, un vestido bonito y alegre.
—¿Celebras algo? —pregunté.
—Bueno… —Ahuecó las capas de tul—. Llevo un tiempo intentando tener un bebé. —Asentí, sin saber qué decir—. No me quedaba embarazada por medios naturales, así que, después de dos años y medio, decidimos probar con la fecundación in vitro… es de lo más desagradable —añadió volviendo la cabeza hacia mí.
No tienes por qué contármelo —repuse—. De verdad…
Retrocedió un paso y evaluó la imagen que le devolvía el espejo.
—En fin, me he tomado la temperatura unas diez veces al día, me he tragado todas esas pastillas y me he puesto inyecciones hasta que la cadera me ha quedado como un acerico. He pasado por ese infierno cinco veces, y entretanto me he arruinado, por cierto. Hace quince días comencé el sexto ciclo, que iba a ser el último porque mi marido me había dicho que no estaba dispuesto a pasar otra vez por todo eso. —Hizo una pausa para tomar aire—. Así que era la última vez que tirábamos los dados… —Salió del probador y continuó mirándose al espejo—. Y esta mañana me han comunicado los resultados. Mi ginecóloga me ha llamado para decirme… —Se dio una palmadita en el vientre—. No ha funcionado.
—¡Oh! —murmuré—. Lo siento. —Por supuesto que lo sentía. ¿Por qué quería entonces comprarse un vestido de fiesta de graduación si no estaba embarazada?
—Así que hoy he llamado al trabajo para decir que estaba enferma y estoy buscando formas de animarme. —Sonrió a su imagen reflejada en el espejo—. Y este vestido me parece un buen comienzo. Es maravilloso —afirmó entusiasmada volviéndose hacia mí—. ¿Cómo puede alguien sentirse triste con un vestido como éste? Es imposible, ¿verdad? —Se le habían humedecido los ojos—. Imposible… —Entró en el probador con el rostro demudado por la amargura.
Corrí hacia la puerta y le di la vuelta al letrero.
—Lo siento… —dijo entre sollozos—. No tendría que haber entrado. Es que me siento… frágil.
—Es comprensible —repuse en voz baja. Le pasé unos cuantos pañuelos de papel.
Levantó la vista hacia mí.
—Tengo treinta y siete años. —Una lágrima le rodó por la mejilla—. Muchas mujeres mayores que yo tienen hijos. Entonces, ¿por qué no puedo tener uno? Solo uno —dijo llorando—. ¿Es demasiado pedir?
Corrí la cortina para que pudiera cambiarse.
Al cabo de un par de minutos trajo el vestido al mostrador. Se había serenado, pero tenía los ojos rojos.
—No tienes por qué comprarlo —le dije.
—Quiero comprarlo —afirmó—. Cada vez que esté triste, me lo pondré o lo colgaré en la pared, como lo tenías tú, y solo con mirarlo volveré a sentirme optimista.
—Espero que tenga el efecto deseado, pero si cambias de opinión no dudes en devolverlo. Tienes que estar segura.
—Estoy segura. Gracias de todas formas.
—Bueno… —Le sonreí sin saber qué decir—. Te deseo lo mejor. —Y le tendí la bolsa con el vestido «alegre».
Annie volvió de la prueba a las once.
—El director era un canalla —exclamó—. Hasta me ha pedido que me diera la vuelta, ¡como si fuera un cacho de carne!
Recordé cuando el asqueroso Keith obligó a su novia a darse la vuelta delante de él.
—Espero que no lo hayas hecho.
—Por supuesto que no, ¡me he largado! Debería denunciarlo al instituto por la igualdad —murmuró mientras se quitaba la chaqueta—. Después de esta experiencia resulta muy agradable volver a tu tienda.
Me sentí culpable por alegrarme de que la prueba de Annie no hubiera ido bien, y le hablé de la chica que había comprado el vestido pastelito rosa.
Pobrecita —murmuró, ya tranquila—. ¿Tú quieres tener hijos? —me pregunto mientras se aplicaba brillo de labios.
—No —respondí—. Los niños no entran en mis planes. —Salvo el hijo de mi padre, pensé.
—¿Tienes novio? —me preguntó Annie tras cerrar la cremallera de su bolso—. Ya sé que no es asunto mío.
—No. Estoy soltera y sin compromiso… aparte de alguna que otra cita. —Pensé en mi inminente cena con Miles—. Ahora mi prioridad es el trabajo. ¿Y tú?
—Salgo con un tío, Tim, desde hace unos meses —respondió Annie—. Es pintor, vive en Brighton, pero de momento estoy centrada en mi carrera, no quiero sentar la cabeza; además, solo tengo treinta y dos años, tengo tiempo. —Se encogió de hombros—. Tú también tienes tiempo.
Miré el reloj.
—No, no tengo tiempo, voy a llegar tarde. Tengo que ir a recoger la ropa de la señora Bell. —Dejé a Annie a cargo de la tienda y me fui a casa. Cogí dos maletas y me dirigí en coche al Paragon.
Durante la semana transcurrida desde mi visita al número 8 habían reparado la cerradura eléctrica, así que la señora Bell no tuvo que bajar a abrir la puerta; por suerte, pensé cuando llegué a su casa, porque vi que estaba aún más débil que la vez anterior.
Me saludó cariñosamente cuando entré y me puso en el brazo una mano huesuda.
—Ve a recoger la ropa. Espero que quieras quedarte a tomar una taza de café.
—Gracias… me encantaría.
Entré en la habitación con las maletas y metí los bolsos, zapatos y guantes en una. Luego abrí el armario y, mientras sacaba los vestidos, eché un vistazo al abrigo azul y volví a pensar en su historia.
Oí los pasos de la señora Bell a mis espaldas.
—¿Ya has terminado, Phoebe? —Toqueteó la cinturilla de su falda de cuadros verdes y rojos, que le quedaba un poco grande.
—Casi —respondí. Metí los dos sombreros en la hermosa sombrerera antigua que la señora Bell había incluido en el lote; por último doblé el maxi vestido de Ossie Clark y lo guardé en la segunda maleta.
—El Jaeger… —dijo la señora Bell cuando la cerré—. Me gustaría entregarlo a una tienda de beneficencia porque quiero deshacerme de todo cuanto pueda mientras aún tenga ánimo. Se lo pediría a Paola, mi asistenta, pero está fuera. ¿Tendrías inconveniente en llevarlo tú, Phoebe?
—Por supuesto que no. —Metí la ropa en una bolsa grande—. Hay una tienda de Oxfam… ¿Quiere que lo lleve allí?
—Sí —respondió la señora Bell—. Gracias. Ahora ve a sentarte mientras yo preparo el café.
En el salón, la chimenea de gas emitía su débil siseo. La luz del sol que entraba por los pequeños paneles de la ventana salediza arrojaba en el suelo sombras que semejaban los barrotes de una jaula.
La señora Bell entró con la bandeja. Con mano temblorosa cogió la cafetera de plata y sirvió dos tazas. Mientras bebíamos me preguntó por la tienda. Le hablé un poco de mi vida y de mi pasado profesional. Luego me contó que a veces la visitaba un sobrino de su marido que vivía en Dorset, y que tenía una sobrina en Lyon a la que no veía nunca.
—Tiene que cuidar de sus dos nietos, pero me telefonea de vez en cuando. Es mi pariente más cercano, la hija de Marcel, mi difunto hermano.
Charlamos un rato más, y el reloj de la repisa de la chimenea dio las doce y media. Dejé la taza.
Tengo que marcharme. Gracias por el café, señora Bell. Ha sido un placer volver a verla.
Una expresión de pesar apareció en su rostro.
—Me ha gustado mucho volver a verte, Phoebe. Espero que nos mantengamos en contacto —añadió—. Claro que tú eres una joven muy ocupada. ¿Por qué iba a interesarte…?
—Me encantaría que nos mantuviéramos en contacto —la interrumpí—. Ahora debo volver a la tienda… Además, no quiero cansarla.
—No estoy cansada —dijo la señora Bell—. Siento dentro de mí una extraña clase de energía.
—Bueno… ¿Quiere que haga algo por usted antes de irme?
—No —respondió—. Gracias de todas formas.
—Entonces me despido ya… hasta que volvamos a vernos. —Me levanté.
La señora Bell me miró de hito en hito, como si estuviera pensando algo.
—Quédate un rato más —dijo de pronto—. Por favor. —Me embargó una pena terrible. La pobre mujer se sentía sola y necesitaba compañía. Cuando iba a decirle que me quedaría unos veinte minutos más, salió al pasillo y se dirigió hacia su habitación, donde oí que abría la puerta del armario. Regresó enseguida con el abrigo azul en las manos.
Me miró con los ojos muy brillantes.
—Querías conocer la historia de este…
—No. —Negué con la cabeza—. No es asunto mío.
—Tenías curiosidad.
Me quedé pasmada.
—Bueno… un poco —admití—, pero no es asunto mío, señora Bell. No debería haberlo tocado.
—Es que quiero contarte su historia —afirmó—. Quiero hablarte un poco sobre este abrigo y explicarte por qué lo escondí. Sobre todo, Phoebe, quiero contarte por qué lo he conservado durante tanto tiempo.
—No tiene que contarme nada —repuse sin excesiva convicción—. Apenas me conoce. La señora Bell suspiró.
—Es cierto. Pero últimamente siento la necesidad de contarle a alguien la historia, la historia… que he guardado dentro de mí durante todos estos años, aquí, justo aquí. —Se clavó en el pecho, con fuerza, los dedos de la mano izquierda—. Y no sé por qué creo que, si he de contársela a alguien, es a ti.
La miré fijamente.
—¿Por qué?
—No estoy segura —respondió—. Solo sé que siento una especie de… una especie de afinidad contigo, Phoebe, una conexión que no sé explicar.
—Ah. De todas formas, ¿por qué quiere hablar de eso ahora —le pregunté en voz baja—, después de tanto tiempo?
—Porque… —La señora Bell se hundió en el sofá. Su rostro reflejaba angustia—. La semana pasada, cuando estabas aquí, me comunicaron los resultados de unos análisis. Y no auguraban nada bueno —prosiguió con voz serena—. Ya suponía que las noticias no serían halagüeñas porque últimamente estoy perdiendo peso. —Entonces comprendí la extraña reacción de la señora Bell cuando le pregunté si iba a «ir a menos»—. Me han ofrecido un tratamiento, pero lo he rechazado. Es muy desagradable, y solo me daría un poco más de tiempo, y a mi edad… —Levantó las manos en un gesto de resignación—. Tengo casi ochenta años, Phoebe, he vivido más que muchas personas, como tú bien sabes. —Pensé en Emma—. Ahora que soy muy consciente de que la vida se acaba, la angustia que he sentido durante tanto tiempo no ha hecho más que empeorar. —Me miró con gesto suplicante—. Necesito contarle a una persona la historia de este abrigo ahora, cuando todavía conservo la lucidez. Necesito que esa persona me escuche y tal vez entienda lo que hice y el porqué. —Se quedó mirando el jardín, el rostro dividido en dos por la sombra que proyectaba el marco de la ventana—. Supongo que es preciso confesar la verdad. Si creyera en Dios, se lo contaría a un sacerdote. —Volvió la mirada hacia mí—. ¿Puedo contártelo, Phoebe? ¿Por favor? No tardaré mucho, lo prometo, serán solo unos minutos.
Asentí en silencio, desconcertada, y me senté. La señora Bell se inclinó hacia delante en la silla y acarició el abrigo, que yacía, lacio, sobre su regazo. Respiró hondo y, entrecerrando los ojos, miró más allá de donde yo estaba, a través de la ventana, como si fuera una puerta que condujera al pasado.
—Soy de Aviñón. Ya lo sabes. —Asentí—. Me crié en un pueblo grande a unos cinco kilómetros del centro de la ciudad. Era un lugar bastante tranquilo, con calles estrechas que conducían a una enorme plaza cuadrada bordeada de plátanos donde había unas cuantas tiendas y un bar muy agradable. En el lado norte de la plaza estaba la iglesia, sobre cuya puerta estaban grabadas, en grandes letras romanas, las palabras Liberté, Égalité et Fraternité. —Una fugaz sonrisa irónica se dibujó en su rostro—. El pueblo estaba rodeado de campos —prosiguió—, y cerca de allí pasaba una línea ferroviaria. Mi padre trabajaba en el centro de Aviñón, donde llevaba una ferretería. También tenía un pequeño viñedo no lejos de nuestra casa. Mi madre era maitresse de maison, cuidaba de mi padre, de mi hermano pequeño, Marcel, y de mí. Para ganar un poco de dinero adicional, se dedicaba a la costura.
La señora Bell se colocó un mechón de pelo blanco detrás de la oreja.
—Marcel y yo íbamos a la escuela local. Era muy pequeña, no había más de cien niños, muchos de los cuales descendían de familias que habían vivido en el pueblo desde hacía generaciones; los apellidos se repetían: Carón, Paget, Marigny… y Aumage. —Deduje que ese último tendría una importancia especial. La señora Bell se removió ligeramente en el asiento—. El mes de septiembre del cuarenta, cuando yo tenía once años, llegó una niña nueva a mi clase. La había visto un par de veces durante el verano, pero no sabía quién era. Mi madre dijo que había oído que la niña y su familia se habían trasladado al pueblo desde París. Añadió que, tras la ocupación, muchas familias como ésa habían emigrado al sur. —La señora Bell me miró—. En ese momento yo no lo sabía, pero la expresión «como ésa» acabaría teniendo una gran importancia. La niña se llamaba… —A la señora Bell le tembló la voz—. Monique —susurró—. Se llamaba Monique… Richelieu… y me encargaron que cuidase de ella. —La señora Bell volvió a acariciar el abrigo, casi como si quisiera consolarlo, y miró de nuevo por la ventana.
—Monique era una niña dulce y simpática, lista y trabajadora, y también guapa, con unos pómulos preciosos, una expresión de inteligencia en sus ojos negros y el pelo tan moreno que bajo cierta luz parecía azul. Y, por mucho que intentara disimularlo, tenía un acento extranjero que destacaba mucho entre los provenzales que se oían en la zona. —La señora Bell me miró—. Siempre que en el colegio se metían con ella por ese motivo, decía que su acento era parisino. Pero mis padres decían que no era parisino… era alemán.
La señora Bell juntó las manos y el brazalete esmaltado que llevaba tintineó un poco al chocar con la pulsera de oro del reloj.
—Monique empezó a venir a mi casa a jugar, y paseábamos juntas por el campo y el monte, cogíamos flores silvestres y charlábamos de cosas de niñas. De vez en cuando le preguntaba cómo era París, que yo solo había visto en fotografías. Monique me hablaba de su vida en la ciudad, aunque nunca daba detalles precisos del lugar donde había vivido su familia. En cambio, a menudo me hablaba de su mejor amiga, Miriam. Miriam… —El rostro de la señora Bell se iluminó de pronto—. Lipietzka. Acabo de recordar el apellido, después de tantos años. —Me miró y meneó la cabeza con un gesto de sorpresa—. Esto es lo que ocurre, Phoebe, cuando nos hacemos viejos. Las cosas que llevan largo tiempo enterradas emergen de repente con una nitidez pasmosa. Lipietzka —murmuró—. Por supuesto… creo recordar que su familia era de Ucrania. Monique me decía que echaba mucho de menos a Miriam, de quien estaba muy orgullosa, entre otras cosas porque era una violinista excepcional. Recuerdo que me ponía celosa cuando Monique hablaba de Miriam y que deseaba convertirme con el tiempo en la mejor amiga de Monique, aunque no tuviera ningún talento musical. Recuerdo que lo pasaba muy bien en casa de Monique, que estaba algo lejos, al otro lado del pueblo, cerca de las vías del tren. Tenía un hermoso jardín con un montón de flores y un pozo, y, sobre la puerta de la entrada había una placa con una cabeza de un león labrada.
La señora Bell dejó la taza.
—El padre de Monique era un hombre soñador, muy poco práctico. Todos los días iba en bicicleta a Aviñón, donde trabajaba de contable en una gestoría. La madre se quedaba en casa cuidando de los hermanos gemelos de Monique, Olivier y Christophe, que tenían tres años. Recuerdo que una vez Monique preparó la cena para todos, aunque solo tenía diez años. Me dijo que había aprendido a cocinar porque su madre había tenido que guardar cama durante dos meses tras el nacimiento de los gemelos. Monique era muy buena cocinera, aunque no me gustaba mucho su pan.
»La guerra seguía su curso. Los niños sabíamos que había guerra, pero apenas nos enterábamos de lo que ocurría porque, por supuesto no había televisión, había pocas radios y los adultos nos protegían tanto como podían. No solían hablar de la guerra delante de nosotros, salvo para quejarse del racionamiento; de lo que más se quejaba mi padre era de lo difícil que resultaba conseguir cerveza. —La señora Bell hizo una nueva pausa y apretó los labios—. Un día, en el verano del cuarenta y uno, cuando ya éramos amigas íntimas, Monique y yo salimos a pasear. Anduvimos unos tres kilómetros por los estrechos caminitos de la zona hasta llegar a un viejo granero medio en ruinas. Entramos para explorarlo y acabamos hablando de nombres. Yo le dije que no me gustaba el mío: Thérèse. Me parecía demasiado vulgar. Me habría gustado que mis padres me hubieran puesto Chantal. Le pregunté a Monique si le gustaba el suyo. Para mi sorpresa, se puso roja como un tomate y de pronto soltó que Monique no era su verdadero nombre. Su verdadero nombre era Monika, Monika Ricther. Me quedé… —la señora Bell sacudió la cabeza con expresión de desconcierto—… asombrada. Monique me contó entonces que su familia era de Mannheim y que se habían trasladado a París hacía cinco años; su padre había cambiado el apellido para integrarse mejor. Eligió el de Richelieu, según me contó ella, por el famoso cardenal.
La señora Bell volvió a mirar por la ventana.
—Cuando le pregunté a Monique por qué se habían marchado de Alemania, me contestó que para estar a salvo. Al principio se negó a explicarme por qué, pero cuando insistí me contó que su familia era judía. Dijo que nunca se lo habían contado a nadie y que ocultaban todos los signos externos que pudieran delatarlos. Me hizo jurar que jamás revelaría a nadie su secreto, o dejaríamos de ser amigas. Accedí, por supuesto, aunque no entendía por qué debían mantener en secreto que eran judíos. Sabía que los judíos habían vivido en Aviñón durante siglos; había una antigua sinagoga en el centro de la ciudad. Pero, si eso era lo que quería Monique, yo iba a respetarlo.
La señora Bell acarició las mangas del abrigo.
—Pensé que yo también debía contarle un secreto a Monique, así que le confesé que hacía poco me había enamorado de un chico del colegio, Jean-Luc Aumage. —La señora Bell apretó los labios hasta formar una línea delgadísima—. Recuerdo que, cuando le hablé de Jean-Luc, Monique se mostró un poco incómoda. Luego me dijo que era un chico simpático y, desde luego, muy guapo.
La señora Bell volvió a mirar por la ventana.
—Pasó el tiempo. Procurábamos no pensar en la guerra y dábamos gracias por vivir en la zona sur «libre». Una mañana, a finales de junio del cuarenta y dos, noté a Monique muy inquieta. Me dijo que acababa de recibir una carta de Miriam, en la que le contaba que en la zona ocupada los nazis obligaban a los judíos a llevar una estrella amarilla. La estrella de seis puntas, que debían coserse en la solapa izquierda de la chaqueta, llevaba en el centro la palabra Juive. —La señora Bell alisaba una y otra vez la tela azul del abrigo que tenía en el regazo—. A partir de entonces quise saber lo que ocurría en la guerra. Por la noche me sentaba junto a la puerta de la habitación de mis padres para oír los partes de la BBC de Londres, que ellos escuchaban a escondidas; como otras muchas personas, mi padre compró nuestra primera radio precisamente para eso. Recuerdo que mientras escuchaban aquellos boletines yo oía a mi padre soltar exclamaciones de disgusto y preocupación. Por uno de esos programas me enteré de que había leyes específicas para los judíos de ambas zonas. Tenían prohibido alistarse en el ejército, ocupar cargos relevantes en el gobierno y adquirir propiedades. Tenían que respetar un toque de queda, y en París les obligaban a viajar en el último vagón del metro.
»Al día siguiente le pregunté a mi madre por qué ocurría todo eso, pero solo me dijo que corrían malos tiempos y que no debía pensar en esa horrible guerra que, grace á Dieu, pronto terminaría.
»Así que intentábamos vivir como si todo fuera «normal», pero en noviembre de 1942 esa apariencia de normalidad acabó bruscamente. El 12 de noviembre mi padre regresó a casa temprano, sin aliento, y nos dijo que había visto a dos soldados alemanes, con metralletas en los sidecares de sus motocicletas, en la carretera que unía nuestro pueblo con el centro de la ciudad.
»A la mañana siguiente, junto con muchas otras personas, mis padres, mi hermano y yo fuimos a pie a Aviñón y nos quedamos horrorizados al ver soldados alemanes plantados junto a las hileras de Citroën negros oficiales aparcados delante del Palais des Papes. Vimos más soldados alemanes apostados en el ayuntamiento, y a otros con cascos y gafas protectoras recorriendo nuestras históricas calles en vehículos blindados. A los niños nos parecían divertidos, como extraterrestres, y recuerdo que mis padres nos regañaron a Marcel y a mí porque los señalamos y nos reímos. Nos dijeron que actuásemos como si no existieran. Nos dijeron que, si todos los habitantes de Aviñón hicieran eso, la presencia de los alemanes no nos afectaría. Pero Marcel y yo sabíamos que era mentira; comprendimos que la «zona libre» ya no existía y que ahora estábamos todos sous la botte.
La señora Bell hizo una pausa, y se colocó otro mechón de pelo detrás de la oreja.
—A partir de ese momento Monique se volvió distante y adopto una actitud vigilante. Al salir del colegio se iba directamente a casa. Ya no podía jugar los domingos, y no me invitaba a su casa. Eso me dolía, pero cuando quise hablar con ella me dijo que tenía menos tiempo porque su madre necesitaba que la ayudara más en casa.
»Al cabo de un mes, mientras hacía cola para comprar harina, oí al hombre de delante quejarse de que a partir de entonces los judíos de nuestra zona tendrían que llevar la palabra «judío» estampada en el carnet de identidad y la cartilla de racionamiento. Supuse que era judío. Dijo que aquello constituía una terrible afrenta. Su familia vivía en Francia desde hacía generaciones; ¿acaso él no había combatido en la Gran Guerra? —La señora Bell entrecerró sus ojos azul celeste—. Recuerdo que agitó el puño en dirección a la iglesia y preguntó qué había sido de ese concepto de Liberté, Égalité et Fraternité. Yo, ingenua de mí, pensé: «Al menos a él no le obligan a ponerse la estrella, como a Miriam; eso sería… horrible». —Me miró y sacudió la cabeza—. ¡Qué poco podía imaginar entonces que llevar la estrella hubiera sido infinitamente mejor que tener el sello en la documentación oficial!
La señora Bell cerró los ojos un instante, como si el mero hecho de recordar la agotara. Luego los abrió y se quedó mirando al frente.
—A principios del cuarenta y tres, más o menos a mediados de febrero, vi a Monique junto a la puerta de la escuela, hablando animadamente con Jean-Luc, que para entonces se había convertido en un atractivo muchacho de quince años. Por la forma en que él le ciñó la bufanda al cuello, deduje que le atraía Monique. Me pareció que a ella también le gustaba Jean-Luc, por cómo le sonreía, no alentándolo, pero sí con ternura y… cierto nerviosismo, supongo. —La señora Bell suspiró y meneó la cabeza—. Yo seguía enamorada de Jean-Luc, aunque él ni siquiera me miraba. ¡Qué idiota era! —añadió con tono sombrío—. ¡Qué idiota! —Volvió a golpearse el pecho y siguió hablando con voz temblorosa—. Al día siguiente le pregunté a Monique si le gustaba Jean-Luc. Me miró fijamente, casi con tristeza, y dijo: «Tú no lo entiendes, Thérèse», lo que solo parecía confirmar mis sospechas. Recordé cómo había reaccionado cuando le conté que estaba enamorada de Jean-Luc; se había mostrado incómoda, y ahora yo sabía por qué. —La señora Bell volvió a golpearse el pecho—. Pero Monique tenía razón, yo no lo entendía.
»Ojalá lo hubiera entendido —dijo con voz ronca. Sacudió la cabeza—. Ojalá lo hubiera entendido…
La señora Bell hizo una breve pausa para recuperar la compostura.
—Al salir del colegio me fui a casa llorando. Mi madre me preguntó qué me pasaba, pero me dio vergüenza contárselo. Entonces me abrazó y me dijo que me secara las lágrimas, porque tenía una sorpresa para mí. Fue a su rincón de costura y sacó una bolsa. Dentro había un hermoso abrigo de lana azul como el cielo en una mañana clara de junio. Mientras me lo probaba, me dijo que había hecho cola durante cinco horas para comprar la tela, y que lo había cosido por la noche mientras yo dormía. La abracé y le dije que me gustaba tanto el abrigo que lo conservaría toda la vida. Ella se rió y dijo: «No seas tonta». —La señora Bell me dirigió una sonrisa triste—. Pero lo he hecho.
Volvió a acariciar las solapas del abrigo, y las arrugas de su frente se acentuaron.
—Un día del mes de abril Monique no vino a la escuela. Tampoco vino al día siguiente, ni al otro. Cuando le pregunté a la profesora dónde estaba Monique, me dijo que no lo sabía y que no estaba segura de si regresaría pronto. Comenzaron las vacaciones de Pascua y yo seguía sin ver a Monique, y no paraba de preguntar a mis padres dónde estaba, pero ellos me decían que la olvidara, que ya haría otras amigas. Yo decía que no quería otras amigas, que quería a Monique. Así que una mañana fui corriendo a su casa. Llamé a la puerta, pero nadie me abrió. Miré por un hueco entre los postigos y vi restos de comida en la mesa. Había un plato roto en el suelo. Al comprender que se habían marchado de forma precipitada, decidí escribir a Monique de inmediato. Me senté junto al pozo y empecé a redactar la carta mentalmente cuando caí en la cuenta de que, claro está, no podía escribirle porque no tenía ni la más remota idea de dónde se encontraba. Me sentí muy mal… —Oí que la señora Bell tragaba saliva.
»Aún hacía frío. —Se estremeció de forma involuntaria—. Aunque estábamos a finales de primavera, yo todavía me ponía mi abrigo azul. Y seguía preguntándome adónde se había ido Monique y por qué ella y su familia se habían marchado de forma tan repentina. Pero mis padres no querían hablar de eso conmigo. Entonces, con mi egoísmo infantil, pensé que la situación tenía algo positivo. No cabía duda de que Monique regresaría, si no en ese momento, sí cuando acabase la guerra, pero durante su ausencia quizá Jean-Luc se fijase en mí. Recuerdo que hice de todo para conquistarlo. Tenía catorce años recién cumplidos y empecé a utilizar el carmín de mi madre; me ponía papeles en el pelo por las noches, como ella, para que se me rizara, y me pintaba las pestañas con betún negro, en ocasiones con resultados de lo más cómicos; me pellizcaba las mejillas para darles color. Marcel, que tenía dos años menos que yo, empezó a darse cuenta de esos detalles y se burlaba de mí sin piedad.
»Un sábado por la mañana nos peleamos. Marcel se estaba metiendo tanto conmigo que no pude más. Salí de casa dando un portazo. Caminé durante al menos una hora y llegué al viejo granero medio en ruinas. Entré y me senté en el suelo, en un trozo donde daba el sol, con la espalda apoyada contra un fardo de paja. Oí a los gorriones piar en los aleros del tejado y el rumor de los trenes a lo lejos. De pronto me embargó la pena y rompí a llorar. No podía parar. Seguía sentada en el suelo, con el rostro bañado en lágrimas, cuando oí un leve ruido detrás de mí. Pensé que sería una rata, y me asusté. Pero la curiosidad me pudo. Me levanté y me dirigí hacia el fondo del granero, y allí, detrás de una pila de fardos de paja, tendida en el suelo, cubierta con una áspera manta gris, estaba… Monique. —La señora Bell me miró sobrecogida—. Me quedé pasmada. No acertaba a entender qué hacía allí. Susurré su nombre, pero no respondió. Empecé a sentir pánico. Me arrodillé a su lado y la zarandeé con delicadeza…
—¿Se despertó? —pregunté. Tenía el corazón desbocado—. ¿Se despertó?
La señora Bell me miró con curiosidad.
—Sí… gracias a Dios, pero jamás olvidaré la expresión que tenía cuando despertó. Me reconoció, pero tenía la mirada perdida. Al principio sus ojos reflejaban terror; luego alivio mezclado con perplejidad. Me contó con un hilo de voz que no me había oído entrar porque estaba dormida; le costaba mucho conciliar el sueño por la noche y estaba agotada. Entonces se puso en pie, muy rígida, y me miró. Me rodeó con los brazos y me estrechó con fuerza mientras yo intentaba consolarla… —La señora Bell hizo una pausa. Se le habían humedecido los ojos—. Nos sentamos sobre un fardo de paja. Monique me dijo que llevaba ocho días en el granero. En realidad eran diez: lo supe porque me contó que el diecinueve de abril la Gestapo había ido a su casa cuando ella estaba comprando el pan, y que se habían llevado a sus padres y a sus hermanos. Sus vecinos, los Antignac, la habían visto regresar y la habían acogido. La habían ocultado en el desván, y al caer la noche la habían llevado a aquel granero que ya nadie usaba… el mismo donde Monique me había revelado su verdadera identidad. Me explicó que monsieur Antignac le había dicho que permaneciera allí hasta que pasara el peligro. Le había dicho que no tenía ni idea de cuánto tiempo sería, de modo que Monique debía tener paciencia y ser valiente. Le había dicho que no hiciera ruido ni saliera del granero, salvo para llenar de agua la jarra que le había dado en el arroyo que había a unos metros cuando cayera la noche.
A la señora Bell le temblaban los labios.
—Se me rompió el corazón: Monique estaba sola, lejos de su familia, cuyo paradero desconocía, y cada minuto que pasaba despierta se atormentaba al pensar cómo se los habían llevado por la fuerza. Intenté imaginar qué habría hecho en esa situación. Entonces fui consciente del horror de esa guerra. —Los ojos de la señora Bell llameaban cuando me miró—. ¿Cómo era posible que personas que no habían cometido ningún delito, hombres, mujeres y… niños —añadió con vehemencia—, niños…? —Tenía los ojos arrasados de lágrimas—. ¿Cómo era posible —prosiguió— que los sacaran de sus casas sin más y los hacinaran en trenes con destino a… «nuevos horizontes»? —dijo con desprecio—. Ése era el eufemismo que aprendimos después… y «campos de trabajo en el este». —Se le quebró la voz—. «Destino desconocido» —añadió—. Ése era otro… —Se tapó la cara con las manos.
Oí el tictac del reloj.
—¿Está segura de que quiere seguir? —le pregunté con amabilidad.
La señora Bell asintió.
—Sí —metió la mano en la bocamanga de la blusa y sacó un pañuelo—. Necesito contarlo… —se secó los ojos, parpadeó un par de veces y luego siguió, la voz rota por el esfuerzo y la emoción—. Monique estaba demacrada y muy delgada. Tenía el pelo enredado, la ropa y la cara sucias. Llevaba al cuello el hermoso collar de cristal veneciano que su madre le había regalado cuando cumplió trece años. Las cuentas eran grandes y rectangulares, con un dibujo de espirales color rosa y bronce. Monique lo acariciaba mientras hablaba, como si le consolara el simple hecho de tocarlo. Me contó que estaba desesperada por encontrar a su familia, pero que entendía que por el momento debía quedarse donde estaba. Me dijo que los Antignac eran muy amables, pero que no podían llevarle comida todos los días.
»Cuando le dije que yo se la llevaría, Monique me advirtió de que no lo hiciera porque podía ser peligroso. «No me verá nadie», —le aseguré—. «Diré que voy a coger fresas silvestres, ¿a quién puede importarle lo que yo haga?». Por segunda vez en aquel granero, Monique me hizo jurar que guardaría un secreto. Me pidió que no le contara a nadie que la había visto, ni siquiera a mis padres y mi hermano. Juré que no diría nada y me fui corriendo a casa. La cabeza me daba vueltas. Entré en la cocina, cogí una rebanada de pan de mi ración y la unté con un poco de mantequilla, corté un pedazo de queso de nuestra escasa provisión, encontré una manzana y lo metí todo tal cual en una cesta. Le dije a mi madre que salía otra vez porque quería coger algunos lirios, que florecían justo en esa época del año. Ella comentó que yo tenía muchísima energía y le dije que no pensaba ir muy lejos. Corrí de vuelta al granero, entré con mucho sigilo y di a Monique la comida. Se comió la mitad con verdadera voracidad y dijo que guardaría la otra mitad para los siguientes dos días. Como le preocupaban las ratas, dejó el resto de las provisiones bajo un viejo tiesto puesto del revés. Le dije que volvería pronto con más comida. Le pregunté si necesitaba alguna otra cosa. Contestó que durante el día estaba bien, pero que por la noche pasaba tanto frío que no podía dormir. Solo tenía el vestido de algodón que llevaba, una chaqueta y la delgada manta gris. «Necesitas un abrigo», le dije. «Un abrigo bien calentito… Necesitas…». Y… de pronto supe que pensaba hacer. «Te traeré el mío», le prometí, «mañana, a última hora de la tarde. Ahora debo irme porque mis padres empezarán a preguntarse dónde me he metido». La besé en la mejilla y me marché.
»Esa noche apenas pegué ojo. Sufría pensando en Monique, sola en el granero, sobresaltada por los ruidos de las ratas y los ratones y el ulular de los búhos, aterida de frío, hasta el punto de que por las mañanas se despertaba con el cuerpo dolorido de tanto tiritar. Pensé en el abrigo, en lo calentita que estaría con él, y la idea de dárselo hizo que me sintiera eufórica. Monique era mi amiga. —A la señora Bell le temblaban los labios—. Y yo iba a cuidar de ella.
Aparté la mirada, apenas incapaz de soportar aquella historia que me traía dolorosos recuerdos de mi propia vivencia.
La señora Bell acariciaba el abrigo una vez más, como si estuviera consolándolo.
—Pensé en todas las cosas maravillosas que podía llevar a Monique: el abrigo, lápices y papel para que se entretuviera, libros, una pastilla de jabón y un poco de dentífrico. Y, por supuesto, comida, mucha comida… —Me pareció oír un timbre, como si el sonido llegara desde un lugar muy lejano—. Me dormí por fin pensando en el banquete que prepararía para Monique. —La señora Bell se golpeó de nuevo en el pecho—. Pero no lo hice. En lugar de eso, la abandoné a un destino… terrible… desastroso.
Riiinnnggg.
La señora Bell se sobresaltó al oír el timbre de la puerta. Se puso en pie, dejó con delicadeza el abrigo sobre el respaldo de la silla y salió de la habitación alisándose el pelo. Oí sus pasos por el pasillo y después una voz de mujer.
—¿Señora Bell? Soy la enfermera… solo un par de palabras… lo siento, ¿no se lo han dicho en el consultorio?… dentro de una media hora… ¿seguro que le va bien?
—No, no le va bien —susurré.
La señora Bell regresó a la sala seguida de la enfermera, una mujer rubia de unos cincuenta y tantos años, cogió el abrigo y lo llevó al dormitorio.
La enferma me sonrió.
—Espero no haber interrumpido nada. —Reprimí las ganas de decir que sí—. ¿Es usted amiga de la señora Bell?
—Sí. Estábamos… charlando un rato. —Me levanté y miré a la señora Bell, que ya había vuelto. La emoción de la historia todavía se reflejaba en su rostro—. Me voy, señora Bell, pero la llamaré muy pronto.
Me puso una mano en el brazo y me miró fijamente.
—Sí, Phoebe —musitó—. Llámame, por favor.
Bajé por la escalera muy despacio, pero no a causa del peso de las dos maletas, que apenas notaba. Subí al coche, y durante el breve trayecto hasta mi casa pensé en la historia de la señora Bell y me entristeció que todavía se sintiera angustiada por unos acontecimientos que habían tenido lugar hacía tanto tiempo.
Una vez en casa, separé las prendas de la señora Bell que tendría que arreglar Val —y pensé con un escalofrío en mi sesión con la médium—, y luego preparé el resto para llevarlo a la tintorería.
De camino a la tienda pasé por Oxfam. Entregué la bolsa de la señora Bell a la dependienta, una mujer de setenta y pocos años a la que veo a menudo en el local. A veces es un poco gruñona.
—Son prendas de Jaeger en perfecto estado —le expliqué. Con el rabillo del ojo vi que alguien corría la cortina de algodón estampado del probador. Saqué el vestido color aguamarina—. Nuevo debía de costar unas doscientas cincuenta libras, y solo tiene dos años.
—Es un color bonito —dijo la mujer.
—Sí… muy fino, ¿verdad?
En ese momento se descorrió la cortina y apareció Dan con una chillona chaqueta de pana color turquesa y pantalones rojos. Me entraron ganas de ponerme las gafas de sol.
—Hola, Phoebe. Sabía que eras tú. —Se miró al espejo—. ¿Qué te parece esta chaqueta?
—¿Que qué me parece esa chaqueta? —¿Qué podía decir?—. El corte está bien, pero el color… es espantoso. —Puso cara larga—. Lo siento, pero tú me has preguntado.
—A mí me gusta este color —protestó Dan—. Es… bueno… ¿cómo lo describirías?
—Azul pavo real. No… cian.
—¡Oh! —Se miró al espejo de reojo—. ¿Como en «cianuro»?
—Exacto. Además es un poco… tóxico. —Me volví hacia la dependienta haciendo una mueca—. Lo siento.
Ella se encogió de hombros.
—Tranquila, yo también creo que es horrorosa, pero él la lucirá con garbo. —Señaló a Dan con la cabeza—. Tiene una cara preciosa bajo esas greñas. —Miré a Dan, que sonreía agradecido a la mujer. Sí, tenía una cara preciosa, observé; nariz recta, hermosos labios con hoyuelos en las comisuras, ojos grises de mirada limpia. ¿A quién me recordaba?—. Pero ¿con qué vas a combinar esa chaqueta? —le preguntó la vendedora—. Tienes que pensarlo. Como eres un cliente habitual, creo que debo decírtelo.
—¡Oooh, combina con muchas cosas! —respondió Dan con tono afable—. Con estos pantalones, por ejemplo.
—No estoy segura de que peguen —comenté. A la hora de vestir Dan parecía regirse por el lema «póntelo aunque no conjunte».
Se quitó la chaqueta.
—Me la quedo —dijo contento—. Y los libros. —Señaló la pila de libros de tapa dura que había sobre el mostrador. El de arriba era la biografía de Greta Garbo. Dan le dio un golpecito con el dedo y me miró—. ¿Sabías que Louis B. Mayer no quería que utilizara el apellido Garbo porque sonaba demasiado parecido a «basura» en inglés, garbage?
—No… no lo sabía. —Me quedé mirando el hermoso rostro de la portada—. Me encantan las películas de la Garbo. Hace siglos que no veo una —añadí mientras Dan pagaba en efectivo a la dependienta.
Se volvió hacia mí.
—Entonces estás de suerte. A finales de mes el Greenwich Picturehouse ofrece un ciclo titulado «Madre Rusia» y proyectan Ana Karenina. —Recogió el cambio—. Iremos juntos.
—No estoy segura…
—¿Por qué no? —Metió las monedas en el bote de donativos que había junto a la caja—. No me lo digas: «no estarás sola».
—No… es que… me gustaría pensármelo.
—No sé porqué —dijo la dependienta rompiendo el tíquet de Dan—. A mí me parece estupendo ir a ver una película de Greta Garbo con un joven encantador.
—Sí, pero… —No quería decir que, aparte de tener mis reparos por el descaro con que me había invitado, solo había visto a Dan en dos ocasiones—. No sé si… no sé si podré.
—No te preocupes. —Dan abrió su bolsa—. Tengo aquí la programación del Picturehouse. —La sacó y le echó un vistazo—. La proyección es el… miércoles veinticuatro a las siete y media de la tarde. ¿Te va bien? —Me miró con expectación.
—Bueno…
La dependienta lanzó un suspiro.
—Si no vas tú con él, iré yo. No voy al cine desde hace cinco años —añadió—. Desde que murió mi marido. Íbamos todos los viernes, pero ahora no tengo quien me acompañe. Daría cualquier cosa por una invitación como ésa. —Negó con la cabeza como si no diera crédito a mi falta de educación y entregó a Dan sus bolsas con una sonrisa cariñosa—. Ten, corazón. Espero que nos veamos pronto.
—Desde luego —repuso Dan, y salimos de la tienda juntos—. ¿Adónde vas? —me preguntó mientras caminábamos por Tranquil Vale.
—Tengo que pasarme por el banco. Tendría que haber ido antes. —Voy en esa dirección, caminaremos juntos. ¿Cómo va Village Vintage?
—Bien —respondí—. En buena medida, gracias a tu artículo —añadí con cierto sentimiento de culpa por mi irascibilidad; como de costumbre, Dan me había sacado de mis casillas con su… espontaneidad—. ¿Y qué tal va el periódico?
—Tirando —respondió con prudencia—. Ahora editamos once mil ejemplares, y empezamos con diez mil, de modo que no está mal. Pero nos vendría bien más publicidad; muchos comerciantes locales todavía no nos conocen.
Seguimos subiendo por la colina y cruzamos la calzada. Dan se detuvo delante del Age Exchange Reminiscence Centre, dedicado a la conservación de la memoria histórica.
—Yo me quedo aquí.
Miré la fachada del centro, pintada de granate.
—¿Por qué?
—Voy a escribir un artículo sobre este lugar, así que necesito echarle un vistazo.
—Hace siglos que no entro aquí —susurré mirando por la ventana.
—Pues ven conmigo —oí que decía Dan.
—Bueno… creo que no tengo tiempo, Dan. —Me pregunté por qué declinaba su invitación. Annie estaba al cuidado de la tienda, no tenía ninguna prisa—. Está bien. Solo un minuto.
Entrar en el Age Exchange era como retroceder en el tiempo. El interior estaba decorado como una tienda antigua, con estantes llenos de productos de antes de la guerra: jabón Sunlight, natillas Brown & Polson, huevos en polvo Eggo y cigarrillos Player’s Sénior Service. Había una caja registradora de bronce que parecía una vieja máquina de escribir, una radio de baquelita, un par de cámaras fotográficas de cajón y una cómoda de madera, cuyos cajoncitos estaban abiertos para dejar a la vista un surtido de medallas, agujas de ganchillo, muñecas hechas de punto y carretes de hilo… pequeños tesoros de tiempos pasados.
Dan y yo caminamos por la galería del fondo, donde había fotos en blanco y negro que formaban parte de una exposición sobre el East End londinense en los años treinta y cuarenta. En una de ellas, habían rodeado con un círculo a una niña que jugaba en una calle bombardeada de Stepney porque ahora, a sus ochenta años, vivía en Blackheath.
—Así que es una especie de museo —dije.
—Es más bien un centro comunitario —explicó Dan—, donde los ancianos pueden recordar su vida. Hay un teatro y una cafetería. Por cierto —añadió señalando la barra—, necesito un café. ¿Te apetece tomarte uno a ti también?
Cuando nos sentamos a la mesa, Dan sacó la libreta y el lápiz, que empezó a afilar.
—Así que lo has encontrado —dije al ver el sacapuntas.
—Sí, gracias a Dios.
—¿Es un objeto especial?
Dan lo puso sobre la mesa.
—Me lo dejó mi abuela al morir… hace tres años.
—¿Te dejó un sacapuntas? —Asintió—. ¿Es lo único que te dejó? —No pude reprimir la pregunta.
—No. —Dan sopló la punta afilada—. También me dejó un cuadro bastante feo. Me sentí un poco… decepcionado —agregó con delicadeza—. Pero me gusta el sacapuntas.
Cuando Dan empezó a garabatear algo en la libreta con su extraña taquigrafía, le pregunté cuánto hacía que se dedicaba al periodismo.
—Solo un par de meses —respondió—. Soy un novato. —Eso explicaba su ineptitud para las entrevistas.
—¿Dónde trabajabas antes?
—En una agencia de marketing. Preparaba promociones, sobre todo premios a la fidelidad, vales de regalo, tarjetas para clientes, ofertas de dos por uno…
—¿Descuentos del cinco por ciento la primera semana? —apunté con tono jocoso.
—Sí. —Dan se ruborizó—. Ese tipo de cosas.
—¿Por qué lo dejaste?
Dudó antes de contestar.
—Llevaba diez años haciendo lo mismo y necesitaba un cambio. Mi amigo Matt, al que conozco desde que íbamos al colegio, acababa de marcharse del Guardian, donde había sido director de la sección de negocios, para crear un periódico… un sueño que acariciaba desde hacía tiempo. Me dijo que necesitaba… ayuda —prosiguió Dan—. Lo pensé un poco y me decidí.
—¿Te pidió que escribieras para su periódico?
—No, ya había contratado a cinco reporteros a tiempo completo; yo me dedico al marketing, pero tengo carta blanca para escribir sobre cualquier cosa que me apetezca.
—Entonces debería sentirme halagada.
Dan me miró fijamente.
—Te vi el día antes de que abrieras —dijo—, creo que ya te lo conté. Pasaba por la acera de enfrente y tú estabas en el escaparate vistiendo a una muñeca…
—Maniquí, si no te importa —… y tenías problemas: al maniquí se le desprendía un brazo una y otra vez.
Puse los ojos en blanco.
—No soporto tener que pelearme con esas cosas.
—Estabas muy decidida a mantener la compostura… y pensé: Me encantaría hablar con esa mujer, y así lo hice. Eso es lo bueno del periodismo —añadió con una sonrisa.
—¡Dos cafés! —dijo el voluntario del centro tras dejar las tazas en la barra. Fui a buscarlas y le tendí una a Dan—. ¿Cuál quieres? ¿La roja o la verde?
—La… —dudó un instante—. La roja. —Y estiró la mano.
—Estás cogiendo la verde…
Dan miró la taza con los ojos entrecerrados.
—Sí, es verdad.
Se me encendió una lucecita.
—Dan, ¿eres daltónico? —Apretó los labios y asintió con la cabeza. ¡Qué lerda había sido!—. ¿Es…? ¿Es un problema?
—En realidad, no. —Se encogió de hombros con resignación—. Lo único que pasa es que no puedo trabajar de electricista.
—¡Ah!, por los cables de colores.
Ni de controlador aéreo… ni de piloto, claro. Debido a la Percepción «deficiente» de los colores, como lo llaman, los gatos atigrados tienen rayas verdes, soy un inútil cogiendo fresas en el campo y suelo combinar mal la ropa, como ya te habrás dado cuenta.
Noté que me ruborizaba.
—Si hubiera sabido cuál era el motivo, habría tenido más tacto.
—A veces la gente hace comentarios desagradables sobre lo que me pongo, pero jamás doy explicaciones a menos que no tenga otro remedio.
—¿Y cuándo lo descubriste?
—El primer día de colegio. Nos mandaron dibujar un árbol. El mío tenía las hojas rojas y el tronco verde. La maestra aconsejó a mis padres que me llevaran al oculista.
—Así que ¿para ti los pantalones que llevas no son rojos?
Dan los miró.
—No sé qué significa «rojo». Para mí es un concepto abstracto, como el sonido de una campana para una persona sorda. Yo veo estos pantalones de color verde oliva.
Bebí un trago de café.
—¿Qué colores ves bien?
—Los tonos pastel… el azul claro, el malva, y por supuesto el negro y el blanco. Me gusta ver las cosas en blanco y negro —añadió señalando con la cabeza la exposición—. Lo monocromo tiene algo que…
Oí que sonaba «As Time Goes By», y por un instante pensé que era el hilo musical, hasta que me di cuenta de que era el tono del móvil de Dan.
Me lanzó una mirada de disculpa antes de atender la llamada.
—Hola, Matt —dijo en voz baja—. Estoy aquí mismo, en el Age Exchange… Sí, puedo hablar… solo un minuto. Lo siento —me dijo—. Ah… bien… —Se levantó. De pronto se había puesto muy serio—. Bueno, si ella apoya la versión —añadió mientras se alejaba—. Una prueba concluyente —oí que decía antes de salir al patio—. Tendría que ser algo que no pudiera ser objeto de demanda por difamación… Estoy ahí en un par de minutos…
»Lo siento —se disculpó al regresar a la mesa. Parecía distraído—. Matt necesita hablar conmigo… Tengo que irme.
—Y yo tengo cosas que hacer. —Cogí mi bolso—. Me alegro de haber venido… y gracias por el café.
Salimos del centro y nos quedamos parados en la acera.
—Yo voy en esa dirección —dijo Dan señalando hacia la derecha—. El Black & Green está ahí, al lado de correos, y tú vas en la otra dirección… ¿Iremos a ver Ana Karenina?
—Bueno… ¿Por qué no me dejas pensarlo?
Dan se encogió de hombros.
—¿Por qué no dices que sí y ya está? —Acto seguido, como si para él fuera de lo más normal, me besó en la mejilla y se fue.
Cuando abrí la puerta de Village Vintage cinco minutos más tarde, vi que Annie colgaba el teléfono.
—Era la señora Bell —dijo—. Al parecer olvidaste llevarte la sombrerera.
—¿Que me olvidé la sombrerera? —Ni siquiera me había dado cuenta.
—Dice que pases a recogerla mañana a las cuatro. Ha dicho que la llames solo si no puedes ir. Si quieres voy a buscarla ahora.
—No, no, ya iré yo, gracias. Mañana a las cuatro me va bien. Muy bien…
Annie me miró intrigada.
—¿Cómo es la señora Bell? —me preguntó mientras recogía un vestido de noche de satén que se había caído de la percha. Es… encantadora; una persona interesante. Supongo que algunos de los ancianos que te venden ropa se Ponen a charlar contigo.
—Sí. Seguro que algunos cuentan anécdotas increíbles. Creo que esa parte del trabajo es fascinante —siguió Annie—. Me encanta oír a las personas mayores hablar sobre su vida; creo que deberíamos escuchar más a los ancianos.
Cuando le contaba a Annie que había ido al Age Exchange, donde ella nunca había estado, sonó el teléfono. Era un productor de Radio Londres que había leído mi entrevista en el Black & Green y quería pasarse el lunes para hablar sobre la ropa vintage. Le dije que estaría encantada. Luego Miles me envió un mensaje al móvil para anunciarme que había reservado mesa en el Oxo Tower para el jueves a las ocho. Después atendí los pedidos que había recibido en la página web, cinco de los cuales eran de vestidos de noche franceses. Al ver que me quedaban muy pocos, reservé un billete en el Eurostar para viajar a Aviñón el último fin de semana de septiembre. El resto de la tarde lo pasé charlando con varias personas que vinieron a ofrecerme ropa.
—Mañana no vendré hasta la hora de comer —le dije a Annie cuando cerramos la tienda—. Iré a ver a Val, mi costurera. —No le expliqué que también iría a ver a una médium. De pronto me dio miedo solo de pensarlo. Por la tarde volvería a casa de la señora Bell.
A la mañana siguiente envié por correo a Beverly Hills el vestido de noche de Balenciaga e intenté imaginar cuál de las importantes clientas de Cindi lo luciría. Luego, con un cosquilleo en el estómago, me dirigí en coche a Kidbrooke. Llevaba en el bolso tres fotos mías con Emma. En la primera teníamos diez años y estábamos en la playa de Lyme Regis, adonde mi padre nos llevó a buscar fósiles. Emma tenía en la mano una enorme amonita que había encontrado y que yo sabía que había conservado hasta su muerte. Recuerdo que ambas nos negamos a creer a mi padre cuando nos dijo que debía de tener unos doscientos millones de años. La segunda foto nos la sacaron el día de la fiesta de graduación de Emma en el Royal College of Art. La tercera era una instantánea de las dos en el que sería su último cumpleaños. Emma llevaba un sombrero hecho por ella misma, en contra de su costumbre: un casquete verde de paja del que «brotaba» una rosa de seda almidonada. «Me gusta —había dicho con fingida sorpresa cuando se miró al espejo—. Quiero que me entierren con este sombrero».
Pulsé el timbre de la casa de Val. Al abrir la puerta dijo que estaba de mal humor porque se le acababa de caer un bote de pimienta en grano.
—¡Qué fastidio! —dije, y recordé con una fuerte punzada la cena en casa de Emma—. Se meten por todas partes, ¿verdad?
—Oh, no es que sea un fastidio —dijo Val—. Es que da muy mala suerte.
—¿Por qué?
—Suele significar el final de una buena amistad. —Me estremecí de la cabeza a los pies—. Así que más vale que tenga mucho cuidado con Mag durante un tiempo —añadió—. En fin… —Val señaló mi maleta—. ¿Qué me has traído? —Un tanto temblorosa por lo que acababa de decirme, le enseñé los seis vestidos y los tres trajes de la señora Bell—. Solo necesitan unos remiendos —comentó echándoles un vistazo—. Oooh, me encanta este vestido de Ossie Clark. Me imagino a una mujer con él puesto paseando por King’s Road en el sesenta y cinco. —Lo volvió del revés—. ¿El forro está roto? Déjalo en mis manos, Phoebe. Te llamaré cuando esté todo listo.
—Gracias. Entonces —agregué con falsa alegría—, voy a casa de la vecina.
Val me sonrió para darme ánimos.
—Buena suerte.
Cuando llamé a casa de Maggie, me di cuenta de que el corazón me latía muy deprisa.
—Pasa, cariño —gritó Maggs—. Estoy en la salita.
Avancé por el pasillo siguiendo el rastro de Magie Noire mezclado con olor a tabaco y encontré a Mags sentada a una pequeña mesa cuadrada. Me indicó con un gesto que tomara asiento en la silla de enfrente. Eché un vistazo alrededor. No vi nada que delatara la actividad que normalmente tenía lugar allí. No había lámparas con pantalla de flecos ni bolas de cristal, y tampoco barajas de cartas del tarot. La sala estaba decorada con un tresillo, una tele grande de plasma, un aparador de roble labrado y, junto a la chimenea, un estante sobre el que descansaba una muñeca de porcelana con lustrosos tirabuzones castaños y rostro inexpresivo.
—Si esperas ver una güija, vas a llevarte un chasco —dijo. Era como si me hubiera leído el pensamiento; eso me animó—. A mí no me va ese rollo de cogerse de las manos y esperar a que se apaguen las luces; idioteces. No. Lo que yo haré es ponerte en comunicación con tu ser querido. Piensa que soy una especie de telefonista que va a ponerte en contacto con él.
—Mags… —De pronto me había entrado miedo—. Ahora que estoy aquí, me siento un poco… preocupada. ¿No crees que es irreverente esto de… invocar a los muertos?
—No, para nada —respondió Mags—. Porque la cuestión es que no están muertos. Simplemente se han ido a otro lugar, pero… —dijo levantando un dedo— podemos ponernos en contacto con ellos. Bien, Phoebe, empecemos. —Mags me miró como si esperara que yo hiciera algo—. Empecemos. —Señaló mi bolso.
—¡Oh, lo siento! —Saqué el monedero.
—Los negocios antes que el placer —dijo Mags—. Gracias. —Cogió las cincuenta libras y se las metió en el escote. Imaginé que los billetes acabarían calentitos. Acto seguido me pregunté qué otras cosas guardaría ahí. ¿Una perforadora de papel? ¿La agenda? ¿Un perrito?
Una vez que Mags estuvo lista, colocó la palma de las manos sobre la mesa y apoyó los dedos con fuerza como si quisiera sujetarse para el viaje paranormal. Las uñas pintadas de rojo eran tan largas que se curvaban como diminutas cimitarras.
—Así que… has perdido a alguien —empezó a decir.
—Sí. —Había decidido que no iba a enseñar a Mags las fotos, ni a darle ninguna pista sobre Emma.
—Has perdido a alguien —repitió—. Alguien a quien querías.
—Sí. —Noté el ya habitual nudo en la garganta.
—Mucho.
—Sí —repetí.
—Una persona a la que te unía una estrecha amistad. Alguien que lo era todo para ti. —Asentí en silencio conteniendo las ganas de llorar.
Mags cerró los ojos y respiró hondo por la nariz.
—¿Y qué te gustaría decirle a esa persona…?
Me pilló desprevenida, no esperaba que tuviera que decir nada. Cerré los ojos un instante y pensé que lo que más deseaba decirle a Emma era que lo sentía. También quería decirle lo mucho que la echaba de menos; era como un dolor constante en el corazón. Por último quería decirle que estaba enfadada con ella por lo que hizo.
Miré a Mags y de pronto me invadió la ansiedad.
—Ahora mismo no se me ocurre nada.
—Está bien, cariño, pero… —Hizo una pausa teatral—. Esa persona quiere decirte algo.
—¿Qué? —pregunté con un hilo de voz.
—Es muy importante.
—Dime qué es… —se me iba a salir el corazón del pecho—. Por favor.
—Bueno…
—Dímelo.
Inspiró hondo.
—Él dice que…
Parpadeé.
—No es un hombre.
Mags abrió los ojos y me miró boquiabierta.
—¿No es un hombre?
—No.
—¿Estás segura?
—Por supuesto que sí.
—Qué raro… porque recibo el nombre Robert. —Me miró fijamente con los ojos entrecerrados—. Me llega con mucha fuerza.
—No conozco a nadie que se llame Robert.
—¿Y Rob? —Negué con un gesto. Mags ladeó la cabeza—. ¿Bob?
—No.
—¿Te dice algo el nombre de David?
—Maggie… Mi amiga era una mujer.
Entornó los ojos y me miró entre las pestañas postizas.
—Claro —dijo—. Ya me parecía a mí… —Cerró los ojos e inspiró ruidosamente—. Está bien. Ya la tengo. Ya me llega… Conectaremos dentro de unos segundos. —Casi esperaba oír el pitido de llamada en espera o la música de «Las cuatro estaciones».
—¿Qué nombre estás recibiendo? —pregunté.
Mags se apretó las sienes con los índices.
—No puedo responder a eso todavía, pero sí puedo decirte que recibo una fuerte conexión con el extranjero.
—¿El extranjero? —pregunté, toda contenta—. Sí, eso es. ¿Y cuál es la conexión?
Maggie me miró de hito en hito.
—¿A tu amiga le gustaba… viajar al extranjero?
—Sí. —Como a casi todo el mundo—. Mags, solo para asegurarnos de que estás contactando con la persona adecuada, ¿puedes decirme con qué país tenía una conexión especial mi amiga, un país al que viajó justo tres semanas antes de…?
—¿Irse de este mundo? Sí, puedo decírtelo. —Mags cerró los ojos una vez más. Llevaba en los párpados una gruesa raya de color azul eléctrico que apuntaba hacia arriba en las comisuras—. Lo recibo alto y claro. —Se llevó las manos a los oídos y miró al techo enfadada—. ¡Te oigo, corazón! ¡No hace falta que grites! —A continuación volvió la mirada hacia mí con expresión serena—. El lugar con el que tu amiga tenía una conexión especial está en el Sur… —Contuve la respiración—. Sudamérica. —Solté un gruñido.
—No. Nunca viajó allí. Siempre quiso ir —añadí. Mags me miró perpleja.
—Bueno, por eso… lo he percibido… porque tu amiga quería ir y nunca fue… y ahora se arrepiente. —Mags se rascó la nariz—. Bien… esa amiga tuya… que se llamaba… —Cerró los ojos e inspiró ruidosamente—. Nadine. —Abrió un ojo y me miró—. ¿Lisa?
—Emma —dije con hastío.
—Emma —repitió ella—. Claro. Bien… Emma era una persona muy sensata y razonable… ¿verdad?
—No —respondí. Era desesperante—. Emma no era así para nada. Era una persona apasionada y algo ingenua, un poco neurótica incluso. Aunque en ocasiones era muy divertida, era proclive a la depresión. También era impredecible, a veces hacía locuras. —Pensé con amargura en la última locura que cometió—. ¿Podrías hablarme de su profesión? Solo para cerciorarnos de que has conectado con la Emma adecuada.
Mags cerró los ojos y enseguida volvió a abrirlos, de par en par.
—Veo un sombrero… —Sentí un acceso de euforia mezclada con terror—. Es un sombrero negro —prosiguió Maggie.
—¿Qué forma tiene? —pregunté con el corazón desbocado.
Mags entrecerró los ojos.
—Es plano… tiene cuatro puntas y… una borla negra. —Se me cayó el alma a los pies.
—Estás describiendo un birrete. —Mags sonrió.
—Eso es… porque Emma era profesora, ¿verdad?
—No.
—Bueno… pero seguro que llevaba un birrete el día de su graduación. A lo mejor es eso lo que estoy viendo. —Mags entornó los ojos de nuevo, y levantó ligeramente la cabeza, como si intentara atisbar algo que estuviera a punto de desaparecer el horizonte.
—No —repuse con un suspiro de exasperación—. Emma estudió en el Royal College of Art.
—Sabía que era una artista —dijo Mags contenta—. ¡Ya lo tengo! —Movió los hombros y cerró los ojos como si fuera a rezar. Oí el tono de llamada de un móvil. ¿Cuál era la melodía? Ah, sí, «Spirit in the Sky». Advertí que procedía del pecho de Mags—. Perdona —dijo, y sacó del escote un paquete de Silk Cut y luego el móvil—. ¿Diga? Entiendo… No puede… Está bien. Gracias por avisarme. —Cerró el móvil y lo deslizó con delicadeza entre los senos con el dedo medio—. Has tenido suerte —dijo—. Acaban de anular mi cita de las doce. Podemos seguir.
Me levanté.
—Gracias, Mags, pero no.
Me está bien empleado por haberme prestado a algo tan chungo, pensé mientras volvía en coche a Blackheath. Me irritaba el mero hecho de habérmelo planteado. ¿Y si Mags hubiera conectado de verdad con Emma? Me habría dado un ataque de nervios solo de la opresión. Me alegraba de que Mags fuera una charlatana. Mi indignación se fue aplacando y quedó sustituida por el alivio.
Aparqué delante de casa, en el lugar de siempre, y entré para vaciar la lavadora y llenarla, tras lo cual me encaminé hacia la tienda.
Como de pronto me di cuenta de que tenía hambre, pasé por la cafetería Moon Daisy para comer algo rápido. Me senté a una mesa de la terraza y Pippa, que lleva la cafetería y fue quien me habló de Val, me trajo un ejemplar del Times. Ojeé las noticias nacionales, luego las internacionales, y leí un artículo sobre la semana de la moda de Londres, que acababa de empezar.
Al llegar a la sección de economía me quedé perpleja al ver una foto de Guy con la siguiente leyenda: GUY EL BUENO VUELA ALTO. Mientras leía el artículo noté la boca seca como un estropajo. «Guy Harrap… treinta y seis años… Friends Provident… creó Ethix… invierte en empresas que no perjudican el medio ambiente… con tecnologías limpias… que no recurren a mano de obra infantil… protegen la fauna… comprometidas con la salud y la seguridad de la humanidad».
Sentí náuseas. Guy no se había preocupado precisamente por la salud y la seguridad de Emma.
—«Ya sabes cómo le gusta exagerar, Phoebe. Seguro que solo quiere llamar la atención». —No era tan «bueno» como a él le gustaba pensar.
Miré la tortilla que me había traído Pippa. Se me había quitado el hambre de repente. Me sonó el móvil. Era mi madre.
—¿Cómo estás, Phoebe?
—Bien —mentí. Con mano temblorosa cerré el periódico para no tener que ver a Guy—. ¿Y tú?
—Bien también —respondió con tono desenfadado—. Estoy bien, bien, estoy muy… deprimida, cariño, ésa es la verdad. —Note que trataba de contener las ganas de llorar.
—¿Qué ha pasado, mamá?
—Bueno, hoy estoy fuera del despacho, en Ladbroke Grove. Tenía que traerle a John unos planos que necesitaba y… —La oí tragar saliva—. Me disgusta saber que estoy tan cerca de donde viven tu padre y… esa… y… y…
—¡Pobre mamá! Intenta no pensarlo. Piensa en el futuro.
—Sí, tienes razón, cariño. —Sorbió por la nariz—. Eso haré.
—Precisamente tengo una noticia maravillosa… —«He conocido un hombre», deseé que dijera—. He encontrado un nuevo tratamiento facial. —Se me cayó el alma a los pies—. Se llama fraxel, es una técnica de rejuvenecimiento con láser, todo muy científico. Revierte el proceso de envejecimiento.
—¿De veras?
—Lo que hace… Espera, tengo aquí el folleto. —La oí pasar hojas—. Lo que hace es «eliminar las células viejas y pigmentadas de la epidermis. Regenera el rostro de la paciente por partes, como un cuadro que se restaura paso a paso». Lo malo —añadió mi madre— es que provoca una «intensa exfoliación».
—Entonces ten la aspiradora a mano.
—Y se necesita un mínimo de seis sesiones.
—¿Y cuánto cuesta?
Oí que respiraba hondo.
—Tres mil libras. Pero la diferencia entre las fotos del antes y el después es increíble.
—Porque las fotos del después son siempre de mujeres sonrientes y maquilladas.
—Ya verás cuando tengas sesenta años —me soltó mi madre—. Te harás todo esto además de los tratamientos nuevos que hayan salido para entonces.
—No me haré nada —exclamé—. Yo no rechazo el pasado, mamá; lo valoro. Por eso me dedico a lo que me dedico.
—No hace falta que te las des de santa —replicó enfadada—. Dime, ¿qué has hecho últimamente?
Decidí no contarle que acababa de visitar a una médium. Le expliqué que viajaría a Francia a finales de mes y, llevada por un impulso, le hablé de Miles. No pensaba hacerlo, pero se me ocurrió que tal vez se animaría un poco.
—Pinta bien —dijo cuando empecé a describirlo—. ¿Una hija de dieciséis años? —me interrumpió—. Bueno, serás una madrastra estupenda, y todavía puedes tener hijos propios. ¿Así que está divorciado? ¿Viudo? Oh… ¡Perfecto! ¿Y qué edad tiene Miles…? Ah, ya. Por otra parte —añadió, más contenta al vislumbrar las posibilidades de la situación—, eso significa que no es un jovencito sin blanca. Oh, Dios, John me está haciendo señas. Tengo que colgar, cariño.
—Pon buena cara, mami. No, pensándolo mejor, déjala como está, no te la operes.
Pasé las dos horas siguientes haciendo inventario, telefoneando a proveedores y mirando las páginas web de las casas de subastas para ver qué artículos pondrían en venta próximamente y decidir a cuáles iría. A las cuatro menos diez me puse la chaqueta y me dirigí al Paragon.
La señora Bell me abrió la puerta de la escalera desde arriba y subí los tres pisos oyendo el sonido de mis zapatos sobre los escalones de piedra.
—¡Ah, Phoebe, cuánto me alegro de volver a verte! Pasa.
—Perdone que olvidara llevarme los sombreros, señora Bell. —En la mesita del recibidor vi un folleto sobre las enfermeras del centro Macmillan para la asistencia a los enfermos de cáncer.
—No importa. Prepararé té. Ve a sentarte.
Entré en la sala y me quedé junto a la ventana mirando el jardín, donde solo había un niño con pantalones cortos y camisa grises que daba patadas a las hojas caídas buscando castañas.
La señora Bell apareció con la bandeja. Esta vez, cuando me ofrecí a cogerla, aceptó.
—Ya no tengo los brazos tan fuertes como antes. Mi cuerpo se está dejando vencer por el enemigo. Por lo visto, me sentiré bastante bien durante el primer mes, pero luego… no tanto.
—Lo… lo siento —dije sin saber qué otra cosa decir.
—Es lo que hay. —Se encogió de hombros—. No se puede hacer nada, salvo valorar cada momento del breve tiempo que me queda mientras pueda hacerlo. —Levantó la tetera, aunque tuvo que usar ambas manos para ello.
—¿Qué tal era enfermera?
La señora Bell suspiró.
—Tan amable y organizada como cabía esperar. Dijo que podría quedarme en casa hasta que… —Se le quebró la voz—. Preferiría no tener que ir al hospital.
—Por supuesto.
Bebimos el té en silencio. A esas alturas estaba claro que la señora Bell no iba a retomar la historia. Por el motivo que fuera, había decidido no hacerlo. Tal vez se había arrepentido de haber empezado a contármela. Dejó la taza y se apartó de la cara un mechón de pelo.
—La sombrerera está en la habitación, Phoebe. Ve a cogerla. —Cuando entré en el dormitorio, la oí decir—: ¿Y serías tan amable de traer el abrigo azul?
Se me aceleró el pulso cuando me acerqué al armario. Saqué el abrigo de su funda y lo llevé al salón, donde se lo entregué a la señora Bell.
Ella lo puso sobre sus rodillas y acarició las solapas.
—A ver —murmuró mientras yo volvía a sentarme—, ¿por dónde iba?
Dejé la sombrerera a mis pies.
—Me había contado cómo encontró a su amiga Monique en el granero, y que llevaba allí diez días. —La señora Bell asintió lentamente—. Le llevó algo de comida…
—Sí —murmuró—. Le llevé algo de comida, ¿verdad? Y le prometí llevarle el abrigo.
—Eso es. —Fue como si la señora Bell estuviera incluyéndome en su historia.
Miró por la ventana mientras evocaba lo ocurrido.
—Recuerdo que estaba muy contenta pensando que iba a ayudar a Monique. Pero no la ayudé —añadió en voz baja—. La traicioné… —Apretó los labios un instante y oí que tomaba aire—. Tenía que ir a ver a Monique a última hora de la tarde. No paraba de pensar en todo lo que iba a hacer por mi amiga… —La señora Bell se interrumpió un momento.
»Después de comer fui a la boulangerie a buscar mi ración de pan. Tuve que hacer cola durante una hora y oír a los demás clientes cuchichear sobre esta o aquella persona, que al parecer compraban en el marche noir. Al final conseguí la media baguette que me correspondía, y cuando cruzaba la plaza vi a Jean-Luc sentado solo en la terraza del bar Mistral. Para mi sorpresa, no desvió la vista cuando pasé por delante de él, como solía hacer, sino que me miró. Aún me sorprendió más que me indicara con un gesto de la mano que me sentara con él. Estaba tan nerviosa que apenas podía hablar. Me invitó a un vaso de zumo de manzana, que bebí mientras él se tomaba una cerveza. Me sentía ebria de alegría y emoción; de pronto estaba sentada bajo el sol de primavera con aquel muchacho guapo que hacía tanto tiempo que me gustaba.
»En la radio del bar sonaba «Night and Day», de Frank Sinatra, una canción muy famosa en aquella época. De repente pensé en Monique, sola en el granero de día y de noche, y me dije que debía marcharme de inmediato. Pero entonces el camarero trajo otra cerveza para Jean-Luc, y Jean-Luc me preguntó si la había probado alguna vez, y yo me reí y le dije que no, que claro que no, que solo tenía catorce años. Se rió y dijo que ya era hora de que la probase. Me ofreció un sorbo de su Kronenbourg y me pareció muy romántico… entre otros motivos porque la cerveza estaba racionada. Así que tomé un sorbo, y luego otro, y otro más… aunque no me gustó nada, pero quería que Jean-Luc creyera que sí. Empezaba a oscurecer. Sabía que tenía que irme enseguida, pero la cabeza me daba vueltas. Ya era casi de noche y pensé, para mi vergüenza, que no podía ir al granero de noche. Decidí que iría al amanecer, y me consolé pensando que al fin y al cabo acudiría solo unas horas después de lo que le había dicho a Monique.
La señora Bell seguía acariciando el abrigo, como si fuera una persona a la que quisiera reconfortar.
—Jean-Luc se ofreció a acompañarme a casa. Me pareció muy romántico caminar por la plaza en la penumbra, pasar por delante de la iglesia, con las primeras estrellas brillando en el cielo nocturno. Me di cuenta de que iba a ser una noche clara y fría. —Los finos dedos de la señora Bell buscaron los botones del abrigo—. Me remordía la conciencia al pensar en Monique, y estaba mareada. De pronto se me ocurrió que Jean-Luc podría ayudarla. Su padre era gendarme… las autoridades debían de haber cometido un error. Entonces… justo antes de llegar a mi casa… —La señora Bell agarro con fuerza el abrigo. Los nudillos se le pusieron blancos—. Le dije a Jean-Luc dónde estaba Monique… le expliqué que la había encontrado en el viejo granero. Le dije que se lo contaba por si podía ayudarla. Jean-Luc se mostró muy preocupado, tanto que incluso sentí una punzada de celos y recordé con qué cariño había ceñido la bufanda a Monique. En fin… —La señora Bell tragó saliva—. Me preguntó dónde estaba el granero, y se lo dije. —Negó con la cabeza—. Jean-Luc se quedó callado y luego dijo que había oído hablar de otros niños escondidos en lugares similares, y que incluso había gente que los ocultaba en sus casas. Añadió que era una situación muy difícil para todos. Entonces llegamos a mi casa y nos despedimos.
»Mis padres estaban escuchando un programa musical en la radio, así que no me oyeron entrar a hurtadillas y subir por la escalera. Bebí un montón de agua porque tenía sed y me metí en la cama. Sobre la silla, iluminado por la luna, estaba el abrigo azul… —La señora Bell lo levantó y lo abrazó—. A la mañana siguiente no me desperté al amanecer como tenía pensado, sino dos horas más tarde. Me sentí fatal por no haber cumplido la promesa que le había hecho a Monique, pero me consoló pensar que pronto estaría en el granero y le daría mi maravilloso abrigo, un importante sacrificio, me dije. Monique podría dormir por la noche y todo iría bien… y a lo mejor Jean-Luc podía ayudarla. —La señora Bell esbozó una sonrisa triste.
»Como me sentía tan culpable por no haber acudido al granero la noche anterior, cogí de la cesta toda la comida que pude pensando que mi madre no la echaría en falta y me fui al granero. Al entrar me quité el abrigo y susurré: «Monique». No hubo respuesta. Vi la manta en el suelo. Volví a llamarla, y de nuevo no oí nada, solo a los gorriones piar en los aleros del tejado. Noté un hueco en el estómago; era como si tuviera todo el cuerpo hueco. Me dirigí al fondo del granero, detrás de los fardos de paja, miré el lugar donde había encontrado a Monique dormida y vi las cuentas de cristal de su collar desparramadas entre la paja.
La señora Bell cogió una manga del abrigo.
—No podía ni imaginar dónde se había metido Monique. Fui al arroyo, pero no estaba allí. Albergaba la esperanza de que de pronto regresara para poder darle el abrigo… Monique lo necesitaba. —La señora Bell me tendió el abrigo sin pensar y, al darse cuenta de lo que había hecho, se lo puso de nuevo en el regazo—. Esperé unas dos horas. Supuse que debía de ser la hora de comer y que mis padres estarían preocupados por mí, así que me marché. Cuando llegué a casa notaron que estaba disgustada y me preguntaron por qué.
»Les mentí. Les dije que era porque me gustaba un chico, Jean-Luc Aumage, y yo no le gustaba a él. «¡Jean-Luc Aumage!», exclamó mi padre. «¿El hijo de Rene Aumage? Ese sinvergüenza ha salido a su padre, menuda pieza. No pierdas el tiempo, hija mía, ¡conocerás hombres mucho mejores que él!».
Los ojos de la señora Bell destellaban de indignación.
—Me entraron ganas de abofetear a mi padre por ese comentario desagradable. Él no sabía que Jean-Luc había accedido a ayudar a Monique. Entonces me pregunté si ya habría hecho algo por ayudarla. Tal vez por eso Monique no estaba en el granero, a lo mejor Jean-Luc la había acompañado a buscar a sus padres y sus hermanos. Estaba segura de que eso era lo que había ocurrido. Con esa esperanza, corrí a su casa, pero la madre de Jean-Luc me dijo que se había ido a Marsella y que no volvería hasta la tarde del día siguiente.
»Al cabo de unas horas regresé al granero, pero Monique seguía sin aparecer. Empecé a tener frío, pero me negué a ponerme el abrigo, porque en ese momento ya lo consideraba suyo. Cuando llegué a casa subí llorando a mi habitación. Bajo la cama había un tablón suelto bajo el que guardaba mis cosas secretas. Decidí esconder ahí el abrigo hasta que pudiera dárselo a Monique, pero antes tenía que envolverlo en papel de periódico para que no se ensuciase. Fui a por el ejemplar de la Gazette Provengal que mi padre había estado leyendo, y al abrirlo me llamó la atención un artículo. Hablaba de la «detención» de «extranjeros» y otras «personas apátridas» en Aviñón, Carpentras, Orange y Nimes el diecinueve y el veinte de abril. El «éxito» de la redada, según decía, se debía a la política de indicar en la cartilla de racionamiento de los judíos su identidad étnica. —La señora Bell me miró—. Fue así como supe lo que le había ocurrido a la familia de Monique. El artículo hablaba de trenes que se dirigían hacia el norte «cargados» con «judíos extranjeros» y otros «forasteros». Una vez que hube escondido el abrigo, bajé. La cabeza me daba vueltas.
»La tarde siguiente fui corriendo a casa de Jean-Luc y llamé a la puerta. Me alegró que me abriera él, y con el corazón desbocado le pregunté en un susurro si había podido ayudar a Monique. Se rió y me dijo: «Sí, sí que la he ayudado». Con una sensación muy rara, le pregunté qué quería decir. No contestó, así que le dije que alguien debía cuidar de Monique. Jean-Luc me dijo que la cuidarían, como a los «de su calaña». Le pregunté dónde estaba, y me respondió que había ayudado a su padre a llevarla a la prisión Saint Pierre de Marsella, desde donde saldría en tren hacia Drancy lo antes posible. Yo sabía lo que era Drancy: un campo de internamiento en las afueras de París. Lo que ignoraba —añadió la señora Bell— era que Drancy era el lugar desde el cual enviaban a los judíos hacia el este: a Auschwitz, Buchenwald y Dachau. —Se le habían humedecido los ojos—. Cuando Jean-Luc cerró la puerta, comprendí la gravedad de la situación.
»Me apoyé contra la pared y me pregunté: «¿Qué he hecho?». Había intentado ayudar a mi amiga, pero debido a mi ingenuidad y estupidez la habían descubierto y enviado a… —Vi que a la señora Bell le temblaban los labios y que dos lágrimas caían en el abrigo y formaban dos manchas oscuras en la tela—. Oí a lo lejos el pitido de un tren y pensé que tal vez Monique fuera en uno de sus vagones, y quise echar a correr por la vía para obligarlo a detenerse… —Cogió el pañuelo de papel que le tendí y se secó los ojos—. Más tarde, cuando acabó la guerra, cuando nos enteramos de cuál había sido el verdadero destino de los judíos, me sentí… —A la señora Bell se le quebró la voz—. Me quedé destrozada. Todos los días sin falta imaginaba el horror que mi amiga, Monique Richelieu, cuyo verdadero nombre era Monika Richter, había padecido. Me atormentaba pensar que seguramente había muerto, en solo Dios sabía qué infierno y de qué modo cruel por mi culpa. —La señora Bell se golpeó el pecho—. Jamás me he perdonado y jamás me perdonaré. —Me dolía la garganta de tanto aguantar las lágrimas; quería llorar no solo por mí, sino también por la señora Bell—. En cuanto al abrigo… —Cerró la mano en torno al pañuelo—. Lo tuve escondido aunque mi madre me decía enfadada que debía encontrarlo. Pero no me importaba; era de Monique. Deseaba regalárselo, deseaba ayudarle a ponérselo y abrocharle los botones. —En ese instante acarició un botón—. También deseaba darle esto… —Metió la mano en un bolsillo del abrigo y sacó un collar, cuyas cuentas color rosa y bronce brillaron a la luz del sol. La señora Bell se lo enroscó en los dedos y se lo llevó a la mejilla—. Tenía la ilusión de que algún día entregaría a Monique el abrigo y el collar, ¿puedes creerlo? —Me miró—. Todavía la tengo. —Sonrió con semblante sombrío—. Seguramente te parecerá muy extraño, Phoebe.
Negué con la cabeza.
—No.
—Mantuve el abrigo en su escondite hasta el cuarenta y ocho, cuando, como ya te he contado, me fui de Aviñón para empezar una nueva vida aquí, en Londres… una vida lejos del sitio donde habían tenido lugar aquellos hechos; una vida en la que no tendría que toparme por la calle con Jean-Luc Aumage ni con su padre, ni pasar por delante de la casa donde habían vivido Monique y su familia. No soportaba verla sabiendo que jamás regresarían. Y no volví a ver a… —La señora Bell lanzó un profundo suspiro—. Cuando vine a Londres, traje el abrigo conmigo, todavía con la esperanza de que algún día quizá tuviera la oportunidad de cumplir la promesa que le había hecho a mi amiga… sí, lo sé, era una verdadera insensatez porque por aquel entonces ya sabía que habían visto a Monique por última vez el cinco de agosto del cuarenta y tres, cuando llegó a Auschwitz. —La señora Bell parpadeó—. Aun así he conservado el abrigo durante todos estos años. Es mi… es mi… —Se quedó mirándome—. ¿Cuál es la palabra que busco?
—Penitencia —susurré.
—Penitencia. —Asintió con un gesto—. Por supuesto. —A continuación guardó el collar en el bolsillo del que lo había sacado—. Y ésta es la historia del abriguito azul. —Se levantó—. Voy a llevarlo a su sitio. Gracias por escucharme, Phoebe. No tienes ni idea de lo que acabas de hacer por mí. Durante todos estos años he deseado que alguien oyera mi historia, si no para condenarme, al menos para… para entenderme. —Me miró fijamente—. ¿Tú me entiendes, Phoebe? ¿Entiendes por qué hice lo que hice? ¿Por qué siento todavía lo que siento?
—Sí, señora Bell —musité—. Más de lo que imagina.
La señora Bell entró en el dormitorio, y oí cómo cerraba la puerta del armario. Cuando volvió a la sala y se sentó, su rostro no denotaba ninguna emoción.
—Pero… —Cambié de postura en el asiento—. ¿Por qué no se lo contó a su marido? Por lo que me ha dicho de él, es evidente que lo amaba.
La señora Bell asintió.
—Y mucho. Pero no me atreví a contárselo precisamente porque lo amaba. Me aterrorizaba que al enterarse de lo que había hecho me viera con otros ojos, o incluso me culpara.
—¿De qué? Era una niña que intentaba obrar bien, pero que acabó…
—Obrando mal. —La señora Bell terminó la frase por mí—. Acabé haciendo lo peor que podía hacer. Por supuesto, no fue una traición deliberada —prosiguió—. Como Monique me había dicho, yo no entendía nada. Era muy pequeña, y a menudo he intentado consolarme pensando que quizá la hubieran descubierto de todas formas, quién sabe…
—Sí —me apresuré a decir—. Quizá la hubieran descubierto. Tal vez hubiera muerto de todas formas, sin que usted tuviera nada que ver, señora Bell. —La anciana me miró con curiosidad—. Simplemente cometió usted un error de cálculo —añadí en voz baja.
—Pero eso no me ayuda a aceptar lo ocurrido porque fue un error de cálculo que condujo a mi amiga a la muerte. —Tomó aire y lo exhaló lentamente—. Y eso es muy difícil de sobrellevar.
Cogí la sombrerera y me la puse en el regazo.
—Entiendo… lo que dice, mejor de lo que imagina. Es como si cargara con una piedra enorme que nadie salvo usted puede llevar y no encontrara ningún lugar donde dejarla…
Se hizo un silencio repentino. Oí el débil silbido de la chimenea eléctrica.
—Phoebe —murmuró la señora Bell—, ¿qué le pasó a tu amiga… a Emma?
Me quedé mirando los pequeños ramilletes de la sombrerera; el estampado era semi abstracto, pero distinguía los tulipanes y las campanillas.
—Me dijiste que estaba enferma…
Asentí, y oí el leve tictac del reloj de la repisa de la chimenea.
—Empezó hace casi un año, a principios de octubre.
—¿La enfermedad de Emma?
Negué con la cabeza.
—Los hechos que desembocaron en su enfermedad… que en cierta forma la provocaron. —Le hablé a la señora Bell sobre Guy.
—Supongo que a Emma debió de dolerle.
Asentí.
—No me di cuenta de hasta qué punto. Decía que estaba bien, pero quedó claro que no lo estaba… que sufría.
—¿Y crees que tú tienes la culpa?
Se me había secado la boca.
—Sí. Emma y yo éramos amigas íntimas desde hacía casi veinticinco años. Me llamaba casi a diario… hasta que empecé a salir con Guy. Cuando yo la telefoneaba, no me devolvía la llamada o se mostraba distante. Se alejó de mí.
—¿La relación con Guy continuó?
—Sí, verá, no podíamos evitarlo, estábamos enamorados. Guy opinaba que no habíamos hecho nada malo. Decía que él no tenía la culpa de que Emma hubiera tomado su amistad por lo que no era. Decía que con el tiempo entraría en razón, que si fuera una verdadera amiga aceptaría la situación e intentaría alegrarse por mí.
La señora Bell asintió.
—¿Crees que estaba en lo cierto?
—Sí, por supuesto. Pero es más fácil decirlo que hacerlo cuando han herido tus sentimientos. Y por lo que Emma hizo a continuación, supe lo mal que se sentía.
—¿Qué hizo?
—Después de Navidad Guy y yo fuimos a esquiar. En Nochevieja salimos a cenar y, para empezar, tomamos una copa de champán. Cuando Guy me pasó la copa vi que había algo dentro.
—Ah —dijo la señora Bell—. Un anillo.
Asentí.
—Un solitario precioso. Me sentí eufórica, y también asombrada porque solo hacía tres meses que nos conocíamos. Cuando lo acepté y nos besábamos, yo ya estaba nerviosa pensando en cómo se lo tomaría Emma. No tardé en descubrirlo, porque a la mañana siguiente, para mi sorpresa, me llamó para desearme feliz Año Nuevo. Charlamos un rato y me preguntó dónde estaba. Le dije que estaba en Val d’Isére. Me preguntó si estaba con Guy y le dije que sí. Y acto seguido le solté que acabábamos de prometernos. Y se hizo un silencio…
—La pauvre fille —murmuró la señora Bell.
—Luego, en voz baja y temblorosa, me dijo que deseaba que fuéramos muy felices. Le dije que tenía muchas ganas de verla y que la llamaría a mi regreso.
—¿Así que intentaste mantener la relación con ella?
—Sí… Pensé que si se acostumbraba a ver a Guy conmigo tal vez llegara a aceptarlo como amigo. Además, pensaba que no tardaría en enamorarse de otra persona y que nuestra relación volvería a la normalidad.
—Pero no ocurrió eso.
—No. —Me enrosqué el cordel de la sombrerera en un dedo—. Era evidente que lo que sentía por Guy era intenso y que estaba convencida de que su amistad con él habría llegado a algo más si él… si él…
—No se hubiera enamorado de ti.
Asentí.
—Cuando regresé a Londres el seis de enero, la llamé, pero no contestó. La llamé al móvil, pero tampoco contestó. Sian, su ayudante, estaba fuera, de modo que no pude preguntarle dónde estaba Emma. Entonces telefoneé a Daphne, la madre de Emma. Me dijo que su hija había decidido irse a Sudáfrica hacía tres días a visitar a unos viejos amigos, y que estaba en Transvaal; llamar a ese lugar era difícil. Luego me preguntó si creía que Emma estaba bien, porque la había notado nerviosa pero ella se había negado a contarle el porqué. Actué como si no supiera qué le pasaba. Daphne comentó que su hija se desanimaba a veces y que no había que darle importancia. Como una hipócrita, le dije que tenía razón.
—¿Tuviste noticias de Emma mientras estuvo en Sudáfrica?
—No. La tercera semana de enero supe que había vuelto porque recibí su respuesta a la invitación a la fiesta de compromiso que Guy y yo celebrábamos el sábado siguiente. Se excusaba por no poder acudir.
—Eso debió de dolerte.
—Sí —musité—. No sabe cuánto. Llegó el día de San Valentín… —Dudé—. Guy había reservado una mesa en el Bluebird Café, en Chelsea, no muy lejos de su casa. Nos disponíamos a salir cuando, para mi sorpresa, llamó Emma; no me llamaba desde el día de Año Nuevo. Su voz sonaba un poco rara, como si le costara respirar, así que le pregunté si se encontraba bien. Dijo que estaba «fatal». Hablaba con voz débil y temblorosa, como si tuviera la gripe. Le pregunté si había tomado algo y contestó que había tomado paracetamol. Añadió que se sentía «tan mal» que se quería «morir». Eso me inquietó, así que le dije que quería ir a verla. Y Emma susurró: «¿De veras? ¿De veras, Phoebe? Sí, por favor, ven». Le dije que estaría allí en media hora.
»Cuando cerré el móvil vi que Guy estaba enfadado. Dijo que había preparado una agradable cena de San Valentín para los dos y que quería disfrutarla; además, no creía que Emma estuviera tan mal como decía. «Ya sabes cómo le gusta exagerar», dijo. «Seguro que solo quiere llamar la atención». Insistí en que Emma parecía enferma y comenté que mucha gente tenía la gripe. Guy dijo que, conociendo a Emma, seguramente sería un resfriado fuerte. Añadió que yo me lo tomaba demasiado a pecho porque tenía remordimientos, cuando era Emma quien debía sentirse culpable. Había estado enfurruñada durante tres meses e incluso había declinado la invitación a nuestra fiesta de compromiso. Y ahora que se dignaba llamarme yo quería ir corriendo a su casa. Le dije a Guy que Emma era una persona muy sensible y que había que tratarla con mucho tacto. Él soltó que ya estaba harto de «la sombrerera loca», como la llamaba. No estaba dispuesto a anular la cena. Se puso el abrigo.
»La intuición me decía que tenía que ir a ver a Emma, pero no quería pelearme con Guy. Recuerdo que me quedé parada, haciendo girar el anillo de compromiso en el dedo y diciendo: «Es que no sé qué hacer…». Guy propuso que fuéramos a cenar y que a la vuelta llamase a Emma. Como no íbamos a estar fuera mucho rato, accedí. Fuimos al Bluebird y hablamos de la boda, que tendría que haberse celebrado ese mes. Es raro pensar en eso ahora —añadí.
—¿Te sientes triste al recordarlo?
Miré a la señora Bell.
—Es curioso, pero no siento… prácticamente nada. Regresamos al piso de Guy a las diez y media y llamé a Emma. Al oír mi voz, empezó a llorar. Dijo que lamentaba no haberse portado mejor con Guy y conmigo. Dijo que había sido una mala amiga. Le dije que no pasaba nada, y que no se preocupara porque iba a ir a cuidar de ella. —Noté que se me saltaban las lágrimas—. Entonces la oí murmurar: «¿Esta noche, Phoebe?». «Esta noche», repetí. Miré a Guy, que negó con la cabeza y me indicó por señas que no podía conducir porque había bebido, y pensé que, en efecto, había rebasado el límite de alcoholemia, así que le dije… —Traté de tragar saliva, pero era como si tuviera la garganta atorada con trapos—. Le dije… que iría por la mañana. —Hice una pausa—. Al principio Emma no dijo nada. Luego la oí susurrar: «… ahora a dormir». Y le dije: «Sí, ahora vete a dormir, te veré a primera hora de la mañana. Que duermas bien, Em». —Miré la sombrerera. Veía borrosos los tulipanes y las campanillas.
»Me levanté a las seis de la mañana con el estómago revuelto. Pensé en llamar a Emma, pero no quería despertarla, así que subí al coche para ir a Marylebone y aparqué cerca de su casa, en Nottingham Street. Sabía dónde guardaba una llave, la cogí sin hacer ruido y entré. La casa estaba muy desordenada. Había montones de cartas sobre la alfombrilla y el fregadero de la cocina estaba lleno de platos sucios.
»Era la primera vez que iba a casa de Emma desde la fatídica cena. Recordé la consternación que había sentido cuando Emma me presentó a Guy y la ilusión que me hizo que él me llamara. Pensé que nuestra amistad había sido puesta a prueba y estado a punto de romperse, pero que en adelante todo iría bien. Fui a la sala y vi que también estaba hecha un desastre; había toallas en el sofá y la papelera estaba llena de pañuelos de papel usados y botellas de agua vacías. Era evidente que Emma había estado muy mal. Subí por la estrecha escalera, entre las fotos de modelos que lucían los hermosos sombreros de Emma, y me detuve junto a la puerta de su habitación. Al otro lado reinaba el silencio, y recuerdo que me sentí aliviada porque eso significaba que Emma estaba dormida, que era lo que más le convenía.
»Abrí la puerta y entré de puntillas. Al acercarme a la cama vi que Emma dormía tan profundamente que ni siquiera se la oía respirar. Recordé que siempre se le había dado muy bien contener la respiración, porque era una buena nadadora. Cuando éramos niñas me asustaba tirándose al suelo y aguantando la respiración durante mucho rato. De pronto se me ocurrió que tal vez estuviera haciendo lo mismo ahora, aunque ya teníamos las dos treinta y tres años. Mientras la miraba, oí en mi cabeza la hermosa pieza de piano que Emma tocaba cuando íbamos al colegio: «Tráumerei». Está soñando, pensé.
»«Emma, soy yo», dije en voz baja. No se movió. «Emma, despierta», susurré. Seguía inmóvil. «Despierta, Emma», dije, esta vez con el corazón desbocado. «Por favor, necesito ver cómo estás. Venga, Em». No respondía. «Emma, por favor, despierta», dije, presa del pánico. Di dos palmadas, y me acordé de una vez en que estábamos jugando al escondite y se hizo la muerta de un modo tan convincente que pensé que de verdad estaba muerta y me llevé un buen susto, hasta que se levantó desternillándose de risa. Me disgusté tanto que recuerdo que lloré.
»Casi esperaba que Emma se levantara de un salto y exclamara con una carcajada: «¡Te he engañado, Phoebe! ¡Creías que estaba muerta!», hasta que recordé que había jurado no volver a hacerlo. «No me hagas esto, Em, por favor», murmuré. Tendí una mano para tocarla… —Me quedé mirando la sombrerera, donde ahora veía flores de altramuz, ¿o eran de dedalera?—. Eché hacia atrás la colcha; Emma estaba tumbada de lado, con tejanos y una camiseta, los ojos entreabiertos. Tenía la piel cenicienta, y los dedos cerrados en torno al teléfono.
»Recuerdo que solté un grito y busqué el móvil. Me temblaba tanto la mano que no lograba marcar el nueve y tuve que intentarlo tres o cuatro veces. Vi un bote de paracetamol en el suelo y lo cogí; estaba vacío. Entonces oí que la telefonista del servicio de emergencia me preguntaba qué me ocurría. Yo respiraba tan deprisa que apenas podía hablar, pero conseguí decirle que mi amiga necesitaba una ambulancia enseguida, de inmediato, que debían enviarla lo antes posible… —Intenté tragar saliva—. Pero mientras lo decía ya sabía que estaba… que Em estaba… que Em había…
Cayó una lágrima en la sombrerera.
—Oh, Phoebe —oí que susurraba la señora Bell.
Levanté la cabeza y miré por la ventana.
—Después me dijeron que había muerto unas tres horas antes de que yo llegara.
Me quedé en silencio unos minutos, con la sombrerera en el regazo, deslizando el cordel verde claro entre los dedos.
—¡Hacer eso, qué horror! —exclamó la señora Bell—. Por muy triste que estuviera… suici…
La miré.
—No fue eso lo que ocurrió, aunque al principio así lo parecía. Durante un tiempo hubo cierta confusión sobre lo que le había pasado a Emma… sobre lo que había causado su… —Vi borroso el rostro de la señora Bell. Agaché la cabeza.
—Lo siento, Phoebe. Es demasiado doloroso para ti hablar de eso.
—Sí. Porque me siento culpable.
—Tú no tienes la culpa de que Guy se enamorase de ti y no de Emma.
—Pero sabía cuánto le quería ella. Algunas personas opinarían que yo no debería haber iniciado esa relación puesto que conocía sus sentimientos.
—Pero tal vez fuera tu única oportunidad en la vida de conocer el amor.
—Eso me decía yo. Me decía que quizá no volviera a sentir nada igual por nadie. Me consolaba pensar que Emma olvidaría a Guy y se enamoraría de otro, porque eso era lo que le había ocurrido con otros hombres. Pero esta vez no fue así. —Lancé un suspiro— comprendo que no le gustara verlo conmigo, ya que ella tenía la esperanza de estar con él.
—No puedes culparte de que Emma abrigara esperanzas infundadas, Phoebe.
—No, pero puedo culparme y me culpo de no haber ido a verla aquella noche, cuando la intuición me decía que debía hacerlo.
—Bueno… —La señora Bell sacudió la cabeza—. Tal vez eso no hubiera cambiado nada.
—Eso me dijo mi médica. Dijo que Emma habría caído en un coma del que jamás habría… —Respiré hondo para ahogar un sollozo—. Nunca lo sabré. Pero creo que si hubiera ido la primera vez que me llamó, en lugar de doce horas más tarde, Emma seguiría viva.
Dejé la sombrerera en el suelo y me acerqué a la ventana. Miré el jardín vacío.
—Así que ésa es la razón por la que siente cierta afinidad conmigo, señora Bell. Ambas tuvimos amigas que nos esperaban.