Capítulo 8
A primera hora de la mañana llegué a la estación de Saint Paneras y subí en el Eurostar para ir a Aviñón. Decidí entregarme al placer del viaje, que duraría seis horas, con transbordo en Lille. Mientras esperaba a que el tren saliera, hojeé el ejemplar del Guardian. Me sorprendió encontrar una foto de Keith en la sección de negocios. El artículo que la acompañaba versaba sobre su empresa inmobiliaria, Phoenix Land, especializada en la compra de solares en antiguas zonas industriales para su reedificación. Se había valorado hacía poco en veinte millones de libras y estaba a punto de entrar en el mercado de inversiones alternativas. El artículo explicaba que Keith había empezado vendiendo por correo muebles de cocina para montar, pero que en 2002 un incendio provocado por un empleado descontento destruyó el almacén. Había una declaración de Keith: «Fue la peor noche de mi vida. Pero mientras veía arder el edificio me juré que haría que de aquellas cenizas saliera algo valioso». De ahí el nombre de su nueva empresa, pensé mientras el tren salía de la estación.
En ese momento abrí el ejemplar del Black & Green que había cogido en la estación de Blackheath. Hasta entonces siempre había estado demasiado cansada para leerlo. Contenía las previsibles noticias locales sobre el incremento vertiginoso del alquiler de los locales comerciales, la amenaza que representaban las grandes cadenas de High Street para las tiendas pequeñas y los problemas de aparcamiento y de tráfico en general. Había un pequeño suplemento de fin de semana con una página entera dedicada a las actividades programadas en el 02. En la sección de sociedad había fotos de famosos que habían visitado la zona, entre ellas una de Chloé Sevigny mirando el escaparate de Village Vintage, y también de residentes célebres: una de Jools Holland comprando flores y otra de Glenda Jackson en un concierto benéfico celebrado en Blackheath Halls.
En las páginas centrales encontré un artículo de Dan sobre el Age Exchange titulado: «Á la recherche du temps». «El Age Exchange es un lugar donde se atesora el pasado —había escrito Dan—. Es un lugar donde los mayores pueden acudir para compartir sus recuerdos con personas de su edad y con generaciones más jóvenes… la importancia de contar esas historias —proseguía—… de la tradición oral… Una cuidadosa selección de objetos de otros tiempos ayuda a avivar el recuerdo… El centro contribuye a mejorar la calidad de vida de las personas mayores al subrayar la importancia que tienen sus recuerdos para jóvenes y ancianos…».
El artículo estaba muy bien escrito y denotaba sensibilidad.
Cuando el tren ya avanzaba a toda velocidad, cerré el periódico y contemplé el paisaje de Kent. En los campos de color claro, recién cosechados, se veían aquí y allá zonas ennegrecidas por la quema de rastrojos; algunos trozos aún ardían y lanzaban al cielo de finales de verano columnas de humo del color del alabastro. Cuando atravesamos Ashford, de pronto imaginé a Dan en el andén, vestido como siempre con ropa mal conjuntada, saludándome con la mano. El tren no tardó en entrar en el túnel del canal de la Mancha para luego salir en la planicie belga, con sus campos monótonos salpicados de gigantescas torres de alta tensión.
En Lille subí en el TGV que habría de llevarme a Aviñón. Apoyé la cabeza contra la ventanilla y me quedé dormida. Soñé con Miles y con Annie, y con la chica que había regresado a la tienda para comprar el vestido pastelito de color verde, y con la mujer que no podía tener hijos y que se había llevado el rosa. Después soñé con la señora Bell de niña: caminaba por los campos con su abrigo azul buscando desesperada a la amiga a la que jamás encontraría. Cuando abrí los ojos, me sorprendió ver los campos de la Provenza al otro lado de la ventanilla, con sus casas de terracota, su tierra plateada y sus cipreses verdinegros recortados como signos de exclamación contra el paisaje.
Había vides por todas partes, plantadas en líneas tan rectas que parecía que alguien hubiera peinado los campos. Trabajadores agrícolas vestidos con ropa de colores vivos seguían a las máquinas vendimiadoras que avanzaban lentamente por las hileras levantando polvo. La vendange estaba en pleno apogeo.
—Avignon TGV —oí pronunciar por el altavoz—. Descendez ici pour Avignon; Gare TGV.
Salí de la estación parpadeando debido al sol deslumbrante, cogí el coche que había alquilado y me dirigí a la ciudad. Tomé la carretera que bordeaba las murallas medievales y luego circulé por angostas callejuelas hasta mi hotel.
En cuanto me hube lavado y cambiado de ropa, salí a pasear por la arteria más importante de Aviñón, la rué de la République, donde a media tarde las tiendas y los cafés estaban llenos de clientes. Me detuve unos minutos en la place de l’Horloge. Delante del imponente ayuntamiento había un tiovivo que giraba lentamente. Mientas miraba a los niños montados en los caballitos pintados de dorado y tonos pastel que subían y bajaban, imaginé Aviñón en una época menos inocente. Imaginé a los soldados alemanes plantados donde yo me encontraba en ese momento, con sus ametralladoras colgadas del hombro. Imaginé a la señora Bell y a su hermano señalándolos con el dedo y riéndose, y recibiendo una reprimenda de sus preocupados padres. Luego caminé hasta el Palais des Papes y me senté en un café que había delante de la fortaleza medieval, mientras el sol descendía en un cielo casi turquesa. La señora Bell me había contado que hacia el final de la guerra las bodegas del palacio habían servido de refugio antiaéreo. Al contemplar el gigantesco edificio imaginé a las multitudes corriendo hacia él mientras sonaban las sirenas.
Entonces volví a pensar en el presente y planeé los viajes que debía hacer durante los dos días siguientes. Estaba mirando el mapa cuando me sonó el móvil. Eché un vistazo a la pantalla y apreté el botón de respuesta.
—Miles —dije contenta.
—Phoebe… ¿ya estás en Aviñón?
—Estoy sentada justo delante del Palais des Papes. ¿Dónde estás tú?
—Acabamos de llegar a casa de mi primo. —Me fijé en que había utilizado la primera persona del plural, lo que significaba que Roxy debía de haberlo acompañado. Aunque no podía sorprenderme, me sentí un poco desilusionada—. ¿Qué haces mañana? —me preguntó Miles.
—Por la mañana iré al mercado de Villeneuve lez Avignon, y luego al de Pujaut.
—Pujaut está a medio camino de Châteauneuf-du-Pape. ¿Por qué no vienes aquí cuando hayas terminado y vamos a cenar algo típico de la región?
—Me gustaría, Miles, pero ¿dónde es «aquí»?
—Se llama Château de Bosquet. Es fácil de encontrar. Atraviesa Châteauneuf-du-Pape y al salir del pueblo toma la carretera que va a Orange; después de un kilómetro y medio verás una mansión cuadrada a la derecha; es ahí. Ven tan pronto como puedas.
—Está bien, así lo haré.
A la mañana siguiente crucé el Ródano para ir a Villeneuve lez Avignon. Aparqué en la parte alta del pueblo y bajé a pie por la estrecha calle principal hasta la plaza del mercado, donde los vendedores habían dispuesto sus antiquités sobre telas extendidas en el suelo. Había bicicletas antiguas y tumbonas descoloridas, porcelana desconchada y copas con el cristal tallado lleno de rayas. Había jaulas antiguas, herramientas oxidadas y ositos de peluche despeluzados con zarpas de cuero agrietado. Había puestos donde se vendían cuadros antiguos y colchas provenzales con los colores desvaídos y de cuerdas atadas a los árboles colgaban prendas antiguas que ondeaban y se retorcían con el viento.
—Ce sont que des vrais antiquités, madame —me dijo un vendedor cuando me acerqué a mirar el género que ofrecía—. Tous en tres bon état.
Había mucho que ver. Tardé un par de horas en seleccionar unos sencillos vestidos estampados de los años cuarenta y cincuenta, así como unos camisones blancos de los veinte y los treinta. Algunos eran de chambre —lino rústico y recio—; otros de metisse —una mezcla de lino y algodón—, y unos cuantos de Valencienne, una gasa de algodón ligera y vaporosa que flotaba con el viento. Muchos de los camisones tenían unos bordados preciosos. Me pregunté cómo sería la persona cuyas manos habían bordado aquellas flores y hojas perfectas que yo tocaba, si había sentido placer al realizar un trabajo tan Magnífico, si había llegado a pensar que generaciones futuras apresarían y admirarían su labor.
Cuando compré todo lo que quería, me senté en una cafetería y comí temprano. Entonces me permití pensar en la fecha que era Había creído que me sentiría disgustada, pero no, aunque me alegraba de estar lejos. Por un instante me pregunté qué estaría haciendo Guy y cómo se sentiría. Luego llamé a Annie.
—He tenido mucho trabajo en la tienda —dijo—. Ya he vendido la falda con miriñaque de Vivienne Westwood y el abrigo de cordellate de Dior.
—¡Qué bien!
—¿Te acuerdas de lo que dijiste en la radio sobre Audrey Hepburn?
—Sí.
—Bueno, pues esta mañana ha venido una mujer pidiendo que la convirtiera en Grace Kelly. Ha sido bastante difícil.
—¿No era guapa?
—¡Oh, sí, era preciosa! Pero habría sido más fácil convertida en Grace Jones.
—¡Ah!
—Y tu madre se ha pasado para preguntar si querías comer con ella; había olvidado que estabas en Francia.
—La llamaré. —Y así lo hice enseguida, pero empezó a hablar de un nuevo tratamiento sobre el que había consultado a alguien: la regeneración con plasma.
—Mañana por la mañana pediré fiesta en el trabajo para ir a la clínica —me explicó mientras me tomaba el café—. Es ideal para las arrugas profundas. Utilizan plasma de nitrógeno para estimular el proceso de regeneración natural de la piel, lo inyectan bajo la dermis y activa los fibroblastos. El resultado, lo creas o no, es una piel nuevecita. —Entorné los ojos—. ¿Phoebe? ¿Sigues ahí?
—Sí, pero ahora tengo que colgar.
—Si no me hago la regeneración con plasma —continuó mi madre—, puede que pruebe uno de esos rellenadores, Restylane, Perlane o Sculptra, y también me han hablado del autotrasplante de grasa: te extraen la grasa del trasero y te la inyectan en la cara: cachete con cachete, por así decirlo, pero la cuestión es que…
—Lo siento, mamá, pero tengo que dejarte. —Estaba poniéndome enferma.
Volví al coche intentando olvidar lo que me había contado mi madre sobre aquellos tratamientos grotescos y partí rumbo a Pujaut.
Cuando vi el letrero de Châteauneuf-du-Pape sentí un nerviosismo agradable al pensar que volvería a ver a Miles. Tenía un vestido para cambiarme antes de llegar, puesto que había llevado la misma ropa todo el día.
El mercado de Pujaut era pequeño, pero compré otros seis camisones y un par de chalecos de broderie anglaise con el cuello festoneado, porque a las jovencitas les gusta ponérselos con tejanos. Ya eran las tres y media. Encontré una cafetería y aproveché para cambiarme; me puse un pichi de algodón de rayas blancas y azul marino de Saint Michael, de principios de los sesenta.
Al salir de Pujaut vi campesinos trabajar en los viñedos que se extendían en todas las direcciones. Los carteles de la carretera me invitaban a detenerme en este domaine o en aquel Château para una cata de vinos.
Al cabo de un rato divisé delante de mí, sobre una colina, Châteauneuf-du-Pape, con sus edificios color vainilla apiñados bajo una torre medieval. Tras cruzar el pueblo giré a la derecha, en dirección a Orange. A aproximadamente un kilómetro y medio vi el cartel de Château de Bosquet.
Dejé la carretera para enfilar un camino bordeado de cipreses, al final del cual se alzaba una mansión almenada. En las viñas que se extendían a ambos lados del sendero había hombres y mujeres agachados, el rostro oculto bajo el ala del sombrero. Al oír el chirrido de las ruedas una persona de cabello cano se enderezó, se puso una mano sobre los ojos para protegerlos del sol y me saludó con la otra. Le devolví el saludo.
Mientras aparcaba vi que Miles caminaba deprisa entre las vides en dirección a mí. Cuando bajé la ventanilla me sonrió; tenía el rostro tan lleno de polvo que las arrugas en torno a los ojos se marcaban como radios de rueda.
—¡Phoebe! —Abrió la portezuela del coche—. ¡Bienvenida a Château de Bosquet! —Me besó en cuanto me apeé—. Luego te presentaré a Pascal y a Cécile; ahora están todos trabajando como locos. —Señaló los viñedos con un gesto—. Mañana es el último día, así que se nos echa el tiempo encima.
—¿Puedo ayudar?
Miles me miró.
—¿De veras? Es un trabajo sucio. —Me encogí de hombros.
—No me importa. —Miré a los trabajadores, con sus cubos negros y sus tijeras—. ¿No usáis máquinas para recoger las uvas? Negó con la cabeza.
—En Châteauneuf-du-Pape la vendimia se realiza a mano, con arreglo a las leyes de «denominación de origen»; por eso necesitamos un pequeño ejército. —Miró mis zapatillas con cordones—. Llevas el calzado adecuado, pero te hará falta un delantal. Espera.
Cuando Miles se dirigió hacia la casa, vi a Roxy; estaba sentada en un banco junto a una higuera enorme, leyendo una revista.
—Hola, Roxy —grité. Di unos pasos hacia ella—. ¡Hola, Roxy! —Levantó la vista y, sin quitarse las gafas de sol, me dedicó una sonrisa desganada y continuó leyendo. Me pareció un desaire, hasta que recordé que la mayoría de los chicos de dieciséis años son poco sociables; además, solo me había visto una vez, ¿por qué iba a mostrarse simpática conmigo?
Miles salió de la casa con una pamela azul en la mano.
—Necesitarás esto. —Me la puso en la cabeza—. Y esto… —Me pasó un botellín de agua—. Y este delantal para que no te manches el vestido. Era de la madre de Pascal; una mujer encantadora, ¿verdad, Roxy?, aunque un poco rellenita.
Roxy bebió un trago de Coca-Cola.
—Gorda, querrás decir.
Miles desdobló el enorme delantal, me lo pasó por la cabeza y se colocó detrás de mí para coger las tiras; y su respiración me acarició la oreja. Luego me ató las tiras por delante.
—Ya está —dijo tras hacer un lazo. Retrocedió un paso para mirarme—. Estás muy guapa. —De pronto me sentí incómoda al percatarme de que Roxy me miraba fijamente detrás de sus RayBan. Miles cogió dos cubos vacíos y se dirigió hacia el viñedo balanceándolos—. Vamos, Phoebe.
—¿Hace falta experiencia? —pregunté cuando le di alcance.
—No mucha —respondió mientras caminábamos entre las vides retorcidas. A nuestro paso, los gorriones alzaban el vuelo y algún que otro saltamontes se alejaba sigiloso. Miles cogió un racimo y me lo pasó. Me puse una uva en la lengua y la aplasté contra el paladar.
—Deliciosa. ¿De qué variedad son?
—Éstas son garnacha. Las vides son bastante antiguas. Las plantaron en mil novecientos sesenta, como a mí, pero todavía se mantienen bastante vigorosas —añadió con picardía. Entrecerró los ojos para mirar al cielo, con una mano a modo de visera—. Gracias a Dios que hace buen tiempo. En dos mil dos hubo una inundación tremenda y las uvas se pudrieron; produjimos cinco mil botellas en lugar de cien mil… fue un desastre. El cura del pueblo siempre bendice los campos; por lo visto este año ha hecho un buen trabajo, porque la cosecha es magnífica.
Por todas partes había unas grandes piedras redondeadas; en las que estaban agrietadas distinguí el brillo del cuarzo blanco.
—Estas piedras son un engorro —dije intentando sortearlas.
—Son una molestia —admitió Miles—. Las depositó aquí el Ródano hace miles de años. Pero las necesitamos porque el calor que acumulan durante el día se desprende por la noche, razón por la cual ésta es una tierra óptima para los viñedos. Bueno, ¿qué te parece si empiezas por aquí? —Miles se agachó junto a una vid y apartó las hojas rojizas para dejar a la vista un enorme racimo de uvas negras—. Cógelo por debajo. —Noté el calor de las uvas en la mano—. Ahora corta el tallo, no las hojas, por favor, y déjalas en el primer cubo procurando tocarlas lo menos posible.
—¿Qué se echa en el segundo cubo?
—Las que no queremos. Desechamos el veinte por ciento de lo que recogemos y lo utilizamos para elaborar vino de mesa.
Reinaba un ambiente festivo alrededor. Había unos doce trabajadores cerca de nosotros; unos reían y charlaban, otros escuchaban música con sus walkmans e iPods. Una chica cantaba un aria de La flauta mágica, la que habla de maridos y mujeres. Su clara y dulce voz de soprano se oía por todo el viñedo.
Mann und Weib, un Weib und Mann…
Qué raro es oír esta canción justo hoy, pensé.
… reichen an die Gottheit an.
—¿Quiénes son los vendimiadores? —le pregunté a Miles.
—Algunos lugareños nos ayudan todos los años, además de unos cuantos estudiantes y trabajadores extranjeros. En esta propiedad la vendange dura unos diez días, y cuando acaba Pascal celebra una eran fiesta para dar las gracias a todo el mundo.
Acerqué las tijeras de podar a un racimo.
—¿Corto por aquí?
Miles se agachó y puso una mano sobre la mía.
—Mejor por aquí —dijo—. Así. —Sentí una corriente de deseo por todo mi cuerpo—. Ahora córtalo, pero ten en cuenta que pesan, así que no lo dejes caer. —Deposité el racimo con sumo cuidado en el primer cubo—. Voy allí —me indicó Miles alejándose unos pasos.
Hacía calor y el trabajo era pesado. Me alegraba tener el botellín de agua, y sobre todo me alegraba llevar puesto el delantal, que ya estaba cubierto de polvillo. Me enderecé porque empezaba a dolerme la espalda y miré a Roxy, que seguía sentada a la sombra con su ejemplar de Heat y su refresco.
—Tendría que obligar a Roxy a que nos echara una mano —dijo Miles, como si me hubiera leído el pensamiento—. Pero no conviene forzar a los adolescentes.
Noté que me caía una gotita de sudor entre los omóplatos.
—¿Y cómo le quedó el trabajo de historia antigua?
—Al final salió bien. Espero sacar un sobresaliente —añadió con ironía—. Me lo merezco, ya que estuve toda la noche redactándolo.
—Entonces eres un padre sobresaliente. Ya he llenado el cubo. ¿Ahora qué hago?
Miles separó las uvas menos buenas y las echó en el segundo cubo, tras lo cual cogió los dos baldes.
—Las llevaremos al lagar. —Señaló con la cabeza dos grandes naves de cemento que había a la derecha de la casa.
Entramos en la primera nave, donde el dulce olor a levadura era fortísimo, al igual que el ruido del gigantesco cilindro blanco que vibraba delante de nosotros. Apoyada a él había una larga escalera de mano, en lo alto de la cual un hombre corpulento ataviado con un mono azul volcaba las uvas que le pasaba una rubia menuda vestida de amarillo.
—Ése es Pascal —dijo Miles—, y esa Cécile. —Saludó a ambos con la mano—. ¡Pascal! ¡Cécile! ¡Ésta es Phoebe!
Pascal me dedicó un gesto cariñoso antes de coger el cubo que le tendía Cécile para echar las uvas en el cilindro. Ella se volvió y me dirigió una sonrisa afectuosa.
Miles señaló los cuatro enormes tanques de color rojo que se alineaban en la pared del fondo.
—Son las cubas de fermentación. El mosto se bombea directamente a ellas desde el cilindro a través de ese tubo de allí. Ahora pasaremos por aquí… —Lo seguí hasta la otra nave, que era más fresca, y donde había una serie de recipientes de acero con fechas escritas a tiza—. Aquí es donde envejece el mosto fermentado. También lo dejamos envejecer en esas barricas de roble de allí, y al cabo de un año más o menos está listo para embotellarlo.
—¿Y cuándo puede beberse?
—El vino de mesa al cabo de dieciocho meses, el de mayor calidad después de dos o tres años, y los añejos se dejan madurar hasta quince años. Aquí producimos sobre todo vino tinto.
A un lado había una mesa con botellas medio llenas cerradas con tapones grises, unas cuantas copas y un par de sacacorchos, además de varios libros de consulta sobre vinos. Las paredes estaban cubiertas de diplomes d’honneur enmarcados que los vinos de Château de Bosquet habían ganado en certámenes internacionales.
Reparé en una botella con una etiqueta preciosa, en la que un mirlo llevaba en el pico un racimo de uvas. Me acerqué a mirarla.
—Chante le Merle —dije. Me volví hacia Miles—. Bebí este vino la semana pasada en el Greenwich Picturehouse.
—La cadena Picturehouse compra nuestros vinos. ¿Te gustó?
—Era delicioso. Creo recordar que tenía un… un bouquet seductor.
—¿Qué película fuiste a ver?
—Ana Karenina.
—¿Con…?
—Greta Garbo.
—No, quería decir… ¿con quién fuiste a ver la película? Es solo… curiosidad —añadió con timidez.
Su inseguridad me pareció conmovedora, sobre todo porque al conocerlo había tenido la impresión de que era un hombre con aplomo y seguridad en sí mismo.
—Fui con un amigo, Dan. Es un cinéfilo.
Miles asintió.
—Bien… —Miró el reloj—. Son casi las seis. Deberíamos ir preparándonos. Cenaremos en el pueblo. Seguramente Roxy se quedará con Pascal y Cécile. Así practicará el francés —añadió—. Supongo que querrás asearte…
Levanté las manos, teñidas de violeta.
Cuando nos encaminábamos hacia la casa vi que Roxy había abandonado su asiento y dejado la botella vacía de Coca-Cola, cuyo cuello empezaba a atraer a las avispas. Miles abrió la recia puerta y entramos en un recibidor fresco y amplio, con techo abovedado de vigas vistas. Había una chimenea con una pila de leños a un lado y un banco largo hecho de barriles viejos arrimado a la pared. Al pie de la escalera montaba guardia un oso disecado que enseñaba los dientes y las garras.
No le tengas miedo —dijo Miles cuando pasamos a su lado—. Nunca ha mordido a nadie. Subamos. —Una vez arriba, cruzamos el descansillo y Miles abrió una puerta para mostrarme una bañera de piedra caliza con forma de sarcófago. Cogió una toalla del colgador—. Voy a ducharme.
—Supongo que en otro lugar —dije en broma, preguntándome si iba a desnudarse delante de mí. Pensé que no me habría importado.
—Tengo un baño en mi habitación —me explicó—, que está al final del pasillo. Nos vemos abajo dentro de… ¿veinte minutos? Roxy… —gritó tras salir y cerrar la puerta—. Roooxyyy, tengo que hablar contigo.
Me desaté el delantal, que había protegido mi vestido a la perfección, y me limpié el polvo de los zapatos. Me duché con el artilugio de bronce de aspecto antiguo, me hice un moño con el pelo mojado, me vestí y me maquillé un poco.
Cuando salí al descansillo oí a Miles hablar en susurros y la voz quejumbrosa de Roxy.
—Volveré pronto, cariño…
—¿Por qué ha venido aquí?
—Tiene trabajo en esta zona…
—No quiero que salgas…
—Entonces ven con nosotros…
—No me apetece…
El escalón crujió cuando lo pisé.
Miles alzó la cabeza con cara de sorpresa.
—Ya estás aquí, Phoebe —dijo—. ¿Estás lista para salir? —Asentí—. Estaba preguntándole a Roxy si quería acompañarnos —añadió mientras yo bajaba por la escalera.
—Espero que sí —le dije a Roxy, decidida a congraciarme con ella—. Podemos hablar de ropa; tu padre me ha dicho que quieres trabajar en el mundo de la moda.
Me lanzó una mirada torva.
—Sí, a eso pienso dedicarme.
—Entonces ¿por qué no nos acompañas? —le preguntó su padre con tono cariñoso.
—No quiero salir.
—En ese caso, cena con los vendimiadores.
Roxy hizo una mueca de desagrado.
—No, gracias.
Miles meneó la cabeza.
—Roxy, algunos de esos jóvenes son encantadores. Beata, la chica polaca, estudia para ser cantante de ópera. Habla muy bien nuestro idioma, podrías charlar con ella. —Roxy encogió sus delgados hombros—. Entonces come con Pascal y con Cécile. —La chica refunfuñó y cruzó los brazos—. No te pongas difícil —imploró su padre—. Por favor, Roxanne, solo quiero que… —Pero la muchacha ya se alejaba por el vestíbulo.
Miles se volvió hacia mí.
—Lo siento, Phoebe. —Lanzó un suspiro—. Roxy está en una edad difícil. —Asentí y de pronto recordé cómo denominan los franceses a la adolescencia: l’áge ingrat—. No le pasará nada por quedarse aquí un par de horas. Ahora… —dijo agitando las llaves del coche—, vámonos.
Fuimos al pueblo y Miles aparcó en la calle principal su Renault. Cuando nos apeamos, señaló un restaurante que tenía Una terraza con mesas cuyos manteles blancos ondeaban con el viento. Nos encaminamos hacia allí y Miles abrió la puerta.
Ah… monsieur Archant —exclamó el maître con tono afectado en cuanto entramos—. C’est un plaisir de vous revoir. Un grand plaisir. —A continuación se dibujó en su rostro una gran sonrisa, y él y Miles se palmearon la espalda al tiempo que reían a carcajadas.
—Cuánto me alegro de verte, Pierre —dijo Miles—. Me gustaría presentarte a la bella Phoebe.
Pierre me cogió la mano y se la llevó a los labios.
—Enchanté.
—Pierre y Pascal iban juntos a la escuela —me explicó Miles mientras Pierre nos acompañaba a una mesa del rincón—. En las vacaciones de verano salíamos los tres… ¿Cuánto tiempo hace de eso, Pierre? ¿Treinta y cinco años, quizá?
El maître soltó un silbido.
—Oui… il a trente cinq ans. Usted aún no había nacido —me dijo con una risita. De repente imaginé a Miles con quince años llevándome a mí, apenas un bebé, en brazos.
—¿Te apetece una copa de vino? —me preguntó Miles tras abrir la carte des vin.
—Sí —respondí con cierta reserva—, pero no debería beber porque tengo que conducir para regresar a Aviñón.
—Como quieras —repuso Miles mientras se ponía las gafas. Echó un vistazo a la carta—. De todas formas, vas a cenar.
—De acuerdo, tomaré una copa, pero no más.
—Y si te emborrachas, puedes pasar la noche en casa —añadió con toda naturalidad—. Hay un dormitorio de sobra, ¡con un baúl enorme!
—Oh, no lo necesitaré… el dormitorio, quiero decir —aclare sonrojándome—. No me quedaré a dormir, gracias. —Miles sonrió al ver que me había ruborizado—. Así que… ayudas con la vendimia todos los años.
Asintió con la cabeza.
—Deseo mantenerme en contacto con la familia. La finca era de mi tatarabuelo, Philippe, que también era el tatarabuelo de Pascal. Vengo todos los años porque heredé una pequeña participación de la empresa; por eso me gusta colaborar.
—Entonces Château de Bosquet es tu «village vintage».
—Supongo que sí. —Miles sonrió—. La verdad es que me gusta el proceso de elaboración del vino. Me gustan las máquinas, el ruido y el olor de las uvas, y el contacto con la tierra. Me gusta el hecho de que en la viticultura intervengan tantos factores: la geografía, la química, la meteorología… y la historia. Me gusta que el vino sea una de las pocas cosas que mejoran con el tiempo.
—¿Como tú? —apunté de guasa.
Sonrió.
—Dime, ¿qué vas a beber? —Escogí el Châteauneuf-du-Pape Fines Roches—. Yo tomaré una copa de Cuvée Reine —le dijo Miles a Pierre—. Cuando salgo no bebo vinos de Bosquet —me comentó mientras yo abría la carta—. Es bueno saber qué hace la competencia.
Pierre nos trajo las copas de vino y un platillo con enormes aceitunas verdes. Miles cogió su copa.
—Es un placer volver a verte, Phoebe. Mientras cenábamos la semana pasada ya deseaba quedar de nuevo contigo, pero jamás imaginé que estaríamos… ¡Oh! —Sacó la BlackBerry del bolsillo—. Vaya, es Roxy —susurró, y bajé la vista hacia la carta—. Ya te he dicho adónde íbamos. Claro que sí, estamos en el Mirabelle. —Se levantó—. No digas que no te he invitado. —Lo oí suspirar mientras se dirigía hacia la puerta—. Claro que te he invitado, ¿a qué viene eso ahora?
Salió para hablar con Roxy y cuando regresó parecía exasperado.
—Lo siento —musitó tras guardarse el teléfono—. Ahora está enfadada porque no ha venido. Reconozco que Roxy es intratable a veces, pero en el fondo es una buena chica.
—Por supuesto —murmuré.
—Jamás haría nada… —dudó un instante— nada malo. —Pierre se acercó y pedimos—. Pero me gustaría que habláramos de ti Phoebe —prosiguió Miles—. La semana pasada eludiste todas mis preguntas… Me encantaría saber algo más.
Me encogí de hombros.
—¿De qué?
—Bueno… cosas personales. Háblame de tu familia. —Así pues, le hablé de mis padres, y también de Louis. Miles negó con la cabeza.
—Una situación complicada. Y debe de ser difícil para ti —añadió cuando Pierre hubo servido los entrantes. Extendí la servilleta sobre mi regazo.
—Sí. Me gustaría ver más a Louis, pero las visitas resultan bastante violentas. He decidido que iré a verlo más a menudo sin decirle nada a mi madre. Le encantan los bebés —añadí—, pero ¿cómo podría gustarle éste?
—Ya… —Miles meneó la cabeza.
—Mi madre se siente muy vulnerable —le expliqué mientras partía un panecillo por la mitad—. Dice que jamás habría imaginado que mi padre pudiera dejarla; pero cuando me paro a pensarlo me doy cuenta de que nunca hacían nada juntos… al menos en los últimos años… o que yo recuerde, en todo caso.
—De todos modos, debe de ser un mal trago para ella.
—Sí, pero por suerte tiene su trabajo. —Le hablé del trabajo de mi madre.
Levantó la cuchara de la sopa.
—¿Lleva veintidós años trabajando para ese señor?
Asentí.
—Es como un matrimonio profesional. Cuando John se jubile, ella también se jubilará, pero aún queda mucho tiempo para eso, porque él dice que quiere trabajar hasta los setenta. Mi madre necesita la distracción que le proporciona el trabajo, y el dinero le viene bien, sobre todo porque mi padre tiene… un bache profesional. —Me abstuve de entrar en detalles.
—¿Y no hay ninguna posibilidad de que tu madre y su jefe…?
—¡Oh, no! —Me eché a reír—. John la aprecia, pero las mujeres no le interesan.
—Entiendo.
Bebí un trago de vino.
—¿Tus padres siguen juntos?
—Estuvieron cincuenta y tres años juntos, hasta que la muerte los separó. Murieron con pocos meses de diferencia. ¿Lo que ha ocurrido entre tus padres ha hecho que ya no creas en el matrimonio?
Dejé el tenedor.
—Estás dando por sentado que alguna vez he creído en el matrimonio.
—Como me contaste que habías estado prometida, lo daba por sentado, sí. —Miles bebió un traguito de vino y señaló mi mano derecha—. ¿Era ese tu anillo de compromiso?
—¡Oh, no! —Miré la esmeralda tallada en forma de rombo y flanqueada por dos pequeños diamantes—. Este anillo era de mi abuela. Me encanta, sobre todo porque la recuerdo luciéndolo en el dedo.
—¿Tu compromiso fue hace mucho tiempo?
Negué con la cabeza.
—A principios de este año —el rostro de Miles reflejó sorpresa—. De hecho… —Miré por la ventana—. Tenía que haberme casado hoy.
—¿Hoy? —Miles dejó la copa.
—Sí. Íbamos a casarnos en la oficina del registro civil de Greenwich a las tres de la tarde, y después celebraríamos un banquete con baile para ochenta personas en el hotel Clarendon, en Blackheath. En lugar de eso he estado vendimiando en la Provenza con un hombre al que apenas conozco.
Miles puso cara de perplejidad.
—No pareces… disgustada.
Me encogí de hombros.
—Es raro, pero no siento casi… casi nada.
—Deduzco que fuiste tú quien rompió la relación.
—Tuve que hacerlo. Eso estaba claro.
—¿No querías a tu novio?
Tomé un poco de vino.
—Sí. Mejor dicho, lo había querido, y mucho, pero ocurrió algo que cambió por completo mis sentimientos hacia él, así que lo dejé. —Miré a Miles a los ojos—. ¿Te parezco cruel?
—Un poco —respondió, y frunció ligeramente el ceño—, pero no voy a juzgarte porque no sé qué ocurrió. Supongo que te fue infiel o te traicionó de algún modo.
—No, simplemente hizo algo que no podía perdonarle. —Me fijé en la expresión de extrañeza de Miles—. Te lo contaré si quieres. O quizá sea mejor que cambiemos de tema.
Miles dudó un momento.
—Está bien —dijo al cabo de unos segundos—. No voy a negar que siento curiosidad.
Entonces le hablé de Emma y de Guy. Miles partió por la mitad un bastoncito de pan.
—Debió de ser una situación violenta.
—Sí. —Volví a beber vino—. Ojalá no hubiera conocido a Guy.
—Pero ¿qué hizo el pobre hombre?
Apuré la copa de un trago y noté cómo el calor del vino me corría por las venas mientras le hablaba a Miles de mi compromiso, del día de San Valentín y de la llamada de Emma. Por último le conté lo que ocurrió cuando fui a su casa.
Miles meneó la cabeza.
—¡Qué trauma, Phoebe!
—¿Trauma? —repetí. Traumerei—. Sí. No se me va de la cabeza. A menudo sueño que entro en la habitación de Emma y echo hacia atrás la colcha…
El rostro de Miles se ensombreció de tristeza.
—¿Se había tomado todo el paracetamol?
—Según el forense, solo se tomó cuatro pastillas, las últimas cuatro, claro, porque el frasco estaba vacío.
Miles parecía desconcertado.
—Entonces ¿cómo es que…?
—Al principio no entendimos lo que había sucedido. Parecía una sobredosis. —Cerré la mano en torno a la servilleta—. Pero, paradójicamente, fue una dosis insuficiente lo que la…
Miles me miró de hito en hito.
—Has dicho que creías que tenía la gripe.
—Sí, eso me pareció cuando me llamó.
—¿Y había estado en Sudáfrica hacía poco?
Asentí.
—Había regresado tres semanas antes.
—¿Era malaria? —preguntó con delicadeza—. ¿Malaria no diagnosticada?
Experimenté la habitual sensación de caer por una rampa, como si rodara a toda velocidad colina abajo.
—Sí —murmuré. Cerré los ojos—. Ojalá lo hubiera deducido tan rápido como tú.
—Mi hermana Trish contrajo la malaria hace unos años —explicó Miles en voz baja—, durante un viaje a Ghana. Tuvo suerte de salvarse, porque era la forma más virulenta…
—Plasmodium falciparum —interrumpí—. Transmitida por mosquitos anofeles infectados, pero solo por las hembras. Ahora soy una experta, por desgracia.
—Trish no había completado el tratamiento antipalúdico. ¿Fue eso lo que le ocurrió a Emma? Supongo que por eso has dicho que tomó una dosis insuficiente.
Asentí.
—Unos días después de su muerte, su madre encontró la medicación antipalúdica en el neceser de Emma. Por los blísters dedujo que solo la había tomado durante diez días, en lugar de las ocho semanas prescritas. Además, había empezado el tratamiento demasiado tarde; debería haberlo iniciado una semana antes de partir de viaje.
—¿Había estado antes en Sudáfrica?
—Muchas veces. De pequeña vivía allí.
—Así que sabía lo que hacía.
—Desde luego. —Guardé silencio mientras Pierre retiraba los platos—. Aunque el riesgo de contraer la malaria allí es bajo, siempre me dio la impresión de que Emma era prudente y nunca se saltaba el tratamiento. Pero por lo visto esa última vez bajó la guardia.
—¿Por qué crees que lo hizo?
Empecé a toquetear el pie de la copa.
—En parte creo que lo hizo a propósito…
—¿Quieres decir que fue algo buscado?
—Puede ser. Estaba deprimida… Creo que por eso decidió marcharse de forma tan repentina. O tal vez simplemente se olvidó de tomar las pastillas, o quiso jugar a la ruleta rusa con su salud. Solo sé que debería haber ido a verla cuando me llamó. —Aparté la mirada.
Miles me cogió la mano.
—No sabías que estaba tan enferma.
—No —dije con un hilo de voz—. No se me ocurrió que pudiera… —Negué con la cabeza—. Los padres de Emma se habrían dado cuenta, pero estaban de vacaciones en España y no había manera de localizarlos. Al parecer Emma intentó hablar dos veces con su madre.
—Eso es algo que lamentarán durante toda su vida.
—Sí. Además, la forma en que ocurrió… el hecho de que Emma estuviera sola… Es muy duro para ellos, y para mí. Yo tuve que decírselo… —Noté que se me humedecían los ojos—. Tuve que decírselo…
Miles me apretó la mano.
—¡Qué mal trago!
Me dolía la garganta de tanto reprimir el llanto.
—Sí. Pero sus padres todavía no saben que Emma llevaba varias semanas disgustada conmigo antes de morir. Ni que si no hubiera estado tan disgustada a lo mejor no habría ido a Sudáfrica ni habría enfermado. —Se me encogió el corazón al pensar en el diario de Emma—. Espero que nunca se enteren… Miles, ¿puedo pedir otra copa de vino?
—Por supuesto. —Hizo una seña a Pierre—. Pero si bebes otra más creo que sería mejor que te quedases a dormir en casa, ¿te parece bien?
—Sí, pero no pediré ninguna más.
Miles me miró.
Sigo sin entender por qué rompiste tu compromiso.
Deslicé el dedo por el pie de la copa de vino.
No podía aceptar que Guy me hubiera disuadido de ir a verla. Me dijo que Emma solo quería llamar la atención. —Sentí un súbito odio al recordarlo—. Dijo que seguramente solo tenía un resfriado fuerte.
—Pero… ¿de veras lo culpas de la muerte de Emma?
Esperé a que Pierre me sirviera el vino.
—En primer lugar me culpo a mí misma porque era yo quien podía haberla evitado. Culpo a Emma por no haber tomado la medicación. Y culpo a Guy porque, de no haber sido por él… habría ido a casa de Emma de inmediato… De no haber sido por él, habría visto lo enferma que estaba y habría pedido una ambulancia y ella tal vez se hubiera salvado. En lugar de eso, Guy me convenció de que esperase; por eso no fui hasta la mañana siguiente, y para entonces… —Cerré los ojos.
—¿Le dijiste eso a Guy?
Bebí un poco de vino.
—Al principio, no. Estaba conmocionada, intentando asimilar lo ocurrido. Pero la mañana del funeral de Emma… —Hice una pausa al recordar su ataúd, cubierto de rosas color rosa sobre las que descansaba su sombrero verde favorito—. Me quité el anillo de compromiso. Cuando Guy me acompañó en coche a casa, me preguntó por qué no lo llevaba puesto y le dije que me sentía incapaz de lucirlo delante de los padres de Emma. Entonces se produjo una escena muy desagradable. Guy aseguró que yo no tenía motivos para sentir remordimientos. Dijo que el único culpable de la muerte de Emma había sido ella misma, y que su irresponsabilidad con respecto a su salud no solo le había costado la vida, sino que además había destrozado a sus padres y amigos. Le dije que sí tenía remordimientos y que siempre los tendría. Le dije que me atormentaba pensar que mientras él y yo estábamos comiendo y bebiendo en el Bluebird Emma estaba agonizando. Le dije lo que tenía ganas de decirle desde hacía dos semanas: que si él no hubiera intervenido, ella tal vez seguiría con vida.
»Guy me miró como si le hubiera abofeteado. Le ofendió la acusación, pero insistí en que era cierta. Entonces subí a casa, cogí el anillo y se lo di; no volvimos a vernos. Ésa es la razón por la que no me he casado hoy. —Lancé un suspiro—. Has dicho que no sabías nada personal de mí; ahora ya sabes bastante. Aunque seguramente es más personal de lo que esperabas.
—Miles me cogió la mano.
—Lamento que hayas tenido que vivir una experiencia tan… tan desgarradora. Pero me alegro de que me lo hayas contado.
—Me sorprende haberlo hecho. Apenas te conozco.
—Es cierto, no me conoces. Al menos no todavía —añadió. Me acarició los dedos y sentí una descarga repentina, como electricidad estática.
—Miles… creo que me gustaría tomar una tercera copa de vino.
No nos quedamos mucho más tiempo en el restaurante, sobre todo porque Roxy volvió a llamar. Miles le dijo que regresaríamos a casa antes de las diez. Cuando nos trajeron los postres, Roxy telefoneó otra vez. Tuve que morderme la lengua. La cría se había negado a salir con su padre, pero por lo visto estaba decidida a impedir que se divirtiera.
—¿No podría ponerse a leer un libro? —apunté. O tal vez unos cuantos números de Heat, pensé con desprecio. Miles jugueteó con su copa de vino.
—Roxy es una chica inteligente, pero no tiene tantos recursos como me gustaría —añadió con prudencia—. Sin duda es porque la he protegido demasiado. —Alzó las manos como diciendo: Es lo que hay—. Pero cuando has de criar solo a un hijo único, es casi inevitable. Además, intento resarcirla de lo que ocurrió, soy consciente de eso.
—Pero diez años es mucho tiempo. Eres un hombre muy atractivo, Miles. —Empezó a juguetear con el tenedor—. Me sorprende que no hayas encontrado a ninguna mujer que pudiera representar una figura materna para Roxy, así como satisfacer tus necesidades y sentimientos.
Miles suspiró.
—Nada me habría hecho más feliz… me haría más feliz. Hace unos años conocí a alguien que me gustaba mucho, pero no funcionó. A lo mejor ahora las cosas salen bien… —Esbozó una fugaz sonrisa y las arrugas que bordeaban sus ojos se acentuaron—. Bien… —dijo echando hacia atrás la silla—, deberíamos marcharnos.
Cuando llegamos a casa Pascal le dijo a Miles que Roxy acababa de acostarse. Tras haber conseguido que su padre vuelva temprano del restaurante, pensé. Miles explicó que me quedaría a dormir.
—Mais bien sur —exclamó Pascal dando una palmada. Me sonrió—. Vous étes bienvenue.
—Gracias.
—Te haré la cama que queda libre —dijo Miles—. ¿Me echas una mano, Phoebe?
—Claro. —Subí tras él por la escalera, un poco tambaleante a causa del vino. Una vez arriba, abrió un enorme armario cuyo interior desprendía un delicioso aroma a algodón y sacó ropa de cama.
—Mi habitación está al final del pasillo —me explicó cuando cruzamos el descansillo—, y la de Roxy, enfrente. Tú dormirás aquí.
Abrió la puerta de un amplio dormitorio cuyas paredes estaban revestidas de Toile de Jouy rosa oscuro donde se representaba una escena pastoril de niños y niñas cogiendo manzanas.
Me resultó extraño hacer la cama con Miles; la intimidad que denotaba se me antojaba tan incómoda como excitante mientras extendíamos el grueso edredón. Cuando lo alisamos, nuestros dedos se rozaron y sentí una descarga eléctrica. Miles embutió la almohada en la funda de lino.
—Ya está… —Me miró con una sonrisa tímida—. ¿Quieres que te deje una camisa para dormir? —Asentí—. ¿De rayas o lisa?
—Una camiseta, por favor.
Se dirigió hacia la puerta.
—Marchando una camiseta.
Regresó enseguida con una camiseta gris de Calvin Klein y me la tendió.
—Bien… supongo que debería irme a la cama. —Me besó en la mejilla—. Mañana me espera otro largo día en las viñas. —Me besó en la otra mejilla y me abrazó durante unos segundos—. Buenas noches, bella Phoebe —murmuró. Cerré los ojos y disfruté del placer de estar entre sus brazos—. Me alegro mucho de que estés aquí —me susurró al oído. Noté su cálido aliento en la oreja—. Es curioso pensar que ésta tendría que haber sido tu noche de bodas.
—Sí.
—Y en cambio estás aquí, en una casa de la Provenza, con un desconocido… Tengo un problema. —Miré a Miles, cuyo rostro de repente traslucía inquietud.
—¿Cuál?
—Quiero besarte.
—¡Ah!
—Quiero besarte de verdad.
—Entiendo. —Deslizó un dedo por mi mejilla—. Bien… —murmure—. Te doy permiso.
—¿Para besarte? —susurró.
—Bésame —musité.
Miles tomó mi cara entre sus manos, inclinó la cabeza y posó el labio superior fresco y seco, sobre el mío; permanecimos así unos segundos. Luego empezamos a besarnos con mayor pasión, con creciente deseo, y noté que Miles intentaba bajar la cremallera de mi vestido, pero no podía.
—Lo siento —dijo entre risas—. Hace mucho que no hago esto. —Manipuló la cremallera un poco más—. Ah… ya está.
Deslizó los tirantes por mis hombros y el vestido cayó al suelo, tras lo cual me condujo hacia la cama. Mientras se desabotonaba la camisa, le bajé la cremallera de los tejanos y noté su pene erecto. Me tumbé en la cama y lo observé mientras se desnudaba. Tenía casi cincuenta años, pero su cuerpo era fuerte y esbelto; al igual que las vides plantadas el año en que nació, todavía era «vigoroso».
—¿Quieres seguir, Phoebe? —susurró acariciándome la cara cuando se tendió a mi lado—. Porque, como te he dicho, hay un baúl ahí. —Me besó—. Solo tienes que arrimarlo a la puerta.
—¿Para que no entres?
—Sí. —Volvió a besarme—. Para que no entre.
—No es eso lo que quiero. —Me besó de nuevo, con más pasión, y, estremecida de deseo lo atraje hacia mí—. Te quiero dentro.