Capítulo 3

Al regresar a la tienda enseñé a Annie los dos vestidos. Le conté cuánto había tenido que luchar para conseguir el de Madame Grès, pero no me extendí sobre don Raya Diplomática.

—Yo no me preocuparía por el precio —dijo mirando el vestido—. Con algo tan maravilloso como esto no habría que entrar en consideraciones tan… mundanas.

—Ojalá… —empecé a decir con cierta tristeza—. Todavía me cuesta creer que me haya gastado todo ese dinero.

—¿Por qué no lo consideras parte de tu jubilación? —señaló Annie mientras cosía el dobladillo de una falda de Georges Rech. Se removió en el taburete—. A lo mejor desgrava en la declaración de hacienda.

—Lo dudo, porque no pienso venderlo, pero me gusta la idea de una «jubilación-á-porter». ¡Ah! —añadí—, los has puesto ahí arriba.

Durante mi ausencia, Annie había colgado un par de bolsos de fiesta bordados a mano en un hueco que había quedado vacío junto a la puerta.

—Espero que no te importe —dijo—. He pensado que ahí quedan bien.

—Sí, tienes razón. Se ven mucho mejor los detalles. —Cerré la cremallera de las fundas de los dos vestidos que acababa de comprar—. Los llevaré al almacén.

—¿Puedo preguntarte algo? —dijo Annie mientras me volvía para subir por la escalera.

La miré.

—Claro.

—¿Coleccionas vestidos de Madame Grès?

—Sí.

—Pues tienes un hermoso vestido de Madame Grès aquí. —Se acercó a la percha de los trajes de noche y sacó el que me había regalado Guy—. Una clienta se lo ha probado esta mañana y he visto la etiqueta. Era demasiado bajita para que le sentara bien, pero a ti te quedaría perfecto. ¿No lo quieres para tu colección?

Negué con la cabeza.

—Ese… ese vestido en particular no me entusiasma.

—¡Ah! —Annie lo miró—. Entiendo. Pero…

Por suerte sonó la campanilla de la puerta. Entró una pareja de veinteañeros. Le pedí a Annie que les atendiera mientras yo subía al almacén. Luego bajé al despacho para ver cómo iba la web de Village Vintage.

—Necesito un vestido de noche —oí decir a la chica mientras abría los correos electrónicos de las personas que pedían información—. Es para nuestra fiesta de compromiso —añadió con una risita nerviosa.

—Carla ha pensado que en una tienda como ésta podría encontrar algo un poco original —explicó su novio.

—Y así es —oí que decía Annie—. El perchero de los vestidos de noche está ahí. Gastas la cuarenta, ¿verdad?

—¡Qué va! —soltó la chica—. La cuarenta y cuatro. Tendría que ponerme a dieta.

—¡Ni se te ocurra! —le dijo el novio—. Estás preciosa así.

—Eres una mujer afortunada —oí decir a Annie entre risas—. Será un marido perfecto.

—Ya lo sé —repuso la chica muy orgullosa—. ¿Qué estás mirando ahí, Pete? Ooohhh, qué gemelos tan bonitos…

Envidiando la evidente felicidad de la pareja, miré los pedidos electrónicos. Alguien quería comprar cinco vestidos de noche franceses. Otra clienta estaba interesada por un vestido de manga larga de Dior con estampado de hojas de bambú, y me preguntaba por la talla.

«Cuando digo que la talla es una cuarenta y dos» —le respondí—, «en realidad es una cuarenta, porque las mujeres de hoy día son más corpulentas que las de hace cincuenta años. Le envío las medidas que me pide, incluido el diámetro del puño. Por favor, avíseme si quiere que se lo reserve».

—¿Cuándo es la fiesta? —oí preguntar a Annie.

—El sábado —respondió la chica—. No dispongo de mucho tiempo para encontrar lo que quiero. Esto no es exactamente lo que busco —la oí decir al cabo de un rato.

—Puedes llevar complementos vintage con algún vestido que ya tengas —propuso Annie—. Por ejemplo, una chaqueta de seda, tenemos algunas preciosas, o una bonita torera de punto. Si me traes algún traje te ayudaré a darle otro aire.

—Esos vestidos de ahí son maravillosos —exclamó la chica de pronto—. Son… muy alegres.

Yo sabía que solo podía estar refiriéndose a los vestidos pastelito.

—¿Qué color te gusta más? —oí que le preguntaba su novio.

—Creo que el turquesa.

—Combinará con el color de tus ojos —dijo él.

—¿Quieres que te lo baje? —preguntó Annie.

Miré el reloj. Tenía que irme para ver a la señora Bell.

—¿Cuánto cuesta? —preguntó la chica. Annie se lo dijo—. Ah, vaya, en ese caso…

—Al menos pruébatelo —oí decir al novio.

—Bueno… de acuerdo —respondió ella—, pero se pasa mucho de nuestro presupuesto.

Me puse la chaqueta y me preparé para marcharme.

Abandoné el despacho, y al cabo de minuto la chica salió del probador con el vestido pastelito color turquesa. No estaba gorda, tenía unas curvas voluptuosas de lo más atractivas. Su prometido tenía razón: el azul turquesa combinaba con el color de sus ojos.

—Estás preciosa —dijo Annie—. Para lucir estos vestidos se necesita una figura de reloj de arena, y tú la tienes.

—Gracias. —Se colocó un mechón castaño detrás de la oreja—. Debo decir que es… —Suspiró con una mezcla de felicidad y frustración—. Es maravilloso. Me encantan las enaguas y las lentejuelas. Hace que me sienta… feliz —afirmó con tono de sorpresa—. No es que no sea feliz —añadió dirigiendo una sonrisa cariñosa a su prometido. Miró a Annie—. ¿Cuesta doscientas setenta y cinco libras?

—Sí. Es todo de seda —explicó Annie—, incluida la faja del corpiño.

—Ahora todas las prendas tienen un cinco por ciento de descuento —dije mientras cogía mi bolso—. Y podemos reservártelo durante una semana.

La chica volvió a suspirar.

—Está bien, gracias. —Continuó mirándose en el espejo. Las enaguas de tul hacían frufrú cada vez que se movía—. Es maravilloso, pero… no sé… Tal vez… no vaya… con mi estilo. —Entró en el probador y corrió la cortina—. Seguiré mirando —la oí decir antes de marcharme.

Conozco bien el Paragon; años atrás iba allí para recibir clases de piano. Mi profesor era el señor Long, y eso me daba mucha risa, porque el señor Long no era precisamente «largo»; era muy bajito. También era ciego, y sus ojos castaños, agrandados por los cristales de culo de botella de las gafas que le había proporcionado el servicio de sanidad pública, se movían de un lado para otro sin parar. Mientras yo tocaba, se paseaba de arriba abajo con sus gastados mocasines Hush Puppies. Si cometía algún fallo, me golpeaba los dedos de la mano derecha con una regla. Me impresionaba tanto su puntería que no me enfadaba.

Fui a casa del señor Long todos los martes después del colegio durante cinco años, hasta que un día de junio su mujer llamó a mi madre para comunicarle que el señor Long había caído muerto cuando hacía una excursión en el Distrito de los Lagos. Pese a los reglazos en la mano, me sentí muy mal.

No pisaba el Paragon desde entonces, aunque a menudo pasaba cerca. Esa calle semicircular de estilo georgiano, con sus siete mansiones unidas entre sí por columnatas bajas, tiene algo que todavía me impresiona. En la época dorada del Paragon, todas las casas tenían establo, cochera, estanques y vaquería, pero durante la guerra las bombardearon. A finales de los cincuenta las restauraron y dividieron en apartamentos.

Subí por Morden Road después de dejar atrás el hotel Clarendon y bordeé el Heath, donde una hilera de coches avanzaba lentamente por su perímetro; pasé por delante del pub Princess of Wales y el estanque, en cuya superficie el viento formaba ondas, y entré en el Paragon. Mientras recorría la fila de casas, admiré los castaños de Indias del amplio jardín, con las hojas moteadas de dorado. Subí los escalones del número 8 y pulsé el timbre de la puerta número 6. Miré la hora. Eran las tres menos cinco. Decidí que a las cuatro tendría que estar fuera.

Oí un chasquido en el interfono, luego la voz de la señora Bell.

—Ahora bajo. Espere un segundo, por favor.

Pasaron cinco minutos largos antes de que la anciana apareciera.

—Discúlpeme. —Se llevó la mano al pecho mientras recuperaba el aliento—. Siempre tardo un poco…

—No se preocupe —dije, y aguanté la pesada puerta negra para que no se le cerrara—. ¿No puede abrir desde arriba?

—La cerradura eléctrica está rota… para mi pesar —añadió con elegante comedimiento—. De todas formas, muchas gracias por haber venido, señorita Swift…

—Por favor, llámeme Phoebe.

Atravesé el umbral y la señora Bell me tendió una mano huesuda de piel casi traslúcida en la que las venas sobresalían como cables azules. Cuando me sonrió, en su rostro todavía atractivo se formaron multitud de arrugas que atrapaban aquí y allá partículas de colorete rosa. Sus ojos claros tenían motitas grises.

—Seguro que le gustaría tener ascensor —dije al empezar a subir los anchos escalones de piedra hasta el tercer piso. Mi voz retumbó en el hueco de la escalera.

—Un ascensor estaría muy bien —repuso la señora Bell, que se agarraba con fuerza a la barandilla de hierro. Se detuvo un segundo para subirse la cinturilla de su falda de lana color caramelo—. Hasta hace poco no me costaba subir la escalera. —Nos paramos de nuevo en el primer rellano para que descansara—. Sin embargo, puede que muy pronto me marche de aquí, así que ya no tendré que escalar esta montaña, lo que será una ventaja —añadió cuando reanudamos la ascensión.

—¿Se irá muy lejos? —Al parecer la señora Bell no me oyó, así que supuse que, además de su fragilidad física, debía de ser dura de oído.

Empujó la puerta para abrirla.

Et voilá

El apartamento, como su dueña, era atractivo, aunque se veía marchito. De las paredes colgaban hermosos cuadros, entre ellos un pequeño óleo de un campo de lavanda; había alfombras Aubusson en el suelo de parquet y lámparas con pantalla de seda y flecos en el techo del pasillo por el que seguía a la señora Bell. Se detuvo a medio camino para entrar en la cocina. Era pequeña, cuadrada y vieja, con una mesa de fórmica roja y una cocina de gas sobre la que había un hervidor de aluminio y un cazo esmaltado en blanco. Sobre la encimera descansaba una bandeja con una tetera de porcelana azul y dos tazas y platitos del mismo color, así como una jarrita para servir la leche que había cubierto con un precioso pañito de muselina blanca con flecos de cuentas azules.

—¿Te apetece una taza de té, Phoebe?

—No, gracias, de verdad…

—Lo tengo todo listo. Puede que sea francesa, pero sé cómo preparar una auténtica taza de darjeeling inglés —añadió con ironía la señora Bell.

—Está bien… —Sonreí—. Si no es mucha molestia.

—En absoluto. Solo tengo que poner a hervir el agua. —Cogió una caja de cerillas de un estante, encendió una y la acercó al fogón con una mano temblorosa. Me fijé en que llevaba la cinturilla de la falda sujeta con un enorme imperdible—. Por favor, siéntate en la sala —me dijo—. Está a la izquierda.

Era una estancia amplia, con una gran ventana salediza y paredes tapizadas de seda verde claro cuyas junturas se habían abarquillado en algunos puntos. A pesar del calor que hacía aquel día, la señora Bell tenía encendida una pequeña chimenea de gas, sobre cuya repisa había un reloj de plata flanqueado por un par de altivos spaniels staffordshire.

Oí el pitido del hervidor cuando me acerqué a la ventana para mirar el jardín comunitario. De niña nunca había tenido la oportunidad de ver su tamaño. El césped se extendía como un río de hierba a lo largo de la media luna que constituía la calle y estaba bordeado de magníficos árboles. Había un cedro enorme cuyas ramas caían en cascada hacia el suelo como un gigantesco miriñaque, dos o tres robles imponentes, tres hayas rojas y un precioso castaño de Indias que ofrecía sin excesivo entusiasmo su segunda floración. A la derecha dos niñas correteaban entre las ramas de un sauce llorón, chillando y riendo. Me las quedé mirando…

—Aquí está… —oí decir a la señora Bell.

Me acerqué para ayudarla.

—No… gracias —dijo, casi con enojo, cuando intenté quitarle la bandeja de las manos—. Puede que sea un vejestorio, pero todavía me las arreglo bastante bien. Dime, ¿cómo quieres el té? —Se lo dije—. ¿Sin leche ni azúcar? —Sacó el colador de té, que era de plata—. Eso es fácil…

Tras tenderme la taza se acomodó en un silloncito de brocado junto a la chimenea, y yo me senté en el sofá que había enfrente.

—¿Lleva mucho tiempo viviendo aquí, señora Bell?

—Más que suficiente. —Lanzó un suspiro—. Dieciocho años.

—¿Y quiere mudarse a una planta baja? —Se me había pasado por la cabeza que tal vez fuera a trasladarse a los apartamentos para ancianos que había cerca de allí.

—No estoy segura de adónde voy a ir —respondió al cabo de unos segundos—. Lo tendré más claro la semana que viene. Pero ocurra lo que ocurra voy a… ¿cómo podría decirlo?

—¿Ir a menos? —apunté.

—¿Ir a menos? —Sonrió sin ganas—. Sí. —Se hizo un silencio incómodo, y para romperlo le hablé a la señora Bell de mis clases de piano, aunque decidí no mencionar lo de los reglazos.

—¿Y eras buena pianista?

Negué con la cabeza.

—Solo llegué a tercero. No practicaba lo suficiente, y después de la muerte del señor Long no quise seguir. Mi madre sí que quería, pero supongo que yo no tenía mucho interés… —Oí las risas argentinas de las dos niñas que jugaban en la calle—. A diferencia de Emma, mi mejor amiga —me oí decir—; era una pianista excelente. —Cogí la cucharilla—. Llegó a octavo con tan solo catorce años, con las mejores calificaciones. Lo anunciaron en una asamblea del colegio.

—¿De veras?

Empecé a remover el té.

—La directora le pidió a Emma que subiera al escenario y tocara algo, y ella interpretó una pieza preciosa de las Escenas de la infancia, de Schumann. Se titulaba «Tráumerei…», «Ensoñaciones…».

—Una chica con mucho talento —exclamó la señora Bell con una expresión un tanto desconcertada—. ¿Y sigue siendo tu amiga esa… ese dechado de perfecciones? —añadió con cierta ironía.

—No. —Vi que había una hoja de té en el fondo de la taza—. Está muerta. Murió a principios de este año, el quince de febrero, a las cuatro menos diez de la madrugada. Al menos creen que ocurrió a esa hora, aunque no pueden asegurarlo; supongo que tienen que escribir algo en el informe.

—¡Qué horror! —murmuró la señora Bell—. ¿Qué edad tenía?

—Treinta y tres. —Seguí removiendo el té, con la vista clavada en el fondo color topacio—. Hoy habría cumplido los treinta y cuatro —la cucharilla tintineaba suavemente contra el borde de la taza. Miré a la señora Bell—. Emma poseía muchos otros talentos. Jugaba muy bien al tenis, aunque… —Noté que estaba sonriendo—. Tenía un servicio algo peculiar. Era como si estuviera dándole la vuelta a una tortilla. Le funcionaba; era bastante difícil devolverlo.

—¿De veras…?

—Era una nadadora excelente y una artista asombrosa.

—¡Una jovencita muy completa!

—Desde luego. Pero no era nada engreída, todo lo contrario. No tenía confianza en sí misma.

De pronto caí en la cuenta de que no hacía falta que removiera el té, ya que no tenía leche ni azúcar. Dejé la cuchara en el platillo.

—¿Y dices que era tu mejor amiga?

Asentí con la cabeza.

—Sí. Pero no me comporté precisamente como su mejor amiga, ni siquiera como una buena amiga. —Empecé a ver borrosa la taza—. De hecho, cuando llegó la hora de la verdad me comporté como una mala amiga. —Oía el siseo de la chimenea de gas, como si fuera una espiración interminable—. Lo siento —murmuré, y dejé la taza—. He venido a ver la ropa. Será mejor que me ponga manos a la obra, si no le importa. Gracias por el té… era justo lo que necesitaba.

La señora Bell dudó un instante antes de levantarse, y la seguí por el pasillo hasta el dormitorio. Como el resto del piso, parecía haber permanecido intacto durante años. Estaba decorado de amarillo y blanco: edredón amarillo chillón en la cama de matrimonio, cortinas amarillas de estilo provenzal a juego con los paneles de las puertas del armario blanco empotrado en la pared del fondo. En la mesita de noche había una lámpara de alabastro color vainilla junto a una fotografía en blanco y negro de un apuesto hombre moreno de cuarenta y tantos años. En el tocador había un retrato de estudio de la señora Bell cuando era joven. Había sido más imponente que hermosa: frente alta, nariz aguileña y boca ancha.

Contra una pared se alineaban cuatro cajas de cartón llenas de guantes, bolsos y pañuelos. La señora Bell se sentó en la cama, y yo me arrodillé en el suelo para echarles un vistazo.

—Todo esto es precioso —dije—. Sobre todo estos pañuelos de seda; me encanta éste de Liberty con estampado fucsia. Esto es elegante… —Saqué un bolsito de mano de Gucci con asas de bambú—. Y me gustan estos dos sombreros. ¡Qué hermosa sombrerera! —añadí mirando la caja hexagonal donde guardaba los sombreros, con su estampado de flores primaverales sobre fondo negro—. Lo que haré hoy —informé a la señora Bell mientras ella se dirigía, con evidente esfuerzo, hacia el armario— es ofrecerle un precio por las prendas que me interesan. Si está de acuerdo con el precio, le extenderé un cheque ahora mismo, pero no me llevaré nada hasta que lo haya cobrado. ¿Le parece bien?

—Me parece estupendo —respondió la señora Bell. Abrió el armario y percibí la fragancia de Ma Griffe—. Todo tuyo, adelante. Puedes mirar la ropa que hay a la izquierda de este vestido de noche amarillo, pero, por favor, no toques nada más.

Asentí. Empecé a sacar las prendas de las bonitas perchas forradas de satén y las fui colocando sobre la cama en dos montones: uno con lo que quería y otro con lo que no me interesaba. En general estaba todo en bastante buen estado. Había trajes sastre entallados de los años cincuenta, abrigos geométricos y vestidos rectos de los sesenta, incluidos una túnica de terciopelo naranja de Thea Porter y un maravilloso abrigo tipo «crisálida» rosa chicle de seda salvaje, de Guy Laroche, con mangas hasta el codo. Había románticos vestidos de los setenta con canesú de nido de abeja y trajes con hombreras de los ochenta. Algunas prendas tenían la etiqueta de diseñadores de prestigio: Norman Hartnell, Jean Muir, Pierre Cardin, Missoni y la boutique de Hardy Amies.

—Tiene unas prendas de fiesta preciosas —comenté contemplando un abrigo de noche de faya azul zafiro de Chanel, de mediados de los sesenta—. Esto es maravilloso.

—Me lo puse para el estreno de Solo se vive dos veces —dijo la señora Bell—. La agencia de Alastair se encargó de la campaña publicitaria de la película.

—¿Vio a Sean Connery?

El rostro de la señora Bell se iluminó.

—No solo lo vi. Bailé con él en la fiesta que se celebró tras la proyección.

—Vaya… Éste es espléndido. —Saqué un maxi vestido de gasa de Ossie Clark con estampado de florecitas color crema y rosa.

—Me encanta ese vestido —dijo la señora Bell con tono soñador—. Me trae recuerdos alegres.

Palpé la costura del lado izquierdo.

—Y aquí está el característico bolsillito que Ossie Clark ponía en todos sus vestidos. Del tamaño justo para un billete de cinco libras…

—… y una llave. —La señora Bell terminó la frase—. Una idea estupenda.

Había bastantes cosas de Jaeger, que dije que no me quedaría.

—Apenas me las he puesto.

—No es eso. Es que no son lo bastante antiguas para calificarlas de vintage. En la tienda no tengo nada posterior a finales de los ochenta.

La señora Bell deslizó los dedos por la manga de un traje de lana color esmeralda.

—No sé qué hacer con todo esto.

—Son prendas preciosas, seguro que todavía puede ponérselas.

Se encogió de hombros.

—Lo dudo.

Miré las etiquetas: talla cuarenta y dos. La señora Bell gastaba ahora dos tallas menos que cuando había comprado aquella ropa; claro que en general las personas encogen con la edad.

—Si quiere retocar algunas prendas, puedo llevarlas a mi modista —le indiqué—. Es muy buena, y sus tarifas son bastantes ajustadas. Mañana iré a verla, así que si…

—Gracias —respondió la señora Bell al tiempo que negaba con la cabeza—, pero ya tengo ropa suficiente. No necesito tanta. Puede que la lleve a una tienda de beneficencia.

Saqué un vestido de noche de crepé marrón con unos tirantes finísimos bordeados de lentejuelas color cobre.

—Éste es de Ted Lapidus, ¿verdad?

—Efectivamente. Mi marido me lo compró en París.

—¿Es usted de París?

Negó con la cabeza.

—Me crié en Aviñón. —Eso explicaba el cuadrito del campo de lavanda y las cortinas estilo provenzal—. En la entrevista del periódico decías que a veces viajas a Aviñón.

—Sí. Compro cosas en los mercadillos de la zona.

—Creo que por eso decidí llamarte —dijo la señora Bell—. Me hizo gracia ese punto de conexión. ¿Qué sueles comprar?

—Vestidos y camisones antiguos de lino y algodón, camisolas bordadas… a las jóvenes inglesas les gustan. Me encanta ir a Aviñón; tendré que volver pronto. —Saqué un vestido de noche de Janice Wainwright en muaré de seda dorado y negro—. ¿Y cuánto tiempo lleva viviendo en Londres?

—Casi sesenta y un años.

—Debía de ser muy joven cuando llegó.

Ella asintió con expresión pensativa.

—Tenía diecinueve años. Y ahora tengo setenta y nueve. ¿Cómo es posible que el tiempo pase sin que nos demos cuenta…? —Se me quedó mirando como si creyera que yo podía saberlo; luego sacudió la cabeza y lanzó un suspiro.

—¿Y qué la trajo a Inglaterra? —pregunté mientras empezaba a mirar el contenido de la caja de zapatos. La señora Bell tenía los pies menudos, perfectos, y los zapatos, casi todos de Rayne y Gina Fratini, estaban impecables.

—¿Qué me trajo a Inglaterra? —La señora Bell esbozó una sonrisa nostálgica—. Un hombre o, para ser más exacta, un inglés.

—¿Cómo lo conoció?

—En Aviñón, no sur le pont, pero sí muy cerca. Había acabado mis estudios y trabajaba de camarera en un café elegante de la place Crillon. Un día vino un hombre muy atractivo que era unos pocos años mayor que yo. Me llamó a su mesa, y en un francés macarrónico me dijo que se moría por una taza de té inglés como Dios manda, y que si tenía la bondad de prepararle una. Así lo hice, y sin duda le gustó, porque tres meses más tarde estábamos prometidos. —Señaló con la cabeza la foto de la mesita de noche—. Ése es Alastair. Era un hombre encantador.

—Y muy guapo.

—Gracias. —Sonrió—. Era un bel homme.

—¿No le importó dejar su tierra natal?

Se hizo un breve silencio.

—No —respondió la señora Bell—. Después de la guerra nada era igual. Aviñón había sufrido la ocupación y los bombardeos. Yo había perdido… —Toqueteó su reloj de oro—. Amigos. Necesitaba empezar de nuevo, y entonces conocí a Alastair… —Deslizó la mano por la falda de gabardina color ciruela de un traje de dos piezas—. Me encanta este traje —murmuró—. Me recuerda mis primeros años con él.

—¿Cuánto tiempo estuvieron casados?

—Cuarenta y dos años. Luego me mudé a este apartamento. Teníamos una casa preciosa al otro lado del Heath, pero no soportaba seguir viviendo allí cuando él… —Hizo una pausa para serenarse.

—¿Y a qué se dedicaba su esposo?

—Alastair montó una agencia publicitaria, una de las primeras. Fue una época muy emocionante; trataba con la gente del mundo del espectáculo, así que yo debía estar… presentable.

—Seguro que estaba fantástica. —Ella sonrió—. ¿Y tuvieron… tuvieron…? ¿Tuvieron familia?

—¿Hijos? —La señora Bell se toqueteó el anillo de boda, que le quedaba algo flojo—. No tuvimos suerte.

Como era evidente que se trataba de un tema doloroso, desvié la conversación hacia la ropa y le indiqué lo que quería comprar.

—Pero solo debe venderla si de verdad está convencida —añadí—. No quiero que luego se arrepienta.

—¿Arrepentirme? —repitió la señora Bell. Apoyó las manos en las rodillas—. Tengo mucho de lo que arrepentirme, pero no me arrepentiré de deshacerme de esta ropa. Me gustaría que estas prendas… tuvieran una nueva vida, como dijiste en la entrevista del periódico.

Empecé a señalar el precio de cada pieza.

—Disculpa —dijo de pronto la señora Bell, y por su semblante dubitativo pensé que iba a discrepar de mis tasaciones—. Perdona que te lo pregunte —dijo—, pero… —La miré con gesto interrogante—. Tu amiga… Emma. Espero que no te importe…

—No —respondí en un susurro, y me di cuenta de que, por algún motivo, no me importaba.

—¿Qué le ocurrió? —preguntó la señora Bell—. ¿De qué…? —Se interrumpió.

Solté el vestido que tenía en la mano. El corazón se me había desbocado, como siempre que recuerdo lo que sucedió aquella noche.

—Estaba enferma —respondí—. Nadie se dio cuenta de lo enferma que estaba, y cuando algunos sí lo supimos ya era demasiado tarde. —Miré por la ventana—. Por eso todos los días me gustaría poder retroceder en el tiempo. —La señora Bell meneó la cabeza con expresión compungida, como si de alguna manera compartiera mi tristeza—. Como es imposible —proseguí—, tengo que encontrar la forma de aceptar lo que ocurrió. Pero es difícil. —Me levanté—. Ya he visto toda la ropa, señora Bell, solo queda ese vestido.

Oí que sonaba el teléfono en el pasillo.

—Discúlpame, por favor —dijo.

Mientras oía sus pasos alejarse, me acerqué al armario para sacar la última prenda: el vestido de noche amarillo. El corpiño era de seda salvaje amarillo limón, y la falda de gasa plisada. Al cogerlo me fijé en la prenda colgada al lado: un abrigo de lana azul cubierto con una funda. Vi que no era un abrigo de adulto, sino infantil. Le habría quedado bien a una niña de unos doce años.

—Gracias por informarme —oí que decía la señora Bell en el pasillo—. No esperaba noticias suyas hasta la semana que viene… He visto al señor Tate esta mañana… Sí, así lo he decidido… lo entiendo perfectamente… Gracias por llamar…

Mientras oía la voz de la señora Bell, me pregunté por qué tenía un abrigo de niña colgado en su armario. Estaba claro que sentía aprecio por él. Se me ocurrió una explicación trágica. La señora Bell había tenido hijos, en concreto una niña; y el abrigo era suyo. A la pequeña le había ocurrido alguna desgracia y la señora Bell no deseaba deshacerse de la prenda. No había dicho que no hubiera tenido hijos, sino que su marido y ella no habían tenido «suerte», lo que seguramente era una forma de decir que la criatura había fallecido. Sentí una gran compasión por la señora Bell. Sin embargo, al bajar despacio la cremallera de la funda de plástico observé que el abrigo era demasiado antiguo, de la década de los cuarenta, para que mi historia resultara verosímil. Cuando lo saqué, vi que era de lana de estambre con forro de seda aprovechado de otra prenda. Había sido confeccionado con mucha maña.

Oí que la señora Bell regresaba y subí a toda prisa la cremallera, pero era demasiado tarde: me vio con el abrigo en la mano y se estremeció.

—No voy a deshacerme de esa prenda. Haz el favor de dejarla en su sitio. —Sorprendida por su tono, obedecí—. Te he pedido que no toques nada de lo que hay al otro lado del vestido de noche amarillo —añadió desde el umbral de la puerta.

—Lo siento. —Me ardían las mejillas de la vergüenza—. ¿Era suyo este abrigo? —pregunté con un hilo de voz.

La señora Bell dudó un instante y por fin entró en la habitación. La oí suspirar.

—Me lo hizo mi madre. En febrero del cuarenta y tres. Yo tenía trece años. Guardó cola durante cinco horas para conseguir la tela y tardó dos semanas en confeccionarlo. Estaba muy orgullosa de él —añadió la señora Bell tras sentarse en la cama.

—No me extraña, está muy bien hecho. ¿Y lo ha conservado usted durante… durante… sesenta y cinco años? —¿Qué la habría movido a hacerlo?, me pregunté, ¿el sentimentalismo, ya que se lo había hecho su madre?

—Sí, lo he conservado durante sesenta y cinco años —murmuró la señora Bell—. Y lo conservaré hasta el día que me muera.

Lo miré una vez más.

—Está en perfecto estado, parece prácticamente nuevo, como si apenas se lo hubiera puesto.

—Es que apenas me lo puse. Le dije a mi madre que lo había perdido. Pero no era cierto. Solo lo había escondido.

La miré de hito en hito.

—¿Escondió el abrigo? ¿Durante la guerra? ¿Por qué? La señora Bell miró por la ventana.

—Porque había alguien que lo necesitaba mucho más que yo. Lo guardé para esa persona, y lo he guardado para ella desde entonces. —Lanzó un profundo suspiro; parecía proceder de lo más hondo de su ser—. Es una historia que jamás le he contado a nadie, ni siquiera a mi marido. —Se quedó mirándome—. Pero últimamente siento la necesidad de contarla… a una sola persona. Si una sola persona de este mundo pudiera escuchar mi historia y decirme que la entiende, me sentiría… Pero ahora… —La señora Bell se apretó la sien con una mano y cerró los ojos—. Ahora estoy cansada.

—Por supuesto. —Me levanté—. Voy a marcharme. —Oí que el reloj de la repisa de la chimenea daba las cinco y media—. No pensaba quedarme hasta tan tarde, me ha encantado hablar con usted. Volveré a colocarlo todo en el armario.

Colgué a la izquierda la ropa que quería comprar y extendí a la señora Bell un cheque de ochocientas libras. Cuando se lo entregué, se encogió de hombros como si el dinero no le interesara.

—Gracias por dejarme ver sus cosas, señora Bell. —Cogí el bolso—. Son preciosas. La llamaré el próximo lunes para que me diga a qué hora puedo venir a recoger la ropa. —Ella asintió en silencio—. ¿Puedo hacer algo por usted antes de marcharme?

—No, gracias, querida, pero te agradecería que me dispensaras de acompañarte a la puerta.

—Por supuesto. Bueno… —Le tendí la mano—. Nos vemos la semana que viene, señora Bell.

—La semana que viene —repitió. Me miró y de pronto me cogió la mano—. Ya estoy deseando volver a verte, y no sabes cuánto.