Capítulo 2

Siempre me despierto de madrugada. No necesito mirar el reloj para saber qué hora es: las cuatro menos diez. Llevo seis meses despertándome todas las noches a las cuatro menos diez. Mi médico de cabecera dice que es insomnio provocado por el estrés, pero sé que no es el estrés. Es el sentimiento de culpa.

No quiero tomar somníferos, así que en ocasiones me levanto y me pongo a trabajar para matar el tiempo. Unas veces pongo la lavadora —es un electrodoméstico que está siempre en marcha—; otras plancho un par de prendas o hago algún remiendo. Pero sé que es mejor intentar dormir, así que suelo quedarme tumbada en la cama tratando de conciliar el sueño con la ayuda del informativo radiofónico de la BBC o de algún programa en el que los oyentes llaman para participar. Sin embargo anoche no lo hice: me quedé tumbada pensando en Emma. Siempre que no estoy ocupada, me asalta su recuerdo.

La veo en la escuela primaria con su vestido de rayas verdes; la veo bucear en la piscina con la agilidad de un pingüino; la veo besar su krugerrand de la suerte antes de un partido de tenis. La veo en el Royal College of Art con su bloc de dibujo. La veo en Ascot, fotografiada por Vogue, radiante, con uno de sus maravillosos sombreros.

Cuando la luz grisácea del alba empezó a colarse en mi habitación, vi a Emma tal como la había visto la última vez.

—Lo siento —susurré. «Eres una amiga fantástica»—. Lo siento, Em. —«¿Qué haría sin ti…?».

Mientras me duchaba me obligué a pensar en el trabajo y en la fiesta. Habían asistido unas ochenta personas, entre ellas tres antiguos compañeros de Sotheby’s, un par de vecinos de Bennett Street y unos pocos comerciantes del barrio. Ted, del estanco que está justo al lado de la tienda, se pasó y se compró un chaleco de seda; luego se presentó Rupert, que tiene una floristería. Pippa, que regenta la cafetería Moon Daisy, acudió con su hermana.

También vinieron dos o tres periodistas de moda a los que había invitado. Esperaba que en el futuro se convirtieran en contactos interesantes, que me pidieran ropa para los reportajes fotográficos a cambio de publicidad.

—Es muy elegante —me comentó Mimi Long, que trabajaba en Woman & Home, mientras recorría la tienda con una copa de champán en la mano. Me la tendió para que volviera a llenársela—. Adoro el vintage. Es como estar en la cueva de Aladino; transmite esa maravillosa sensación de descubrimiento. ¿Llevarás la tienda tú sola?

—No, necesitaré a alguien a media jornada para salir a comprar ropa y llevar las prendas a remendar y lavar. Así que si sabes de alguien… Tiene que ser una persona interesada por la moda vintage —añadí.

—Estaré al tanto —me prometió Mimi—. Ooohhh… ¿estoy viendo un Fortuny original?

«Tengo que poner un anuncio para encontrar un ayudante», pensé mientras me secaba el pelo y me peinaba. Podía publicarlo en un periódico local, tal vez en ése en el que trabajaba Dan, comoquiera que se llamara.

Mientras me ponía unos pantalones anchos de lino y una camiseta ajustada de manga corta y cuello estilo Peter Pan, pensé que Dan no se había equivocado al catalogar mi estilo. Me gustan los vestidos cortados al bies y los pantalones anchos de finales de los treinta y principios de los cuarenta; me gusta la media melena y que el flequillo caiga sobre un ojo. Me gustan los abrigos cortos y acampanados, los bolsos de mano, los zapatos peeptoe y las medias con costura. Me gustan las telas con caída.

Oí el ruido del buzón de la puerta y al bajar vi tres cartas sobre la alfombrilla. Reconocí la letra de Guy en el primer sobre, que rompí de inmediato por la mitad y tiré a la papelera. Por las otras cartas que me había enviado ya sabía qué diría.

El siguiente sobre contenía una nota de mi padre: «Buena suerte con tu nueva empresa —había escrito—. Pensaré en ti, Phoebe. Por favor, ven a verme pronto. Ha pasado demasiado tiempo».

Era cierto. Había estado tan ocupada que no lo veía desde principios de febrero. Habíamos quedado en una cafetería de Notting Hill para una comida de reconciliación. Yo no esperaba que se presentara con el bebé. Ver a mi padre a sus sesenta y dos años con una criatura de dos meses colgada al pecho me causó, por decirlo suavemente, verdadera impresión.

—Éste es… Louis —dijo con evidente incomodidad al tiempo que intentaba desabrochar el portabebés—. ¿Cómo se desata esta cosa? —masculló—. Estas malditas correas… nunca sé cómo… ¡Ah, ya está! —Respiró aliviado. A continuación sacó al bebé y lo acunó con una expresión tierna y al mismo tiempo desconcertada—. Ruth está fuera rodando, así que he tenido que traerlo. Oh… —Mi padre miró a Louis con inquietud—. ¿Crees que tiene hambre?

Me quedé mirándolo, estupefacta.

—¿Cómo voy a saberlo?

Mientras mi padre hurgaba en la bolsa de los pañales en busca del biberón, observé a Louis, que tenía la barbilla mojada de babas. No sabía qué pensar, y mucho menos qué decir. Era mi hermanito. ¿Cómo no iba a quererlo? Y, al mismo tiempo, ¿cómo iba a quererlo —me pregunté—, cuando su concepción había sido la causa de la tristeza de mi madre?

Mientras tanto Louis, ajeno a las complejidades de la situación, tendió la manita para cogerme un dedo y me sonrió con su boca desdentada.

—Encantada de conocerte —le dije.

La tercera carta era de la madre de Emma. Reconocí la letra. Me temblaba el pulgar cuando lo deslicé por debajo de la solapa del sobre.

«Solo quería desearte todo el éxito del mundo en tu nueva empresa» —había escrito—. «Emma habría estado muy contenta. Espero que estés bien» —seguía—. «Derek y yo todavía intentamos aceptar poco a poco lo sucedido. Para nosotros lo más difícil sigue siendo el hecho de que estuviéramos fuera cuando ocurrió, no te imaginas cuánto lo lamentamos».

—Oh, sí me lo imagino —murmuré.

«Todavía no hemos revisado las cosas de Emma…». —Sentí que algo me quemaba por dentro. Emma tenía un diario—. «Pero cuando lo hagamos nos gustaría darte algunas para que las guardes como recuerdo. También quería decirte que habrá una ceremonia sencilla por el primer aniversario de la muerte de Emma… el 15 de febrero». —No necesitaba que me lo recordase, la fecha estaría grabada en mi memoria el resto de mi vida—. «Ya me pondré en contacto cuando se acerque el día. Hasta entonces, que Dios te bendiga, Phoebe. Daphne».

No me bendecirías si supieras la verdad, pensé apenada.

Una vez que me hube serenado, saqué de la lavadora un par de vestidos franceses de noche bordados, los tendí, cerré con llave la puerta y me encaminé hacia la tienda.

Había que limpiar un poco, y al entrar percibí el olor agrio del champán de la noche anterior. Tenía que devolver las copas a Oddbins, así que las mandé allí en un taxi; puse en el contenedor de reciclaje las botellas vacías, barrí el suelo y rocié el sofá con ambientador. Cuando el reloj de la iglesia dio las nueve, giré el cartel de «cerrado».

—Ya está —dije—. Primer día.

Me senté detrás del mostrador a remendar el forro de una chaqueta de Jean Muir. A las diez ya estaba preguntándome desesperada si no tendría razón mi madre. Puede que en efecto haya cometido un grave error, pensé al ver que la gente pasaba por delante de la tienda sin echar siquiera una miradita. Puede que acabe aquí sentada sin hacer nada después de todo el estrés de Sotheby’s. Entonces me recordé que no estaría siempre sentada en la tienda: tendría que ir a subastas, hablar con los proveedores y visitar a particulares para evaluar las prendas que quisieran ofrecerme. Hablaría con estilistas de Hollywood para saber qué ropa debía escoger para sus famosos clientes y haría algún que otro viaje a Francia. Además tendría que ocuparme de la página web de Village Vintage, puesto que iba a vender ropa online. Habría trabajo más que suficiente, me dije mientras volvía a enhebrar la aguja, y me obligué a recordar lo estresante que había sido hasta entonces mi vida.

En Sotheby’s siempre estaba agobiada. Sentía la presión constante de que las subastas salieran bien y de dirigirlas como una profesional competente. Me daba miedo no reunir el material suficiente para ofrecer en la siguiente venta y, si conseguía el material, me preocupaba que no se vendiera, o que no se vendiera por un precio lo bastante alto, o que los compradores no pagaran la factura. Me inquietaba que los artículos fueran robados o estuvieran en mal estado. Y lo peor de todo era el pánico a que una colección importante acabase en una casa de subastas de la competencia; mis jefes siempre querían saber cuál había sido el motivo.

Luego llegó 15 de febrero y no pude más. Sabía que tenía que marcharme.

Oí que se abría la puerta. Levanté la cabeza esperando ver a mi primer cliente, pero era Dan. Llevaba unos pantalones de pana rosa salmón y una camisa de cuadros morada; carecía de gusto para combinar los colores. No obstante, tenía algo que resultaba atractivo; tal vez fuera su complexión: era corpulento como un oso. O tal vez fuera el pelo rizado.

—¿No me dejaría aquí el sacapuntas ayer?

—No… No lo he visto.

—Maldita sea —masculló.

—¿Es… es muy especial?

—Sí. Es de plata. De ley —añadió.

—¿De veras? Bueno… buscaré por la tienda a ver si lo encuentro.

—Me harías un favor. Por cierto, ¿cómo fue la fiesta?

—Bien, gracias.

—En realidad —dijo levantando un periódico— he venido a traerte esto. —Era un ejemplar del Black & Green, en cuya portada aparecía la foto que me había hecho, con la siguiente leyenda:

PASIÓN POR LA MODA VINTAGE.

Me quedé mirando a Dan.

—Creía que habías dicho que el artículo saldría el viernes.

—Sí, así estaba previsto, pero el artículo de portada de hoy tuvo que retirarse por una serie de motivos y Matt, el director, eligió el tuyo para reemplazarlo. Por suerte cerramos tarde la edición. —Me lo pasó—. Creo que ha quedado bastante bien. Eché un vistazo al artículo.

—Es genial —dije intentando que mi voz no delatara sorpresa—. Gracias por poner la dirección de la página web al final y… ¡oh! —Me quedé boquiabierta—. ¿Por qué dice aquí que habrá un cinco por ciento de descuento en todos los artículos durante la primera semana?

A Dan se le enrojeció el cuello.

—Pensé que una oferta de inauguración sería… ya sabes… buena para el negocio, dada la crisis económica…

—Ya, pero eso es tener un poco de morro, por no decir algo peor.

Dan hizo una mueca.

—Ya lo sé… pero es que estaba tan metido en el artículo que de pronto se me ocurrió, y como sabía que estabas dando la fiesta no quise llamarte, y entonces Matt me dijo que quería publicar el artículo tal cual, así que… bueno… —Se encogió de hombros—. Lo siento.

—No pasa nada —repuse a regañadientes—. Reconozco que me ha pillado desprevenida, pero un cinco por ciento está… bien. —Y en efecto será bueno para el negocio, pensé, aunque no estaba dispuesta a admitirlo—. Da igual —añadí con un suspiro—. Estaba un poco distraída cuando hablamos ayer, ¿quién dices que lee este periódico?

—Se reparte en todas las estaciones de metro de la zona los martes y los viernes por la mañana. También se pasa por debajo de la puerta de una serie de comercios y domicilios, así que tiene un público potencial muy amplio.

—Es estupendo. —Sonreí a Dan, ahora sinceramente agradecida—. ¿Y hace mucho que trabajas en el periódico?

Pareció dudar.

—Desde hace dos meses.

—¿Desde que empezó?

—Más o menos.

—¿Y vives por aquí?

—Bastante cerca, en Hither Green. —Hizo una breve pausa, y yo pensaba que diría que debía marcharse, pero añadió—: Tienes que venir a Hither.

Lo miré de hito en hito.

—¿Cómo dices?

Sonrió.

—Quiero decir que tendrías que ir algún día.

—Ah.

—A tomar una copa. Me encantaría que vieras mi… —¿Qué?, me pregunté. ¿Su colección de grabados?—. Mi cobertizo.

—¿Tu cobertizo?

—Sí. Tengo un cobertizo fantástico —afirmó con toda naturalidad.

—¿De veras? —Me imaginé un batiburrillo de herramientas de jardinería oxidadas, bicicletas cubiertas de telarañas y tiestos rotos.

—O lo será cuando lo tenga acabado.

—Gracias —repuse—. Lo tendré en cuenta.

—Bueno… —Dan se colocó el lápiz detrás de la oreja—. Supongo que es mejor que vaya a buscar mi sacapuntas.

—Buena suerte. —Sonreí—. Nos vemos. —Salió de la tienda y agitó la mano desde el otro lado del escaparate. Me despedí de él con el mismo gesto—. Qué tío más raro —musité.

Diez minutos después de que se hubiera marchado empezaron a entrar clientes en la tienda, y al menos dos de ellos llevaban un ejemplar de Black & Green. Intenté no molestarlos ofreciéndoles ayuda ni vigilarlos con demasiado descaro. Los bolsos de Hermès y las joyas más caras estaban en vitrinas de cristal cerradas con llave, pero no había puesto dispositivos electrónicos en la ropa por miedo a estropear la tela.

A las doce habían entrado unas diez personas y ya había hecho mi primera venta: un vestido de tirantes de sirsaca con estampado de violetas. Me dieron ganas de enmarcar el tíquet.

A la una y cuarto entró una pelirroja menuda de veintipocos años acompañada de un hombre de casi cuarenta muy bien vestido. Mientras ella echaba un vistazo a la ropa, el hombre se sentó en el sofá, apoyó un tobillo con calcetín de seda en la rodilla de la otra pierna y se puso a teclear en su BlackBerry. La chica miró los trajes de noche, pero por lo visto no encontró nada de su gusto; luego se volvió hacia los cuatro vestidos pastelito que estaban colgados de la pared. Señaló el verde lima, que era el de la talla más pequeña.

—¿Cuánto cuesta ése? —me preguntó.

—Doscientas setenta y cinco libras. —Asintió con expresión pensativa—. Es de seda —le expliqué—, con cristalitos cosidos a mano. ¿Te gustaría probártelo? Es una treinta y seis.

—Bueno… —Miró nerviosa a su novio—. ¿Qué opinas, Keith? —Él levantó la vista de la BlackBerry y la chica señaló con la cabeza el vestido que yo estaba descolgando de la pared.

—Ése no —respondió él sin más.

—¿Por qué?

—Es demasiado colorido.

—Me gustan los colores vivos —afirmó ella con voz dulce.

Él volvió a mirar su BlackBerry.

—No es apropiado para la ocasión.

—Pero si es un baile…

—Es demasiado colorido —insistió él—. Además, no es elegante. —El desagrado que me inspiraba aquel hombre se convirtió en odio.

—Deja que me lo pruebe. —La joven sonrió con expresión suplicante—. Por favor… Él la miró de nuevo.

—Bueeeno —dijo, y lanzó un suspiro exagerado—. Si no hay más remedio…

Acompañé a la chica al probador y corrí la cortina. Salió al cabo de un minuto. El vestido le quedaba como un guante y resaltaba su delicada cintura, sus hermosos hombros y sus esbeltos brazos. El color lima armonizaba con su melena rojiza y su piel sonrosada, y el corsé le realzaba el busto. Las enaguas de tul flotaban en capas, y los cristales destellaban con la luz del sol.

—Es precioso… —murmuré. Pensé que no podía haber ninguna otra mujer que estuviera más hermosa con ese vestido—. ¿Te gustaría probarte unos zapatos? —añadí—. Solo para que veas cómo te queda con tacones.

—Oh, no hace falta —respondió mientras se ponía de puntillas delante del espejo. Sacudió la cabeza—. ¡Es… fantástico! —Parecía impresionada, como si acabara de descubrir un secreto maravilloso acerca de sí misma.

Entretanto había entrado otra clienta, una mujer de unos treinta años y pelo moreno con un vestido camisero con estampado de piel de leopardo, una cadena dorada a modo de cinturón sobre las caderas y sandalias de gladiador. Se detuvo en seco para mirar a la chica.

—Estás divina —exclamó—. Como Julianne Moore de joven. —La chica sonrió encantada.

—Gracias. —Volvió a mirarse en el espejo—. Con este vestido me siento… como si estuviera… —Dudó un instante—. En un cuento. —Miró nerviosa a su novio—. ¿Qué te parece, Keith?

Él la miró, negó con la cabeza y volvió a su BlackBerry.

—Ya te lo he dicho: demasiado chillón. Además, parece que vayas a salir dando saltitos en un ballet, no a ir a un baile elegante en Dorchester. A ver… —Se levantó, se acercó al perchero de los trajes de noche, sacó un vestido de cóctel de crepé negro de Norman Hartnell y se lo pasó a la joven—. Pruébatelo.

La chica torció el gesto, pero se dirigió obedientemente al probador y al cabo de un minuto salió con el vestido puesto. El estilo era demasiado serio para ella y el negro apagaba el color de su piel. Parecía que fuera a ir a un funeral. Vi que la mujer del vestido de piel de leopardo la miraba con disimulo y meneaba la cabeza antes de volverse hacia los percheros.

—Éste es más apropiado —afirmó Keith. Hizo un movimiento circular con el índice y la chica soltó un suspiro antes de darse la vuelta lentamente alzando la vista la techo. Vi que la otra clienta apretaba los labios—. Perfecto —dijo Keith. Se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta—. ¿Cuánto? —Desvié la mirada hacia la chica. Le temblaban los labios—. ¿Cuánto? —repitió él tras abrir la cartera.

—Pero a mí me gusta el verde… —murmuró ella.

—¿Cuánto? —insistió él.

—Ciento cincuenta libras. —Noté que me ruborizaba.

—No lo quiero —suplicó la chica—. Me gusta el verde, Keith. Hace que me sienta… feliz.

—Entonces tendrás que comprártelo tú… si es que puedes pagártelo —añadió sin alterarse. Volvió a mirarme—. ¿Ciento cincuenta libras, dice? —Dio unos golpecitos en el periódico—. Aquí dice que hay un cinco por ciento de descuento, así que queda en ciento cuarenta y dos con cincuenta, si no me equivoco.

—Eso es —respondí, sorprendida por la velocidad con que lo había calculado, y deseé poder cobrarle el doble y regalar a la chica el vestido pastelito.

—Keith, por favor —gimoteó ella con los ojos anegados de lágrimas.

—Ya está bien, Kelly —protestó él—. Dame un respiro. Ese vestidito negro es ideal. Irán personas muy importantes y no quiero que parezcas la maldita Campanilla. —Miró su reloj, que a todas luces era carísimo—. Tenemos que volver. Recuerda que tengo esa teleconferencia sobre el solar de Kilburn a las dos y media. Bueno… ¿te compro el vestido negro o no? Porque si no lo quieres no vendrás conmigo a Dorchester el sábado, te lo advierto.

La chica, que miraba hacia la calle por el cristal del escaparate, asintió en silencio.

Mientras yo arrancaba el tíquet del datáfono, el hombre cogió la bolsa y se guardó la tarjeta de crédito en la cartera.

—Gracias —dijo con tono enérgico.

A continuación salió de la tienda, y la chica lo siguió desconsolada arrastrando los pies.

Cuando la puerta se hubo cerrado, la mujer con el estampado de piel de leopardo se volvió hacia mí.

—Ojalá se hubiera quedado con el vestido de cuento —dijo—. Con un «príncipe» como ése, lo va a necesitar.

Como no sabía si estaba bien que criticara a mis clientes, esbocé una sonrisa de asentimiento y volví a colgar en la pared el vestido pastelito verde.

—No es solo su novia; también trabaja para él —prosiguió la mujer mientras examinaba una chaqueta de piel rosa de Thierry Mugler de mediados de los ochenta.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque él es mucho mayor, por el poder que ejerce sobre ella y por el miedo de la chica a ofenderle… y porque ella conocía la agenda de él. Me gusta observar a las personas —añadió.

—¿Eres escritora?

—No, me encanta escribir, pero soy actriz.

—¿Estás trabajando en algo ahora?

Negó con la cabeza.

—Estoy «tomándome un descanso», como suele decirse. De hecho últimamente he descansado más que la Bella Durmiente, pero… —agregó con un suspiro teatral— me niego a darme por vencida. —Volvió a mirar los vestidos pastelito—. Son realmente preciosos. Pero no tengo la silueta para ponérmelos, por desgracia, aunque tuviera el dinero. Son norteamericanos, ¿verdad?

Asentí con la cabeza.

—De principios de los cincuenta. Son demasiado vaporosos para la Gran Bretaña de posguerra.

—Es una tela maravillosa —afirmó la mujer mirándolos con los ojos entrecerrados—. Los vestidos como ésos suelen ser de acetato con enaguas de nailon, pero éstas son de seda. —Conocía la materia y tenía buen ojo.

—¿Compras mucho vintage? —le pregunté mientras doblaba una chaqueta de cachemir morada y la colocaba en el estante de las prendas de punto.

—Compro todo lo que me permite el bolsillo, y si me canso de algo siempre puedo venderlo; no me ocurre a menudo, porque suelo elegir bien. Nunca olvidaré la emoción que sentí al encontrar mi primera prenda vintage —explicó tras colgar de nuevo la chaqueta de Thierry Mugler—. Fue un abrigo de piel de Ted Lapidus que compré en Oxfam en el noventa y dos; todavía parece nuevo.

Pensé en mi primera prenda vintage: una camisa de raso con encaje de guipur de Nina Ricci; la había comprado en el mercadillo de Greenwich cuando tenía catorce años. Emma se lanzó sobre ella en una de nuestras escapadas de los sábados en busca de ropa.

—El vestido que llevas es de Cerutti, ¿no? —le pregunté—. Pero está retocado. Tendría que ser largo.

Ella sonrió.

—Me has pillado. Lo compré en un mercadillo benéfico hace diez años, pero el bajo estaba roto y lo acorté. —Se sacudió de la pechera una pelusa inexistente—. Son los cincuenta peniques mejor gastados de toda mi vida. —Se acercó al perchero de la ropa de diario y cogió un vestido mini de crepé con volantes de principios de los setenta—. Éste es de Alice Pollock, ¿verdad?

Asentí.

—Para su boutique Quorum.

—Lo suponía. —Miró el precio—. No está a mi alcance, pero no puedo resistirme a mirar. Cuando leí en el periódico que habías abierto la tienda tuve que venir a echar un vistazo. En fin —murmuró—, soñar es gratis. —Me dedicó una sonrisa cordial—. Me llamo Annie.

—Yo soy Phoebe, Phoebe Swift. —Me la quedé mirando—. He pensado que… ¿Tienes trabajo?

—Acepto lo que me va saliendo —respondió.

—¿Eres de por aquí?

—Sí. —Annie me miró con curiosidad—. Vivo en Dartmouth Hill.

—Te lo pregunto porque… Verás, supongo que no te interesará trabajar para mí, pero necesito una ayudante a tiempo parcial. —Le expliqué por qué.

—¿Dos días a la semana? —repitió Annie—. Me vendría muy bien… así tendría un empleo normal… siempre que pudiera combinarlo con las pruebas de teatro… aunque tampoco me llaman a muchas —añadió con pesar.

—Seré flexible con el horario, y algunas semanas te necesitaré más de dos días… ¿Sabes coser?

—Soy bastante buena con la aguja y el hilo.

—Porque me sería de gran ayuda que hicieras pequeños remiendos en los momentos de menos ajetreo, o que plancharas un poco. Y si pudieras echarme una mano con el escaparate… no se me dan muy bien los maniquíes.

—Lo haría encantada.

—Y no tendrías que preocuparte de si nos llevaremos bien o no, porque yo aprovecharé para salir cuando tú estés aquí; ésa es la razón por la que necesito a una ayudante. Aquí tienes mi teléfono. —Le pasé una tarjeta de Village Vintage—. Piénsatelo.

—Bueno… en realidad… —Se echó a reír—. No tengo que pensármelo. Vivo en esta misma calle. Pero necesitarás referencias mías —añadió—, aunque solo sea para asegurarte de que no me largaré con el género, porque sería extremadamente tentador. —Sonrió—. Aparte de eso, ¿cuándo empiezo?

Así que el lunes Annie empezó a trabajar, tras haberme entregado las cartas de dos jefes anteriores que destacaban que era honrada y trabajadora. Le pedí que llegara temprano para enseñarle cómo funcionaba todo antes de irme a Christie’s.

—Dedica un rato a familiarizarte con la ropa —le aconsejé—. Los trajes de noche están ahí. Ésta es la lencería… hay algunas prendas masculinas aquí… los zapatos y los bolsos están en ese estante. Las prendas de punto en esa mesa… Te abriré la caja registradora. —Jugueteé con la llave electrónica—. Y si pudieras hacer unos remiendos…

—Claro.

Me dirigí hacia el «gabinete» para coger una falda de Murray Arbeid que necesitaba unas puntadas.

—Esto es de Emma Kitts, ¿verdad? —oí que preguntaba Annie. Regresé a la tienda. Annie estaba mirando el sombrero—. Fue muy triste lo que ocurrió… lo leí en la prensa. —Se volvió hacia mí—. ¿Por qué lo tienes aquí, si no es vintage y en ese letrero dice que no está a la venta?

Durante una décima de segundo fantaseé con la posibilidad de confesarle que para mí ver el sombrero todos los días era una especie de penitencia.

—La conocía —le expliqué mientras dejaba la falda sobre el mostrador junto al costurero—. Éramos amigas.

—Qué duro —murmuró Annie—. Debes de echarla mucho de menos.

—Sí… —Fingí toser para ocultar el sollozo que brotó de mi garganta—. Esta costura de aquí… está descosida. —Respiré hondo—. Tengo que marcharme.

Annie abrió el costurero y sacó un carrete de hilo.

—¿A qué hora empieza la subasta?

—A las diez. Fui a la presentación anoche. —Cogí el catálogo—. Los lotes que me interesan no saldrán hasta pasadas las once, pero quiero llegar temprano para ver qué se vende mejor.

—¿Por qué prenda vas a pujar?

—Por un vestido de noche de Balenciaga. —Volví las páginas para enseñarle la foto del lote 110.

Annie le echó un vistazo.

—¡Qué elegante!

Era un vestido largo sin mangas de seda añil, con un corte muy sencillo y franjas de flecos con cuentas plateadas en el escote redondo y el bajo, ligeramente levantado.

—Quiero comprarlo para una clienta en particular —le expliqué—. Es una estilista de Beverly Hills. Sé exactamente lo que buscan sus clientes, así que estoy segura de que me lo comprará. Además hay un vestido de Madame Grès que quiero para mi colección privada. —Pasé las páginas hasta la foto del lote 112: un vestido estrecho de estilo neoclásico en seda color crema que formaba unos pliegues exquisitos, con unas tiras cruzadas en el escote imperio y una cola de gasa que arrancaba de los hombros. Suspiré al verlo.

—Es impresionante —murmuró Annie—. Sería un vestido de boda fabuloso —añadió en broma. Sonreí.

—No lo quiero para eso. Me encantan los incomparables pliegues de los vestidos de Madame Grès. —Cogí el bolso—. Y ahora tengo que irme… Ah, una cosita más… —Estaba a punto de decirle a Annie qué tenía que hacer si alguien traía ropa para vender cuando sonó el teléfono.

Descolgué el auricular.

—Village Vintage… —La novedad de decirlo todavía me emocionaba.

—Buenos días —dijo una voz femenina—. Soy la señora Bell. —Estaba claro que era una mujer mayor. Tenía acento francés, aunque casi imperceptible—. He leído en el periódico local que acaba de abrir una tienda.

—Efectivamente. —Así que el artículo de Dan seguía dando sus frutos. Le estaba muy agradecida.

—Mire, tengo unas cuantas prendas que no quiero… Hay algunas maravillosas que ya no voy a ponerme. También hay bolsos y zapatos. Pero soy mayor. No puedo llevárselo…

—No, por supuesto que no —la interrumpí—. Estaré encantada de ir a su casa, si es tan amable de darme su dirección. —Cogí mi agenda—. ¿El Paragon? —repetí—. Está muy cerca. Puedo ir a pie. ¿Cuándo quiere que vaya?

—¿Podría venir hoy mismo? Me gustaría desprenderme de esa ropa lo antes posible. Esta mañana tengo una cita, pero ¿le parece bien que nos veamos a las tres de la tarde?

A esa hora ya habría regresado de la subasta, y Annie podría ocuparse de la tienda.

—A las tres está bien —contesté y anoté a toda prisa el número de la casa.

Mientras subía por la cuesta hacia la estación de Blackheath, pensé en el arte de evaluar una colección de ropa en el domicilio de un particular. Lo más habitual es que su propietario haya muerto y yo tenga que tratar con sus parientes, que suelen tener los sentimientos a flor de piel, por lo que he de actuar con mucho tacto. Se ofenden si rechazo alguna prenda, y se enfadan si les ofrezco menos de lo que esperaban por lo que sí me interesa. «¿Solo cuarenta libras? —dicen—. Pero si es un Hardy Amies». Y tengo que indicarles amablemente que el forro está roto, que faltan tres botones y que tendré que llevar la prenda a una tintorería especializada por las manchas de los puños.

A algunas familias les cuesta separarse de los trajes y les molesta mi presencia, sobre todo si necesitan el dinero para saldar alguna deuda con el fisco. En esos casos, reflexioné mientras esperaba en el andén, logran que me sienta como una intrusa. Cuando voy a realizar una tasación a una casa de campo de personas adineradas, a menudo el mayordomo o el ama de llaves se quedan a mi lado llorando, o me dicen que no toque la ropa, lo que resulta irritante. Si quien me atiende es el viudo, a veces me describe con todo lujo de detalles lo que se ponía su mujer, me dice cuánto pagó por una prenda en Dickins & Jones en 1965 y lo guapa que estaba su difunta esposa cuando la lució en el Queen Elizabeth 2.

De hecho, la situación más fácil con diferencia, pensé cuando llegó el tren, es aquélla en que la mujer se está divorciando y quiere deshacerse de todo cuanto le ha regalado su marido. En esos casos está justificado que sea expeditiva. En cambio, visitar a ancianas que quieren vender todo su vestuario resulta en ocasiones agotador desde el punto de vista emocional. Lo que encuentro es algo más que ropa: es el tejido, en sentido casi literal, de la vida de una persona. Sin embargo, por más que me guste escuchar las historias que me cuentan, tengo que recordarme que dispongo de un tiempo limitado. Por lo tanto, intento que las visitas no duren más de una hora, como me proponía hacer con la señora Bell.

Al salir del metro de South Kensington llamé a Annie. Estaba contenta porque ya había vendido un corpiño de Vivienne Westwood y dos vestidos de noche franceses. Además me contó que Mimi Long, de Woman & Home, le había pedido que le prestáramos algunas prendas para un reportaje fotográfico. Animada por las noticias, recorrí Brompton Road hasta Christie’s y entré en el vestíbulo, que estaba atestado, ya que a las subastas de ropa asiste mucha gente.

Ya estaban ocupados dos tercios de los asientos de la Long Gallery. Me senté en un extremo de una fila vacía, en la parte de la derecha, y eché un vistazo a mis competidores, que es lo primero que hago siempre al llegar a una subasta. Vi a un par de compradores a los que conozco y a una mujer que lleva una tienda de ropa vintage en Islington. Reconocí a la directora de la sección de moda de Elle sentada en la cuarta fila, y vi también a Nicole Farhi. La sala olía a perfume caro.

—Lote ciento dos —anunció el subastador.

Me enderecé. ¿Lote 102? Pero si solo eran las diez y media. Cuando yo dirigía las subastas nunca perdía el tiempo, pero aquel hombre había ido como un rayo. Se me aceleró el pulso, miré el vestido de Balenciaga en el catálogo y pasé las páginas a toda prisa hasta el de Madame Grès. El precio de salida era de mil libras, pero sin duda se vendería por mucho más. Sabía que no debería comprar nada que no tuviera pensado vender, pero era una pieza importante que no haría más que aumentar su valor. Si podía conseguirla por menos de mil quinientas libras, no lo dudaría.

—Ahora el lote ciento cinco —dijo el subastador—. Una chaqueta de seda de Elsa Schiaparelli color rosa neón perteneciente a su colección Circus, de mil novecientos treinta y ocho. Fíjense en los originales botones metálicos en forma de acróbata. El precio de salida es de trescientas libras. Gracias. Trescientas veinte… trescientas cuarenta… trescientas sesenta, gracias, señora… ¿He oído trescientas ochenta? —El subastador miró por encima de las gafas y dirigió un gesto de asentimiento a una mujer rubia sentada en la primera fila—. Así pues, trescientas sesenta libras… —Dejó caer el martillo—. Adjudicado. Vendido a… —La mujer levantó la paleta de puja—. La compradora número veinticuatro. Gracias, señora. Y ahora el lote ciento seis.

Pese a los años que había ejercido de subastadora, el corazón se me aceleraba cada vez más a medida que se acercaba mi «primer» lote. Miraba con nerviosismo a los presentes en la sala, preguntándome quiénes serían mis rivales en la puja. La mayoría eran mujeres, pero al final de mi fila había un hombre de cuarenta y tantos años y aspecto distinguido. Estaba hojeando el catálogo, poniendo marcas aquí y allá con una estilográfica de oro. Para pasar el rato me dedique a pensar en qué objetos le interesarían.

Los siguientes tres lotes se vendieron en menos de un minuto mediante pujas telefónicas. El Balenciaga estaba a punto de salir. Así con más fuerza la paleta de puja.

—Lote ciento diez —anunció el subastador—. Un elegante vestido de noche de Cristóbal Balenciaga de seda azul oscuro, diseñado en mil novecientos sesenta. —Se proyectó una imagen del vestido en las dos grandes pantallas que flanqueaban el estrado—. Fíjense en la característica sencillez del corte y en el bajo ligeramente levantado para dejar a la vista el calzado. Empezaremos la puja con quinientas libras. —El subastador echó un vistazo a la sala—. ¿He oído quinientas libras? —Como nadie pujó, esperé—. ¿Quién ofrece cuatrocientas cincuenta? —Miró a los presentes por encima de las gafas. Para mi sorpresa nadie levantó la mano—. ¿He oído cuatrocientas? —Una mujer de la primera fila asintió, así que yo también asentí—. Ofrecen cuatrocientas veinte… cuatrocientas cuarenta… cuatrocientas sesenta. ¿He oído cuatrocientas ochenta? —El subastador me miró—. Gracias, señora, el lote es suyo por cuatrocientas ochenta. ¿Alguien ofrece más de cuatrocientas ochenta? —Miró a la otra postora, que negó con la cabeza—. Entonces son cuatrocientas ochenta. —Y el mazo cayó—. Adjudicado por cuatrocientas ochenta libras a la compradora número… —Me miró por encima de las gafas y levanté la paleta de puja—. Doscientos veinte. Gracias, señora.

La euforia por haber conseguido el Balenciaga a tan buen precio pronto dio paso a la ansiedad, pues se aproximaba la puja del Madame Grès. Me removí en el asiento.

—Lote número ciento doce —oí decir al subastador—. Un vestido de noche de alrededor de mil novecientos treinta y seis, diseñado por la genial Madame Grès, famosa por sus magníficos plisados y drapeados. —Un empleado ataviado con un delantal llevó al estrado un maniquí con el vestido. Nerviosa, eché un vistazo a la sala—. Empezaremos por mil libras —anunció el subastador—. ¿He oído mil libras? —Para mi alivio, solo se alzó otra mano aparte de la mía—. Mil cien libras. Mil ciento cincuenta. —Volví a pujar—. Mil doscientas. Gracias. ¿Mil doscientas cincuenta? —El subastador me miró a mí, luego a la otra postora, que negó con la cabeza—. Estamos en mil doscientas cincuenta libras. De momento el lote es suyo, señora. —Contuve la respiración… Mil doscientas cincuenta libras sería un precio genial—. Última oportunidad. Última oportunidad —repitió el subastador.

Gracias, Señor, gracias. Cerré los ojos aliviada.

—Gracias, señor. —Confundida, miré a mi izquierda, y me puse de los nervios al ver que el hombre sentado al final de mi fila se disponía a pujar—. ¿He oído mil trescientas libras? —preguntó el subastador. Me miró y asentí con la cabeza—. ¿Mil trescientas cincuenta? Gracias, señor. —Sentí que se me aceleraba el pulso—. ¿Mil cuatrocientas? Gracias, señora. ¿He oído mil quinientas? —El hombre asintió. Maldita sea—. ¿Mil seiscientas? —Levanté la mano—. ¿Ofrece usted mil setecientas, señor? Gracias. —Miré de reojo a mi rival, me aumentó el precio con expresión serena—. ¿He oído mil setecientas cincuenta? —Esa estrategia de la expresión relajada no me disuadiría de conseguir el vestido. Levanté la mano una vez más—. La señora del final de esa fila ofrece mil setecientas cincuenta libras. Gracias, señor, ofrece usted mil ochocientas libras. ¿Alguien da mil novecientas? ¿Quiere seguir pujando, señora? —Asentí. Mi aparente firmeza ocultaba la indignación que sentía—. ¿Dos mil libras…? ¿Va a pujar, señor? —El hombre asintió—. ¿Quién ofrece dos mil cien? —Levanté la mano—. ¿Y dos mil doscientas? Gracias, señor. Ofrece usted dos mil doscientas, señor. —El hombre me miró de reojo. Volví a levantar la mano—. Estamos en dos mil trescientas libras —exclamó el subastador con tono alegre—. Gracias, señora. ¿Y dos mil cuatrocientas? —El subastador me miró fijamente al tiempo que tendía la mano derecha hacia mi rival, como si quisiera que siguiéramos compitiendo; era un truco que yo conocía bien—. ¿Dos mil cuatrocientas? —repitió—. Es el caballero contra usted, señora. —Asentí. La adrenalina me corría por las venas—. ¿Dos mil seiscientas libras? —preguntó el subastador. Advertí que los presentes se removían en sus asientos a medida que se acrecentaba la tensión—. Gracias, señor. ¿He oído dos mil ochocientas? Señora, ¿quiere ofrecer dos mil ochocientas libras? —Asentí como si estuviera soñando—. ¿Y dos mil novecientas, señor? Gracias. —Se oyeron murmullos—. ¿Tres mil… tres mil libras? —El subastador me miró cuando levanté la mano—. Muchas gracias, señora… Tres mil libras entonces. —Pero ¿qué narices estaba haciendo?—. Tres mil libras… —¡Si yo no tenía tres mil libras! Tenía que renunciar al vestido—. ¿Alguien ofrece más de tres mil libras? —Era triste, pero ya no había vuelta de hoja—. ¿Tres mil cien? —oí decir al subastador—. ¿No, señor? ¿No quiere aumentar la oferta? —Miré a mi contrincante. Para mi espanto, negó con la cabeza. El subastador se volvió hacia mí—. Así que el lote es suyo, señora, por tres mil libras… —¡Oh, Dios mío!—. Tres mil libras a la una… —El subastador levantó el mazo—. Tres mil libras a las dos… —Bajó la mano y con una extraña mezcla de euforia y desesperación observé cómo caía el mazo—. Adjudicado por tres mil libras a la compradora… ¿cuál era su número? —Levanté la paleta con mano temblorosa—. Doscientos veinte. Gracias a todos. Ha sido una puja fantástica. Ahora pasemos al lote ciento trece…

Cuando me puse en pie me sentía mareada. Sumando la comisión, el precio total del vestido sería de tres mil seiscientas libras. Con toda mi experiencia, por no mencionar mi supuesta sangre fría, ¿cómo me había dejado llevar de esa manera por el entusiasmo?

Cuando miré al hombre que había pujado conmigo, se apoderó de mí un odio irracional. Era un pijo de la City, con un impoluto traje de raya diplomática de Savile Row y zapatos confeccionados a mano. Sin duda quería el vestido para su mujer…, una mujer florero, a buen seguro. Por muy irracional que resultara, me la imaginé: una rubia perfecta con un Chanel de esa temporada.

Salí de la sala con el corazón acelerado. No podía quedarme el vestido. Tendría que ofrecérselo a Cindi, la estilista de Hollywood; era perfecto para que lo luciera alguna de sus clientas en la alfombra roja. Por un instante imaginé a Cate Blanchett con el vestido en la ceremonia de los Oscar. Pero no quiero venderlo, me dije mientras bajaba por la escalera hacia la caja. Era de una belleza sublime y había luchado por conseguirlo.

Me puse en la cola para pagar y me pregunté nerviosa si mi Mastercard ardería al entrar en contacto con el datáfono. Calculé que disponía del crédito justo para realizar la transacción.

Mientras esperaba mi turno vi que don Raya Diplomática bajaba por la escalera, con el teléfono pegado a la oreja.

—No, no lo he comprado —le oí decir. Tenía una voz muy agradable, un tanto ronca—. Te digo que no —añadió con tono de hastío—. Lo siento, cariño. —Sin duda su mujer florero, o tal vez su amante, estaba furiosa con él por no haber conseguido el Madame Grès—. Ha sido una puja muy reñida —oí que explicaba. Me miró—. Tenía una dura competidora. —Para mi sorpresa, me guiñó un ojo—. Sí, sé que te has llevado una desilusión, pero hay montones de vestidos preciosos, cariño. —Era evidente que la mujer le estaba echando una buena bronca—. Pero sí he conseguido el bolso de Prada que te gustaba. Oye, tengo que ir a pagar. Te llamo luego, ¿vale?

Cerró el móvil con evidente alivio y se situó detrás de mí. Hice como si no supiera que estaba ahí.

—Felicidades —le oí decir.

Me volví.

—¿Cómo dice?

—Felicidades —repitió—. Ha conseguido el lote —añadió con tono jovial—. Ese vestido maravilloso de… ¿Cómo se llamaba? —Abrió el catálogo—. Madame Grès, sea quien sea. —Me escandalizó que ni siquiera supiera por quién había pujado—. Estará usted muy contenta.

—Sí. —Resistí la tentación de decirle que no estaba nada contenta con el precio.

Se puso el catálogo bajo el brazo.

—Para serle sincero, podría haber seguido pujando.

Lo miré de hito en hito.

—¿En serio?

—Pero le vi la cara, y al advertir cuánto lo deseaba decidí dejar que se lo quedara.

—¡Ah! —Asentí. ¿Es que ese infeliz esperaba que le diera las gracias? Si se hubiera retirado de la carrera antes, me habría ahorrado dos mil libras.

—¿Piensa ponerse ese vestido para alguna ocasión especial? —preguntó.

—No —respondí con suma frialdad—. Es que adoro a Madame Grès. Colecciono sus vestidos.

—Entonces me alegro de que se haya quedado con éste… a pesar de todo. —Se apretó el nudo de la corbata de seda; era de Hermès—. Yo ya he acabado por hoy. —Miró su reloj. Vi con el rabillo del ojo que era un Rolex de anticuario—. ¿Va a pujar por algo más?

—Por el amor de Dios, no… Me he pulido todo mi presupuesto.

—Oh, vaya. Así que habrá visto con terror cómo caía el mazo, ¿no?

—Más bien.

—Supongo que ha sido culpa mía. —Me dedicó una sonrisa de disculpa y observé que tenía los ojos muy grandes y castaños, y los párpados algo caídos, lo que daba a su rostro una expresión soñolienta.

—Por supuesto que no es culpa suya… —Me encogí de hombros—. Así son las subastas. —Lo sabía mejor que nadie.

—Señora, por favor —oí que decía la cajera.

Me volví para entregarle la tarjeta de crédito. Le pedí que extendiera la factura a nombre de Village Vintage y me senté en el banco de piel azul a esperar a que me entregaran mi lote.

Don Raya Diplomática pagó y se sentó a mi lado a la espera de que le entregasen sus compras. Mientras estábamos sentados, sin hablar porque él estaba leyendo algo en su BlackBerry con una atención que no pude por menos de observar, vi que era bastante mayor. Lo miré de reojo. Tenía el rostro bastante arrugado. Aun así resultaba atractivo con su cabellera sembrada de canas plateadas y su nariz aguileña. Debía de tener unos cuarenta y tres años, calculé cuando la azafata nos entregó nuestras respectivas bolsas. Me emocioné al coger la mía. Tras comprobar a toda prisa su contenido dediqué una sonrisa de despedida a don Raya Diplomática.

Se levantó.

—Oiga… —Miró su reloj—. La subasta me ha dado hambre. Voy a pasarme por la cafetería que hay al lado. Supongo que no le apetecerá acompañarme, ¿verdad? Tras haber pujado tan fuerte contra usted, lo menos que puedo hacer es invitarla a un bocadillo. —Me tendió la mano—. Me llamo Miles. Miles Archant.

—Yo soy Phoebe. Swift. Encantada —añadí con impotencia mientras me estrechaba la mano.

—¿Qué me dices? —Me miró con expresión interrogante—. ¿Te apetece venir a comer?

Me sorprendió su atrevimiento. En primer lugar, no me conocía de nada, y, en segundo lugar, estaba claro que tenía mujer o novia, y él sabía que yo lo sabía porque le había oído hablar por el móvil.

—¿O a tomar una taza de café?

—No, gracias —respondí con calma: supuse que estaba acostumbrado a ligar en las casas de subastas—. Tengo que… tengo que volver.

—¿Al… trabajo? —preguntó con amabilidad.

—Sí. —No tenía por qué decirle adonde.

—Que disfrutes del vestido, Phoebe. Estarás impresionante con él —añadió justo cuando yo me volvía para irme.

Sin saber si sentirme indignada o halagada, le dediqué una sonrisa vacilante.

—Gracias.