DIECISIETE
MEH'LINDI

Cuánto tiempo llevaba librándose aquella batalla en el valle? ¿Desde el amanecer? En aquellos momentos, el simple agotamiento ya debía de estar causando bajas entre las fuerzas enfrentadas. El agotamiento de los hombres y también de las armas.

Resonaba por todos lados una cacofonía horrísona. Los titanes seguían avanzando y pisoteando. Las descargas de energía segaban hombres y vehículos. Los tanques rodaban sobre las orugas. Ambos bandos parecían en muchos aspectos dos púgiles aturdidos que estaban trabados en un abrazo, pero en el que cada uno de ellos tenía varios cientos de miles de brazos. Tal como Lex veía la situación, en poco tiempo debía producirse alguna clase de pausa en el combate. Las fuerzas imperiales habían perdido la batalla, pero los rebeldes no podían conseguir aniquilar a una multitud semejante..., a menos que desapareciesen toda disciplina y fe.

Las destrabazones de combates no eran fáciles ni rápidas, como no lo serian para los púgiles, o para los luchadores, si los pegaran con un pegamento resistente.

Una combinación de fatiga por el combate y de suerte, unidas al aura de protección alzada por Jaq, llevaron a los cuatro hasta las cercanías de un titán imperial. En el trayecto se habían visto obligados a matar a unos cuantos rebeldes. El abrigo que Jaq había tomado prestado era una provocación.

Él mismo recibió unos cuantos impactos que la armadura de malla absorbió. Lex sufrió una herida leve en la parte superior del brazo, pero la sangre que brotó se endureció de forma casi inmediata y tomó el aspecto de una pequeña indicación de rango.

Delante de ellos caminaba un titán casi intacto. Las cubiertas de sus piernas tenían grabadas calaveras y águilas imperiales de doble cabeza. El estandarte que le quedaba mostraba un ángel blanco cortándole la cabeza a una serpiente verde. Aquel titán estaba equipado en parte para el combate cuerpo a cuerpo. Uno de los brazos armados estaba rematado por un puño de combate, mientras que en el otro llevaba un multiláser. En el caparazón parecido al de una tortuga que había encima de la cabeza se alzaba orgulloso un láser de defensa, aunque su arma gemela había quedado convertida en un montón de chatarra fundida.

Jaq trepó hasta la parte superior de un tanque superpesado destruido y abrió los brazos de par en par para que se viera bien el uniforme de comisario antes de ponerse a hacer señales.

La cabeza de tortuga lo divisó. Las pantallas verdes y resplandecientes de los ojos parecieron mirar directamente a Jaq, aunque, por supuesto, los ojos eran de adamantio casi indestructible. Detrás de aquellos ojos se encontraba la cabina de mando blindada, donde el prínceps del titán estaría observando con atención las dos pantallas ovaladas que reproducían de forma fiel lo que se veía fuera.

El titán se dirigió hacia el tanque con grandes pasos que aplastaron cadáveres bajo los pies llenos de remaches. Allí se detuvo, y su láser de defensa cubrió la zona delantera del terreno a la vez que el escudo de energía frontal derecho dejaba de brillar. El puño desprotegido, tan grande como un land raider, comenzó a descender con rapidez.

Lo normal es que la tripulación entrara al titán por una pasarela. Jaq esperaba que bajaran por la espalda una escalerilla metálica flexible. Estaba claro que el princeps de aquel titán era un oficial que sabía improvisar. Jaq indicó a los demás que se apresuraran a seguirlo. Lex tuvo que cargar con Rakel para que subiera al tanque.

★ ★ ★

El puño de metal abrió los dedos, invitándolos a subir. Los cuatro treparon hasta la palma. La mano subió con rapidez y los elevó por el aire lleno de humo. El brazo quedó inmóvil en posición horizontal y ellos lo cruzaron con precaución hasta que pasaron por debajo del escudo del caparazón, desde donde llegaron a una estrecha pasarela de mantenimiento que conducía a una escotilla de entrada.

La temperatura dentro de la cabeza del titán no desmerecía la de Sabulorb cuando comenzó a encaminarse hacia la incineración. Unos vapores hirvientes se entremezclaban con el fuerte olor de los inciensos devocionales. El sudor empezó a correrles por todo el cuerpo en cuanto entraron, a pesar de los esfuerzos de las gárgolas de ventilación por renovar el aire.

Grimm se quedó con Rakel al lado de la salida de emergencia situada en la parte posterior mientras Jaq y Lex se dirigían a la cabina de mando para hablar con el princeps. Cuatro personas metidas en aquel espacio podrían llegar a ser algo agobiante.

La cámara de escape tenía las paredes cubiertas de pintadas: «La muerte es el destino final! ¡Destripemos a nuestros enemigos!». Unos pasillos cortos llevaban, a derecha e izquierda, a las cabinas de los hombros, donde los cuatro moderati controlaban el puño de combate, el cañón multiláser, el láser de defensa del caparazón y... La cuarta arma era metal fundido. Conectado a los mandos por un puñado de cables serpenteantes, era muy posible que su moderatus hubiese muerto por la descarga de energía.

Si el reactor del titán se sobrecargaba, aquellos puestos de mando entrarían de forma automática en la cámara de escape muy poco antes de que la cabeza saliera disparada. Si eso ocurría, Grimm y Rakel quedarían pulverizados, a menos que en el mismo instante en que sonara la bocina de aviso salieran disparados hacia adelante.

Los servos chirriaron. Los chorros estabilizadores sisearon. Las gárgolas tragaron aire y luego silbaron.

El princeps, sujeto por correas a una silla giratoria y protegido por blindajes y acolchamientos, estaba delante de las grandes pantallas oculares ovaladas. Unos huesos de bronce enmarcaban el conjunto. A lo largo de una hilera de monitores menores de diagnóstico aparecían iconos como escarabajos fosforescentes. Un manojo de cables salía de su unidad de impulso mental y se adentraba en varios conductos. Varios cables salían de sus hombreras metálicas, al igual que lo hacían unos cuantos alambres de su casco de impulsos..., que se giró para mirar a los recién llegados.

Detrás de los visores distinguieron unos ojos de color azul con aspecto cansado. Bajo los visores estaba la nariz, con un aro de zafiro en cada agujero, unos labios finos y un mentón depilado y tatuado con pequeños tentáculos plateados.

Jaq mostró el tatuaje de la palma.

—Soy el inquisidor imperial Tod Zapasnik —declaró—. ¿Sabe lo que es un inquisidor?

El princeps asintió con tranquilidad.

—El comisario Zylov ha muerto —mintió Jaq. Quizá a aquellas alturas había dicho la verdad—. He asumido su autoridad y su uniforme. Mi compañero es un capitán de los marines espaciales que está llevando a cabo una misión de reconocimiento secreta...

—Ah —murmuró el princeps al mirar a Lex. Se quedó observando admirado al gigante casi desnudo con el fajín rojo sobre uno de los ojos y al bólter que empuñaba.

—Princeps, no debo distraerlo mucho de su tarea de controlar al titán. Tomo el mando de su espléndida máquina in nomine Imperatoris, como es mi derecho y mi privilegio. Es de vital importancia que localicemos un edificio parecido al emplazamiento artillero del cañón cuádruple que estaba situado en aquel risco occidental. ¿Ha detectado un lugar semejante en un radio de unos treinta kilómetros?

La atalaya que proporcionaba el titán era elevada. Aunque las nubes de humo tapaban a menudo la observación normal, las pantallas oculares podían funcionar en modo infrarrojo, además de que también disponían de un radar.

El princeps ordenó mentalmente que apareciera un mapa holográfico sobre una de las pantallas y que brillara una pequeña flecha en un punto concreto.

—Quizá se refiera a la llamada Torre de la Atrocidad, a unas dieciocho leguas de aquí. No hay mucho más.

Lex dejó escapar un suspiro de alivio. Era posible que su ojo no tuviera que ser maltratado de nuevo. Si se destruía el nervio óptico sería necesario implantarle alambres neuronales en el cerebro además de en el óculo artificial. No quería cargar a los cirujanos de la fortaleza-monasterio con aquella tarea.

—Llévenos allí con la mayor rapidez —ordenó Jaq.

—Con el debido respeto —contestó el princeps—, está muy alejado de la zona de combate y muy lejos de nuestra fuerza principal. Puede parecer que desertamos. Una derrota se puede convertir en una huida en estampida. Debería comunicárselo a...

—No. Es posible que los herejes intercepten el mensaje... y luego a nosotros.

—Señor, puede que mueran doscientos mil hombres. Incluso puede que perdamos nuestra base en este planeta.

—¡No importa! —gritó Jaq, aunque le resultó angustioso decir algo así. Luego habló con voz más tranquila—. Princeps, existen consideraciones más importantes. La aparente deserción de una unidad de combate no puede representar un cambio tan radical como para que toda la batalla cambie.

Eso decía, pero ¿no era cierto que él mismo se comportaba como si los grandes acontecimientos del futuro pudiesen cambiar como consecuencia de su actuación?

—¡In nomine Imperatoris! —repitió.

Echó atrás la parte inferior del largo abrigo y colocó la palma de la mano en la empuñadura del Piedad del Emperador. Sin duda, tan sólo una persona de enorme autoridad podría poseer un arma tan preciada y antigua, chapada con titanio iridiscente y runas plateadas grabadas. Alguien así, o el compañero de una persona semejante.

—¡La herejía de Princip debe ser aplastada! —insistió Jaq—. ¡Es posible que la clave se encuentre en esa Torre de la Atrocidad!

—Informaré a mis moderati —accedió el comandante del titán.

Para destrabarse del combate hizo falta utilizar un poco el láser de defensa y el cañón multiláser, además de lanzar por los aires unos cuantos tanques de batalla con el puño de combate. Hubo un momento en que pareció que los escudos de vacío posteriores del titán estaban a punto de sobrecargarse. La temperatura subió todavía más cuando la máquina se esforzó por dispersar el exceso de energía. Por fin, el titán pudo caminar con mayor rapidez hacia el este pisoteando una zona arrasada y carbonizada de antiguos viñedos abandonados, a excepción de unos cuantos saqueadores de cadáveres.

Los rayos de luz del sol poniente atravesaron por fin la capa de nubes bajas y pintaron el horizonte de color naranja sangriento. La temperatura de la cabina bajó un poco, lo mismo que la de la cámara de escape, donde Grimm se había echado a dormir y Rakel estaba sentada con los brazos alrededor de las rodillas y los nudillos de las manos blancos.

Las largas sombras del atardecer hacían que la torre de grandes losas de piedra, edificada sobre un montículo aislado, pareciera todavía más siniestra. Incrustadas en las paredes de aquella torre sin ventanas había cientos de púas recurvadas y oxidadas. De algunas de ellas colgaban esqueletos blanquecinos. En la base de las paredes había apilamientos de huesos también blanquecinos. Los costados estaban cubiertos de manchas marrones. Aquella torre era el lugar de ejecución de aquellos que habían cometido crímenes atroces. No se había utilizado hacía poco, ya que entonces habría algún cadáver descomponiéndose. Algún malhechor moribundo estaría empalado mirando al horizonte mientras sufría una muerte lenta.

¿Era aquella falta de uso un síntoma de la herejía de Lucifer Princip?

La torre había sobrevivido a los embates de la guerra. Nadie habría querido escalar por aquellas púas para montar un cañón en la parte superior. La torre no sobreviviría a las atenciones que el titán, que ya llegaba a la cima, iba a dispensarle.

El moderatus del cañón multiláser disparó descargas de energía contra el edificio, lo que provocó que se tambaleara toda la estructura. Realizó una especie de operación dental contra la torre, como sí ésta fuera un enorme diente picado al que hubiera que agujerear antes de ponerle un empaste de ceramita. La mampostería comenzó a caer en grandes bloques, con los pinchos metálicos todavía incrustados.

La torre parecía ser sólida por todos lados.

Jaq le dio una serie de instrucciones al moderatus a través del princeps. Su arma sacudió con fuerza y de forma repetida la base del edificio. Una nube de huesos desmenuzados llenó el aire como si fueran copos de nieve.

El titán se acercó un poco más y con el puño de combate atravesó una y otra vez la debilitada estructura del edificio, como si fuera una bola de demolición. El princeps inclinó el caparazón contra la parte superior del edificio y golpeó repetidamente. Con un fuerte crujido, la torre acabó arrancada de su base y se derrumbé.

El titán se agachó un poco más y se puso a excavar entre los cimientos. El puño de combate sacó grandes trozos de mampostería y los arrojó a un lado. Escarbó y sacó tierra y piedras. Se inclinó al límite de su capacidad, con los aparatos hidráulicos chirriando y las lámparas iluminando el trabajo, para atravesar con el puño el techo de una cámara subterránea.

Cuando los escombros cayeron en el interior de la cámara, unas cuantas máquinas antiguas lanzaron cuchillas..., antes de desmoronarse de puro viejas.

—Ha servido al Imperio con nobleza —felicité Jaq al princeps.

Las lámparas del titán ya no iluminaban. Los cuatro compañeros se bajaron de la palma abierta del puño de combate y entraron en la cámara destrozada, donde vieron el resplandor azul.

Ya estaba anocheciendo. Nadie que mirara desde arriba sería capaz de ver el portal. Durante el día ni siquiera se vería el resplandor. Por la noche, si alguien lo divisaba, pensaría que se trataba de alguna forma de radiación peligrosa.

Unos cuantos miles de años atrás, aquel portal debió de estar oculto en las profundidades de un denso bosque, que talaron más adelante. Jaq estaba seguro de que el montículo era artificial. Alguien había colocado toneladas de piedras y tierra para formar una base sobre la que construir la Torre de la Atrocidad.

Tendría que regresar a aquel mundo en cuanto hubiera resucitado a su sublime asesina. Cuando volviera, la guerra contra el hereje Lucifer Princip todavía continuaría, a menos que las fuerzas imperiales de Genost fueran aniquiladas. Aun así, llegarían más. Puede que llegaran los marines espaciales atravesando el vacío interestelar para eliminar aquella blasfemia. Era posible que alguna fuerza eldar se infiltrase por el portal de la Telaraña con la esperanza de capturar al autoproclamado hijo del emperador... o de negociar con él.

Jaq necesitaba que la ruta permaneciera abierta pero protegida, así que le ordenó al princeps que marcara unos cuantos puntos de radiación con el dedo del puño de combate del titán entre los escombros esparcidos por el montículo, pero que jamás se lo dijera a nadie. La gente que conocía la tecnología militar pensaría que un misil o un torpedo excavador había destruido la torre y dejado atrás unos cuantos restos de letal radioactividad. Los ignorantes eran demasiado supersticiosos para investigar.

Así pues, se adentraron de nuevo en la Telaraña, con Jaq abriendo el camino con su monóculo.

El tunel de luz azul se bifurcó varias veces antes de abrirse a la inmensidad.

A la derecha y a la izquierda se abría una niebla azul sin límites. No, no era exactamente sin límites. Se veían las paredes de la Telaraña en ambas direcciones, pero muy lejos.

El túnel capilar había llegado a una de las principales arterias de la Telaraña. Allí, las naves de tamaño estelar tenían espacio suficiente para viajar de un mundo astronave a otro, o de una estrella a otra, aquélla era la ruta que indicaba la lente rúnica. La realidad era intimidatoria: ¡cruzar el fondo de aquel espacio sin perderse! ¡Encontrar el punto azul del capilar correspondiente en mitad de aquel otro azul enorme!

—Saldremos uno por uno —dijo Lex—. Nos mantendremos en ángulo recto con esta pared, cuando el primero de nosotros esté a punto de desaparecer, saldrá el segundo. Gritaremos nuestros nombres a intervalos regulares para localizar dónde estamos. Permaneceremos en línea recta unidos por las cuerdas de nuestras voces.

Gracias a su oído mejorado, Lex sería capaz de detectar las desviaciones y gritar las correcciones a izquierda o derecha.

Jaq saldría el primero a la niebla. Grimm sería el segundo, con Rakel siguiendo sus pasos. Lex actuaría de voz anda y cerraría la marcha.

★ ★ ★

De repente, les llegó un grito.

—¡Soy Jaq! ¡Lo he encontrado!

Siguieron la señal de la voz de Jaq hasta que estuvieron reunidos de nuevo. El pasaje capilar entraba de nuevo en otra arteria enorme. Ya estaban muy cerca del lugar que buscaban. Tan sólo tenían que cruzar aquel segundo abismo y luego bastaría con pasar por tres bifurcaciones.

Jaq ya había cruzado. Grimm ya había cruzado también. Rakel se estaba acercando. Lex aparecería pronto.

Se distinguía un palpitar extraño justo en el borde de la capacidad auditiva. No era tanto un sonido como una vibración de la niebla. El palpitar se intensificó con rapidez.

—¡Es una nave eldar en tránsito! —gritó Grimm—. ¡Una nave espectral se dirige hacia aquí! ¡Corre, Rakel, corre! ¡Lex, corre! ¡Viene una nave espectral!

La niebla comenzó a arremolinarse. La nave que se aproximaba estaría en otra fase, pero incluso así, el tamaño y el impulso que llevaba el fantasma de la nave espectral sin duda provocarían alguna clase de efecto.

¿Qué ocurriría si dos naves eldars fuera de fase se encontraban de frente en la misma artería principal? ¿Podrían pasar una al lado de la otra ya que la arteria era lo suficientemente amplia? ¿O pasarían una a través de la otra? Sin duda, aquel tipo de desastres se evitaba con alguna clase de equipo de detección o de principio de exclusión. Las tripulaciones de unas naves tan grandes debían sufrir sin duda la desorientación y la sensación de arrastre provocado por una situación así. ¿Cuánto más lo debían experimentar los viajeros a pie, tan pequeños en proporción?

Rakel llegó a la carrera, con los ojos abiertos de par en par por el miedo al ver el movimiento de la neblina, al sentir la palpitación y al oír el aviso de Grimm.

Lex llegó corriendo un instante después.

—¡Corred, corred!

Por un momento les pareció que una enorme mariposa blanca con las alas extendidas pasaba a toda velocidad. Aquello les llenó por un instante el campo de visión. Casi fue demasiado rápido para que se pudiera distinguir con claridad una imagen tan grande. La niebla quedó dividida en varias oleadas gigantescas. La succión tiró de los tres que estaban refugiados en el interior del túnel. A Lex se lo llevó por los aires. Lo arrastró la estela de la nave espectral y giró y giró sobre sí mismo antes de desaparecer en pocos segundos.

Grimm gritó el nombre de Lex de forma reiterada durante varios minutos.

No les llegó ninguna respuesta.

Aun así, esperaron. Sin duda, a aquella arteria principal se le unían más de un par de capilares. ¿Cómo distinguir los unos de los otros si no fuera por la presencia de los camaradas que te estaban esperando y en la misma fase? ¿Qué ocurriría si aparecía otra nave espectral? Aun así, esperaron. Grimm siguió gritando su nombre de vez en cuando.

El tiempo era engañoso en el interior de la Telaraña. ¿Había pasado una hora o medio día estándar cuando por fin oyeron una respuesta? ¡Cuando por fin apareció Lex corriendo!

—Vaya, el grandullón ha vuelto —dijo Grimm después de pasarse una manga por el ojo.

Lex se reunió con una sonrisa con sus camaradas y respiró profundamente para recuperar el aliento.

—Te has tomado tu tiempo para volver—le dijo el squat en tono de broma—. ¿Has pasado por muchas entradas laterales?

—Por seis —contestó Lex—. Están bastante espaciadas. Pensé que daba igual que me estuvierais esperando o no. Lo más problemático era saber si iba en la dirección correcta. Había dado tantas vueltas para cuando me paré que al final no sabía exactamente hacia dónde estaba mirando. Le recé a Rogal Dom para que me guiara al elegir.

—Podrías haber probado a meterte el dedo en el ojo.

—Debería metértelo en uno de los tuyos, idiota.

Lex agarró con fuerza a Grimm y le apretó los hombros al squat antes de soltar una breve carcajada y sacudirlo como si fuera un muñeco.

Llegaron a un punto donde convergían cuatro túneles. Aquel cruce de caminos no podía ser otro que el lugar que buscaban.

—Ya hemos llegado —exclamó Jaq, con un tono de triunfo y de esperanza trágica a la vez en su voz.

Jaq ya había cerrado el monóculo y se lo había guardado en un bolsillo. Dos pares de ojos y uno solitario miraron a Rakel-benth-Kazintzkis. Ella se puso a juguetear con la única de las tres armas digitales que estaba cargada todavía, retorciéndose el dedo mientras temblaba.

—Me siento mareada —dijo, como si hubiera llegado el momento de que Jaq reforzara la integridad de su cuerpo alterado echando un vistazo a la carta del Asesino—. Es terrible caer en manos de un inquisidor.

—Rakel —intentó tranquilizarla Jaq—, en la disformidad, al otro lado de las paredes de esta Telaraña, existe una fuerza de bondad, de nobleza y de verdad divina. Existe un impulso hacia su transfiguración. Existe el embrión de un nuevo dios que puede renovar a nuestro bendito Dios Emperador o incluso superarlo, ¡que me perdone la herejía! Si lo supera, lo liberará de su agonía eterna para llevarlo a un regocijo triunfal.

A Jaq le costaba hablar. ¿Podría creerse del todo en aquella posibilidad de victoria?

Había experimentado el sendero reluciente. Había presenciado el brillo del Dedo de Gloria de Lex. Sin embargo, siempre debía quedar alguna duda.

Parecía que Lex estuviera sometido a emociones contradictorias.

¡Ojalá Dornie diera apoyo a su alma! ¡Que ese apoyo no fuera una mancha de deshonor, una horca para un traidor inconsciente!

Grimm parecía profundamente amargado, como si hubiera perdido el alma a lo largo del camino.

¿No habían llegado a donde nadie más había logrado llegar? Que la duda no pervirtiera aquel momento.

Jaq, Lex y Rakel se arrodillaron en el centro de aquel cruce de cuatro caminos, bañados por la luz azulada de la Telaraña alienígena. Sólo Grimm se quedó de pie, desafiando su devoción, sin el don de la gracia.

Jaq rezó en voz alta al Dios Emperador, al Numen, al Sendero Reluciente.

Se giró hacia Rakel, pero no encontró las palabras apropiadas.

—Me estás pidiendo que acepte mi propia muerte —murmuró Rakel antes de mirar un momento a Grimm.

A Jaq lo recorrió una tremenda sensación de frustración.

—¿Qué le has dicho? —le gritó al squat.

—¡Nada! —aulló Grimm—. ¡Lo juro por mis ancestros ausentes, nada!

—Me esforcé —dijo Rakel con voz temblorosa—. Me esforcé de verdad. Por favor, concédeme el olvido antes de que las pesadillas como los tiránidos se apoderen de mí. O el Caos, o cualquiera de los otros horrores.

—Por supuesto —contestó Jaq con voz suave. Todo iba bien, después de todo—. La verdadera Meh'lindi también deseaba el olvido —le dijo—. Pero se negó el olvido a sí misma.

Rakel estaba sollozando.

—¡Y ahora quieres traerla de vuelta a este horror y este sufrimiento! Comprendo lo que deseas —dijo luego en voz baja.

—Qué gran espíritu —exclamó Jaq, asombrado. Experimentó una oleada de éxtasis. Aquello debía de ser un buen augurio para lo que sin duda ocurriría dentro de poco.

»Qué gran espíritu...

Pero no era tan grande como el de Meh'lindi, que debía suplantar a aquella mujer en su cuerpo modificado.

—Rakel, necesito a Meh'lindi. ¡La necesito! Necesito tenerla a mi lado para enfrentarme a Lucifer Princip.

—La necesitabas antes de que ni siquiera oyeras hablar de Lucifer Princip. Acepto mi destino. ¡Lo acepto! Envíame a la oscuridad para impedir que mis ojos vean más abominaciones como las que ya han visto. No puedo enfrentarme a ninguna clase de futuro. Todos los futuros son horribles y temibles.

—Todos menos el Sendero Reluciente, el que con tu sacrificio ayudarás a encender. Emperador de todos —gritó Jaq—, perdóname! Este es... el camino.

Rakel siguió sollozando, pero asintió con la cabeza. Aquella afirmación era a la vez una negación de sí misma... a favor de otra mujer, una mujer a la que se parecía como una réplica exacta, incluidos los tatuajes, gracias a la polimorfina.

Lex estaba profundamente conmovido.

—Compañera —le dijo a Rakel.

Empezó a rascarse la mano izquierda como si quisiera arrancarse la línea de la vida de la palma.

Jaq comenzó a sacar la carta del Asesino.

Al igual que en la ocasión anterior, sin que él quisiera, otra carta saltó y se mostró. La carta de Tzeentch, sin la envoltura, cayó boca arriba en el suelo de la Telaraña.

El rostro demoníaco miró burlón a Jaq. El inquisidor casi se dejó arrastrar por un ataque de pánico. Puso encima con rapidez la carta del Asesino. La carta que mostraba a Meh'Iindi pero también a Rakel triunfó sobre la carta del Demonio.

¿No había triunfado él sobre Tzeentch en la mansión?

¿No había expulsado a un sirviente del Gran Conspirador? ¿No había vencido las tentaciones de Slaanesh? Jaq no sentía lujuria, sino pura adoración por aquel ídolo de carne que estaba tan cerca de él y que en muy poco tiempo sería reanimado.

—Alegrémonos —declaró Jaq.

—Me alegro del olvido —gimoteó Rakel.

Aquéllas habrían podido ser las palabras de Meh'lindi. Rakel ya no era Meh'lindi sólo en cuerpo, sino también en parte, o eso parecía, en la forma de hablar.

Jaq le indicó con un gesto a Lex que le entregara el fajín de asesino. Lex deshizo el nudo que mantenía el trozo de tela sobre la cuenca del ojo, lo que dejó al descubierto el destrozo que había sufrido. El inquisidor colocó el fajín alrededor del cuello de Rakel como si fuera una estola, como si fuera a estrangularla con ella.

—Mira fijamente la carta del Asesino —le dijo Jaq a Rakel—. Mírala directamente a los ojos. Piérdete en sus ojos. Húndete en ellos. Vas a entrar en el Mar de las Almas para ayudar a llegar a un espíritu poderoso hasta la conciencia, gracias a que vas a convertirte en parte de ese espíritu con tu sacrificio voluntario.

»Spiritum tuum —continuó diciendo con voz solemne pero en lengua hierática—. Ipacem dimitto. Meh’lindi meum, a morte ad vitam novam revocatio.

Grimm estaba temblando. Lex se tapó lo que le quedaba del ojo con la mano izquierda, lo mejor que podía hacer para permanecer atento a lo largo de un rito tan macabro como el que había soportado en la fortaleza-monasterio de los Puños Imperiales.

La imagen de Meh'lindi en la carta del Asesino se empezó a retorcer.

—En este lugar —entonó Jaq—, donde el tiempo se retuerce, por el poder y la gracia...

Rakel cayó hacia adelante estremeciéndose. Se retorció en el suelo. Se giró y se dobló sobre sí misma. Se volvió a retorcer, como si sufriera un dolor agónico.

De los labios de aquella mujer que se retorcía surgió un grito de desafío y de autoafirmación.

—¡Meh’ Lindi!

Era el grito feroz de identidad de una niña salvaje secuestrada en su mundo selvático para ser entrenada en el Oficio Asesinorum. Aquél era el grito que le había dado el nombre en el lenguaje imperial: Meh'lindi.

Jaq se sintió inconmensurablemente satisfecho.

Meh'lindi se desenroscó. Sus manos se exploraron por un momento el vientre, donde la lanza de la Señora Fénix se había clavado y le había retorcido las tripas como con una manivela.

—¡Meh’ Lindiiiiii! —aulló.

Rodó sobre sí misma y se puso en pie de un salto. Los ojos le brillaban de furia. Tenía una mano cerrada en un puño y la otra abierta, con los dedos juntos, dispuesta a cortar.

¡Aquellos ojos! No pareció reconocer en absoluto a Jaq. ¿Lo estaba viendo en realidad?

Tampoco parecía estar viendo a Grimm o a Lex cuando giró la cabeza.

—¡Morid, Señores Fénix! —aulló Meh'lindi un momento antes de lanzarse contra Jaq.