DIEZ
RENEGADOS

Magnus, de cabellos rojos como llamas, había buscado por la disformidad desde su atalaya, como si intentara encontrar un rastro del Libro del Destino de los eldar.

¡Oh, apoderarse de aquel misterioso texto mutable, poder recorrer con la vista las extrañas runas y robar las profecías sagradas! Mediante la fuerza mental podría alterar las palabras y tergiversar el mismo futuro. Cómo se regocaría el poderoso lord Tzeentch y cómo bendeciría a Magnus y a sus seguidores.

Sobre los peñascos recortados desde los que se alzaba la atalaya, la energía de la disformidad crepitaba en un cielo estigio. Por encima de la torre sobresalía un enorme globo ocular desnudo. Aquella cúpula, cristalina y protoplásmica, latía por dentro mientras divisaba la disformidad en el reino de la realidad ordinaria lejos del Ojo del Terror y detectaba las ondas de la actividad psíquica.

Magnus tenía tan sólo un ojo, que estaba en el centro, encima de la nariz. Había sido así desde que era el obstinado comandante de uno de los capítulos más audaces de los marines espaciales, que llevaba a cabo una cruzada para conquistar la galaxia en nombre de su Emperador. Incluso entonces, sin conocer la batalla entre sus hermanos, estaba marcado por el Caos, y había estado ávido de sabiduría arcana La había ansiado con tanta impaciencia que cuando el demoníaco Señor de la Guerra Horus se sublevó, Magnus también tuvo que rebelarse, y se vio forzado a aliarse con los demonios, ¡y fue bendecido con una energía y una fuerza demoníacas!

Magnus se dedicaba a espiar con su único ojo por el telescopio de aquel otro ojo ciclópeo torvo que coronaba la atalaya. En un éxtasis de compenetración había detectado las profecías de los videntes alíenígenas desesperados por recuperar el Libro del Destino robado de su biblioteca secreta. Su espionaje era en parte percepción psíquica, en parte visión simbólica y también algo de intuición interpretativa.

Sus seguidores habían viajado a través de la disformidad para atacar el lugar donde se desarrollaban aquellas profecías alienígenas, para desbaratarlas y desorientarlas. Quizá incluso para asestar un golpe mortal a aquel inmenso planeta medio lisiado que se negaba con obstinación a someterse a su destino final.

Las naves de forma cambiante del Planeta de los Hechiceros llevaban un visor cristalino, similar al ojo de la atalaya. Con el visor hechicero podían rastrear la percepción de actividad psíquica.

Desde su torre de vigilancia, Magnus había divisado, muy lejos de Ulthwé el Condenado, un halo de llamamientos mágicos, un preludio de la brujería, relacionado con el libro perdido. Por entonces, el libro lo obsesionaba tanto que se comportaba como una mariposa almizclada cuando olía una sola feromona liberada a mil kilómetros de distancia.

A lo lejos, una carta de tarot de Tzeentch se estaba agitando, animada por el siempre intrigante Arquitecto de! Destino, y por una poderosa pasión obsesiva que el psíquico tenía por descoser el tiempo. ¡Un psíquico en cuyo poder estaba el libro robado del destino!, en quien los impulsos contradictorios estaban en guerra. Fidelidad estúpida y trágica ansia. El hecho de arrojar una nueva luz sobre el universo constituía un tremendo idealismo. El deseo de que pudiera ocurrir un cambio, pero de que el despojo tiránico de la fierra pudiera mantenerse o purificarse.

El deseo cambiante era lo que caracterizaba el alma del psíquico confundido. Sucumbiría al Gran Conspirador o al Señor de la Lujuria. La balanza se inclinaría hacia cualquier lado. Si aún no se había decantado por ninguno, era debido a la precaria conjunción de las fuerzas, y quizá a causa de una agonía espiritual. El Señor de la Lujuria sabía cómo transformar la agonía en placer y viceversa. El Señor de la Lujuria era el rival de Tzeentch en la corrupción cuadruplicada del cosmos.

Magnus había enviado otras naves de forma cambiante a toda prisa por la disformidad. ¡Oh, Mutador Señor del Destino, que los renegados del Caos del gran Magnus llegaran pronto a su meta!

A mediodía, normalmente había una atmósfera lúgubre en la encortinada mansión; pero esa vez, el exterior estaba envuelto en una gran oscuridad. Un polvo compacto irrumpió de modo sofocante en la ciudad. La visibilidad era casi nula. En el exterior, sí te ponían una mano enfrente de la cara apenas la podías ver, suponiendo que alguien no se hubiera asfixiado a pesar de llevar un trapo mojado sobre la nariz y la boca.

Cientos de habitantes de las calles y vagabundos debieron de morir durante la media hora después de que llegara la tormenta. Una vez pasara de largo el temporal, la brigada de los servicios sanitarios estaría ocupada durante días transportando cuerpos a las fosas comunes. Con aquel calor tan poco habitual, los cadáveres sin recoger empezarían a apestar.

La tormenta de arena podría alcanzar los tres metros de altura. En los tramos más bajos, cerca del suelo, también se arremolinaba la arena transportada por el aire. La fricción de los granos y la arenilla provocó que Jaq, Rakel, Grimm y Lex sufrieran repentinos e insoportables dolores de cabeza, como el comienzo de una posesión inoportuna. El potencial eléctrico en el aire se habría elevado a ochenta o noventa voltios por metro cúbico, lo que perturbaba fuertemente el campo eléctrico del cuerpo y el cerebro de una persona.

Jaq empleó su fuerza psíquica para combatirlo. Sin embargo, no se trataba de un ataque psíquico.

Cada vez le costaba más pensar con claridad. Quizá debía relajarse y dejar que le vinieran náuseas hasta que se apoderara de él un estado de ánimo donde pudiera ser vulnerable a la locura y la posesión.

Jaq se puso el monóculo con tapa que había sido el ojo de la disformidad de Azul mientras pensaba en aquello.

Fuera, aulló el oscuro viento, cargado de arena y polvo. Las cortinas se agitaron. Los cuatro se habían reunido en la misma habitación, en el suelo, como si algo más que los simples elementos estuvieran atacando la mansión. ¿No había una sensación sombría de que algo estaba a punto de ocurrir?

Algo a lo que Jaq invitaba y absorbía mientras aquello se esforzaba por absorberlo a él, y luego se repelía al mirarse en el espejo y ver su propio reflejo a través del ojo de Azul. ¿Había un tiempo mínimo en el que estaría poseído por la fuerza que viniera para lograr iluminarse cuando se liberara? ¿Y mientras estuviera poseído, qué rito debería representar con la falsa Meh'lindi?

¿Se estaba agitando la carta del Asesino dentro de sus ropas? ¿Estaba vibrando la carta del Demonio como anticipación al triunfo de la carta del Asesino?

¡Cómo le dolían a Jaq la cabeza y el alma!

Rakel se quejó.

—Mi cabeza, mi cabeza, me la voy a arrancar...

¿Se hubiera quejado de aquella manera Meh'lindi?

—No malgastes energía diciéndome que te duele la cabeza! —refunfuñó Jaq.

No debía compadecerla. Meh'lindi siempre se había considerado prescindible en el caso de tener que sacrificarse por una causa superior. En el rechazo de si misma había residido la verdadera perfección de la asesina. Si Rakel se iba a perder a sí misma cediendo el lugar al alma de Meh'lindi, entonces, en aquel momento, Rakel participaría al menos en un instante de perfección; y ésa sería su recompensa.

Pero, por supuesto, todavía no habían alcanzado el lugar de la Telaraña donde el tiempo se distorsionaba, Jaq aún no sabía cómo llegar hasta allí, ni tampoco estaba logrando las condiciones previas necesarias para resucitar a Meh'lindi.

¿O sí? Cómo le dolía a Jaq el alma y la cabeza con tanta confusión. Aquella interferencia eléctrica provocaba un gran desorden en la mente.

—¡Qué maldito sufrimiento es éste! —exclamó Grimm—. Me pregunto cómo lo estará llevando nuestro bufón. ¡Qué hipersensibles pedantes son estos eldar! ¡De personalidad tan intensa! Tienen los sistemas nerviosos tan tensos como las cuerdas de un arpa. Cualquier sensación se les intensifica. Es indescriptible. ¡Debe de estar volviéndose loco allá abajo! ¡Ataques y paroxismos! Voy a ver, jefe. Quizá haya menos voltaje en el sótano. Ven conmigo, Rakel, se te despejará la cabeza.

—Id, id —dijo Jaq con desdén.

Grimm bajó las escaleras de piedra pisando con fuerza, mientras Rakel caminaba con cuidado detrás de él. Avanzaron hasta la celda. En cuanto el squat tocó con su mano rolliza la llave de hierro de la cerradura, soltó un gritó, sacudió los dedos y escupió sobre ellos.

—¡Maldita sea, cómo pica!

Para evitar otra descarga eléctrica, Grimm usó un pañuelo mugriento para hacer girar la llave.

El bufón, con su atuendo de huesos, estaba sentado sobre el colchón de un camastro que Jaq le había proporcionado. Tintineó una cadena cuando alzó su mano de largos dedos a modo de siniestro saludo.

Grimm se dio en la frente.

—¡Ah, claro! Las cadenas descargan a tierra la electricidad...

—¿Qué pasa? —preguntó Marb'ailtor, que hablaba gótico imperial.

—Es sólo una tormenta. Las partículas se frotan entre sí y el voltaje aumenta.

—El ascenso de las temperaturas ha provocado esta tormenta —anunció el bufón—. El sol abrasará este mundo y todo lo que haya en él. Habrá esqueletos blancos por todos sitios. El tuyo, el mío el de ella.

—¡No, eso no pasará! ¡El sol no hará eso, porque nunca antes lo ha hecho!

—Esta vez sí, pequeño humano, pues la muerte está aquí. La muerte gastará una broma a Sabulorb.

—¿Qué?

—Libérame, squat. Ayúdame a encontrar la Telaraña. Los eldar te protegerán.

—¿De quién? Seguro que me divertiré mucho mientras me menosprecian los tuyos el resto de mi vida.

El bufón movió la cabeza hacia el arcón cerrado que estaba fuera de su alcance.

—Te recompensaremos con brillantes joyas. ¡Una fortuna! Tu amo está loco, se convertirá en un poseído. Este mundo arderá en llamas. Ya noto que los demonios se acercan. Vuestro señor os sacrificará como a ganado.

—Yo soy el mayordomo —dijo Grimm, orgulloso. Rakel se estremeció.

—¿Cuál será mi destino? —le preguntó a Grimm. El squat la miró.

—No te preocupes, este cuerpo aún te durará muchos años. Sigue con tus ejercicios, ¿vale?

¿Había surgido el principio de una lágrima en el ojo de Rakel?

—¡Y tú, cállate! —le gritó enfadado Grimm a Marb'ailtor—. Estás asustando a la señora.

En el piso de arriba se oyó un estrépito sordo, como si el viento se hubiera transformado en una fuerza huracanada y hubiera estallado a través de la ventana. No, aquel ruido lo había provocado otra cosa. Alguna otra intrusión violenta.

—¡Guerreros especialistas chiflados! —La aversión de cualquier squat hacia la afectación de los eldar iba de la mano de un prudente grado de respeto.

»Supongo que el temporal no será tan fuerte como parece. Han llegado detrás de la tormenta en sus motocicletas a reacción. La han utilizado para mantenerse ocultos. Ahora han olido a este saco de huesos y se han lanzado al ataque.

Grimm agarró con firmeza la Paz del Emperador. Agachado en la entrada, apuntó con el bólter al pasillo.

—¡Saca tu pistola, chica!

Mientras Rakel preparaba su pistola láser, Marb'ailtor le imploró que disparara al squat con aquellos inquietantes ojos turquesa y usando la mímica. Ella negó con la cabeza.

No estaba dispuesta a arriesgar su cuerpo para que sucumbiera a un cambio incontrolado.

—Supongo que el polvo obstruiría también los motores —murmuró Grimm—, aunque...

—¿Una visita de los arbites enmascarados? —susurró ella—. Con todas las máscaras cubiertas de polvo. No verían nada...

—No nos moveremos de aquí hasta que estemos seguros de lo que pasa —dijo Grimm—. Tú —se dirigió al bufón—, no abras más el pico o te tragas un disparo de bólter.

El bufón no sólo no dijo nada, sino que se puso a temblar.

—¡Demonios! —decía entre dientes—. ¡Demonios!

¿Habría iniciado Jaq una reacción en cadena con sus circuitos cerebrales afectados por el alto voltaje?

—Debería decirle al jefe que se encadenara, o algo —masculló Grimm.

Ni él ni Rakel tenían intención de moverse.

Los dos primeros asaltantes que reventaron el panel de cristal de la ventana y rasgaron las cortinas negras con sus puños de metal habrían vislumbrado en la habitación a dos hombres: uno con barba y vestido con una túnica, el otro, enorme y austero; un esclavo bárbaro, un ser inquieto vestido con un taparrabos y un cinturón de esparto, con el pecho descubierto. ¡Qué muslos, qué bíceps, qué pectorales, qué pecho tan fuerte, como una tabla! ¡Qué vulnerabilidad hacía las personas que eran como él, sobre todo cuando una servoarmadura los protegía! Sin duda, aquel austero gigante era un marine espacial, uno de los caballeros vilmente devotos al Emperador paralítico, ¡como lo habían sido aquellos mismos asaltantes hacía mucho tiempo! ¡Testigo de ello eran las cicatrices quirúrgicas de antaño en su anatomía!

Aquello fue lo que vieron los invasores antes de que el polvo asfixiante se metiera con ellos en la habitación y anulara la capacidad de visión normal.

Pero, por supuesto, los asaltantes llevaban un intensificador de imagen en los cascos.

Lex y Jaq sólo llegaron a distinguir un aspa como la hoja de un hacha que sobresalía por encima de los cascos angulares. Era una armadura monstruosa de rebordes y aristas duras, excepto por las hombreras redondeadas.

Alrededor de las terribles figuras parpadeaban descargas eléctricas. Los halos crepitaban. Las auras chisporroteaban. La armadura estaba repujada con hechizos arcanos y esmaltada con insignias de caras burlonas de animales. Una de las crueles bestias llevaba un pesado bólter. Aquella arma asesina podía destruir un vehículo blindado ligero, por no mencionar a un hombre. La servoarmadura sostenía con facilidad su peso. El bólter que empuñaba el otro intruso parecía de piquete en comparación.

—¡Por Tzeentch! —chirrió un amplificador por encima del rugido del viento, mientras el polvo que entraba cegaba y ahogaba a Jaq y a Lex.

¿Habían acudido aquellos espantosos emisarios en respuesta al atormentado examen introspectivo de Jaq?

Podía haber estado a punto de invitar a un demonio a poseerlo, pero ¡ninguna invitación corrompía a un esbirro humano! ¡Ni siquiera si se trataba de un hechicero por derecho propio! El orgullo barrió el alma de Jaq mientras apretaba una palma contra la nariz y la boca, no para evitar el vómito, aunque las náuseas le retorcían las tripas, sino para filtrar el polvo.

La arenilla hacía que le picaran los ojos. Los tenía que cerrar. Debía confiar en los tumultuosos indicios psíquicos. ¡Ay, si tuviera un mínimo, del sentido de un astrópata ciego que pudiera detectar interiormente y de manera exacta las personas de los alrededores! De hecho, el propio Jaq estaba ciego y aguantaba la respiración.

¿Qué uso tenía un monóculo del ojo de la disformidad cuando sus víctimas no podían verlo? Atientas, Jaq agarró su vara de energía. Se sentía confuso y enfermo. Invocó a la repulsión, a la disrupción y al anatema y los descargó en la arenosa y arremolinada oscuridad, agitando su vara de lado a lado en vez de apuntar con ella.

El impacto de una armadura lo lanzó contra la pared y le causó una conmoción. Se deslizó vertiginosamente por el duro suelo de pizarra.

Lex había disparado, pero no sabía con qué consecuencias. La armadura lo abarcaba, aplastándolo en un gran abrazo de oso. Le arrancaron el arma de las manos. Si hubiera intentado quedársela habría perdido los dedos tan fácilmente como una araña pierde las patas a manos de un niño despiadado. La electricidad perdida lo aguijoneaba. Sus orificios nasales se estaban encenagando. Tenía que parar de respirar. Sus dos corazones latieron con fuerza, llenos de terror, al recordar cuando una vez lo capturaron.

Sí, fue capturado en un túnel en el mundo de Antro, mucho más abajo de la rojiza luz de la estrella conocida como Karka Secundus. En aquella terrible ocasión, unos implacables aros con pinchos propulsados por pistones lo paralizaron dentro de su armadura, que más tarde le quitaron para sacrificarlo a Tzeentch.

Ahora la fuerza acorazada de los renegados del Caos de Tzeentch estaba arrastrando a Lex a la impenetrable tormenta de polvo. No podía resistirse, pues el esfuerzo sería inútil; no podía ni dar rienda suelta a un alarido, ya que para hacerlo tendría que respirar. Si respiraba, se ahogaría.

Jaq se despertó. Apenas podía ver la habitación. Una luz rojiza se filtraba a través del polvo, como si estuviera mirando la escena con infrarrojos. Las cortinas se agitaban cómo grandes alas predatorias. Una gran armadura angular permanecía inmóvil en el suelo de pizarra.

La tormenta estaba a punto de acabar y la vara de energía había matado a uno de los marines traidores.

Jaq sufrió un ataque de tos y escupió espuma arenosa. Cogió la punta de túnica y se la pasó por la boca y la nariz. Volvió a toser una y otra vez, como si los pulmones se le hubieran puesto del revés. Al fin, el espasmo bronquial se calmó. Inhaló aire a través de la tela de su túnica. Luego se obligó a respirar de modo más superficial.

Lex no aparecía por ninguna parte. El viento ululaba a través de las ventanas destrozadas. No parecía haber agitación en otras partes de la casa. ¡Los renegados del Caos del Ojo del Terror se estaban acercando! Había un bólter tirado en el suelo. Era el arma de Lex. Jaq sacó la Piedad del Emperador y apuntó al jardín cubierto de polvo.

Aquellos marines del Caos habían entrado en esa habitación. Había visto a dos antes de que el polvo lo cegara, y lo más seguro es que hubiera uno o dos más. No habían avanzado mucho. No habían intentado, todavía, saquear la mansión; sino que se habían marchado e incluso habían dejado vivo a Jaq.

¡Se habían llevado a Lex como premio!

—¡Grimm! —bramó Jaq, y lo volvió a sacudir la tos.

El pequeño squat llegó casi en seguida, con la Paz del Emperador en una mano. Al entrar en la habitación destrozada, Grimm se cubrió la parte inferior de la cara con la gorra. Rakel, que estaba a su lado, empezó a resoplar.

Fuera, el viento disminuía. La atmósfera se iba aclarando. El polvo más ligero aún tardaría unas horas en asentarse. Más allá de los arbustos y la gravilla, la lejana pared divisoria había desaparecido bajo una nave tan grande como la misma mansión. Era una nave rectangular, con tenazas gigantescas en la proa y alerones muy puntiagudos. Del morro de la nave sobresalía lo que parecía un cañón de plasma. Había más armamento en la parte superior y en la popa.

—Eh —masculló Grimm—, veo que tenemos nuevos vecinos. Como si no hubiera ya demasiadas leyes de urbanismo en Shandabar. —Observó la armadura caída con curiosidad temerosa. Le castañeaban los dientes—. ¿A-alguien ha e-entregado una nueva armadura para nuestro cachas? —Se aplastó la gorra contra la boca para controlarse.

—Los marines del Caos —dijo Jaq de manera lacónica para no volver a toser. Fulminó con la mirada a Rakel como si quisiera borrar las palabras de su conciencia.

La proximidad a aquellos instrumentos impíos de corrupción era intensa, visceral, y le destrozaba el alma. El hecho de que aquellos agentes abominables estuvieran allí, en el corazón del Imperio, era un terrible acontecimiento. El Caos parecía omnisciente y todopoderoso. El Imperio era como una gran telaraña que abarcaba todas las estrellas y que buscaba eliminar a los avispones, las langostas y las más asquerosas plagas del Caos. La telaraña intentaba ser de adamantio. ¡Qué frágil y oxidada estaba! Los marines espaciales y la guardia imperial eran demasiadas arañas corriendo para picar a los avispones tóxicos que rasgaban la telaraña. No era de extrañar que sus aguijones fueran feroces y a veces indiscriminados. Y quizá el esfuerzo estaba condenado.

Una desesperada ráfaga de orgullo recorrió el alma de Jaq, y éste sonrió como un loco.

—¡El Caos nos ha venido a ver, pero no como había soñado!

¿Por qué los marines traidores se habían retirado? La lógica del Caos no tenía por qué ser la lógica de los humanos. Aquellos caballeros debían de haber acudido en respuesta de la carta del Demonio y, quizá, para robar el Libro del Destino, que había percibido su presencia así como ellos la de él.

¿Había afectado a su razonamiento la vara de energía? Jaq estaba debilitado por el alto voltaje del ambiente, y uno de los intrusos, de hecho, estaba muerto. La vara de energía les había confundido las ideas. Tal vez la fuerte descarga eléctrica había ayudado. ¿El metal de sus armaduras los habría protegido o habría acumulado el voltaje?

Con repugnancia, Jaq recordó la confesión de Lex. Este último tuvo contacto una vez con el Caos, con la cercana presencia de Tzeentch. En cuanto a los asaltantes del Caos, Lex debió de acordarse del encuentro anterior. ¡Qué alegría malsana sentirían al controlar y corromper a un piadoso marine espacial! Después usarían a ese infeliz como instrumento contra sus antiguos colegas. Era mucho más retorcido que simplemente matarlo.

¿No le había asegurado Jaq a Lex que la vara de energía lo salvaría o lo mataría, si era necesario?

Grimm interrumpió la meditación de Jaq.

—Eh, jefe, ¿nos vamos a quedar aquí a ver qué pasa o nos largamos con el Libro de la Rana Manca y les dejamos al bufón?

¿Esperarían a que se acercara un pervertido gigante homicida caminando pesadamente y ataviado con una armadura prestada del Caos? ¿Mataría con la vara de energía a Lex? ¿Y si era en vano? Lex había dicho que quizá tendría que ejecutar a Jaq... ¡Cómo se habían vuelto las tornas!, ¡de qué manera el destino hacía perder toda esperanza!

Después de matar a Lex, ¿esperarían a que viniera una avalancha de más renegados armados? ¿Intentarían esfumarse con el libro? Lo más seguro es que los detectara algún radar o un sensor de movimiento a bordo de la espantosa nave. Del cañón saldría un chorro de plasma que consumiría la mansión y todo lo de los alrededores.

—Eh, jefe, ¿tienes la esperanza de que algún vigilante local se enfade por una nave aparcada en el jardín trasero de alguien y dispare? ¡Tenemos que salir de aquí!

—No.

—Eh, ¿esperas que los arbites se den cuenta de que hay marines espaciales hostiles por estos barrios y envíen un equipo de ejecución? Naturalmente, estarán encantados de salvarnos el pellejo si antes no los fríe el plasma, ¡que es lo más probable!

—Por eso precisamente no nos podemos marchar —dijo Jaq con brusquedad—. La nave del Caos tiene cubierta esta mansión.

Ojalá los arbites o los soldados de las tropas locales prestaran su ayuda. ¡Ojalá aquellos que sí eran aliados se unieran! La solitaria situación de renegado de Jaq no le permitía esperar demasiado.

Se quedó mirando la armadura tirada en el suelo.

—Tengo que subir a esa nave con mi vara de energía. De alguna manera me pondré esa armadura para que imaginen que su vil compañero ha vuelto...

—Eso es ridículo. Es una servoarmadura. No tienes conexiones en la espina dorsal para controlarla. No estás modificado ni por fuera ni por dentro. Lex apenas podía moverse con la armadura cuando se quedó sin energía, ¿te acuerdas?

—Quizá las armaduras del Caos sean más ligeras.

—¿Hechas de titanio? Tiene la pinta de ser de acero resistente y ceramita.

—Tal vez pueda forzarla a avanzar hacia adelante, como si estuviera malherido. La furia me dará fuerza. Rezaré mucho.

—¡Me importa un comino! Ojalá no tuvieras razón respecto al cañón de plasma. —Grimm corrió hasta el traje y se arrodilló. Retiró el casco para abrirlo. La cara muerta que apareció era como la de un tiburón, severa y delgada. El rostro lucía un montón de tatuajes diminutos de color rojo bermellón, como si unos labios pintados o manchados de sangre lo hubieran besado varias veces. Le caían unas babas rosa por la barbilla.

—¡Échame una mano, Rakel!

Minuciosamente quitaron aquellas hombreras redondeadas, luego los avambrazos angulares y afilados, las escarcelas y las grebas. Después las polainas, la coquillera y las botas claveteadas. El tiempo pasaba y el polvo se asentaba poco a poco.

—¡No hay conexiones para la espina dorsal, jefe! Sólo unas cosas como úlceras arrugadas o unas ventosas para la columna vertebral. O una especie de labios...

Los labios de Tzeentch, que se abrían por todas partes en aquel cuerpo demoníaco para darle instrucciones contradictorias...

—¡Demonios! —gritó Jaq con una terrible alegría. Habían escuchado su oración—. La armadura está sincronizada a través de hechizos con el que la lleva. Está sincronizada físicamente.

El cuerpo muerto del renegado estaba cubierto en su mayor parte de escamas iridiscentes, tan transparentes como las de un pez. Parecía que estuviera sufriendo una metamorfosis. Se le podía imaginar en cualquier ciudadela apestosa donde viviera, holgazaneando en una piscina de mármol antes de ponerse la armadura. Ahora, el bonito destello extraño e inquietante de las escamas iba perdiendo intensidad.

Con ayuda de los otros dos, Jaq empezó a ponerse la desconocida armadura.

Cuando acabó de ponérsela, con la visera aún levantada, la visibilidad en el exterior era más clara y pudo ver mejor la nave del Caos. Jaq todavía llevaba el monóculo con tapa del ojo de Azul.

La nave se tambaleó y empezó a cambiar de forma, al menos para el ojo del espectador. Los proyectores de hologramas minúsculos que tachonaban el casco debían de estar generando una apariencia falsa, un camuflaje por facetas; a menos que la energía de cambio demoníaca pudiera manipular el material de aquella nave y dotarla de nuevas curvas y configuraciones.

La nave ya no parecía una nave angular y con aspecto de caja, sino un edificio. Había adquirido una forma similar a la de la mansión desde la que el trío lo estaba viendo todo. Un espectador ocasional se lo hubiera creído, sobre todo con la nube de polvo que había a su alrededor, aunque la imitación descansaba sobre una pared aplastada.

¿Estarían mirando boquiabiertos los ocupantes de la auténtica propiedad colindante desde sus propias ventanas, a través de sus propios jardines llenos de arbustos este fenómeno, este espejismo surgido entre la neblina? ¿Creerían que Tod Zapasnik era un brujo capaz de acercar su morada a ellos protegido por la tormenta, traspasando la línea divisoria? ¿Había sido la tormenta tan fuerte que había arrancado y movido la casa de Zapasnik? Aquellos propietarios no tenían que acercarse a la estructura a la que tenían prohibido el paso.

Debido al inusitado calor, al temor y a las expectativas, Jaq estaba traspirando. Rezó por la comunión con aquella servoarmadura poco natural, para que le hiciera caso a su psique y obedeciera su voluntad.

—!Oh, por mis ancestros!

La dura transformación que produjo la armadura en Jaq fue lo que arrancó aquel grito a Grimm. Como la nave, había cambiado su aspecto. Se envolvía en una ilusión holográfica o demoníaca. Poco a poco los colores iban oscilando: verde intenso, amarillo chillón, doloroso azul... Entonces, como bendecida por algún tipo de gloria, la armadura se hizo roja con adornos de oro. Así se quedó. Las aspas como hachas situadas en la parte posterior del casco se habían abierto en forma de alas de murciélago metálicas de color rojo sangre. Las hombreras estaban adornadas con esvásticas doradas. En los protectores de las rodillas había calaveras grabadas y en la coquillera llevaba grabado un escarabajo. Seguramente era una piadosa armadura imperial, testigo de una pureza hace mucho tiempo perdida.

Dentro del casco, la cara de barba entrecana estaba deformada por alguna visión, ¿relacionada con Rakel? Con tristeza la miró entrecerrando los ojos y dio un paso.

—¡Atrás! —ordenó—. ¡No avancéis! ¡No lo hagáis!

Delante de él, Jaq vio a Meh'lindi tumbada, dormida en aquella calle sin salida de la Telaraña. Grimm y los marines estaban a su lado, incluso él mismo estaba allí durmiendo; y también el condenado navegante embustero.

Si Meh'lindi caminaba hacia adelante moriría atravesada por una lanza a manos de una Señora Fénix. ¿Era aquél el momento de salvarla de un funesto destino? ¿Era allí cuando se podía arrebatar su alma para que estuviera segura y... consagrada...? No podía pensar con claridad. Estaba totalmente confundido, como si estuviera a punto de sumergirse en el Caos.

Entre tanta confusión surgió la imagen de la cara ovalada de una muchacha, desdibujada, como un espectro. Sabía su nombre: Olvia. Jaq había tenido relaciones con Olvia a bordo de la terrible nave negra que los llevaba a ella, a él y a otros cientos de jóvenes psíquicos a la Tierra para ser consumidos y alimentar al Dios Emperador; y a algunos de ellos para ser santificados como astrópatas o inquisidores. Pero Olvía no, ella no. Y había perdido la vida, ¡como Meh'lindi!

¡Oh, las pérdidas, las pérdidas! ¡Qué agonía! ¡Oh, damnum detrimentuin!

Las palabras salieron con fuerza de la boca de Jaq:

—¡Atrás! ¡No avancéis! ¡No lo hagáis! ¡Lo juro por Olvía! ¡Atrás!

Su otro yo, allí en la Telaraña, rugió lleno de repugnancia.

—¡Ego te exorcizo! —Una fuerza violenta y repulsiva repelió a Jaq con gran ímpetu. Aquel rincón de la Telaraña se estaba encogiendo hasta desaparecer.

¡Pero todavía estaba mirando fijamente a la cara de Meh'lindi! ¡Ay, no, era la cara de Rakel! Con sus guantes de acero podía haber golpeado aquella cara seductora, salvo porque era sagrada en algún rincón privado y profano de su alma.

—¿Jefe? ¿Ya has vuelto a nosotros?

—¿A qué te refieres? —preguntó Jaq.

—Has estado ahí de pie, como una estatua, estupefacto y embrujado.

Sí, estaba absorto en aquella visión de la Telaraña donde el tiempo pasaba de manera diferente.

—¿Cuánto rato he estado así? —preguntó.

»¿Tanto tiempo? —Al oír la respuesta, Jaq gruñó.

—Si no fuera una especie de chucho fiel, me habría largado yo solo —le contestó el squat.

—Y si no fuera por el cañón de plasma —le recordó Rakel—, ¿qué te habría pasado?

—¡Eso no importa!

Jaq casi pudo arrancar el alma de Meh'lindi de su cuerpo maldito mientras aún estaba viva y llevarla allí. Su visión, inducida por la armadura del Caos, era inútil.

—Se le ve tan majestuoso con la armadura —murmuró Rakel.

—Soberbio, rojo y dorado —asintió Grimm—. Calaveras en las rodillas y un escarabajo en la coquillera.

Ahora Jaq volvía a tener ese aspecto serio y duro, y la armadura cambió a un color azul apagado.

Lo habían visto exactamente como se había visto a sí mismo en la Telaraña en aquella ocasión anterior.

—No puedo evitar admirarte, jefe; excepto por tu parálisis, claro. Como estás ahora no habrías impresionado a ningún marine del Caos y no hubieran creído que eras uno de ellos. Aunque tampoco te hubieses movido de aquí.

¿Había sido éste el significado de la ilusión proyectada por la armadura: el auténtico honor y la pureza todavía residían dentro de él a pesar de sus escarceos con los demonios, a pesar de su adicción patológica a Meh'lindi? ¿Eran aquellas obsesiones de hecho el camino para la virtud?

Cuando se puso la armadura del Caos, ¿le habría tocado el sendero resplandeciente después de tanto tiempo? ¿Lo había transformado el Numen? ¿Lo guiaría el Numen hacia la nave del Caos, como una vez había hecho a través del palacio del Emperador y por la misma habitación del trono? ¿Lo guiaría sin que lo vieran y de forma segura?

¿Estaba ya iluminado, sin saberlo, sin tener que recurrir a los demonios? ¿Sin tener que entregar su alma? ¿No se había entregado ya al traje de acero del Caos y se había exorcizado a si mismo?

—Me voy a la nave del Caos —gruñó—. Dame mi vara de energía, Grimm. —Estaba a punto de bajar la visera, de ocultar su cara.

—¡Oh, por mis ancestros! —gritó Grimm—. Ya es demasiado tarde.

Desde la nave del Caos se acercaba Lex tambaleándose. Tenía el rostro contraído por un gruñido psicopático.