CATORCE
CONGOJA
Aunque el gran sol rojo ya había pasado su cenit y comenzaba a bajar hacia el horizonte, el calor insoportable y el resplandor no hacían más que aumentar, como si otro giro de la manivela de aquel potro de tortura por fin lograra que los huesos se salieran de las articulaciones y los cuerpos enloqueciesen con aquella agonía feroz.
El polvoriento mosaico de piedra de aquella parte del desierto se estaba convirtiendo en una enorme parrilla, una superficie dolorosa incluso para los pies acolchados y encallecidos de los camelopardos. A las bestias no les quedaba más remedio que seguir avanzando: para aliviar el dolor de una pata tenían que levantarla y echarla hacia adelante, luego lo mismo con otra y así de modo continuo. El aire estaba cargado de forma permanente con el hedor de pelo chamuscado que acompañaba a los camelopardos.
Los jinetes tenían todo el aspecto de haber muerto y haberse quedado momificados sobre las sillas de montar.
Quedaban pocos refugiados y todos iban montados en camelopardos. Los viajeros de los espejismos superaban en número a los reales. Si uno miraba de reojo se daba cuenta de que no se veían vehículos por ningún lado, de que no existían ni siquiera como espejismos. En la lente hipercalentada en que se había convertido el aire, se podía incluso divisar espejismos de uno mismo. Parecía que la propia realidad se había fundido.
¿Cuántos refugiados habían muerto ya? ¿Un millón y medio? El grupo de Jaq debía de ser la vanguardia. Ninguno de los escasos supervivientes que estaban alrededor les prestaba atención como poseedores de un conocimiento especial.
Los incontables cientos de miles de habitantes de Shandabar serían en poco tiempo nada más que una fracción de la lista de muertos planetarios..., aunque nadie los contaría jamás.
El terreno parecía ocupado de este a oeste, por lo que se asemejaba a una ciudad abandonada. Se veían rincones oscuros, en contraste con los techos relucientes. Los camelopardos aumentaron el trote con cierta expectación.
La ciudad resultó ser una pequeña meseta de poca altura que se había partido en grandes bloques, separados por anchos cañones y estrechos desfiladeros. El viento cargado de partículas de arena se había ocupado a lo largo de millones de años de esculpir cámaras, pasillos, estancias y avenidas, además de puentes de piedra. Por fin habían llegado al laberinto, que se extendía por un área de decenas de kilómetros cuadrados.
Era un lugar reseco, capaz de partir piedras enormes y evaporar el tuétano de los huesos. Era seco como la misma muerte.
Se pararon a descansar y se refugiaron de forma momentánea en una cámara natural excavada en la roca que era tan grande como su antigua mansión. La temperatura era diez grados más fresca en el interior. Bueno, más bien era diez grados menos achicharrante. El lugar les habría parecido un horno en otras circunstancias.
Debían comer y debían beber. Habían agotado hacía tiempo el agua que habían recogido en el oasis.
El suelo de piedra era liso y no presentaba ninguna clase de cavidad natural donde recoger sangre.
Grimm indicó mediante gestos y gruñidos que conocía un modo de lograrlo. El pequeño individuo recordó un método que vio una vez en un mundo agrícola primitivo.
Grimm le quitó el gorro de pergamino a Rakel y recuperó el fajín de asesino que lo mantenía pegado a la cabeza. El fajín llevaba un cordón de alambre utilizado para estrangular entremetido en el tejido.
Lex reunió las escasas fuerzas que le quedaban, agarró a la bestia escogida y la obligó a agachar el largo cuello serpenteante. Grimm rodeó el cuello del animal con el fajín y lo apretó como si fuera un torniquete. El camelopardo intentó zafarse. Gruñó y escupió, pero Lex lo mantuvo agarrado con firmeza.
Grimm clavó la punta de un cuchillo hasta llegar a la arteria carótida del animal. El chorro de sangre que saltó salpicó a Grimm en la cara cuando el corazón de gran tamaño del camelopardo la bombeó a través de la arteria. Grimm se apresuró a pegar la boca a la herida. Movió los labios y chupó como si fuera un vampiro pequeño y robusto.
Después de unos momentos tapó la herida con un pulgar. Los nativos del planeta habían utilizado un tapón.
—Te toca, Jaq.
Jaq, que apenas podía hablar, indicó por señas que la siguiente debía ser Rakel. La mujer estaba a punto de expirar y le era imprescindible. Era esencial para lo que debía ocurrir en aquel lugar de la Telaraña.
Rakel se acercó tambaleándose al cuello del animal y Grimm apartó el pulgar.
El animal ya forcejeaba menos y parecía somnoliento. Ojalá el torniquete no estuviese tan apretado como para matarlo y que simplemente fuese que su cerebro estuviese recibiendo menos sangre y los pulmones menos aire.
Jaq fue el siguiente en chupar la sangre.
¿Qué podría hacer Lex, el encargado de mantener inmóvil al animal? Grimm intentó colocar la gran cantimplora debajo del chorro, pero salía de un modo demasiado disperso y no tenían tiempo que perder. Le indicó por gestos a Rakel que le alcanzara el sombrero de pergamino, que estaba en el suelo. El no podía hacerlo, ya que tenía puesto el dedo en el agujero para impedir que saliera la sangre.
Jaq recogió del suelo la página del Libro del Destino doblada con habilidad y se la entregó a Grimm como si llevara el receptáculo de un rito sagrado. El squat quitó el dedo y la sangre de camelopardo llenó el cáliz de pergamino.
Jaq sostuvo el sombrero lleno de sangre en alto para que Lex pudiera beber directamente de allí.
El animal ya había muerto, asfixiado por completo. Sus compañeros camelopardos pusieron los ojos en blanco, pero quizá tan sólo estaban intentando despejárselos de polvo.
La carne del cuerpo estaría llena de fibras y tendones, así que Grimm rajá la piel de la joroba y dejó al descubierto la gruesa capa de grasa, que cortó en trozos.
Tenía un sabor asqueroso.
—La quemaremos como combustible de gran octanaje —explicó Lex a los demás.
Claro, para él era muy fácil decirlo, ya que disponía de un segundo estómago y era capaz de digerir incluso venenos, pero todos se obligaron a comerlo.
La grasa de la joroba parecía estar a punto de ponerse rancia bajo aquel calor, pero a pesar de todo, Grimm metió toda la que pudo en unos cuantos morrales. La cantimplora la llenaron con la sangre del gran sombrero después de que Lex acabara de beber.
El calor. El calor. Por mucho que les apeteciera tumbarse y dormir, no debían hacerlo, pues acabarían incinerados. Aunque el sol ya casi se había puesto, la luz rojiza, más propia de un horno de fundición, seguía e iluminaba el cielo con fuerza. Adelante, adelante, antes de que la oscuridad ocultase aquel lugar laberíntico.
Jaq había recuperado el fajín del cuello del animal. Miró el sombrero improvisado, cubierto de sangre reseca, con las runas eldars sucias y manchadas.
—No importa si abandonamos la página —le dijo con voz cansada a Rakel—. Si no hemos encontrado las setas de piedra por la mañana, estaremos muertos.
Se anudó el fajín a la cintura para llevarlo consigo. Lex apartó a Jaq para hablar un momento con él.
—Estoy seguro de que deberíamos conservar esa página —le dijo con un murmullo—. Sé que no podíamos traernos todo el libro con nosotros, pero tirar el último resto que nos queda del texto me parece un error. Utilizarlo como sombrero... era el único modo de salvar a Rakel de una insolación, pero utilizarlo para contener la sangre del animal, aunque yo estuviese dispuesto a beber de allí...
Lex meneó la cabeza.
—Capitán, ¿no estarás reverenciando un texto alienígena? —le preguntó Jaq con voz severa.
—¿No es cierto que el texto cambia? ¿No es posible que aparezca alguna referencia a los hijos del Emperador en este fragmento de libro? Me parece que, obligados por las circunstancias, nos estamos desviando de nuestro deber, de nuestros juramentos sagrados.
—¡En absoluto! No, Lex, en absoluto —Jaq se esforzó por convencerlo—. Me opondré a la muerte en el lugar de la Telaraña donde la historia puede cambiar y resucitaré a Meh'lindi. Este hecho enviará una onda de choque por todo el Mar de las Almas de tal manera que es posible que oprima y coagule al Hijo del Caos, aunque sea tan sólo un ápice, ¡pero ese ápice puede ser crucial! La Teoría del Caos eldar indica que el simple aleteo de una polilla puede provocar un huracán al otro lado de un planeta. Marb'ailtor lo dijo. ¿No será mucho más potente un efecto similar en el nodo crucial del interior de la Telaraña, dentro del propio espacio disforme?
Lex parecía escéptico.
—¡Te lo juro, capitán! ¿No te guió la Mano de Gloria? ¿No tomé en mi interior el demonio que se apoderó de ti y lo expulsé al abismo?
Lex asintió. Aquello era completamente cierto.
—¿No estoy iluminado? Si me equivoco —añadió Jaq—, te ruego que me mates. Te suplicaría que me encadenaras y me llevaras ante la Inquisición si no fuera porque está infiltrada y repleta de conspiradores, en guerra con ella misma.
¿A qué autoridad de confianza podía Lex llevar a Jaq? ¿A los bibliotecarios exterminadores de los Puños Imperiales, si alguna vez lograba regresar a su capítulo? El alienígena Libro del Destino, los hijos del Emperador... Todos aquellos asuntos eran demasiado grandes, demasiado importantes como para que los manejara un solo capítulo de marines espaciales. Y tal como lo había expresado Jaq, la propia Inquisición estaba en entredicho.
—Escúchame, Lex: estamos participando en un proceso de perfeccionamiento del espíritu que debe llevarse a cabo con un sacrificio santificado...
Del alma de Rakel.
Lex se estremeció. Un sacrificio semejante recordaba demasiado a algo demoníaco.
—El autosacrificio es algo sublime —murmuró. Los ojos de Jaq despidieron chispas.
—¿Es que no crees que me sacrificaría yo mismo si eso fuese posible? Recemos en silencio para que el sendero reluciente bendiga a nuestra señora ladrona con el don de la comprensión. La honraré, sin duda. Es un recipiente sagrado. Un inquisidor debe realizar elecciones duras pero devotas. Las elecciones que no cuestan nada son pura herejía.
—Sí, es cierto: el dolor es pureza —contestó Lex mostrándose de acuerdo.
—La reencarnación de Meh'lindi será un acto de amor —insistió Jaq—. Será un cristal semillero de amor incrustado en el mar psíquico. Será un triunfo sobre la muerte y el Caos, algo que el mar psíquico debe escuchar.
El mar psíquico..., ¿o el mar «psicótico»?
Si hubiera habido moscas en las profundidades de aquel desierto, aquella plaga se habría pegado alrededor de los cuatro viajeros mientras continuaban su particular peregrinaje. Las moscas se les hubieran pegado a las ropas y a la piel, cubiertas de costras de sangre seca de camelopardo.
Durante un rato avanzaron con un paso más parecido al de los patos que al de las personas, sobre todo Grimm, debido al sufrimiento provocado por todas aquellas terribles horas montados en los camelopardos.
Ya habían abandonado las monturas. Siguieron un desfiladero estrecho y serpenteante hasta que llegaron a un callejón sin salida..., a excepción de una especie de pasillo que se abría en una de las paredes del desfiladero. El pasillo natural era bastante amplio al principio, pero después se fue estrechando hasta que tuvieron que cruzarlo avanzando a cuatro patas hasta que llegaron al siguiente desfiladero.
Las enormes paredes de piedra corrían paralelas la una a la otra. Aunque se alzaban hasta una altura de cincuenta metros, tan sólo tenían un espesor de un metro. El viento había abierto agujeros aquí y allá, pero apenas se podía pasar. Un viento achicharrador recorría el laberinto, y cuando pasaba por los agujeros parecía decir: «Shhíguemeee, shhiguemeee»; el recuerdo de las voces de los viajeros muertos que se habían perdido allí a lo largo de los siglos y que deseaban tener compañía en su triste estado.
A pesar de aquella grasa tan energética, Rakel se desmayó de cansancio. Lex se la echó al hombro para llevarla, aunque a veces, en los pasajes más angostos, tuvo que arrastrarla detrás de él.
El sol, oculto por las altas paredes, ya se había puesto, aunque el calor seguía siendo tan fuerte como antes. Unas auroras antes inexistentes bailaban en el firmamento y prestaban su luz al entorno.
Se encontraron con media docena de refugiados tambaleantes que también estaban registrando el laberinto en busca de un lugar seguro..., sin tener ni idea de cómo sería un sitio así. No había peligro en contarles el secreto a unos pocos supervivientes agotados, ganadores de la lotería del éxodo. ¡Más bien lo contrario!
—¿Habéis visto un círculo de piedras grandes en forma de seta? —les preguntó Jaq.
Ninguno de los refugiados se había encontrado con algo semejante. Se alejaron tambaleantes en busca de aquello. Juraron que si alguno encontraba el lugar, gritaría con la esperanza de que sus roncas voces resonaran con la fuerza suficiente para llegar a través de los desfiladeros y cañones.
Jaq consultó la lente ocular. La runa de la ruta estaba a la vista, pero ¿dónde estaba el punto de partida en el mundo real?
Lex cerró el puño izquierdo.
—Oh, Dorn, luz de mi ser —rezó—. Ayúdame en esta hora. Biff—murmuró—, Yeri...
¿Qué podría invocar la luz de Rogal Dom? El calor no era todavía lo bastante intenso como para que se pudiera comparar con el tormento del potro de tortura, el infierno que le habían provocado aquellas visiones en el pasado. ¿Qué clase de dolor agónico haría falta para ver, para llegar a la luz?
—Grimm, saca tu cuchillo —le dijo Lex—. Debes clavarme la punta lentamente en el ojo para que pueda ver el camino.
Lex se arrodilló sin bajarse a Rakel del hombro.
—¡Déjate de tonterías, grandullón!
Grimm miró a Jaq, pero el inquisidor estaba asintiendo con gesto lento ante la idea. El autosacrificio era una herramienta, una herramienta trascendente. Más aún: en todo aquello existía un patrón, una ecuación críptica que el capitán debía de haber percibido, una ecuación entre el ojo de Azul, que Lex en persona había arrancado, y el propio ojo de Lex.
—¿Es que no ves la armonía de las circunstancias? —le preguntó Jaq a Grimm.
El pequeño individuo negó con la cabeza.
—Ojo por ojo de la disformidad —le aclaró Jaq con voz tranquila—. Iluminación a través del tormento. La alternativa es nuestra muerte y un fracaso completo. Capitán, tu alma está repleta de inspiración. ¿Prefieres que yo empuñe el cuchillo?
—Creo que el squat realizará esa tarea mejor que cualquier servidor mecanizado.
No, Lex no quería que Jaq empuñara el cuchillo. ¿Acaso era él un hereje para que el inquisidor lo sometiera a semejante dolor?
—¿No parpadearás? —le preguntó Grimm al marine espacial arrodillado.
—Mantendré los ojos completamente abiertos, squat. Juro no parpadear. Cuando me reúna con mi capítulo, los cirujanos y los apotecarios me implantarán un oculus artificial.
Puede que lo hicieran. Sin embargo, que un combatiente sacrificase la vista de un ojo cuando el futuro aparecía tan lleno de peligros y de incertidumbre era un acto de increíble valentía. ¿O sería tan sólo una locura?
Grimm comenzó la tarea y Lex contuvo la respiración.
En el mismo momento que el globo ocular saltó y surgió un chorro de fluido, el puño de Lex comenzó a emitir una fosforescencia verdosa.
Su dedo índice se extendió y señaló. Señaló el camino.
Lex miraba a un lado y a otro mientras caminaba con Rakel todavía echada al hombro. De ese modo compensaba la pérdida de visión. Llevaba el fajín rojo de asesino sobre la cuenca ocular vacía, como si fuera un vendaje ensangrentado.
Sin aquella venda, se quedaría inevitablemente sin visión a causa de la luz que caería sobre la cuenca vacía, que parecía un absceso de pus reventado. El reluciente dedo índice señalaba hacia adelante.
Entraron en una amplia plaza natural iluminada por la luz de las auroras.
Había seis piedras con forma de seta que se alzaban a una altura poco mayor que la de Lex. Formaban un círculo y casi se tocaban por los bordes. En el interior se veía un borroso disco de luz en posición vertical de color azul. Era el portal de entrada a la Telaraña. Allí comenzaba el túnel que llevaba a otro sitio, lejos de aquel laberinto, lejos de Sabulorb.
Lex dejó a Rakel en el suelo y la sacudió.
—Estamos a salvo —gruñó.
Ella se despabiló un poco y se quedó boquiabierta al ver el rostro vendado de Lex. La voz le tembló un poco.
—¿Qué te ha pasado? —le preguntó.
—Es un sacrificio —le contestó Jaq—. Siempre llega un día en que todos debemos hacer un sacrificio, incluso si los sacrificados somos nosotros mismos. ¿Qué somos comparados con el Hijo del Caos? O con el Dios Emperador de la Tierra? ¿O con el Mar de Almas donde toda la angustia y la rabia y el deseo junto a todas las virtudes de un billón de billones de almas quedan disueltas a la espera de la apoteosis?
—¿Qué quiere decir apoteosis?
—Significa convertirse en divinidad, ya sea maligna o gloriosa. Aunque tan sólo somos restos flotando comparados con ese mar, pero nuestros actos de autosacrificio pueden provocar una pequeña corriente que dé lugar a una ola poderosa.
—Bonito discurso —comentó Grimm—. ¿Cuánto hay hasta la primera abertura por donde podamos bajar a algún planeta? Tenemos que descansar. Necesito una especie de mundo paraíso con un montón de comida, de bebida y descanso. Ella necesita lo mismo, por cierto.
Jaq abrió la tapa del monóculo y concentró la mirada en el nebuloso túnel azul.
—Sólo veo diez bifurcaciones antes del primer hueco. Tenemos suerte.
De repente, quizá debido a que estaban tan cerca de un lugar seguro, el calor les pareció insoportable a pesar de que el sol se estaba poniendo. El aire nocturno era abrasador.
Sin duda faltaba poco para que, al otro lado de Sabulorb, los mares comenzaran a hervir y a evaporarse. Los mares acabarían desapareciendo y todos los materiales combustibles de los continentes estallarían en llamas de forma espontánea. La vegetación, los edificios y los cadáveres se convertirían en humo. Las mismas rocas y desiertos arderían incandescentes.
Habría que borrar un nombre de la lista de un millón de planetas: el de Sabulorb. Pero ¿quién prestaría atención a aquella desaparición ínfima? Los habitantes de los sistemas estelares vecinos, los navegantes y, por supuesto, los lejanos funcionarios del Adeptas Ministorum (ya que perderían un planeta para la fe del Emperador), los funcionarios del Departamento Munitorum (ya que perderían una base de reclutamiento) y los jefes del Adeptas Arbites (que perderían un palacio de justicia..., aunque a Sabulorb ya no le haría falta vigilancia alguna).
A cinco mil años luz, al otro lado del Imperio, ¿quién habría oído ni siquiera hablar de Sabulorb? La mayoría de la gente seguiría con sus vidas sin enterarse de lo ocurrido al planeta achicharrado por su sol. La mayoría de la gente seguiría con sus vidas sin enterarse de nada. ¿Derramaría el Emperador, embalsamado en su trono, una solitaria lágrima por sus resecas cuencas oculares?
Entrar en la Telaraña eldar fue como entrar en un túnel de hielo. El contraste de temperatura era tan tremendo que los cuatro fugitivos abrasados por el sol empezaron casi en seguida a estornudar y a temblar.
Incluso Lex se vio afectado, aunque mucho menos. El cambio del calor excesivo a una temperatura normal, pero que parecía glacial en comparación, le trajo recuerdos antiguos, del Túnel del Terror en la fortaleza-monasterio de los Puños Imperiales. En aquel terrible túnel, las zonas de calor tórrido se alternaban con las de frío glacial, de vacío sin aire e incluso de dolor inducido..., además de otras de tentadora seguridad.
Todo aquel túnel que se adentraba en la disformidad era un lugar de seguridad relativa..., siempre que no se encontraran con un Señor Fénix como el que había alanceado a la verdadera Meh'lindi. Aparte de aquella terrible posibilidad, sin duda no se toparían con viajeros normales. Como mucho, sentirían pasar un leve fantasma a su lado, en otro plano distinto al de ellos. Así era la Telaraña. Cada viajero o grupo de viajeros ocupaba un único punto cuántico de tiempo. Dos grupos que partían en momentos distintos y en lugares distintos no podían coincidir en el mismo tiempo y espacio dentro de aquel entramado que recorría toda la galaxia.
Mientras se estaba en la Telaraña se perdía la noción del tiempo. ¿Había entrado unos pocos minutos antes, o ya hacía horas que caminaba? ¿O ya eran días? ¡Era imposible saberlo! Ni siquiera los cronómetros eran de fiar en la Telaraña, ya que unas veces mostraban un registro de varias horas y, al momento siguiente, de tan sólo unos minutos.
Era aquella falta de paso del tiempo lo que los mantendría con vida mientras estuvieran dentro del túnel, hasta que llegaran a un hueco en la ruta rúnica y pudieran salir a un planeta. Viajar por la Telaraña era como hacerlo por un sueño.
Con Jaq, que llevaba el monóculo destapado, en cabeza, los cuatro llegaron a la primera bifurcación, y luego a la siguiente ya la siguiente. Lex ayudaba a Rakel a caminar. ¿Habría necesitado ayuda la verdadera Meh'lindi? ¿Habría necesitado el apoyo de alguien hasta que hubieran llegado a un mundo con comida y agua donde descansar sin que los molestaran?
¿Un mundo tranquilo? ¿Un mundo paraíso, como lo había definido Grimm? ¿Por qué habrían de salir a un mundo semejante? ¿Por qué no a un planeta desolado y terrible? ¡O incluso a un mundo absorbido por el Caos!
Salieron del túnel azul a una cueva húmeda pero bien ventilada y repleta de helechos verdes. Las matas crecían alrededor de un estanque del que hacía un arroyo que bajaba salpicando por los peñascos.
Una bestia de pelaje pardo retrocedió asustada y les gruñó, mostrando unos colmillos curvados y amarillentos. La cola, acabada en un mechón, se balanceaba de un lado a otro con rapidez.
Grimm disparó dos veces al animal con la pistola láser. El cuerpo quemado cayó al estanque.
El morro se quedó bajo el agua, por lo que no tuvieron duda alguna de que estaba muerto. Tras una pausa prudente, los cuatro se unieron al animal muerto en el agua y empezaron a beber a grandes sorbos.
El arroyo salía por la boca de la cueva en dirección a un bosque de color dorado bajo un cielo azul. Parecía ser una tarde de otoño en aquel mundo.
—Fíjate cómo estábamos —comentó Grimm con disgusto.
Tenían la piel levantada y llena de ampollas. Los cubría la suciedad y costras de sangre seca de camelopardo. Lex sólo tenía un ojo. Rakel estaba vomitando agua.
Quedaba algo de grasa de la joroba. Grimm la apretó con las manos y se untó la cara con ella. Sonrió por su idea y se dedicó a cubrir las caras de Jaq, Rakel y Lex del mismo modo.
¿Qué clase de animal habían matado? Era un carnívoro desconocido, de sangre roja. Era poco probable que albergase toxinas en el cuerpo. La bestia había estado bien protegida gracias a sus colmillos y a sus garras, hasta que ellos llegaron. Poco tiempo después estaban masticando su carne cruda.
Un suave sol amarillo se puso poco a poco. Varios cúmulos pintados de color naranja y carmesí siguieron su movimiento perezoso.
No era muy sensato quedarse a dormir tan cerca de un portal de la Telaraña. Salieron de la cueva tambaleándose de agotamiento. Lex se llevó los restos despedazados de la bestia hasta cierta distancia para ocultarlos detrás de un árbol caído. No debían dejar semejante señal de que hacía poco que habían pasado individuos armados por aquel portal. Lex regresó con rapidez al estanque mientras los demás lo esperaban y se lavó de los restos de sangre que le quedaban.
Encontraron un pequeño valle donde les pareció lo bastante seguro acampar detrás de una pantalla de ramas arrancadas. Lex permanecería alerta con la mitad de su cerebro. Jaq rezó para dar las gracias por aquel mundo mientras Grimm ya estaba roncando.
Lex despertó a Grimm sacudiéndolo.
Era una mañana repleta de luz perlada. El rocío iluminaba miles de telarañas de seda casi invisible tejidas entre el follaje dorado y reluciente. Pequeñas telarañas tejidas por pequeños seres, que si no hubiera sido por el rocío habrían pasado inadvertidas. Varias de ellas estaban rotas y sueltas a la salida de su campamento improvisado.
—Rakel se despertó y se marchó en silencio hace unos cuantos minutos —le dijo Lex con un murmullo.
—¡Vaya, pues imagínate por qué! Yo también tengo la vejiga a punto de explotar.
Sin embargo, debían suponer que su marcha no era inocente del todo. Jaq seguía durmiendo, con la cabeza apoyada en el brazo de Lex. El marine espacial no quería despertar al agotado inquisidor.
Después de cumplir de forma apresurada con las obligaciones de su cuerpo, Grimm marchó en pos de Rakel procurando no pisar demasiadas ramas que hicieran ruido. Se dio cuenta de que era una tontería aquel intento de sigilo y empezó a avanzar a grandes pasos hacia la entrada de la cueva. Rakel podía haberse marchado en cualquier dirección, pero en cualquiera de aquellas direcciones se la podría rastrear con cierta facilidad. En todas menos en una. Si entraba en la Telaraña...
Grimm no vio señal alguna de ella de camino a la cueva. Cuando llegó a la cueva, parecía vacía.
Casi se dio la vuelta para buscar por otro sitio.
Pero no. Empuñó su arma, Paz del Emperador, y entró a la carga en el túnel neblinoso de color azul. Sus grandes botas resonaron con fuerza.
Meh'lindi, allí, en mitad de la neblina azul...
No, era Rakel. Estaba de pie y dudando delante de la primera bifurcación.
—¡Quieta ahí, muchachita, o te pego un tiro en la espalda!
Rakel se quedó inmóvil.
—Date la vuelta con lentitud y que no te vea ninguna pistola láser.
Rakel se dio media vuelta.
—Grimm... —Su voz era suplicante.
—No deberías haberte detenido a elegir —le dijo el pequeño individuo, casi disculpándose—. No importa que hubieras ido a la izquierda o a la derecha, a menos que seas supersticiosa. Deberías haber echado a correr. Venga, regresemos.
—Elegir —repitió Rakel—. ¿Qué elección tengo sobre, mi destino? Tengo miedo...
A Grimm le llamó la atención algo de sus manos. Sus dedos...
—¡Eh, ni se te ocurra doblar los dedos en mi dirección!
Los grandes anillos en sus dedos, armas digitales, una de las cuales todavía no había utilizado...
—No pretendía... —Parecía derrotada. Sin embargo, le quedaba algo de arrogancia feroz—. Grimm, dime la verdad..., ¡por todo lo que hemos pasado juntos! ¿De verdad empezaré a cambiar sin poder parar si Jaq no me refuerza psíquicamente?
Por eso se había parado. Había aprovechado su oportunidad de escapar, de escapar atravesando un laberinto increíble que recorría toda la galaxia para salvarse de algo que desconocía, pero ¿qué pasaría si conseguía huir sólo para sucumbir a un espasmo despiadado de polimorfina?
—Es completamente cierto —mintió Grimm con absoluto descaro—. Venga, no seas boba y regresa con nosotros..., pero por propia voluntad, no porque temas que te dispare. Vas a vivir. No vas a morir.
Su cuerpo no iba a morir. Eso era absolutamente cierto. Sin embargo, su alma y su mente lo abandonarían si los conjuros de Jaq funcionaban. Quizá la hechicería fallase. Si era así, Jaq se libraría en cierto modo de una obsesión que lo perseguía.
—Jaq pretende utilizarme de algún modo, pero al utilizarme me destruirá.
—Te juro que no, Rakel benth-Kazintzkis.
Háblale a la ladrona con su nombre completo, hónrala y alábala. ¿No se habría mostrado Lex reacio a perseguir a Rakel para no tener que mentir y a deshonrarse así ante alguien a quien prácticamente consideraba una camarada?
—¿Lo juras por tus ancestros, Grimm? —insistió Rakel.
Grimm sintió que el corazón le martilleaba con fuerza. Sin duda, aquél era un juramento de obligado cumplimiento para un squat. Grimm todavía se dolía de las mentiras con las que lo había engañado Zephro Carnelian sobre los supuestos hijos del Emperador y la benigna custodia por parte de los eldars sobre la larga vigilancia llevada a cabo por los caballeros sensei. ¡Le mintieron, le engañaron y le hicieron quedar como un tonto! Las mentiras eran como veneno. A veces, un veneno servía para contrarrestar otro.
—No lo jurarás, ¿verdad? —dijo Rakel—. Eres un squat honrado, más humano que muchos humanos.
—Vaya, sí que lo haré. —Grimm se esforzó por improvisar—. Ese es el problema. Pensaba que, precisamente, un juramento por los Grandes Ancestros sólo nos obliga entre squats, pero que los humanos normales no tenéis ancestros. —Logró simular una pequeña risotada—. No me refiero a que seáis bastardos. ¡Muchos de los grandes y poderosos señores pedirían mi cabeza! No, lo que ocurre es que no adoráis a vuestros antepasados del mismo modo que hacemos nosotros.
—En mi planeta natal —le recordó Rakel—, nuestros chamanes se beben el jugo del liquen que contiene la polimorfina sin refinar para adoptar el aspecto físico de nuestros antepasados muertos y así albergar sus espíritus de forma temporal. La comunión con nuestros ancestros es algo sagrado para nosotros.
Era cierto. Lo había dicho durante el primer interrogatorio al que la habían sometido.
Era inútil retrasarlo más. Se dijo a sí mismo que debía pensar en una causa noble y justa, o eso le habría dicho Jaq.
—Rakel benth-Kazintzkis —dijo Grimm con voz solemne—, te lo juro por mis nobles y virtuosos ancestros. Que me deshereden espiritual y genéticamente si miento. Que sólo sea padre de monstruos deformados. Que mis gónadas se resequen. Que nunca me convierta en un ancestro.
Grimm sintió el corazón hecho cenizas mientras acompañaba a Rakel de regreso a la cueva. Creía en la maldición que había pronunciado. Ya no llegaría jamás a tener una edad realmente madura ni conseguiría poder y sabiduría. Un gusano espiritual lo consumiría por dentro. No ese año, ni el siguiente, pero acabaría haciéndolo.
Si le contara a Jaq lo del juramento y lo mucho que le iba a costar, ¿sería capaz de entenderlo el inquisidor? ¿Se daría cuenta Jaq de que la enormidad de aquella mentira compensaba la duplicidad bienintencionada de Grimm sobre Carnelian? Quizá Lex, que se había autoexiliado de la compañía de sus camaradas, fuera capaz de comprenderlo.
Cuando Grimm y Rakel salieron de la cueva, el sol matutino ya había comenzado a brillar a través de la neblina mañanera. Rakel miró a su alrededor. Respiró profundamente, como si fuera el primer momento de una fase nueva y sublime de su vida..., o como si quisiera guardar ese momento porque nunca iba a experimentar algo parecido en su vida y el recuerdo de aquello sería un preciado consuelo.
Para Grimm, jamás existiría ese consuelo, tan sólo cenizas y congoja.
El squat pensó mientras regresaban que quizá moriría en poco tiempo. Quizá eso fuese lo mejor. Que le pegaran un tiro en la cabeza. Ya no pensaría más, ya no sentiría más.
Le dolía el corazón. Cómo le dolía.