INTERLUDIO: GRETEL

Recuerda el futuro base con la claridad íntegra de una semidiosa. Ve todos los pasos que la otra-ella da para atraer a Raybould al pasado. Recuerda un cuarto de siglo de prólogo.

Sin embargo, en ese momento se encuentra en la cabecera de una línea temporal nueva por completo. Ese universo tiene solo un día. Es una cría, demasiado débil y ciega para defenderse. Arcilla informe que espera las manos de la escultora. Seda de araña e hilo dorado que aguardan el toque de la maestra tejedora. Ella.

Su Willenskraft será el telar que imponga orden y estructura a esa nueva línea temporal. Como cualquier jovenzuelo, ese universo requiere orden. Propósito. Ella se lo impondrá.

Hermano va a buscarla. Entrega una batería.

El mundo se desdibuja tras un telón resplandeciente de posibilidades tenues como gasas cuando acude al Götterelektron. Su primer vistazo real a la línea temporal bifurcada. Qué bella. Quiere explorar. Todos los hilos, todos los afluentes, todas las delicadas posibilidades remotas. Qué deliciosa emoción explorar esos paisajes, correr hacia los lejanos confines de lo que no es del todo imposible. No puede resistirse. Salta hacia delante —un día, una semana, un mes, un año— siguiendo los luminosos senderos de la potencialidad para echar un vistazo al mundo que ella y Raybould crearán, la vida que compartirán…

La semidiosa como voyeur.

…Y ve algo nuevo por completo: los futuros pierden su cohesión, se desdibujan en un solo borrón indistinguible. ¡Su fuerza de voluntad se adelanta al primer llanto de esa línea temporal recién nacida! Las ondas de la creación aún tienen que perturbar la niebla primordial y embrionaria. Hace falta tiempo para romper la simetría perfecta de los quizá infinitamente homogéneos e isótropos.

Retrocede. Hay mucho que hacer en los próximos días, muchos caminos que explorar en esas primeras horas. Dentro de once minutos se encontrarán con Raybould, su Raybould, en el parque:

«Has venido a buscarme —dirá ella—. Sabía que lo harías».

Y él dirá: «Puta bruja malvada. No lo he hecho por ti».

No. No es nada bonito.

«Eres tú —dirá ella—. Has venido a buscarme».

Y él replicará: «Eres… tú».

Eso está mejor.

Raybould va dejando pequeños remolinos de cambio con todo lo que hace. Cada brizna de hierba que dobla al caminar por el parque Saint James, cada exhalación de dulce aliento masculino mientras esperan en el coche. Al principio son perturbaciones minúsculas, pero crecerán.

Los copos de nieve engendran avalanchas. Un árbol caído desvía un arroyo, altera un afluente, transforma un río y dibuja una nueva topografía en el inmenso continente del tiempo.

Cuando mira a Raybould a través del reluciente tapiz de los futuros posibles, se convierte en una sombra, una silueta dibujada con caleidoscópica difracción. El patrón es un marco, el enrejado de jardín a través del cual ella cuela los tallos de su Willenskraft. Juntos harán crecer un nuevo axis mundi, un árbol del mundo lo bastante fuerte para torcer el universo conforme a la voluntad de ella. Son como Adán y Eva en esa nueva línea temporal, que es su criatura, el fruto de sus esfuerzos. Él, el hombre que viajó en el tiempo, y ella, la mujer cuya visión lo trasciende.

Echa otro vistazo, pero el plomizo banco de nubes de la precreación sigue encapotando el futuro lejano.

No importa. Sabe lo que verá cuando se despeje la niebla. El futuro ya no termina con los eidolones, y ella tampoco. Estará con Raybould. Con el tiempo, puede conseguir que la ame. No habrá eidolones, granja, brujos ni Götterelektrongruppe que los separe, ni tampoco una guerra molesta que interfiera con sus deseos.

Nada que distraiga a Raybould; ni zorra pecosa ni cría llorona.